Read La estancia azul Online

Authors: Jeffery Deaver

Tags: #Intriga, policíaco

La estancia azul (12 page)

BOOK: La estancia azul
7.7Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Esa curiosidad era parecida a la que sentía cuando examinaba códigos de software o echaba una ojeada a los crímenes investigados por la UCC, sólo que ahora era más fuerte pues, a pesar de que era capaz de entender los principios de la informática y de los crímenes que ésta hacía posible, un criminal como éste se convertía en un verdadero enigma para Andy Anderson.

El hombre parecía afable, casi amigable, de no ser por el cuchillo o la pistola que podía empuñar con su mano oculta.

El detective se frotó la mano en la camisa para tratar de enjugarse la lluvia y volvió a aferrar la pistola con fuerza. Siguió adelante. Se trataba de algo muy diferente a arrestar hackers en terminales públicas de centros comerciales o esgrimir órdenes de detención en casas donde los mayores peligros provenían de platos de comida pútrida que se amontonaban a un lado del ordenador del adolescente.

Más cerca, más cerca…

Sus caminos coincidirían seis metros más allá. Dentro de nada, Anderson se vería sin ningún parapeto y tendría que actuar.

Hubo un instante en que lo abandonó el coraje. Pensó en su mujer y en su hija. Y lo extraño que se sentía allí, muy lejos de su terreno. «No —recapacitó—, sigue al asesino hasta su coche, toma nota de su matrícula y conduce tras él lo mejor que puedas».

Pero acto seguido Anderson pensaba en las muertes que este hombre había provocado y en los asesinatos que practicaría si no se le detenía. Y quizá fuera ésta su única oportunidad de echarle mano.

Siguió por el sendero que lo llevaría a interceptar al asesino.

Tres metros.

Dos y medio…

«Respira hondo».

«No le quites ojo a la mano que lleva en el bolsillo», se recordó a sí mismo.

Un ave, una gaviota, voló cerca y el asesino se detuvo a contemplarla, sobresaltado. Se rió.

Y en ese momento Anderson corrió desde los arbustos, mientras apuntaba al asesino con su arma y gritaba:

—¡Alto! ¡Policía! ¡Pon las manos donde yo pueda verlas!

Sacó la mano. Anderson miró sus dedos. ¿Qué era lo que sostenían?

Casi se ríe. Era una pata de conejo. Un llavero de la suerte.

—Suéltalo.

Lo hizo y luego alzó las manos de forma resignada, familiar: la forma de levantar las manos de alguien que ha sido arrestado previamente.

—Tírate al suelo y mantén los brazos bien abiertos.

—¡Dios! —soltó el tipo—. Dios, ¿cómo me has encontrado?

—¡Hazlo! —gritó Anderson con voz temblorosa.

El asesino se tumbó, con la mitad del cuerpo sobre el césped y la otra sobre la acera. Anderson se acuclilló a su lado, poniéndole la pistola en el cuello mientras le colocaba las esposas, tarea algo torpe que le llevó varios intentos. Acto seguido registró al asesino y lo despojó del cuchillo Ka–bar, del móvil y de la cartera. Y comprobó que sí llevaba una pequeña pistola, pero ésta se encontraba en un bolsillo de la chaqueta. Dejó las armas, la cartera, el móvil y el llavero de pata de conejo en una pequeña pila sobre la hierba. Anderson retrocedió unos pasos con las manos temblorosas por la descarga de adrenalina.

—¿De dónde has salido? —le murmuró el hombre.

Anderson no contestó y se quedó mirando a su prisionero, mientras la euforia reemplazaba al aturdimiento que había sentido durante la detención. ¡Vaya historia que tenía! A su mujer le iba a encantar. Y quería contársela también a su hija, pero tendría que esperar unos cuantos años. Vaya, y a Stan, y a sus vecinos…

Entonces Anderson se dio cuenta de que se había olvidado de leerle sus derechos al detenido. No deseaba cargarse un arresto como ése por un fallo técnico. Encontró la tarjeta en su billetera y leyó las palabras agarrotadamente.

El asesino musitó que entendía sus derechos.

—Oficial, ¿se encuentra bien? —dijo una voz de hombre a su espalda—. ¿Necesita ayuda?

Anderson miró detrás. Era el ejecutivo que había visto debajo de la marquesina. Tenía el traje empapado de lluvia: un traje caro de color oscuro.

—Tengo un móvil. ¿Lo necesita?

—No, gracias, todo está bajo control —Anderson se volvió hacia su detenido. Enfundó la pistola y sacó su propio móvil para dar parte de la detención. Pulsó «Rellamada» pero, por alguna razón, no se estableció la conexión. Echó una ojeada a la pantalla y decía: «Fuera de servicio».

Esto era muy raro. ¿Por qué…

En un segundo —un segundo de puro horror— se dio cuenta de que ningún poli de la calle habría dejado que un civil no identificado se pusiera a su espalda durante un arresto. Mientras sacaba la pistola y se daba la vuelta sintió una inmensa explosión de dolor cuando el ejecutivo lo agarró por el hombro y le hundió el enorme cuchillo en la espalda.

Anderson gritó quejumbroso y cayó de rodillas. El hombre lo apuñaló de nuevo.

—No, por favor, no…

El tipo agarró la pistola de Anderson y le dio una patada que la envió lejos, sobre la acera.

Luego se acercó hacia el joven que Anderson acababa de esposar. Le dio la vuelta y lo miró.

—Menos mal que estás aquí —dijo el de las esposas—. Este tipo ha llegado de la nada y ya pensaba que estaba jodido. ¿Me quitas esto, tío? Yo…

El atacante se agazapó a su lado.

—Eras tú —le susurró Anderson al ejecutivo—. Tú mataste a Lara Gibson —sus ojos enfocaron al hombre que estaba esposado—. Y ése es Fowler.

—Es cierto —asintió el hombre—. Y tú eres Andy Anderson, te he reconocido —su voz denotaba una sincera sorpresa—. Pero no pensaba que tú vendrías en mi busca. Vamos, sé que trabajas en la UCC y que lleváis el caso de Lara Gibson. Pero no esperaba encontrarte aquí, en campo abierto. Increíble…Andy Anderson. ¡Eres todo un wizard!

—Por favor…Estoy sangrando. Ayúdame, por favor.

Entonces el asesino hizo algo raro.

Asió el cuchillo con una mano y tocó el abdomen del policía con la otra. Y comenzó a subir los dedos hasta el pecho con lentitud mientras contaba las costillas, bajo las que el corazón latía muy deprisa.

—Por favor —suplicó Anderson.

El asesino paró y bajó la cabeza hasta casi tocar la oreja de Anderson:

—No se conoce a alguien de veras hasta que llega un momento como éste —susurró, y acto seguido consumaba su crimen, una vez terminado su escalofriante sondeo del pecho del policía.

2.Demonios

«[É]l era de una nueva generación de hackers, no provenía de la tercera generación, inspirada por un asombro inocente (… sino de la cuarta, privada de derechos y movida por la rabia.»

JONATHAN LITTMAN, The Watchman.

Capítulo 0001010 / Diez

Un hombre de traje gris entraba en la Unidad de Crímenes Computarizados a la una de la tarde.

Lo acompañaba una mujer regordeta, vestida con un traje pantalón de color verde oscuro. Detrás llevaban dos policías uniformados. Con los hombros empapados por la lluvia y las caras largas.

Penetraron en silencio en la sala y marcharon hasta el cubículo de Stephen Miller.

—Steve —dijo el hombre alto.

Miller se puso en pie, peinándose el poco pelo que le quedaba.

—Capitán Bernstein —dijo.

—Tengo algo que decirte —añadió el capitán, en un tono que Gillette supo que aventuraba malos presagios. Miró también a Linda Sánchez y a Tony Mott, quienes se les unieron—. He querido venir en persona. Han encontrado el cuerpo de Andy Anderson en Milliken Park. Parece que el chico malo (el del asesinato de la Gibson) lo mató.

—¡Oh! —se atoró Sánchez, llevándose una mano a la garganta. Comenzó a llorar—. ¡No, Andy no… ¡No!

A Mott se le ensombreció la cara. Musitó algo que Gillette no llegó a escuchar.

Patricia Nolan había pasado la última media hora sentada junto a un Gillette esposado, reflexionando sobre el tipo de software que podría haber usado el asesino para infiltrarse en el ordenador de Lara Gibson. Mientras charlaban, ella había abierto su bolso para extraer un frasco de esmalte, con el que incongruentemente comenzó a pintarse las uñas. Ahora el pequeño pincel se le había caído de las manos.

—¡Dios mío!

Stephen Miller cerró los ojos un momento.

—¿Qué ha pasado?

La puerta se abrió y entraron Frank Bishop y Bob Shelton.

—Acabamos de enterarnos —dijo Shelton—. Y hemos venido tan rápido como nos ha sido posible. ¿Es cierto?

Aunque la escena que tenía enfrente dejaba poco lugar a dudas.

—¿Han hablado con su mujer? —dijo Sánchez, empapada en lágrimas—. Oh, y con Connie, su pequeña. Tiene tan sólo cinco o seis años.

—El comandante y un orientador psicológico se dirigen a su casa en este momento.

—¿Qué ha pasado? —repitió Miller.

—Nos podemos hacer una idea —respondió el capitán Bernstein—, pues hay un testigo, una mujer que paseaba a su perro por el parque. Parece que Andy acababa de detener a un sujeto llamado Peter Fowler.

—Sí —dijo Shelton—, ése era el vendedor de armas que abastecía al asesino.

—Lo malo es que él pensó que Fowler era el asesino —continuó Bernstein—. Era rubio y vestía una cazadora vaquera —señaló la pizarra blanca—. ¿Recuerdan esas fibras de dril de algodón en la herida? Debían de haberse quedado adheridas al cuchillo que el asesino le compró a Fowler. En cualquier caso, mientras Andy esposaba a Fowler un hombre blanco se le acercó por detrás. Veintitantos años, pelo oscuro, traje azul marino y con un maletín en la mano. Dijo algo y cuando Andy se dio la vuelta lo apuñaló por la espalda. La testigo fue a pedir ayuda y eso es todo lo que vio. El asesino también mató a Fowler a cuchilladas.

—¿Por qué no pidió refuerzos? —preguntó Mott.

—Bueno, eso sí que es raro: hemos comprobado su teléfono móvil y el último número que marcó era el de la Central. Una llamada de tres minutos enteros. Pero en la Central no consta que se haya realizado y ninguno de los operadores habló con él. Nadie puede imaginarse qué es lo que ocurrió.

—Muy fácil —dijo el hacker—. El asesino alteró el conmutador.

—Eres Gillette —dijo el capitán. No necesitaba una respuesta para verificar su identidad: le bastaba con ver las esposas del detenido—. ¿Qué significa eso de «alteró el conmutador»?

—Se metió en el ordenador de la compañía de telefonía móvil e hizo que le enviaran a su propio teléfono todas las llamadas que salieran del aparato de Andy. Lo más probable es que se hiciera pasar por un operador y le dijera que un coche iba en su ayuda. Y luego dejó el móvil de Andy sin cobertura para que no pudiera llamar a nadie más.

El capitán asentía lentamente:

—¿Hizo eso? Pero ¿a qué diantres nos enfrentamos?

—Al mejor ingeniero social que he visto en la vida —contestó Gillette.

—¡Tú! —gritó Shelton—. ¿Es que no puedes parar de usar esos putos clichés informáticos?

Frank Bishop le tocó el brazo a su compañero para que se calmara y luego le dijo al capitán:

—Es culpa mía, señor.

—¿Culpa tuya? —el capitán miró al delgado detective—. ¿Qué es lo que quieres decir?

Sus ojos se movieron lentamente de Gillette hasta la pizarra blanca:

—Andy no estaba cualificado para realizar un arresto.

—En cualquier caso, era un detective entrenado —replicó el capitán.

—El entrenamiento no se parece en nada a lo que sucede en las calles —Bishop alzó la vista—. En mi opinión, señor.

La mujer que acompañaba al capitán se revolvió, nerviosa, en ese momento. El capitán la miró y dijo:

—Ésta es la detective Susan Wilkins de la sección de Homicidios de Oakland. Ella llevará el caso a partir de ahora. Dirige una brigada de agentes (hombres de fuerzas especiales y de Escena del Crimen) que van camino de la Central de San José. Tendrán todo el apoyo que necesiten.

—Frank, he dado el visto bueno a tu petición —añadió el capitán volviéndose hacia Bishop—. Bob y tú seréis trasferidos al caso MARINKILL. Un informe afirma que se ha avistado a los asesinos en una tienda de ultramarinos a treinta kilómetros al sur de Walnut Creek. Da la impresión de que vienen en esta dirección —miró a Miller—. Steve, tú te encargarás de lo que hacía Andy: del lado informático del asunto. Trabajarás con Susan.

—Claro, capitán, déjelo de mi cuenta.

El capitán se volvió hacia Patricia Nolan.

—Usted es la persona de la que nos habló el comandante, ¿no? La consultora de seguridad de ese entramado informático…¿Horizon On–Line?

Ella asintió.

—Se preguntan si desea continuar.

—¿Quiénes?

—Las autoridades de Sacramento.

—Claro, estaré encantada de colaborar.

Gillette no se mereció una alusión directa. El capitán habló a Miller:

—Estos agentes conducirán al detenido hasta San José.

—Mire —suplicó Gillette—. No puede llevarme de vuelta.

—¿Qué?

—Me necesitan. Lo que está haciendo ese tipo no tiene precedentes. Tengo que…

El capitán lo despachó con un gesto y se volvió hacia Susan Wilkins, señalando la pizarra blanca y hablando sobre cuestiones relativas al caso.

—Capitán —reiteró Gillette—. No puede enviarme de vuelta.

—Necesitamos su ayuda —dijo Nolan, buscando con la vista a Bishop, quien no le hizo el menor caso.

El capitán miró a los dos agentes que le habían acompañado. Estos fueron hasta Gillette y se colocaron cada uno a un lado del detenido, como si él mismo fuera el asesino. Se encaminaron hacia la puerta.

—No —se quejó Gillette—. ¡No tiene ni idea de lo peligroso que es ese hombre!

Sólo precisaron otra mirada del capitán para escoltarlo hacia la salida. El empezó a decirle a Bishop que interviniera pero el detective estaba como ausente, seguramente reflexionando ya sobre el caso MARINKILL. Miraba al suelo, absorto en sus pensamientos.

—Vale —oyó Gillette que Susan Wilkins les decía a Miller, Sánchez y Mott—, lamento lo que le ha ocurrido a vuestro jefe pero ya he tenido que pasar por esto y estoy segura de que vosotros también, y la mejor manera de demostrar que Andy nos importaba es apresar al asesino y eso es justamente lo que vamos a hacer. Ahora bien, creo que todos estamos de acuerdo en lo concerniente a nuestra aproximación al caso. Pienso acelerar el procesamiento del informe de la escena del crimen y del expediente. El informe preliminar dice que el detective Anderson (al igual que ese Fowler) fue apuñalado. La causa de la muerte fue un paro cardiaco provocado por una herida de arma blanca. Ellos…

BOOK: La estancia azul
7.7Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Pitfall by Cameron Bane
Mabe's Burden by Kelly Abell
Lovers at Heart by Melissa Foster
Chameleon by Ken McClure
The Little Girls by Elizabeth Bowen
The Tournament by Matthew Reilly
Feathers in the Fire by Catherine Cookson