A Pinos Grandes. Posada del Alce.
Con emocionado acento, Lupe ordenó al conductor.
—Vaya a Pinos Grandes. Cuando lleguemos le diré a qué posada quiero ir.
Cuando desde la ventana del cuarto Carmen vio alejarse a todos los herederos de la fortuna de su padre, no pudo contener un estremecimiento de inquietud. Hasta entonces había odiado hasta la sombra de aquellos hombres; pero la idea de que se hubieran marchado todos aquellos que no reposaban en el cementerio, le provocó un escalofrío de terror.
¿Qué ocurriría ahora?
Pero desde el momento en que se habían marchado todos los causantes de los crímenes, no podía ya ocurrir nada.
Sin embargo, Carmen no se sentía tranquila.
Marcos Ibáñez reunió a los cinco criados.
—Ya no se os necesita —dijo—. Se han marchado los invitados y podéis regresar a San Francisco. No obstante, recibiréis los ciento cincuenta dólares prometidos.
Fue entregando a cada uno de ellos el dinero y luego los acompañó hasta el jardín.
—Aprovechad que aún no es de noche —dijo—. Estos parajes son muy solitarios.
A Carmen le explicó después:
—Los he despedido porque no me parecían de confianza… Había algo raro en todos ellos. Incluso en eso de que uno fuera un buen médico y se conformara en vivir como un criado. Si he hecho mal…
—No, no —dijo Carmen, no muy convencida—. Me alegro de que se hayan marchado todos aquellos hombres. Esta noche necesitaré que alguien me ayude a velar a Luis.
—Yo lo haré con mucho gusto, señorita Carmen —replicó Marcos Ibáñez—. Si quiere, puedo quedarme ahora para que usted vaya a descansar.
—Gracias. Si acaso, más tarde, cuando Luis se duerma.
A su pesar, cuando llegó la noche, Marcos Ibáñez sentía cierto temor al cruzar los solitarios corredores de la casa. Tenía la impresión de que de cualquier masa de sombras podía surgir una más sólida que las otras y lanzarse sobre él. Al fin, con un esfuerzo, consiguió reírse de sus temores, y a las ocho de la noche subió al dormitorio de Carmen, a quien ofreció una taza de caldo, recomendando:
—Tómelo, señorita. Le entonará el cuerpo.
Carmen lo aceptó con una triste sonrisa y lo bebió con un gran esfuerzo.
—Váyase tranquila a descansar, señorita —dijo Marcos—. Yo cuidaré de su prometido.
—Es que le está volviendo la fiebre —dijo la joven—. Si el señor Hidalgo no se hubiese marchado…
—Creí que obraba bien alejándolo de aquí lo mismo que a los otros —se excusó, compungido, Marcos.
—Sí, sí. Ha hecho bien…
Carmen se interrumpió para pasarse una mano por la frente.
—Siento un sopor semejante al de ayer noche —dijo.
—Acuéstese en otra habitación —indicó Marcos—. Yo cuidaré del señor Vanegas.
Con gran cuidado acompañó a la joven hasta una habitación inmediata y la ayudó a tenderse en la cama. Luego regresó al cuarto donde estaba el herido y sentóse junto a él. Durante una hora, Marcos permaneció inmóvil como una estatua, junto al lecho. Luis estaba, nuevamente, sumido en el sopor de la fiebre. A las once de la noche pidió:
—¡Agua, agua!
Marcos no pareció oírle.
Diez minutos después el herido insistió:
—¡Agua! ¡Más agua!
Marcos tampoco hizo ningún movimiento y por tercera vez, al cabo de casi media hora de la primera llamada, Luis Vanegas casi gritó con un prolongado gemido.
—¡Aaaagua!
Marcos Ibáñez alargó al fin la mano hacia la botella que, tapada con un vaso, descansaba en la mesita de noche. Llenó hasta la mitad el vaso y luego, sacando del bolsillo una cajita, extrajo de ella dos pizcas de un polvo blanco y fue a dejarlo caer dentro del vaso.
Una enguantada mano que parecía surgir de la nada, le contuvo con terrible energía.
—Cuidado, señor Ibáñez —dijo una voz.
El criado se volvió lentamente. Detrás de él estaba
El Coyote
.
—¡Suélteme! —pidió Marcos—. Debo preparar la medicina.
—Prepárela —replicó
El Coyote
—, pero antes de dársela al enfermo, beba usted unos sorbos.
Marcos Ibáñez dejó caer los polvos dentro del vaso; pero no hizo intención de beber el contenido del mismo.
—¿Por qué no prueba esa medicina? —preguntó
El Coyote
—. ¿No es la misma que le ha administrado a la señorita Carmen?
—Ella sólo ha tomado un narcótico inofensivo —replicó Marcos.
—Siente usted mucho cariño por ella, ¿verdad? —preguntó, irónicamente,
El Coyote
.
La respuesta del criado fue inmediata.
—¡Sí!
—¿Y por eso quiere destruir su felicidad?
—Este hombre no es digno de ella. Su padre…
—Su padre fue el principal culpable de que la madre de Carmen Coronel se separara de su marido, ¿verdad?
—Sí. ¿Cómo lo sabe?
—
El Coyote
, amigo Marcos, sabe muchísimas cosas. Y te voy a contar algunas de las que sé. Luego me acompañarás al sitio donde guardas el tesoro de tu amo.
—Tal vez sí. Tal vez no —replicó fríamente Marcos.
—Esperemos que sea
sí
. Me has dado mucho trabajo, Marcos.
—Es un honor para un pobre criado dar mucho trabajo al
Coyote
.
—Y es un honor para
El Coyote
conocer a un criado que toma tan a pecho la causa de su difunto amo y prosigue la venganza iniciada por él.
—Don Fernando era un hombre justo.
—Y un hombre loco. ¿No?
—No.
—Sí, Marcos, tu amo estaba loco. Adoraba a su hermano y a su mujer, ¿verdad?
—Sí.
—Julio Coronel era un hombre muy inteligente. Ayudado por su hermano y por tres socios fundó la Compañía Minera de Remedios. Logró hacer creer que había descubierto un yacimiento fabuloso, cuando en realidad era un yacimiento muy pobre, y consiguió vender la mina por un millón; pero ese millón él no pensaba en dividirlo entre todos los socios. Si acaso, entre su hermano y él. Y así lo preparó, fingiendo que los otros trataban de arrebatarle el secreto de la veta principal de la mina. Pero los otros socios descubrieron la verdad, le quitaron su parte y luego le asesinaron. En ese asesinato intervinieron Francisco Redondo, Mariano Vázquez, Pedro Ugarte, José Maldonado, Jaime Sola, Antonio Zúñiga y Arcadio Bandini. Nadie más.
—¿Nadie más? —preguntó Marcos.
—No, nadie más —respondió
El Coyote
—. Los otros eran inocentes. Los asesinos ocultaron el motivo de su crimen y se dejó correr el rumor de que Julio Coronel no había querido revelar el emplazamiento de la veta más importante y que por eso había muerto a manos de Mariñas o de sus socios.
»Fernando Coronel sabía la verdad. Conocía a los asesinos de su hermano; pero a quien odiaba sobre todo era al padre de Luis Vanegas, que tuvo una parte importantísima en la decisión que al fin tomó la esposa de Fernando Coronel de separarse de su marido y encerrar a su hija en un colegio, del cual especificó que no podría salir hasta después de la muerte de su padre. Para ello presentó pruebas que fueron aceptadas como buenas y que demostraban que don Fernando Coronel estaba loco.
—¿Quién le ha contado todo eso? —preguntó Marcos Ibáñez.
—Ya puede comprender que no pienso decírselo —sonrió
El Coyote
—. Pero volvamos a nuestra historia. Don Fernando se encontró sin hermano y despojado de la fortuna que Julio había ganado. Luego, la compañía que había comprado la mina descubrió el engaño y como ya no podía obtener nada del muerto, abandonó Remedios y los mineros se alejaron cada uno por su lado. Las tierras quedaron libres. Don Fernando se dedicó a explotarlas, empezó a ganar mucho dinero, pero no olvidó a los que habían robado su fortuna y a los otros, que eran los causantes de que su mujer y su hija le hubiesen podido abandonar. Decidió vengarse e ideó un plan basado en el hecho de que había conseguido hacerse dueño de todas las tierras del condado de San Fernando, donde él era la única autoridad. Muerto él, no habría ley alguna en estos lugares y se podrían cometer, impunemente, los mayores crímenes.
—No eran crímenes, sino justicia.
—¿Fue una acción justiciera matar a Romualdo Pacheco y a Henry Hancock? Ése fue su primer fallo, y el que le descubrió casi en seguida. El segundo fallo fue provocado por su corazón. El tercero por sus cabellos.
—¿Qué quiere decir?
El Coyote
sonrió.
—Pacheco y Hancock no presenciaron el asesinato de Tiburcio Cadenas; pero vieron a quienes se llevaban el cadáver del conductor de la diligencia. Y les debió de extrañar que fuese el propio Marcos Ibáñez quien lo hiciera. Fue por eso por lo que les mató luego.
Marcos permaneció callado, mirando, desafiador, al
Coyote
. Éste prosiguió:
—Su error más grande fue su ensañamiento con Luis Vanegas. La señorita Coronel está enamorada del que fue compañero de sus juegos infantiles. Eso quizá explique el odio que usted le profesa. Se suponía que de acuerdo con las cláusulas del testamento, los herederos se irían eliminando unos a otros. Mariano Vázquez intentó matar a Luis Vanegas y yo pude salvarle. Para evitar un dolor a la señorita Coronel rapté a Luis Vanegas y le hice estar ausente cuarenta y ocho horas del rancho. Así perdió su derecho a la herencia y quedaba libre de todo peligro. Sin embargo, a pesar de que ya no era un estorbo para nadie, se le intentó matar en repetidas ocasiones, y si usted no hubiese temido herir a la señorita Coronel, aquella vez en que disparó contra él le habría rematado. ¿Por qué no lo hizo? ¿Y por qué ayer noche durmió a Carmen antes de subir a matar a su novio? ¿Por qué tomó tantas precauciones por no herir a la señorita Coronel? Y, al mismo tiempo ¿por qué se esforzó tanto en matar a un hombre que ya no tenía derecho a la herencia?
—Creí que
El Coyote
lo sabía todo.
—Y lo sabe. Recuerde que le he hablado de sus cabellos. Si no fuera por la tintura que los tiñe, no serían negros, sino blancos, don Fernando Coronel.
Con una serenidad que hizo sentir un escalofrío al
Coyote
, el criado preguntó:
—¿Cómo ha descubierto mi identidad?
—Sus cabellos son canosos. En su cuarto tiene tintura para el cabello. Ha evitado herir físicamente a su hija, para quien tiene infinitas delicadezas y, además, se parece usted muchísimo al retrato de don Fernando Coronel. Sólo le falta la perilla. Fue una imprudencia dejar el retrato. Además, sólo haciéndose pasar por muerto podría ver a su hija. Todo es muy sencillo cuando se descubre una pista y se sigue hasta el final. Su pasión era su hija. Su odio eran los hombres que le robaron un millón de dólares, mataron a su hermano y convencieron a su mujer para que le abandonase.
En el falso Marcos Ibáñez se había producido una visible alteración. Había dejado de ser un servidor para convertirse en amo y señor.
El Coyote
prosiguió.
—Sus antiguos socios le ayudaron muy bien. Unos tendieron trampas contra otros, se hicieron todo el daño posible y llegaron a matarse. Sólo unos cuantos, que eran los más honrados, decidieron marcharse. Tres de los que se han ido volverán a robarle su tesoro, si es que existe.
—Existe —dijo don Fernando Coronel—. ¿Quiere verlo?
—Sí.
—Sígame.
—No olvide que le puedo matar con sólo que apriete el gatillo.
—Ya lo sé. No huiré. Ya casi he conseguido mi venganza.
El Coyote
alcanzó el vaso en que habían caído los polvos y lo tiró al suelo, donde se hizo añicos.
—Este agua no será bebida por nadie —dijo.
Don Fernando se encogió de hombros.
—Cuando Carmen sepa la verdad, no se querrá casar, y eso es lo que me importa. Ella apoyará a su padre. Es una buena hija.
El Coyote
sonrió irónicamente, pero no replicó. Don Femando continuó:
—Fue hermoso ver cómo se destruían entre sí para ganar unos miles de dólares. Fue un precio muy económico. ¡Cuánta astucia demostraron!
El Coyote
no pudo reprimir un sentimiento de piedad por aquel hombre cuyo cerebro había sido trastornado muchos años antes. Había hecho desgraciada a su esposa y casi había estado a punto de hacer, también, infeliz a su hija.
Don Fernando caminaba ante
El Coyote
, quien recordaba que la noche anterior había disparado dos veces en vano contra el corazón de aquel loco.
Salieron del rancho y fueron hacia una casita que se levantaba a unos quinientos metros de la casa principal.
—Ahí está enterrado Tiburcio Cadenas —dijo don Fernando—. Los indios me ayudaron a sacarlo.
—¿Por qué no lo dejó donde fue asesinado?
—Quise que Francisco Redondo sufriera; que se enfrentase con algo que le desconcertara. Y lo conseguí. Sufrió mucho hasta que le asesinaron. Pero lo hicieron demasiado pronto. ¡Qué bonito fue cuando Mariñas le destrozó la mano!
Habían llegado a la casa y don Fernando abrió la puerta. Dentro había luz. Y en el vestíbulo, sobre una mesa, se veía un cofre de hierro.
—Ahí está la fortuna —dijo don Fernando.
En aquel instante su mano se cerró sobre la culata de un revólver que descansaba en una mesita. A la vez que lo cogía, lo amartillaba y se volvía hacía su enemigo; pero antes de que pudiera hacer nada más,
El Coyote
disparó una vez. Y no apuntó al corazón, sino a la cabeza.
Don Fernando cayó hacia atrás, como si le hubieran empujado violentamente, y quedó al pie de la mesa sobre la cual estaba el arca de acero.
El Coyote
se inclinó sobre él y le palpó las ropas. Debajo de ellas encontró una doble cota de malla que explicaba por qué la noche anterior las balas no llegaron a su destino.
—Bien, amigo, te llevas muchos secretos al otro mundo; pero creo que es mejor que no se descubra ninguno de ellos —dijo
El Coyote
—. ¿Asesinaste al verdadero Marcos Ibáñez? ¿Murió de muerte natural? En fin, puede que el pobre lo mereciese; pero va a cargar con muchas cosas malas a fin de que tu hija no sepa nunca esta desagradable verdad.
Cuando salía de la casita, después de haber examinado superficialmente el cofre de hierro,
El Coyote
caminaba lentamente. Fue hacia la casa y desde atrás de unos árboles clavó la mirada en la casita. Transcurrieron muchos minutos sin que sucediese nada; pero de pronto tres sombras surgieron de entre los árboles. La luz de la luna permitió al
Coyote
identificar a aquellos hombres: eran Pedro Ugarte, Jaime Sola y Arcadio Bandini.
El Coyote
les vio entrar en la casita y mentalmente siguió sus pasos. Vio luego cómo se acercaban al cofre y lo iban a forzar. Y por último sus ojos vieron cómo del interior de la casa brotaba una alta llamarada y su tejado y paredes caían hechos pedazos. Aquella caja no había contenido jamás dinero. En realidad era una poderosa bomba destinada a terminar con todos aquellos que llegaran vivos al momento de repartir la falsa herencia.