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Authors: David Baldacci

Tags: #Intriga, Policíaca

La esquina del infierno (11 page)

BOOK: La esquina del infierno
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—No, supongo que sabes lo que estás haciendo, aunque no me guste especialmente. Pero vuestro planteamiento sobre cómo se colocó la bomba adolece de un problema.

—¿Cómo sabes cuál es nuestra teoría? —‌preguntó Stone‌—. Pensaba que no participabas en la investigación.

—En teoría, no. Pero tengo oídos.

—¿Y qué tiene de malo nuestra teoría? —‌preguntó Chapman.

—La unidad de canes del Servicio Secreto ya había hecho un reconocimiento del parque.

—¿Cuándo exactamente? —‌preguntó Stone enseguida.

—No sé la hora exacta. Pero ¿no te fijaste en una unidad de canes en el extremo norte del parque?

—Sí, en la grabación —‌repuso Stone.

—No sacan a los perros para pasear …

—¿Lo normal sería que cubrieran el parque entero? —‌preguntó Stone.

—Sí. Con un perro no se tarda tanto.

—O sea, que el perro habría detectado la bomba, ¿no? —‌sugirió Chapman.

—A eso me refería precisamente —‌respondió Alex.

—Pues resulta que en el parque también explotó una dichosa bomba —‌espetó ella.

—Me limito a deciros lo que sé. Me parece que me marcho.

—Alex, no quería que se lo tomaran así —‌reconoció Stone.

—Ya, pero se lo han tomado así, ¿verdad? Espero que lo consigas, Oliver, de verdad que sí.

Se marchó y al cabo de unos segundos oyeron cómo ponía el coche en marcha.

—Tienes un grupo de amigos muy majos. Parece que se preocupan un montón por ti.

—Y yo por ellos.

—¿Quiénes son en realidad?

—No importa.

—¿Quién es ese tal Milton que ha mencionado el bajito?

—Un amigo.

—Pero está muerto. ¿Cómo fue? ¿Un accidente?

—No, por la bala de un rifle de gran calibre.

Chapman estaba a punto de decir algo cuando el móvil de Stone vibró. Era el agente Gross del FBI. Stone escuchó y luego colgó.

—La mujer que estaba anoche en el parque ha aparecido.

—¿Quieres decir que la han detenido? —‌preguntó Chapman.

—No, se ha presentado ante el FBI motu proprio.

20

—Me llamo Marisa Friedman —‌dijo la mujer cuando Stone y Chapman tomaron asiento delante de ella y de Tom Gross en un despacho interior de la Oficina de Campo del FBI en Washington.

Stone se dedicó a observarla durante unos instantes. Con buena luz y a escasos metros de distancia pensó que estaba más próxima de los treinta que de los cuarenta. Era igual de alta que Chapman, tal vez más, con el cabello rubio que se le rizaba a la altura del cuello. Stone se dio cuenta de que no era su color natural. Tenía los ojos azules y deslumbrantes, el rostro interesante con una estructura ósea elegante, el mentón anguloso y los dos lados de la mandíbula formaban un marco perfecto para su boca expresiva. Llevaba ropa cara, pero la vestía sin afectación; joyas y maquillaje mínimos completaban su aspecto atractivo.

—La señorita Friedman se ha presentado voluntariamente cuando se ha enterado de que buscábamos a toda persona que hubiera estado en el parque anoche —‌explicó Gross.

Friedman negó con la cabeza y pareció intranquila.

—Tengo que reconocer que me he quedado de piedra por lo que pasó. Acababa de llegar a la calle H cuando empezaron los disparos. Y luego la explosión. —‌Temblaba de forma incontrolable.

—¿Cómo se enteró de que el FBI la buscaba? —‌preguntó Stone.

—Un amigo vio la noticia y me llamó.

Stone miró a Gross.

—En situaciones como esta llamamos a los medios y les pedimos su colaboración para difundir la noticia —‌dijo Gross‌—. Suele ser muy eficaz.

—Está claro que en mi caso lo ha sido —‌convino Friedman.

—Probablemente imaginó que la policía querría hablar con usted —‌dijo Stone.

—Sí, supongo, aunque no tengo experiencia en este tipo de cosas. Entraron a robar en mi casa hace unos años, en realidad ese es el único contacto que he tenido con la policía en mi vida.

—¿Puede decirnos qué vio? —‌preguntó Gross.

—Humo y gente corriendo y gritando. —‌Miró a Stone y le tembló la voz‌—. Nunca había estado tan asustada.

—Pero antes de todo eso se sentó en un banco del parque, ¿no? —‌quiso saber Stone.

—Mi despacho está situado en la hilera de casas adosadas del lado oeste del parque.

—¿Jackson Place? —‌preguntó Stone.

—Sí. La mayoría de esas oficinas están al servicio de la Casa Blanca, pero conseguí agenciarme una de ellas más por suerte que por otra cosa. Trabajé hasta tarde. Salí de la oficina. Hacía tan buena noche que me senté e incluso creo que dormité. No suelo hacerlo, pero anoche lo hice. Había sido un día largo y estaba cansada. Y sé que el parque es una de las zonas más protegidas de la ciudad, así que me sentía muy segura. —‌Soltó una risa sardónica‌—. Menuda ironía. La verdad es que no elegí el mejor momento —‌añadió con otro estremecimiento‌—. Un momento agradable de relajación en un parque que se convirtió en zona de guerra. Durante unos instantes tuve la impresión de estar en un plató de cine.

—Solo que las balas y las bombas eran de verdad —‌dijo Stone.

—Sí.

—¿A qué se dedica? —‌preguntó Gross.

Desplegó una sonrisa radiante.

—En esta ciudad y tan cerca de la Casa Blanca solo se pueden ser dos cosas.

—Abogado o miembro de un
lobby
—‌respondió Stone.

—Exacto. —‌Cruzó las piernas y sacudió el dobladillo de la falda, lo cual dejó entrever brevemente sus muslos pálidos. A juzgar por el modo de hacerlo, Stone dedujo que se trataba de una táctica habitual durante una reunión, por lo menos delante de hombres. Miró a Gross y se dio cuenta de que también se había fijado. Al mirar a Chapman vio que acababa de poner los ojos en blanco ante aquel mismo gesto.

«Marte, Venus», pensó Stone.

—¿Y usted qué es? —‌preguntó Friedman‌—. ¿Abogada o miembro de un grupo de presión?

—Pues las dos cosas.

Gross carraspeó.

—¿Y a quién presiona en nombre de qué?

La mirada de la mujer se posó en el agente del FBI.

—Los miembros de los grupos de presión son los animales más regulados de la tierra, o sea que mi lista de clientes es pública. Pero no tiene relevancia con respecto a lo ocurrido. Si no hubiera decidido sentarme en el banco en vez de marcharme directamente a casa, ni siquiera estaría aquí.

—Tenemos que comprobarlo de todos modos —‌dijo Gross.

—Compruébelo. Toda la información es pública. No tienen nada de especial, son los negocios típicos, asociaciones gremiales. Tengo algunos clientes extranjeros, pero se dedican a negocios convencionales.

—¿A quién llamó anoche? —‌preguntó Stone. La pregunta pareció sorprenderla‌—. Anoche estaba en el parque —‌explicó‌—. Además, el parque está constantemente vigilado por vídeo. Se la ve hablando por teléfono.

—Vaya, Gran Hermano está vivito y coleando —‌dijo en tono informal, pero se le formaron varios pliegues en la larga frente‌—. ¿Puedo preguntar qué relevancia tiene saber con quién hablé?

—Podemos conseguir esa información fácilmente —‌declaró Gross‌—. Pero, si coopera, nos ahorrará tiempo. Sin embargo, si no …

Ella lo miró con expresión hastiada.

—Lo sé, lo sé, pensarán que estoy tramando algo. Miren, no es más que un amigo.

Gross apoyó el bolígrafo en el bloc de notas.

—¿Y su amigo se llama …?

—¿De verdad necesitan saberlo? Quiero decir que me parece una tontería. No es más que un amigo.

—Señorita Friedman, una bomba explotó delante de la Casa Blanca. Ningún detalle resulta insignificante en una investigación como esta. Y la pregunta no es ninguna tontería. Así que díganos el nombre de su amigo y el motivo de la conversación.

—No es más que un hombre, que conozco.

—¿Nombre? —‌insistió Gross, esta vez con cierta dureza en la voz. Quedaba claro que era la última vez que el agente del FBI lo preguntaría educadamente.

La mujer se inclinó hacia delante y bajó la voz.

—Mire, este amigo con el que hablé está casado.

—Vaya —‌dijo Stone.

—¿Y qué? —‌instó Chapman con una mirada maliciosa.

—Y no conmigo, obviamente. Y quizá seamos algo más que amigos.

Volvió a cruzar las piernas, sacudió la falda, pero esta vez le temblaron las manos y no pareció ni de lejos tan segura.

Stone vio que Chapman lanzaba una mirada despectiva a la mujer ante aquella estratagema para distraer. Esta vez ni siquiera Gross bajó la mirada hacia las piernas de la mujer.

—No nos importa el … estado civil de su amigo —‌dijo Gross.

Friedman se recostó en el asiento, aliviada.

—De acuerdo, gracias.

—Pero sigo necesitando que me diga cómo se llama y de qué hablaron.

Exhaló un suspiro de resignación.

—Vale. Willis Kraft. Vive en Potomac. Estuvimos hablando de … asuntos personales.

—¿Y su esposa no le entiende? —‌espetó Chapman, que seguía mirando a la mujer con desdén.

Friedman endureció la expresión y ella y Chapman se miraron de hito en hito hasta que Friedman apartó la vista.

—No me he presentado aquí de forma voluntaria para ser juzgada sobre mi vida privada —‌dijo Friedman cuando dejó de mirar a Chapman.

—Y no es eso lo que nos interesa —‌se apresuró a decir Gross.

—Entonces, ¿tiene que salir todo?

—Como he dicho, el estado civil de su amigo no nos preocupa y podemos ser muy discretos. Deme sus datos de contacto y empezaremos por ahí —‌dijo Gross.

Ella se los dio y entonces habló Stone.

—¿Y el hombre del chándal que estaba en el parque?

—Sí, lo vi —‌repuso‌—. ¿Qué pasa con él?

—¿Lo vio bien?

—No mucho. —‌Arrugó la nariz‌—. Estaba tan gordo que pensé que era la última persona que uno se imagina con chándal.

—¿Vio al hombre trajeado con el maletín? —‌preguntó Stone‌—. Estaba cerca de la estatua de Von Steuben, en la esquina noroeste.

—No, creo que no. Allí hay varios árboles. Además, a pesar de las farolas del parque, estaba oscuro.

—Sí, es verdad —‌convino Stone‌—. Pero usted se marchó más o menos a la misma hora en dirección a la calle H.

—No me fijé en sus movimientos. Estaba rebuscando la tarjeta del metro en el bolso.

—¿McPherson Square? —‌se apresuró a preguntar Stone‌—. ¿O la estación de Farragut West?

—McPherson. Está un poco más cerca del parque. Yo vivo en Falls Church. No tengo coche, así que siempre tomo el metro.

—¿Entonces no llegó a ver la explosión? —‌preguntó Gross.

—No, es obvio que no estaba de cara al parque. Cuando empezaron los disparos, me agaché de forma instintiva y eché a correr. Joder, como todo el mundo.

—¿Sabe de dónde procedían los disparos?

Se quedó pensativa unos instantes.

—Todo ocurrió muy rápido. Yo solo intentaba agacharme y salir de en medio. Procedían de algún lugar por encima de mí, por lo menos esa es la impresión que tuve.

—¿Volvió la vista hacia el parque cuando explotó la bomba? —‌preguntó Stone.

La mujer asintió.

—¿Qué vio, exactamente?

Friedman se recostó en el asiento, volvió a fruncir el ceño e hizo una mueca de concentración.

—Mucho humo, algunas llamas que subieron alto, muy alto. Fue cerca de la estatua de Jackson, en medio del parque. Era difícil de saber, porque era de noche y porque hay árboles en medio, pero por lo menos eso es lo que me pareció.

—¿Vio a alguien que se alejara corriendo del lugar? —‌preguntó Chapman.

—Como he dicho, todo el mundo echó a correr en cuanto empezaron los tiros. Y corrieron todavía más rápido cuando explotó la bomba. Recuerdo haber visto a un par de policías y a un perro. El perro estaba ladrando y los polis sacaron la pistola y creo que se dirigieron al parque. No podría jurarlo porque yo iba en la dirección contraria a toda prisa.

—¿Y el hombre del traje? —‌preguntó Gross‌—. En aquel momento debía de estar cerca de usted.

—Es posible, pero yo no le vi.

—Bueno, ¿recuerda algo más? —‌preguntó Stone.

—Noté que el suelo temblaba. Debió de ser una bomba muy potente. Parece ridículo que con la cantidad de policía que hay por ahí nadie advirtiera que había un explosivo en el parque. Es decir, ¿cómo es posible?

Gross se recostó en el asiento.

—¿Qué hizo a continuación?

—Cogí el metro. Tuve suerte. Me dijeron que cerraron la estación al cabo de unos minutos.

Gross se levantó y le tendió una tarjeta.

—Si se acuerda de algo más, infórmenos.

Cuando la mujer se hubo marchado, Gross miró a los otros tres.

—¿Y bien?

—No ha añadido gran cosa a lo que ya sabíamos —‌declaró Stone.

—Menuda lagarta —‌espetó Chapman‌—. Me sorprende que no se haya levantado el vestido por encima del rubio teñido.

Stone hizo caso omiso al comentario.

—Bueno, tenemos unos disparos que no debían haberse producido —‌dijo‌—. Una bomba que no tenía que haber explotado y un objetivo que ni siquiera estaba allí.

Sonó el teléfono de Gross. Al cabo de diez segundos, colgó.

—Bueno, este marrón se complica por momentos. Un grupo de Yemen acaba de atribuirse la autoría del atentado.

21

Al día siguiente Stone miraba la tele acompañado de Tom Gross en el despacho de este mientras los medios informaban de que un grupo afincado en Yemen había abierto fuego en Lafayette Park y también había hecho estallar una bomba. El objetivo era demostrar que eran capaces de dar un golpe en el mismísimo centro neurálgico del gobierno de Estados Unidos. Por lo menos es lo que la traducción libre del mensaje del grupo enviada a los medios occidentales venía a decir. A continuación hubo una breve rueda de prensa en la que habló el director del FBI, y luego el ADIC respondió a unas cuantas preguntas de los periodistas, sin decirles realmente nada.

—¿El mensaje de Yemen es verídico? —‌preguntó Stone.

Gross asintió.

—Quienquiera que llamara disponía de los códigos de autorización adecuados.

—Pero eso solo autentifica al grupo que emite el comunicado. No demuestra que fueran ellos realmente —‌añadió Stone.

—Es cierto. Y a veces mienten.

—Supongo que no han revelado ningún detalle sobre cómo manejaron las armas y la bomba delante de nuestras narices, ¿no? —‌preguntó Stone.

—No. Lo que realmente me da miedo es que, si son capaces de cometer un atentado en Lafayette Park, ¿qué será lo próximo? ¿Qué lugar es seguro? Es como si hubieran dicho «es simbólico». Y ya sabes que ahora mismo todos los estadounidenses están pensando lo mismo.

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