La felicidad es un té contigo (14 page)

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Authors: Mamen Sánchez

Tags: #Romántico, #Humor

BOOK: La felicidad es un té contigo
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Con respecto a los sueños eróticos, Moira se mostraba cauta. Los deseos, los miedos y las inhibiciones pertenecen a la intimidad del individuo, decía, o a su pasado sexual.

—Hacíamos el amor delante de mi suegra.

—Necesidad de intimidad.

—Me acostaba con un elefante.

—Necesidad de afecto.

«Nuestros sueños nos descubren las carencias de nuestra vida real —explicaba a su entregado auditorio—, pero también responden a estímulos externos, ruidos, cambios de temperatura o a las experiencias recientes. Por ejemplo, después de un suceso traumático es más probable tener pesadillas, lógico, y después de una gran comilona, también».

En cuanto al poder de predicción de los sueños, Moira opinaba que, como todas las premoniciones, sólo se harían realidad aquéllos en los que creyera sinceramente el soñador.

—Sueño que me caigo. Ha nevado, el suelo está helado. Me resbalo. Me caigo —explicaba—. ¿Quiere esto decir que se ha cumplido mi sueño o me hubiera caído de todas formas?

Era sensata Moira Craftsman. Pero aquella mañana, después de soñar que a su hijo Atticus lo cocían vivo en una marmita de té, con un solo grito echó por tierra todos aquellos años de sensatez.

—¡Despierta, Marlow, que nos vamos a España!

Faltaban tres semanas para Navidad y no había tenido noticias de Atticus desde agosto. Por mucho que Marlow se empeñara en hacerle creer que todo iba bien, que el chico estaba muy ocupado resolviendo una situación complicadísima en Madrid y que muy pronto regresaría a casa, ella sospechaba que su marido le ocultaba algo. No era muy hablador Marlow, pero el silencio al que la tenía sometida en los últimos tiempos estaba pasando de castaño oscuro. Ya no le daba ni los buenos días. Prefería levantarse deprisa, meterse en la ducha, gruñir algo incomprensible desde el cuarto de baño y salir corriendo al despacho, sin tomarse el café bebido de toda la vida.

Los fines de semana procuraba pasarlos cazando en Escocia, en las Highlands, como él prefería llamar a aquellos montes intransitables en los que corzos, perros, faisanes, gansos y hombres correteaban por igual: unos huyendo de otros, otros huyendo de sus esposas, de las explicaciones que no querrían tener que darles.

En algún momento, a Moira se le pasó por la cabeza que Marlow pudiera tener una amante. Luego desechó aquella idea por estúpida.

No. Antes cualquier otro vicio que el de las mujeres, pensó. Marlow era más de su club, su
brandy
, su partida de
bridge
y sus cacerías. No tenía tiempo, ni ganas, de enredarse en una aventura amorosa a esas alturas de la película. Tampoco existían oportunidades, la verdad. En el trabajo le vigilaba su hijo Atticus y fuera de éste le requerían sus amigos, su madre, su esposa y los quebraderos de cabeza de su primogénito, Holden.

Pero el silencio…

—Atticus está en peligro —trató de hacerle entender a Marlow aquella mañana, todavía los dos entre las sábanas, ella con el pelo revuelto, él con el pijama de franela—. Debemos ir a Madrid y traerlo a casa cuanto antes.

—¿Qué te pasa, querida? —logró balbucear él, recién despertado de un sueño en el que tomaba mucha carrerilla, daba un salto y se echaba a volar como un ganso, pesado y torpón.

—Una madre sabe cuándo un hijo la necesita —se atropellaba Moira—, y yo siento que Atticus se encuentra en una situación dramática, Marlow, tenemos que rescatarlo.

Marlow se incorporó sobre los almohadones. Se rascó la coronilla. Cogió a su mujer de la mano.

—Intenté decírtelo hace unos días, Mo, pero estabas demasiado cansada. Tienes razón, tenemos que ir a España. No nos queda otro remedio.

Moira Craftsman se puso en marcha de inmediato. Consultó su enorme agenda negra, ésa en la que apuntaba todos sus compromisos, y resolvió que hasta el 15 de diciembre les iba a ser imposible acudir en auxilio de Atticus. Para ello todavía faltaban diez días, pero, desafortunadamente, ocurría que en el mes de abril del año anterior habían aceptado la invitación de lord Norfolk a cenar precisamente ese martes. Además, el jueves tenían entradas para la ópera, primera fila,
La Bohème
, compradas hacía siete meses, antes de que se agotaran, había que ser precavido. Luego, el domingo venía el rector de All Saints a tomar el té. No podían cancelar una visita como aquélla con tan poca antelación. Era lunes, sólo faltaban seis días para el domingo, si le cambiaban ahora los planes, el rector los crucificaría por su falta de formalidad con toda la razón. Y el miércoles siguiente, Moira tenía cita con su peluquera. Religiosamente, una vez cada dos meses se teñía el pelo de caoba. De no hacerlo, las canas empezarían a asomarle por entre las mechas y, además, la peluquera tendría que reorganizar toda la agenda de la peluquería. No quería ser la culpable de semejante caos.

Por otra parte, debía hablar con el ama de llaves, organizar la despensa, los pagos a los proveedores, la disposición de las habitaciones de la casa de Kent, la contratación del servicio para la Nochebuena, los menús, el árbol de Navidad y el
Christmas pudding
, entre muchas otras cosas.

Realmente, lo más pronto que podía permitirse viajar era el 15 de diciembre. Y tenía que estar de vuelta el 20 sin falta, porque, si no, las Navidades de ese año iban a resultar un estrepitoso desastre.

—Marlow y yo vamos a emprender un viaje imprevisto y muy urgente —le explicó por teléfono a Victoria Bestman—. Se trata de Atticus. Nos preocupa que haya podido ocurrirle alguna cosa. No sabemos nada de él desde agosto.

—¡Dios Santo!

—Te lo digo porque probablemente no pueda jugar al
bridge
el día 16. Tendrás que buscarte otra pareja.

—¿El 16? ¡Eso es dentro de diez días!

—Lo sé. Todo es muy precipitado, Victoria. Lo siento mucho, ya te he dicho que es muy urgente. Se trata de Atticus.

—¡Pobrecita, Moira! Imagino cómo debes de estar de angustiada. Iría a darte un abrazo, pero resulta que en agosto me comprometí a colaborar con la subasta benéfica de la rectoría…

—Entiendo, Victoria. Un compromiso es un compromiso. No te preocupes. Te llamaré a la vuelta.

El viaje en la furgoneta de Arcángel llegó a su fin poco antes de las tres de la tarde. Granada había aparecido en dos partes; la primera moderna y algo sosa, la segunda, encaramada a una cumbre, bordada de callecitas estrechas, casas blancas y fascinantes vistas al palacio de la Alhambra.

Hasta el Albaicín se llegaba jugándose la vida entre curvas y precipicios. Al carmen de la familia de Soleá, descendiendo del vehículo y subiendo a pie con la maleta a rastras, hasta una puerta de madera en el centro de un muro de piedra por el que trep aban las buganvillas.

Había sido imposible convencer a Soleá de la posibilidad de alojarse en un hotelito encantador que vieron al pasar. Ella se ofendió de veras, dijo que no se le ocurría un feo más grande que ése, que rechazar la hospitalidad de su madre y la de su abuela Remedios, qué malaje, inglés tenía que ser para proponer algo así, y Atticus no se atrevió a llevarle la contraria. Sin embargo, cuando ya no había vuelta atrás, detenidos los dos frente a la puerta, Soleá le confesó que su visita iba a ser la mejor sorpresa para su familia.

—Pero ¿no les ha anunciado nuestra llegada?

—Qué va, mejor así, sin decirles nada. Más natural.

Atticus pensó en su madre, Moira. En la conmoción que sufriría si a un invitado se le ocurriese presentarse en su casa sin avisar. Le rompería los esquemas, la sacaría de sus casillas, pasaría meses recordando esa falta de decoro. Sería como una hormiga a la que le plantan un palito en el camino y no sabe si rodearlo, treparlo o darse la vuelta y desistir en su empeño. Desorientada, alelada, sin ninguna seguridad a la que aferrarse.

Pero Manuela Heredia, la madre de Soleá, tenía tan poco que ver con Moira Craftsman que a Atticus le resultó extremadamente difícil catalogarlas a ambas dentro de la misma especie —«madres»—, la una junto a la otra. Después de abrazar y besuquear a su hija como si volviera de una guerra en la que la hubieran dado por muerta, Manuela hizo lo propio con Atticus. Sus brazos carnosos le rodearon el cuello, su boca rozó la comisura de sus labios. Fue lo más cercano a una violación que el inglés había experimentado en toda su vida. Su madre jamás le había achuchado de aquel modo. Ni siquiera cuando era un bebé.

—¡Qué alegría más grande, qué alegría! —gritaba Manuela para que el barrio entero supiera que Soleá estaba en casa.

La abuela Remedios acudió a la puerta, animada por el vocerío. La ceremonia de recibimiento se repitió y se aumentó con los pellizcos y caricias procedentes de aquella anciana vestida de negro a la que le faltaban algunos dientes y otros le brillaban con destellos de oro puro. Llevaba un delantal blanco salpicado de aceite, olía a harina y a cebolleta, a cocina de leña.

—¿Cómo dice que se llama? ¿Tico? —lo bautizó en cuanto lo liberó del abrazo de bienvenida.

Pasaron al jardín y se enredaron con las parras y las ramas de los limones, se tropezaron con los tiestos de los geranios, se asustaron de un gato gris y de un canario amarillo, subieron las escaleras cubiertas de azulejos hasta las dos tinas grandes, de alfarero viejo, que escoltaban la puerta de la casa como dos guardias de asalto armados hasta los dientes.

Dentro, la penumbra animada, más gente, tres primos, dos tíos, un borracho, las hermanas de Soleá, su hermano Tomás, la madre de Arcángel que venía a por sal y al final se quedaba a almorzar, tres o cuatro niños ruidosos, pendencieros, otra vieja idéntica a Remedios que se llamaba Dolores. Y la mesa puesta, los platos de cerámica, el puchero en el centro de la mesa, el cabrito asado, el tomatito aliñado, las papas aliñadas, allí aliñaban hasta las aceitunas, gordas, verdes, olivas montunas, y bebían vino tinto con gaseosa, agua, ¿
pa
qué?,
pa
las ranas, o Coca-Cola, si prefiere
usté
, que es guiri, perdone la expresión. Pero guiri, guiri. No le vaya a sentar mal el bacalao que es
usté
muy guiri, míster.

Y la televisión encendida, el volumen arriba, en una esquina de la casa, igualita que un cuadro al que nadie mira pero existe y sólo con su existencia es suficiente. Qué sería una casa si no tuviera una tele. Y un sofá. Y una escalera estrecha que lleva a otro piso, donde está su cuarto, míster, sal de aquí niño, ya, pescozón, que este cuarto es para míster
Crasman
. Y una cama de barrotes de hierro, con un somier de alambre y una colcha de ganchillo, tejida a mano por mi madre, y las fotos empapelando las paredes, la ventana enmarcada en madera de pino, las muñecas vestidas de faralaes encima de la banca, el armario de la abuela, la colección de abanicos.

—Descanse un poquillo, míster
Crasman
, que esta noche hay jarana.

—¿Jarana?

Soleá se había quedado abajo, sentada a la mesa, riendo como hacía mucho tiempo que Atticus no veía reírse a una chica. Contándoles a sus hermanas las últimas noticias de Madrid. Un Madrid que no era más que una extensión del Albaicín, con los mismos nombres y las mismas caras —como quien habla de un paseo por la Alameda—, que muchos jóvenes de Granada se habían marchado para allá y ahora vivían en el extrarradio.

—Pero si su madre y su abuela no saben que venimos —había protestado Atticus frente a la puerta del carmen—, probablemente no hayan preparado comida para nosotros, ni hayan acondicionado una habitación para mí. Mejor buscamos un hotelito…

—Mire, señor
Crasman
—había replicado Soleá con los brazos en jarras—, yo no sé cómo se hacen las cosas en Inglaterra, pero aquí en
Graná
se pone la mesa sin tantos cálculos ni tantas ceremonias. Se saca el puchero, la cazuela de fideos, la carne o lo que haya, y alrededor se ponen las sillas, que son diez, pues diez, que quince, pues quince, y a comer. Y nunca falta de nada.

Atticus se preparó un té con agua del grifo, se lo bebió de un trago, se tendió en la cama y pensó que muy pronto regresaría a casa. En cuanto lograra convencer a la abuela Remedios de que lo que guardaba en un cajón era un tesoro, un hallazgo digno de ser declarado Patrimonio de la Humanidad.

Habría que escoger muy bien las palabras, se dijo, y luego se quedó dormido y soñó que una tribu de caníbales lo introducía en una olla de agua hirviendo.

Al cabo de un rato, Soleá subió la escalera de puntillas y apoyó la oreja en la puerta tras la que Atticus roncaba como un oso cavernario. Cuando juzgó que estaba lo suficientemente dormido como para llamar por teléfono a Berta sin que él pudiera escuchar su conversación, marcó el número de
Librarte
y esperó.

—¿Berta? —dijo en voz baja apretando bien el móvil contra su mejilla—. Soy Soleá. Sólo para que sepas que el plan, de momento, ha funcionado muy bien. Ya estamos en casa de mi madre.

—¡Bien hecho, cariño! —respondió su jefa también en susurros—. Cuéntamelo todo, anda.

Después del allanamiento al número 5 de la calle del Alamillo, el inspector Manchego comenzó a albergar la incómoda sospecha de que su cómplice, el cerrajero, lo había engañado como a un chino. Tras su apresurado registro de aquella noche, se ordenó otro en el que participaron varios agentes del departamento de robos, los cuales demostraron que en el piso no existían huellas diferentes a las del señor Craftsman, la señora Susana y las que había dejado el propio Manchego. Del Lucas, ni rastro.

Además, el inspector llevaba varios días tratando de localizar a su cómplice en el móvil y la única respuesta que había recibido era la de un robot que le aseguraba que aquel número no correspondía a ningún abonado.

Las piezas del puzle habían ido cayendo por su propio peso. Todo encajaba.

Primero: el supuesto cerrajero no tenía ni idea de abrir una puerta con sigilo, lo cual indicaba que, probablemente, ni era cerrajero ni leches.

Segundo: el modo de conocerse, casualmente, en plena calle, una noche de borrachera, y aquel papelito en el que había escrito su nombre y su número de teléfono sin ningún otro dato que pudiera ligarlo a una dirección postal o a una verdadera identidad le hacían pensar que ni se llamaba Lucas ni habría modo de localizarlo una vez que destruyera la tarjeta del móvil, cosa que, probablemente ya habría hecho.

Tercero: el tío era listo. Lo tenía atado de pies y manos, ya que no podía investigar el caso sin inculparse él mismo en un asunto de registro ilegal, de utilización del arma reglamentaria fuera de las horas de servicio y sin quedar en el más absoluto de los ridículos.

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