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Authors: Leigh Brackett

La estrella escarlata (21 page)

BOOK: La estrella escarlata
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Realmente no comprendían lo que significaba el acto de matar.

Stark abrió la garganta de uno de los jugadores. Se derrumbó sobre la mesa, entorpeciendo a sus compañeros con los desordenados movimientos y horribles quejidos. Miraron la sangre. Con el puño, Stark derribó a uno, agarró el cuerpo ligero y nervudo de otro y lo lanzó contra los demás. Se lanzó contra la losa de piedra, la empujó. Se movió. Dos Hijos se lanzaron sobre su espalda; se volvió y los apartó. Su puñal y las gruesas ropas desviaban los golpes de las espadas; sus hojas eran tan ligeras como sus cuerpos; y, como ellos, más bellas que mortales. No dejó de apretar en la piedra que giraba. Un instante más tarde, los Hijos golpeaban la lápida, pero Stark pasó por la abertura. Les dio con la piedra en la cara y echó a correr.

Toda la inmensa Morada de Kell de Marg sabría por ellos que había escapado; pero no pensaba que le persiguieran. Al menos, no muy lejos.

No por aquella Llanura del Corazón del Mundo donde acechaban los Perros del Norte.

25

El Viejo Sol se encontraba por encima de los picos. La cara norte de las Llamas Brujas era gris y terrible, una muralla abrupta y siniestra a sus espaldas. La sombra de la montaña lanzaba una larga mancha oscura sobre la llanura. El viento parecía un puñal, un grito, una locura gimoteante del eterno invierno. Para apaciguarlo, los demonios de la nieve bailaban un ballet sin esperanza.

Las nubes hirvientes que ocultaban la Ciudadela permanecían visibles; se recortaban contra el flanco de las Montañas Crueles y recibían los últimos rayos occidentales.

La Ciudadela.

Stark ignoraba cuando tiempo erró en la Morada de la Madre, y el viejo fue incapaz de decírselo en términos que pudiera comprender. En aquellas catacumbas, el tiempo era relativo. Pero había estado el suficiente como para que pasaran muchas cosas.

¿Para qué perder el tiempo haciéndose preguntas que permanecerían sin respuesta hasta que llegase a la Ciudadela? Si la alcanzaba alguna vez.

Stark tomó las nubes hirvientes como punto de referencia, en el noreste de la llanura. Avanzó.

La sombra de las Llamas Brujas era cada vez más larga y negra. No la adelantaría. Pronto se haría de noche. Como había pensado, los Hijos se quedaban en la seguridad de la Morada de su Madre. ¿Para qué arriesgar la vida cuando los Perros del Norte se encargarían de él? Las Montañas Crueles brillaron con una luz sangrienta que se transformó en cenizas. Aparecieron las primeras estrellas.

Stark perdió de vista las nubes de la Ciudadela y se guió por una estrella. El paisaje se fundió en el gris azulado y sin líneas que invade las tierras nevadas durante el crepúsculo. El cielo pareció hacerse más oscuro; luego, ennegreció. La Antorcha del Norte se levantó, una gigantesca linterna verde. La llanura se convirtió en un manchón blanco; de un blanco menos intenso pero más visible una vez desaparecido el grisáceo crepúsculo. Pudieron verse los primeros destellos de la aurora.

Stark avanzaba tan regularmente como le era posible, acechando las volutas de vapor de las regiones termales que divisó desde el balconcillo. El viento le azotaba implacablemente, lanzando contra él a los demonios de la nieve. En aquellos momentos, se tuvo que tender en el suelo, esperando a que la cegadora nube de polvo de nieve acabase de pasar. En otros instantes, la dureza del viento mezclaba las nubes llenas de nieve con las volutas termales y todo se convertía en una difusa mancha de blancura informe. En varias ocasiones se detuvo, sintiendo un estremecimiento bajo los pies: una grieta que se abría a su paso intentando devorarle.

Las barrancas, las antiguas cicatrices producto de la erosión que tuvo ocasión de ver, eran menos peligrosas. El suelo de la llanura era duro y no eran muy profundas. El viento y la nieve habían roído los bordes. Sin embargo, Stark las cruzaba prudentemente. Una caída en aquellos parajes, en las tinieblas del Corazón del Mundo, podría privar a los Perros del Norte del placer que les estaba reservado.

Extrañamente, se sentía feliz. El fin de su viaje estaba al alcance de la mano; era libre, sin ataduras. Su cuerpo y su entendimiento estaban a su completa disposición; no tenía que preocuparse de nada más. El combate contra el frío, el viento, el cruel terreno, era un combate limpio, sin el entorpecimiento de las ideas, los ideales, las creencias o la desconfianza humana. Por el momento, era menos Eric John Stark que N´Chaka, el ser salvaje de un lugar agreste, y se encontraba a sus anchas.

Seguro, actuaba a la perfección, al acecho, atento. Su mirada se movía constantemente, sin mirar nunca directamente su objetivo, pero rozándolo con la vista, percibiendo su forma y si se movía o no.

En dos ocasiones, el viento le llevó algo distinto al olor frío de la nieve y el suelo helado.

Los estandartes de la aurora temblaron y se rompieron. Las cabezas de los demonios de la nieve parecían alcanzarlos. Brillaron los colores: verde, blanco, rosa. Plumas de vapor brotaron de las rocas, a su derecha, a su izquierda. A veces, creyó ser perseguido, entre la nieve y el vapor, por formas blancas e indefinibles. Durante un largo rato, no estuvo seguro.

Luego llegó el momento en que no tuvo duda alguna. Emergió, prudentemente, de una nube de nieve y vapor. Alzó los ojos sobre la pendiente de la llanura. Una gran forma blanca se erguía en ella, mirándole.

Stark se quedó inmóvil. La cosa continuó mirándole. Un frío pensamiento animal le tocó la mente; el pensamiento decía:

«Soy Colmillos».

Era grande. Su espinazo llegaría por el hombro de Stark. La cruz del animal era alta y fuerte. El grueso cuello se doblaba por el peso de la inmensa cabeza. Stark vio los ojos: grandes, anormalmente brillantes; el hocico, largo y pesado; los colmillos eran dos hileras blancas y crueles, aceradas como cuchillos.

Colmillos extendió una pata delantera tan gruesa como el tronco de un árbol y desenvainó unos garfios de tigre. Trazó cinco surcos en el suelo helado y sonrió, enseñando una lengua roja.

«Soy Colmillos».

Los ojos eran brillantes. Brillantes. Los ojos de un demonio.

El pánico invadió a Stark, que aflojó los músculos, sintiendo que las articulaciones se le debilitaban, arrojándole impotente al suelo, con náuseas y algo que gritaba en su cerebro silenciosamente.

«Soy Colmillos».

Así es como matan, pensó Stark con la poca razón que le quedaba. El miedo. Un ataque de miedo tan mortal como un misil... Así es como les enseñan a matar. Talla, colmillos, garras... sólo camuflaje. Matan con el cerebro.

No podía sacar el puñal.

Colmillos se dirigió hacia él. Y aparecieron otras formas en la pendiente de la llanura. La jauría. Seis, diez, doce, no podía contarlos. Saltaban, corrían.

El miedo.

El miedo era una enfermedad.

El miedo era una forma vaga que le privaba de la vista, del oído, aplastándole el cerebro y la voluntad.

No llegaría nunca a la Ciudadela; nunca volvería a ver a Gerrith. Colmillos le lanzaría a la manada, que jugaría con él hasta que muriera.

«Soy Colmillos». Dijo el frío cerebro animal; y las mandíbulas rojas rieron. Enormes patas se apoyaban en la nieve silenciosamente.

Muy lejos, bajo la oscura masa de miedo que destruía todo el valor humano, otro cerebro habló. Un frío cerebro animal, sin pensamiento, sin razón. Un espíritu vivo, hambriento de vida, con la propia conciencia concentrada en los huesos, en los músculos, en la carne, siendo consciente del frío y del sufrimiento, del hambre, del miedo. El miedo es la vida, el miedo es la supervivencia. El fin del miedo es la muerte.

El frío cerebro animal habló.

«Soy N´Chaka». Dijo.

La sangre latió con el ardor de la vida, con la pasión del odio. El odio es fuego que corre por la sangre. Y en la boca, deja el regusto amargo de la sal.

«Soy N´Chaka».

«No muero».

«Mato».

Alzando una pata, Colmillos dudó. Balanceó la cabeza a derecha e izquierda, intrigado.

La cosa humana debería estar ya inerte, impotente. En lugar de aquello, le hablaba. Se levantaba, se ponía a cuatro patas, se enfrentaba a él.

«Soy N´Chaka». La jauría dejó de jugar, formando un semicírculo a espaldas de Colmillos, rugiendo.

«Miedo». Expresó la mente de Colmillos. «Miedo».

Enviaron ondas de miedo. Miedo mortal.

El frío cerebro animal dejó que el miedo se deslizara sobre él. Fríos ojos de bestia miraron a Colmillos; su forma era la de un gigante y se recortaba en la luz nocturna.

«He visto al enorme clamidosaurio abrir las mandíbulas para devorarme y no me devoró. ¿Por qué iba a tener miedo de ti?»

La jauría rugió, mirando hacia un lado.

«¡Colmillos, Colmillos! ¡No es humano!»

El ser que era N´Chaka se puso de pie, sobre las patas, se volvió y emitió sonidos animales. Se lanzó contra Colmillos, que le envió rodando por el suelo con un golpe de la pata.

La cosa dio dos vueltas sobre sí misma. La sangre manaba de las heridas que ocultaban su pelaje. Saltó para ponerse en pie, sacó un puñal del cinturón, y volvió a atacar a Colmillos.

La jauría no comprendía. Las víctimas humanas no combatían. No desafiaban al Perro Rey. Sólo lo hacían los miembros de la jauría. Aquella cosa no pertenecía a la manada, pero tampoco era humana.

Se sentaron a observar mientras N´Chaka defendía su vida.

No enviarían más miedo. Que trabajara Colmillos.

Incrédulo, Colmillos comprendió que el miedo era inútil. Lo intentó una vez más, pero N´Chaka se lanzó sobre él y empezó a apuñalarle, eludiéndole, desconfiando de las garras. Luchaba. No pensaba más que en combatir. Le gustaba. Quería matar.

Y Colmillos sintió miedo. En toda su larga vida nunca había perdido una presa. Ninguna captura se le resistió.

Y aquel ser llamado N´Chaka le desafiaba. Y la jauría les miraba. No contaba con más armas que sus dientes y garras. Y sólo tenía costumbre de usarlas como un juego. Ninguno de los perros jóvenes le había desafiado jamás.

«¡Miedo!» Ordenó a la jauría. «¡Enviad miedo!»

La manada se limitó a mirar, moviéndose impaciente. El viento erizaba el pelo de los animales.

Loco de rabia, Colmillos atacó a la cosa con sus terribles garras.

Pero N´Chaka estaba sobre aviso. Dio un salto hacia atrás y lanzó una puñalada. La herida fue tal que Colmillos aulló y se quedó renqueando sobre tres patas.

La jauría olió la sangre y emitió un largo quejido.

Una vez dominado el pánico, la humanidad volvió a Stark. Y con ella un salvaje sentimiento de triunfo.

Los Perros del Norte no eran invencibles.

La Ciudadela tampoco. Sabía que la alcanzaría.

Y Colmillos también lo sabía.

Aunque la pata herida le entorpecía, como animal seguía siendo terrible. Mostrando la doble hilera de dientes, dobló sus ataques. Sus mandíbulas se cerraban en el vacío con terrible estrépito. Eran capaces de romper el muslo de un hombre como si se tratara de una ramita. Stark giraba a su alrededor, obligándole a apoyarse en la pata herida. En dos ocasiones, estuvo lo bastante cerca del animal como para arañarle la cara. Miró fijamente en los ojos de Colmillos, unos ojos destinados a inspirar terror, y pensó:

«¡Mira lo cerca que llega el cuchillo, Colmillos! ¡Mira cómo brilla! Pronto...»

La maciza cabeza se inclinó aún más. Los terribles ojos quisieron cerrarse. La pata sangró y la jauría gimió.

Stark hizo una finta, dejó de mirar a Colmillos; la cabeza se apartó. Stark se lanzó sobre el lomo del animal. Estuvo allí apenas uno o dos segundos antes de ser derribado. Pero fue el tiempo suficiente para que pudiera clavar el puñal. Colmillos giró, intentando agarrar el mango que le sobresalía del hombro. Luego, tropezó, cayó; le salía sangre por la boca.

Stark retiró el cuchillo y dejó el cuerpo para la jauría. Esperó, un poco aparte. Sus cerebros primitivos le dijeron lo que tenían que hacer. Esperó a que terminaran.

Los animales se reunieron, evitando su mirada cuidadosamente para que no pareciera que aceptaban ningún desafío. El más grande de los jóvenes perros, arrastrándose sobre la tropa, lamió la mano de Stark.

«¿Me seguiréis?»

«Has matado a Colmillos. Te seguimos».

«Soy humano».

«No humano. Eres N´Chaka».

«Protegéis la Ciudadela».

«Contra los humanos».

Y a cuántos viajeros agotados y hambrientos habréis devorado, se preguntó Stark. Los Señores Protectores defendían muy bien su vida privada.

«¿La defenderéis contra los humanos pero no contra N´Chaka?»

«No matar a N´Chaka».

«¿Mataréis a los Heraldos?»

«No».

Carecían de amor y lealtad, pero eran fieles. Nada que objetar.

«¿Y a los otros hombres, a los que sirven a los Heraldos?»

«No significan nada para nosotros».

«Bien».

Contempló los cuerpos bien alimentados. No había ni tantas víctimas humanas ni la suficiente caza en la Llanura del Corazón del Mundo como para explicar aquel magnífico estado. Alguien debía alimentarlos.

«¿Dónde está vuestra perrera?»

«En la Ciudadela».

«En ese caso, vamos allá».

La jauría, siguiendo a Stark, se dirigió hacia las montañas.

26

Al levantarse el Viejo Sol, las revoloteantes nubes adquirieron un tinte cobrizo. Los Perros del Norte, más tranquilos, trotaban a través de un desierto de rocas y agujeros. Stark les miró, mientras el suelo gruñía y temblaba y el vapor no dejaba de humear.

No tenía proyectado nada parecido. Nunca pensó en poder atacar directamente la Ciudadela. Pero aquella arma inesperada, e incierta, cayó en sus manos y estaba dispuesto a emplearla.

En el acto.

Tan rápida y brutalmente como fuera posible.

La región termal parecía no terminar nunca. Luego, súbitamente, la adelantaron y se encontraron ante las montañas. Y la Ciudadela.

Oscura, fuerte, sólida, anclada en el flanco de la montaña. La forma compacta de sus murallas y de las torres parecía formar parte de la roca. La fortaleza y la sede desde la que un puñado de hombres gobernaban un planeta.

Comprendió por qué fue erigida en aquel punto, oculta detrás de una barrera natural. Durante la Gran Migración, cuando todo era caos, aquel lugar debió encontrarse lejos de las principales corrientes de viaje y, con ello, relativamente lejos del peligro. Los altos picos protegían la retaguardia y los flancos de la Ciudadela. Los Pozos Termales protegían la cara anterior. Con todo aquello, junto a los Perros del Norte, los Señores Protectores no tendrían que inquietarse por las bandas de saqueadores procedentes del sur. Por el tamaño de la Ciudadela, la guarnición no podría ser superior a los cien hombres; pero con ellos bastaba.

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