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Authors: Jeffery Deaver

Tags: #Intriga, policíaco

La estancia azul (16 page)

BOOK: La estancia azul
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—O puede matarte —añadió Patricia Nolan.

* * *


Señor Holloway, ¿dónde está usted? ¡Señor Holloway!


¿Eh?


¿Eh? ¿Eh? ¿Es ésa la respuesta que da un estudiante respetuoso? Le he hecho dos veces la pregunta y usted sigue mirando por la ventana. Si usted se niega a hacer los deberes me da que vamos a tener proble…/em>


¿Cuál era la pregunta?


Déjeme acabar, joven. Si usted se niega a hacer los deberes me da que vamos a tener problemas. ¿Tiene usted idea de cuántos estudiantes cualificados están en lista de espera para acceder a este colegio? Claro que ni lo sabe ni le interesa, ¿no? Dígame: ¿leyó sus deberes?


No del todo.


«No del todo», ya veo. Bueno, la pregunta es: defina el sistema numeral octal y déme el equivalente decimal de los números octales 05126 y 12438. Pero ¿por qué se empeña en contestar la pregunta si ni siquiera leyó los deberes? No va a saber responder…/em>


El sistema octal es un sistema con ocho dígitos, así como el decimal tiene diez y el binario sólo dos.


Vale, así que recuerda algo de lo que ha visto en el Discovery Channel, señor Holloway…/em>


No, yo…/em>


Ya que sabe tanto, ¿por qué no se acerca a la pizarra y trata de convertir esas cifras para que le veamos? ¡A la pizarra he dicho!


No necesito escribirlo. El número octal 05126 se convierte al decimal en 3030. Y ha cometido un fallo con el segundo número. 12438 no es un número octal: el sistema octal no tiene el dígito 8. Va de cero a siete.


No he cometido ningún fallo. Era una pregunta con truco. Para ver que la clase no se duerme.


Si usted lo dice…/em>


Señor Holloway, creo que es hora de que pase por el despacho del director.

Mientras estaba sentado en la sala de su casa de Palo Alto y escuchaba la voz de James Earl Jones en un CD de
Otelo
, Phate echaba un vistazo a los ficheros de su nuevo personaje joven Jamie Turner, y planeaba una visita a St. Francis esa misma tarde.

Pero pensar en Jamie le había traído a la memoria su mismo historial académico: como ese mal trago en la clase de matemáticas de primer año de instituto. La Educación Primaria de Phate siguió un patrón muy predecible. Durante el primer semestre todo eran sobresalientes. Pero cuando llegaba la primavera esas notas se habían convertido en insuficientes y muy deficientes. Esto sucedía porque sólo podía aguantar el aburrimiento que le producían las clases durante los primeros tres o cuatro meses, pero luego hasta la comparecencia en clase le parecía tediosa e invariablemente no se presentaba a los exámenes de las siguientes evaluaciones.

Y entonces sus padres lo llevaban a otro colegio y sucedía lo mismo de nuevo.

Señor Holloway, ¿dónde está usted?

En resumen, ése había sido el problema de Phate. No, casi es mejor decir que nunca había estado con nadie, pues siempre andaba a años luz de ellos.

Los profesores y los orientadores escolares lo intentaban. Lo ponían en clases de estudiantes avanzados y luego en las de los más avanzados entre los avanzados pero no podían lograr que se interesara. Y cuando se aburría se volvía sádico y depravado. Y sus profesores (como el pobre señor Cummins, el de matemáticas de primero de instituto que le preguntó sobre los números del sistema octal) dejaron de hacerle preguntas, por miedo a que los pusiera en ridículo y cuestionara sus limitaciones.

Unos cuantos años después, sus padres (ambos científicos) tiraron la toalla. Tenían mucho que hacer (papá era un ingeniero eléctrico y mamá una química que trabajaba en una empresa de cosméticos) y ambos se contentaron con dejar al chaval al cuidado de una serie de tutores al salir de clase: y así conseguían un par de horas para ellos y sus respectivos trabajos. Solían sobornar al hermano de Phate, Richard, que era dos años mayor, para que lo tuviera entretenido: lo que solía significar dejarlo en los locales de videojuegos del paseo de Atlantic City o en centros comerciales cercanos con cien dólares en monedas de veinticinco centavos a las diez de la mañana, para pasar a recogerlo diez horas después.

En cuanto a sus condiscípulos, ni que decir tiene que lo aborrecían al instante de conocerlo. Él era Cerebrín, él era Jon Mucho Coco, él era el Mago Wizard. Los primeros días de clase lo evitaban y, a medida que pasaba el semestre, se burlaban de él y lo insultaban sin compasión. (Al menos, a nadie le dio por pegarle pues, como dijera un jugador de fútbol americano: «Una chica puede romperle la puta cara, yo no voy a perder el tiempo en hacerlo».)

Y así, para evitar que la presión le explotara en su vertiginoso cerebro, comenzó a pasar las horas en el único sitio que podía resultarle un desafío: el Mundo de la Máquina. Mamá y Papá estaban encantados de gastarse dinero en él siempre y cuando los dejara tranquilos y desde un principio siempre tuvo el mejor ordenador personal que hubiera en el mercado. («Ya tiene doce años y aún lleva chupete», le oyó decir a su padre Phate un día, haciendo referencia al IBM del chico.)

Para él, un día normal de instituto consistía en soportar las clases hasta las tres de la tarde para acto seguido correr a casa y desaparecer en su habitación, donde despegaba hacia los buletin boards, o se introducía en los sistemas de las compañías telefónicas o de la Fundación Nacional de Ciencias, de los Centros para el Control Sanitario, del Pentágono, de Harvard, o del instituto suizo de investigación CERN. Sus padres sopesaron la disyuntiva: podían elegir entre pagar una factura telefónica de ochocientos dólares o tener que faltar al trabajo para soportar infinitas reuniones con educadores y orientadores, y optaron con alegría por escribir un cheque a la New Jersey Bell.

Aunque no había duda de que el chaval caía en una espiral descendente cuando no estaba conectado: cada vez se recluía más y era más cruel y estaba de peor humor.

Pero antes de tocar fondo y, como pensaba entonces, «hacer el Sócrates» con alguna receta venenosa descargada de la red, sucedió algo.

El joven de dieciséis años aterrizó en un bulletin board donde estaban lidiando un juego MUD. En concreto, era un juego medieval: con caballeros que luchaban por conseguir una espada o un anillo mágico y cosas así. Los observó durante un rato y luego tecleó, con cierta timidez, estas palabras: «¿Puedo jugar?».

Uno de los jugadores más experimentados le dio una calurosa bienvenida y luego le preguntó: «¿Quién quieres ser?».

Y el joven Jon, que tenía dieciséis años, decidió ser un caballero medieval y jugó con su grupo de hermanos, y mató monstruos y dragones y tropas de enemigos durante ocho horas seguidas. Esa misma noche, le vino un pensamiento a la cabeza cuando estaba tumbado sobre el lecho, después de haber clausurado la conexión. Que no tema por qué ser Jon Mucho Coco ni Mago Wizard. Que durante todo el día él sería un caballero de la mítica tierra de Cirania y así sería feliz. Y que quizá en el Mundo Real podía ser también alguien diferente.

¿Quién quieres ser?

Al día siguiente hacía algo nuevo para él: se inscribía en una actividad extracurricular. Eligió el taller de teatro. En un principio estuvo tenso, le costó empezar. Pero pronto comprendió que tenía un don natural para las tablas. Ninguno de los otros aspectos de su vida en el instituto mejoró (había demasiada animadversión entre Jon y sus condiscípulos y sus profesores) pero ya le daba igual: tenía un plan. Al final del semestre preguntó a sus padres si podía cambiarse de instituto por enésima vez para el curso siguiente, su penúltimo. Y ellos cedieron porque el traspaso no les hacía perder tiempo y porque él podía desplazarse hasta allí en autobús.

Entre los animosos estudiantes que se matriculaban al semestre siguiente para tomar clases en el instituto para superdotados Thomas Jefferson de Saddlebrook, Nueva Jersey, se encontraba un joven particularmente animoso llamado Jon Patrick Holloway.

Los profesores y los orientadores estudiaron la documentación que les habían enviado por correo electrónico desde sus anteriores colegios: sus notas, que mostraban desde la guardería una media de notable alto en todas las asignaturas; los informes encendidos de los orientadores escolares, que lo calificaban de chico sociable y sin problemas de adaptación; su examen de ingreso en el centro, que era sobresaliente, y un montón de cartas de recomendación de antiguos profesores. La entrevista cara a cara con el educado joven (que poseía buena planta vestido con pantalones claros, camisa azul cielo y chaqueta azul marino) fue una mera formalidad y le brindaron una calurosa bienvenida en el centro.

Bueno, muy de cuando en cuando tenía algún problemilla con sus notas pero siempre hacía los deberes y se movía entre el notable alto y el sobresaliente: como casi todos los estudiantes que disfrutaban de sus años mozos en el Tom Jefferson. Hacía ejercicio con disciplina y practicaba distintos deportes. Se sentaba sobre la hierba en la colina que bordeaba el colegio, donde se reunían los chicos más «in», y fumaba a hurtadillas y se burlaba de los empollones y de los perdedores.

Salió con chicas, fue a bailes y ayudó en las preparaciones de las fiestas de principios de curso.

Como todo el mundo.

Se sentó en la cocina de Susan Coyne, donde sus manos bucearon por su blusa y su lengua saboreó su ortodoncia. Billy Pickford y él tomaron prestado el Corvette de exposición de su padre y lo pusieron a ciento cincuenta en la autopista y luego volvieron a casa, donde desmantelaron el cuentakilómetros y lo dejaron como estaba antes de su carrera.

Era en cierto modo feliz, en cierto modo era melancólico, en cierto modo era bullicioso.

Como todo el mundo.

A los diecisiete años, Jon Holloway utilizó la ingeniería social para convertirse en uno de los muchachos más normales y populares del colegio.

De hecho, era tan popular que el funeral de sus padres y de su hermano fue uno de los actos que más gente atrajo en toda la historia de ese pequeño pueblo de Nueva Jersey donde vivían. (Los amigos de la familia proclamaban que había sido un milagro que el pequeño Jon hubiera llevado su ordenador a reparar esa misma mañana de sábado, cuando esa terrible explosión de gas mató a toda su familia.)

Jon Holloway había meditado sobre su vida y llegó a la conclusión de que tanto Dios como sus padres lo habían puteado tanto que su única forma de sobrevivir era tomarse la existencia como un juego MUD.

Y ahora volvía a jugar.

¿Quién quieres ser?

En el sótano de su bella casa de las afueras, Phate limpiaba la sangre de su cuchillo Ka–bar y lo afilaba, disfrutando del siseo que hacía el filo al frotarse contra la barra de afilar que había comprado en Williams Sonoma.

Éste era el cuchillo que había usado para acceder al corazón de un personaje importante de su juego: Andy Anderson.

Siseo, siseo, siseo…

Pequeñas virutas de metal se pegaron a la hoja. El oscuro cuchillo militar (hierro forjado y no acero inoxidable) se había imantado. Phate se detuvo y miró el arma de cerca. Se le había ocurrido algo interesante: los disquetes de ordenador están bañados de una película imantada de partículas de hierro como éstas. Es gracias a la imantación como los discos de ordenador pueden almacenar y leer datos. Era como si el mismo principio de física informática hubiese causado la muerte a Andy Anderson: de la misma manera que un disquete entra en un ordenador y lo destruye con un virus, así el cuchillo había penetrado en su corazón y lo había destruido.

Acceso…

Mientras frotaba el cuchillo contra la piedra de afilar, la perfecta memoria de Phate rememoró un fragmento del artículo titulado «La vida en la Estancia Azul», que había copiado en uno de sus cuadernos de hacker:

«A diario se difumina un poco más la línea que separa el Mundo Real del Mundo de la Máquina. No es que nos estemos convirtiendo en autómatas o que vayamos a ser esclavos de las máquinas. No, sucede que estamos creciendo el uno al encuentro del otro. Estamos moldeando las máquinas para que se adapten a nuestros propósitos y a nuestra naturaleza: como hicimos anteriormente con la Naturaleza, el Medio Ambiente y las tecnologías del pasado. En la Estancia Azul, las máquinas absorben nuestras distintas personalidades y nuestra cultura: nuestro lenguaje, nuestros mitos y metáforas, nuestros corazones y nuestro ánimo.

Y, a su vez, el Mundo de la Máquina está transformando esas mismas personalidades y esa cultura.

Pienso en el solitario que volvía a casa después del trabajo y pasaba la noche comiendo comida basura y viendo la tele. Ahora enciende su ordenador y se da una vuelta por la Estancia Azul. Es un lugar donde interactúa: recibe estimulación táctil del teclado e intercambios verbales, se le desafía. Ya no puede volver a ser pasivo. Tiene que ofrecer información si quiere recibir una respuesta. Ha entrado en un nivel de existencia superior porque las máquinas han ido a su encuentro. Hablan su mismo lenguaje.

Para bien o para mal, ahora las máquinas reproducen las voces humanas, sus espíritus, sus corazones y sus ambiciones.

Para bien o para mal, reproducen la consciencia, y también la inconsciencia, de los humanos».

Phate terminó de afilar la hoja y la limpió. La volvió a dejar en su armario y volvió arriba, donde se encontró con que sus impuestos habían servido para algo: el superordenador del gobierno acababa de terminar de pasar el programa de Jamie y había descifrado la clave que abría las puertas de la Academia St. Francis. Esta noche iba poder jugar a su juego.

Para bien o para mal

* * *

Después de haber revisado lo que Gillette había impreso tras su búsqueda, el equipo no encontró ninguna otra pista de utilidad. Él se sentó frente a un ordenador para terminar de escribir el bot que seguiría escudriñando la red en su ayuda.

Luego se detuvo y alzó la vista.

—Tenemos que hacer otra cosa. Tarde o temprano, Phate se dará cuenta de que un hacker anda en su busca y tratará de atacarnos. Deberíamos protegernos —se volvió hacia Stephen Miller—: ¿A cuántos sistemas externos tenéis acceso desde aquí?

—A dos: el primero es Internet, por medio de nuestro dominio, cspccu.gov, que es el que estás usando para conectarte a la red. Y también estamos en ISLEnet.

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