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Authors: David Baldacci

Tags: #Intriga, Policíaca

La esquina del infierno (8 page)

BOOK: La esquina del infierno
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Superaron el último obstáculo y se adentraron en la zona cero, Lafayette Park. A Stone, que quizá lo conociera mejor que nadie, le resultó casi irreconocible. El centro del parque era una masa ennegrecida, las plantas y los árboles estaban destrozados, la hierba, quemada, y la tierra, apilada, en montículos. La estatua de Jackson estaba derruida. La rueda de un cañón casi había llegado a la acera del lado de Pennsylvania Avenue. Una parte de la valla se había empotrado en un árbol a por lo menos dos metros de distancia.

La ATF había montado su puesto de mando móvil en medio de Pennsylvania Avenue. La unidad correspondiente del FBI se encontraba en Jackson Place, al oeste del parque. Había perros y guardias de seguridad armados por todas partes. Todos los negocios y oficinas gubernamentales situados en Jackson Place y en Madison Place, al otro lado del parque, estaban cerrados.

Si bien el parque parecía una convención de policías, el enjambre de hombres trajeados superaba en número a los agentes uniformados. Stone y Chapman pasaron junto a un camión grande del Equipo de Respuesta Nacional (o NRT) de la Agencia de Alcohol, Tabaco, Armas de Fuego y Explosivos. Stone sabía que solo existían tres vehículos del NRT. Los miembros del NRT eran los mejores expertos en explosivos del país. Se presentaban donde fuera y, en un par de días, averiguaban qué había explotado y por qué.

Stone atisbó a unos cuantos técnicos con trajes a prueba de sustancias peligrosas analizando sistemáticamente el lugar de la explosión. También vio a otros con trajes herméticos que parecían cirujanos preparándose para el quirófano. Iban a la búsqueda y captura de alguna prueba residual. Había pequeñas piquetas de colores desperdigadas por todas partes. Supuso que cada una de ellas marcaba el lugar donde se había encontrado alguna prueba.

No cabía la menor duda de que algunos de los hombres trajeados representaban al FBI. No era una mera suposición, puesto que también llevaban el cortavientos del FBI. Los demás hombres con americana y corbata situados más allá del círculo restringido pertenecían al Servicio Secreto, ya que los pinganillos y la expresión adusta los delataban mientras aquellos «advenedizos» pisoteaban su territorio.

Stone y Chapman se acercaron al grupo de agentes del FBI. Sin embargo, antes de alcanzar el círculo de investigadores, un hombre alto les abordó.

—¿Señor Stone?

Stone lo miró.

—¿Sí?

—Necesito que me acompañe, señor.

—¿Adónde?

El hombre señaló directamente al otro lado de la calle.

—¿A la Casa Blanca? ¿Por qué?

—Tengo entendido que conoce al agente especial Alex Ford. Le está esperando.

Stone miró fijamente a Chapman.

—Ella viene conmigo.

El hombre la observó.

—¿Agente Chapman? —‌Ella asintió‌—. Identifíquese, por favor.

Ella mostró las credenciales.

—Vamos.

Los acompañaron hasta el otro lado de la verja principal, aunque Chapman tuvo que entregar el arma.

—Quiero recuperarla en exactamente las mismas condiciones —‌indicó al agente que se la confiscó‌—. Tengo debilidad por esta arma.

—Sí, señora —‌respondió el hombre educadamente.

Pasaron al lado de una excavadora y un grupo de hombres con uniformes verde y caqui que retiraban el tocón de un árbol en el interior del recinto de la Casa Blanca. Uno de ellos le guiñó el ojo a Chapman. Ella respondió frunciendo el ceño. Cuando entraron en el edificio y los acompañaron por el pasillo, Chapman susurró:

—O sea que esto es la Casa Blanca, ¿no?

—¿Es la primera vez que entras? —‌preguntó Stone.

—Sí, ¿y tú?

Stone no respondió.

En aquel momento Alex Ford apareció en el umbral de una puerta y se colocó a su lado. Dedicó un asentimiento al agente que los acompañaba.

—Chuck, ya me encargo yo. Gracias.

—De acuerdo, Alex. —‌Chuck se marchó por donde habían venido.

Stone realizó las presentaciones pertinentes antes de preguntar.

—¿Por qué estamos aquí?

—Tengo entendido que os habéis reunido con sir James McElroy con anterioridad, ¿no? —‌preguntó Alex.

—¿
Sir
? No me dijo que lo hubieran ordenado caballero.

—La verdad es que no quería —‌comentó Chapman‌—, pero supongo que a la reina no se le dice que no.

—Sí, me reuní con él —‌repuso Stone.

—Quiero que quede claro que la decisión de reincorporarte al servicio no ha tenido muy buena acogida en ciertas agencias.

—¿Incluida la tuya?

—E incluidos algunos tipos de aquí.

—¿Con quién vamos a reunirnos?

—Con el jefe de gabinete y el vicepresidente.

—Estoy impresionado.

—Creo que el vicepresidente está ahí para darle un poco más de empaque al asunto.

—¿Están bien informados?

—No sé. Cobran más que yo.

Llegaron a la puerta y Alex llamó.

—Adelante —‌dijo una voz.

—¿Preparados? —‌dijo Alex.

Stone asintió.

Chapman se ajustó los puños y se retiró un mechón de pelo rebelde.

—¿Dónde demonios me he metido? —‌musitó.

—Estaba pensando lo mismo —‌comentó Stone.

15

Les condujeron hasta el despacho del vicepresidente desde la antesala. Era un hombre alto de pelo cano y bien alimentado, con una sonrisa agradable y que estrechaba la mano con fuerza, sin duda a consecuencia de las miles de paradas que se realizan durante una campaña electoral. El jefe de gabinete era bajo y fibroso, con unos ojos que no dejaban de escudriñar el espacio que le rodeaba, como un radar.

De repente a Stone se le ocurrió que la presencia del vicepresidente tenía sentido, aparte de darle empaque a la situación. Formaba parte del Consejo de Seguridad Nacional. De todos modos, a Stone le sorprendía que el hombre accediera a reunirse con él directamente en vez de mediante un subordinado. Pero era difícil contradecir al presidente.

Intercambiaron los cumplidos de rigor rápidamente. Alex Ford se quedó junto a la puerta, apostado allí como agente de seguridad y no en calidad de amigo.

—El presidente nos ha pedido que nos reunamos con ustedes. —‌Asintió en dirección a Chapman‌—. Con ustedes dos. Es obvio que deseamos llegar al fondo de este … delicado asunto lo antes posible.

Stone tradujo aquellas palabras a un lenguaje sencillo en su interior. En realidad, lo que el vicepresidente les comunicaba era: «Esto no ha sido idea mía y, aunque soy leal al presidente, no cargaré con las culpas si sale mal. Por eso está aquí el jefe de gabinete. Mi jefe quizá caiga, pero no yo.»

Stone se preguntó si alguno de los dos hombres estaba al tanto del plan original de enviar a Stone a México para ayudar a lidiar con la pesadilla del cártel ruso. Era habitual que los vicepresidentes no supieran tanto como el jefe del ejecutivo. Normalmente, los jefes de gabinete sabían tanto como el presidente.

El vicepresidente inclinó la cabeza en dirección al jefe de gabinete, que tendió un tarjetero de cuero negro a Stone.

—Sus credenciales —‌dijo el hombre.

Stone tomó lentamente lo que le ofrecía, lo abrió y observó su rostro, que le devolvía la mirada desde las profundidades de la foto oficial que formaba parte de su nuevo encargo. Se preguntó cuándo habrían hecho esa foto. Tal vez cuando se sentó en la sala del NIC, lo cual significaba que Riley Weaver estaba al corriente de todo eso. No le quedó más remedio que sonreír cuando vio su nombre «oficial»: Oliver Stone.

Junto a la foto estaba su carné de identidad, donde figuraba como agente de campo del coordinador nacional de seguridad, protección de infraestructuras y contraterrorismo. Tenía sentido, pensó Stone. El coordinador nacional trabajaba en el Consejo Internacional de Inteligencia e informaba al presidente a través del asesor de seguridad nacional. Había una conexión con la Casa Blanca, pero con un paso intermedio. El presidente tenía todos los flancos cubiertos. Lo mismo que hacía ahora su espabilado vicepresidente. Pasó a la siguiente funda del tarjetero y encontró una reluciente insignia de la agencia para él.

—Interesante la elección de agencias —‌dijo.

El vicepresidente le dedicó una de sus encantadoras sonrisas inescrutables.

—Sí, ¿verdad?

De todos modos, Stone había conseguido interpretar miles de esas sonrisas inescrutables. La del vicepresidente no era ninguna excepción.

«Cree que todo esto es una locura, y probablemente tenga razón.»

—Tiene el mismo peso que el Departamento de Seguridad Nacional y el FBI, o incluso más. Hay pocas puertas que no se le abrirán, y la mayoría se encuentran en este edificio.

«Pues entonces esperemos que no tenga que intentar abrir ninguna de las puertas de aquí», pensó Stone.

—Estás a su servicio —‌le dijo al jefe de gabinete. Antes de que el hombre, asombrado, pudiera decir algo, Stone se dirigió al vicepresidente‌—. Y es obvio que usted confía en el criterio de su compañero de partido, o por lo menos espera que no esté cometiendo un grave error de cálculo al conferirme tal autoridad.

Stone tuvo la impresión de que ambos hombres le miraron con otros ojos.

El vicepresidente asintió.

—Es un buen hombre. Por lo que espero que su confianza quede justificada cuando todo esto haya acabado. Supongo que opina lo mismo.

Stone se metió sus nuevas credenciales en el bolsillo sin responder.

—Tomará juramento tras esta reunión ante un representante de la oficina del coordinador nacional —‌informó el jefe de gabinete‌—. También tendrá autoridad para practicar arrestos y derecho a un arma. Si así lo desea —‌añadió con tono dudoso.

Quedaba claro que al jefe de gabinete también le parecía una locura ceder tanta autoridad a un hombre como él. Stone se planteó durante unos instantes cuánto tiempo habría discutido el jefe de gabinete con el presidente acerca de esta decisión antes de que este último se saliera con la suya.

Stone lanzó una mirada a Chapman.

—Mi amiga del MI6 tiene una Walther PPK muy bonita. Creo que por ahora me bastará.

—De acuerdo. —‌El vicepresidente se levantó, lo cual indicó el término de la reunión. Stone sabía que su jornada laboral se medía por incrementos de quince minutos y que tenía el incentivo añadido de concluir aquel encuentro.

«Si espera mucho más el tufillo de todo esto le impregnará, señor.»

Se estrecharon la mano.

—Buena suerte, agente Stone —‌dijo el vicepresidente.

Mientras seguían a Alex por el pasillo, Chapman habló irónicamente:

—Cielos, si hubiera sabido que era tan fácil convertirse en agente americano habría venido aquí hace mucho tiempo.

—Ha sido demasiado fácil —‌reconoció Stone mirando a Alex.

—Las cosas han cambiado en los últimos quince años —‌reconoció el agente del Servicio Secreto—. Tenemos a más contratistas rondando por ahí con pistolas e insignias de lo que os imagináis. Tanto en protección de fuerzas en campañas militares en el extranjero como aquí, en casa. Así son las cosas. —‌Cuando Chapman no lo oía, añadió‌—: Mira, tienes que comprender que la gente sabe que John Carr ha vuelto.

—Soy consciente de ello.

—Tienes muchos secretos, Oliver. Demasiados, para algunos.

—Sí, eso también se me ocurrió a mí.

—No hace falta que hagas esto.

—Sí, en realidad sí que hace falta.

—¿Por qué? —‌preguntó Alex.

—Por varios motivos. —‌Alex, muy contrariado, guardó silencio‌—. Cuando acabemos aquí, volveremos al parque. ¿Puedes venir con nosotros? —‌sugirió Stone.

Alex negó con la cabeza.

—Estoy en misión de protección y, como te he dicho antes, no se me permite acercarme a esta investigación. Han erigido la gran muralla china alrededor de este marrón por motivos obvios.

Stone le observó.

—¿Porque alguien piensa que hay un topo en el Servicio?

Al otro hombre pareció incomodarle tal observación, pero asintió.

—Creo que es una mierda, pero hay que tener todos los flancos cubiertos.

Stone tomó juramento en otra sala de la Casa Blanca. Acto seguido, Chapman recuperó su querida pistola y salieron de la residencia oficial. Ella y Stone se dirigieron al parque.

—No está mal tener de tu lado al presidente de la única superpotencia que queda.

—Puede ser.

—¿Me voy a enterar alguna vez de toda la historia?

—No, no te vas a enterar.

16

Stone y Chapman mostraron las insignias y superaron el entramado de seguridad del parque.

—¿Por dónde empezamos? —‌preguntó ella.

Stone señaló a un hombre rodeado de personas trajeadas.

—Empecemos por arriba.

Volvieron a mostrar las credenciales. Cuando el hombre vio a qué agencia pertenecía Stone, hizo una seña a la pareja para que fueran a un lugar más apartado.

—Tom Gross, FBI —‌se presentó‌—. Soy el agente del caso. De la Unidad de Contraterrorismo Doméstico de la Oficina de Campo de Washington.

Gross tenía cuarenta y muchos años, era un poco más bajo que Stone, más fornido, con el pelo negro, que se le estaba aclarando, y una expresión seria que probablemente se le había quedado grabada en las facciones una semana después de entrar en la Unidad de Contraterrorismo.

—Estamos aquí porque … —‌empezó a decir Stone.

Gross le interrumpió.

—He recibido una llamada de teléfono. Podéis contar con la plena colaboración del FBI. —‌Miró a Chapman‌—. Me alegro sinceramente de que su primer ministro no resultara herido.

—Gracias —‌repuso Chapman.

—¿Algún grupo se ha atribuido la autoría?

—Todavía no.

Gross los condujo al punto de origen de la explosión mientras Stone explicaba que había estado en el parque por la noche. La cantidad de pequeñas piquetas de colores que marcaban dónde se habían encontrado las pruebas había aumentado de forma considerable mientras habían estado al otro lado de la calle.

—Los medios se han echado encima de todo este asunto, por supuesto, aunque los hemos mantenido bien alejados de la escena del crimen —‌dijo Gross‌—. Un lío impresionante, la verdad. Hemos tenido que cerrarlo todo en un radio de una manzana. Hay un montón de gente cabreada.

—No me extraña —‌dijo Stone.

—El director ha convocado una rueda de prensa en la que ha dicho muy poco porque no sabemos gran cosa. La Corporación de Información Digital Avanzada se encargará del resto de los medios a través de la oficina de RM —‌añadió, refiriéndose al director adjunto a cargo y de la oficina de Relaciones con los Medios del FBI‌—. Nosotros tomamos el relevo de la ATF, pero ellos se encargan de hacer el trabajo duro sobre la bomba.

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