Berta rompió a llorar.
—Eso también, vaya desastre. Te aseguro, Gaby, que yo he trabajado con cabeza, que nunca he gastado por encima de las posibilidades de la revista. Que tú sabes muy bien los sacrificios que hemos hecho todas por sacar el negocio adelante. No nos hemos permitido ni un solo lujo, hemos sido honradas, nos hemos esforzado muchísimo. Y, sin embargo, ahora resulta que lo hemos hecho todo mal. Un espanto. El señor Craftsman me ha hablado de deudas, de descalabro, de fracaso en todos los sentidos. Dice que no nos lee nadie, que no tenemos credibilidad, ni nombre, ni prestigio. Que somos una mancha para la empresa y que, además, perdemos dinero a espuertas.
Gaby fue a por los kleenex. El paquete también era blanco.
—No me lo explico, Gaby —confesó—. A mí no me cuadra nada.
—Pues si tú, en conciencia, estás tranquila, eso es lo importante. Ya verás como luego no es para tanto. Tal vez sea cuestión de apretarse el cinturón en algunos gastos, pedir una prórroga a la decisión de Craftsman y ponernos las pilas. Yo, si quieres, hago horas extra sin cobrar.
—Gracias, guapa, eres un sol —logró decir Berta entre lágrimas—. Lo malo es que no venía a hablar de eso, sino de otro asunto más triste todavía que lo de
Librarte
.
Gaby se sorprendió. Su jefa no solía compartir con ella sus problemas personales. Su relación era más bien la de una sobrina y una tía muy querida que nunca se olvidaba de felicitarla por su cumpleaños o de hacerle un regalo en Navidad. Berta era una persona protectora y maternal a la que uno podía ir a contarle sus penas, pero que, en cambio, jamás confesaría las propias a nadie.
—¿Le pasa algo a Asunción? —se temió Gaby, porque sabía lo unidas que estaban las dos mujeres y entendía que si se trataba de un problema personal, Berta habría acudido primero a contárselo a su mejor amiga.
—No. Asunción está bien, pobrecilla, pero no puedo amargarle el día con este disgusto. Se trata de María.
—¿María?
Berta le dio un trago largo al vino, para darse ánimos. Luego comenzó el relato de cómo cinco meses atrás, la mañana de Reyes, para ser exactos, había pillado a María en brazos de otro hombre, y que luego ella había justificado la infidelidad diciéndole que se sentía atrapada en un matrimonio rutinario e infeliz.
—Pero también me aseguró que la aventura terminaría pronto —le contó, haciendo pucheros—. Que aquel hombre no significaba nada, a efectos afectivos, que no era más que una diversión pasajera, que aquello duraría unos días, tal vez un mes, pero que después volvería a su vida normal, junto a Bernabé y los niños, igual que la protagonista de
Los puentes de Madison
, fíjate lo que me dijo, como si su vida fuera un melodrama.
Gaby no dijo nada. Sólo le apretó el brazo a Berta. A veces es mejor escuchar.
—Y resulta que hoy la he vuelto a ver con el mismo hombre. Han pasado cinco meses, mierda, Gaby, y sigue liada con él.
—¿Y sabes quién es él?
Qué curioso, pensó Berta. No. No sabía quién era él. Nunca le había llegado a ver la cara y jamás se le había ocurrido preguntarle a María su nombre. Simplemente, había creído las palabras de la adúltera: no es nadie, no tiene nombre, no tiene identidad; es una aventura pasajera, no es una persona de carne y hueso.
—No.
—¿Piensas volver a hablar con ella?
—¿Para qué? ¿Para que vuelva a mentirme y me diga que son espejismos? ¿Que lo que he visto no es lo que parece y que su matrimonio va viento en popa?
—Entonces, ¿qué hacemos?
—Pues nada, hija, qué vamos a hacer…
Bebieron las dos en silencio. Las mujeres, al contrario que los hombres, son capaces de hablar durante horas de un problema sin tratar de encontrarle solución. Sin planear el próximo movimiento. Sólo hablar, hasta que la boca se queda seca, y las lágrimas se terminan, y los ojos escuecen, y llega la hora de regresar a casa. Pero eso sí, con sólo la mitad del peso del problema sobre los hombros.
—No se lo digas a nadie —le pidió Berta al despedirse de Gaby en la puerta—. Veremos qué pasa. Al fin y al cabo, tal vez en unos días estemos todas en el paro y ya la historia de María no sea de nuestra incumbencia.
Entonces llegó Franklin. Traía un ramo de tulipanes de color naranja.
—¿Dónde está mi flaca? —se le oyó gritar por el hueco de la escalera.
Gaby, que en los seis años que llevaba diseñando las páginas de
Librarte
jamás había cometido la menor equivocación, hacía unos días que no daba pie con bola. Exactamente los mismos días que habían pasado desde que su jefa se había presentado en su casa y le había soltado a bocajarro lo del
affaire
de María.
Asunción se había dado cuenta enseguida de que alguna preocupación andaba rondando por esa cabecita tan sensible y tan bien amueblada que poseía Gaby. Berta había tenido que llamarle la atención varias veces, algunas por cosas tan tontas como olvidarse de enviar el código de barras a la imprenta, errores de principiante, y ella misma la había pillado distraída, con los ojos clavados en la frente de María mientras la otra se concentraba en su trabajo sin percatarse de nada. En un par de ocasiones, María había levantado la cabeza y se había encontrado a Gaby observándola fijamente. «¿Qué?», le había preguntado. «Nada», había respondido ella.
Por su parte, Berta, que nunca se enteraba de lo que ocurría de puertas afuera de su despacho, ahora parecía querer fiscalizar todo. Dejaba la puerta abierta y estiraba el cuello por encima de su ordenador, se ponía las gafas de ver de lejos y fruncía el entrecejo. A veces carraspeaba, como queriendo advertir a Gaby que la estaba viendo, que no se distrajera, que volviera a su pantalla si no quería quedarse sin recreo. Parecía una maestra de primaria, la verdad.
Asunción vigilaba a Gaby, Gaby a María, Berta a todas y María a ninguna. Algún secreto sobrevolaba aquella oficina y Asunción, que era muy astuta, qué astuta era Asunción, llegó a la conclusión equivocada.
El siguiente lunes, después de un fin de semana con el corazón esponjado, se presentó en la oficina con un paquetito envuelto en papel de seda.
—Gaby —le dijo a su compañera con voz temblorosa—. ¡Enhorabuena!
Berta trató de evitar la catástrofe saltando de la silla con la misma agilidad con la que una auténtica maestra de primaria hubiera reaccionado al sentir el pinchazo de una chincheta en el culo. Pero todo su esfuerzo fue en vano. Gaby ya había recibido el regalo, ya lo abría, ya descubría las orejitas suaves del peluche, el primer biberón, el primer chupete. Ya lo dejaba caer al suelo de la oficina —si hubiera sido de porcelana, se habría roto en mil pedazos—, ya se encerraba en el cuarto de baño a llorar, pero si no le tocaba la regla todavía, decía María, que no entendía nada, ya Asunción se quería morir, ya el daño estaba hecho.
Como suele pasar, de todas las mujeres esparcidas por el mundo en edad de procrear, la que más ganas tenía de ser madre era precisamente la que más dificultades encontraba para quedarse embarazada. Si se hubiera publicado uno de esos estudios de la Universidad de Wisconsin sobre el grado de deseo maternal, Gaby habría salido en primer lugar de la lista, con una puntuación muy superior a la del resto de las entrevistadas, incluyendo una señora de Maryland que había secuestrado a un bebé con la única intención de criarlo como si fuera propio y que jamás se había arrepentido de semejante felonía a pesar de haber pasado media vida en la cárcel.
Lo peor del caso era que la infertilidad de Gaby no tenía ninguna explicación científica. Tanto ella como Franklin Livingstone eran perfectamente capaces de concebir criaturas sanas y numerosas. Al menos, así lo demostraban los exhaustivos análisis médicos a los que se habían sometido ambos en los últimos años.
Gaby, por su parte, se conocía el techo de la consulta de su ginecóloga como la palma de su mano. La doctora, con la sana intención de distraer a sus pacientes durante las exploraciones, había resuelto decorarlo con las fotografías de los centenares de niños a los que había ayudado a nacer. Desde allí, mientras Gaby, despatarrada y sin ropa interior, esperaba angustiada los resultados de su última citología, la contemplaban Natalia, la de los mofletes anchos, los gemelos Rodrigo y Javier, Mónica, la de los pelos de punta, el redondo Jorge con los puños cerrados, la mulatita Inés, Rosita, la de los ojos grandes, Pedrito el pelirrojo y otros cincuenta bebés rollizos a los que de tanto mirarlos pegados al techo hubiera reconocido al instante de habérselos cruzado por la calle.
La cosa era que, en lugar de tranquilizarla, aquella colección de recién nacidos le provocaba una angustia tremenda e inconfesable. En cuanto se tumbaba en la camilla el corazón se le aceleraba, los músculos se le tensaban y se le saltaban las lágrimas. Prefería cerrar los ojos y entretener su mente con alguna cancioncilla que tarareaba por lo bajini.
—Parece mentira que sigas teniendo tanto miedo a las revisiones —se equivocaba su ginecóloga, que achacaba todos esos síntomas al pánico al instrumental médico.
—Las ecografías externas no me importan mucho —confesaba Gaby—, pero las internas, doctora, con ese chisme que parece la tenacilla de rizarme el pelo, pues son molestas, sí.
—Abre la vagina.
—No puedo, doctora.
—A ver, Gaby, relájate, mujer, que si no te relajas no hay manera.
Y al final, siempre la misma conclusión.
—Pues todo está bien. Tienes un útero de exposición, guapa. De enseñarlo, vaya, de lo bien hecho que lo tienes.
—Ya. Una auténtica lástima.
—Pero bonito, bonito —afirmaba la ginecóloga—. Las trompas no están obstruidas, no tienes endometriosis, tu periodo es regular, tu moco vaginal…
—Vale, vale —solía cortarla Gaby cuando no podía seguir aguantando durante más tiempo la perorata—. Entonces, ¿por qué no me quedo embarazada?
Por su parte, Franklin Livingstone, que hubiera sido plenamente feliz sin hijos, ya que para él no existía nada comparable a la alegría de estar con Gaby, entendía que su mujer jamás encontraría la paz si no era con un bebé en brazos. La había ayudado a pintar la habitación de sus futuros hijos —una obra de arte a cuatro manos—, y a montar los muebles, y a escoger en infinidad de catálogos los mejores cochecitos, sillitas, chupetes y pañales. Muchas veces se había sentado a su lado a esperar los resultados negativos de las pruebas de embarazo que ella compraba en cuanto tenía un retraso de más de veinticuatro horas, y había aprendido a consolarla a base de tazones de chocolate caliente o de helados a cucharadas. Y había logrado hacerle creer que él también estaba desolado, pero que la llegada del bebé sólo era cuestión de tiempo, lo mismo que les repetían todos.
Por amor a Gaby había accedido a hacerse mil pruebas médicas —algunas bastante desagradables— y había aprendido a calcular los días fértiles de cada ciclo, para volver a casa a toda prisa y amarla de veras, a pesar de que ella, a veces, se olvidaba de quererlo a él.
—Franklin —le pedía Gaby con urgencia a las once de la mañana de un martes laborable—. Ven corriendo que estoy ovulando.
Y él perdía los zapatos por el camino de vuelta a casa, subía los escalones de dos en dos, se desnudaba por el pasillo y se la encontraba esperándole en la cama, las piernas abiertas, la música puesta. Le pedía que fuera despacio, que se concentrara en el bebé, que había leído que la concepción era un ejercicio consciente de la voluntad, y luego se quedaba muy quieta, tendida boca arriba durante una hora, tal y como le había recomendado su doctora, mientras él volvía a vestirse, se despedía de ella con un último beso y regresaba al trampantojo que había dejado a medias en su lugar de trabajo.
Algunas veces se agobiaba al pensar que Gaby se había equivocado casándose con él. Ni había llegado a ser el reconocido artista en cuyo éxito ella tanto confiaba ni el amante fogoso y soñador que había conocido en París, capaz de mover montañas, revolucionar el mundo del arte y alcanzar fama mundial.
—Seremos como Diego Rivera y Frida Kahlo —solía decirle entre beso y beso a la orilla del Sena.
—Dios no lo quiera —le replicaba ella—. Frida perdió el bebé que esperaba y después jamás pudo tener hijos. Y Diego le ponía los cuernos.
—Pero se amaban.
—A su manera, sí —reconocía ella.
—Yo nunca te seré infiel —le aseguraba Franklin.
—Y yo me depilaré el bigote —le prometía Gaby. Habían pasado los años: se habían amado mucho más profundamente de lo que Diego y Frida llegaron a soñar jamás y, sin embargo, por algún malvado capricho del destino, habían sido incapaces de concebir un hijo. Ni gloria, ni fortuna, ni familia. Al final, su madre iba a tener razón: Franklin Livingstone no era más que un pobre diablo fracasado. No era bueno para nadie y menos aún para la dulce y enamorada Gaby. Tal vez lo mejor sería dejarla marchar antes de que fuera demasiado tarde. Abrirle las puertas de la jaula de oro, lanzarla al vacío y arrojarla a otros brazos: los de un hombre compatible con su código genético, los ácidos de su útero o lo que quiera que fuera aquello que les estaba impidiendo tener hijos juntos. Si no lo había hecho hasta entonces era porque en su fuero interno Franklin sabía que romper con Gaby y quitarse la vida inmediatamente después eran una misma y aterradora decisión.
Una mañana de diciembre, Moira Craftsman se despertó sobresaltada. Había soñado que una tribu de caníbales había apresado a su hijo Atticus y lo había introducido vivo en una olla de agua hirviendo con la intención de devorarlo como a un marisco, cocido y colorado, mientras el muchacho gritaba: «¡Pónganle dos o tres bolsitas de té al guiso, no sean salvajes!».
Como buena discípula de Freud, Moira era una lectora compulsiva de
La interpretación de los sueños
, y solía pedir a sus amistades que le permitieran analizar los suyos para extraer de ellos las más inesperadas conclusiones. Estaba claro que en la casa de Kent los invitados soñaban frecuentemente con corrientes de agua, riachuelos, cascadas o similares, debido a que las tuberías de cobre hacían un ruido tremendo en cuanto se calentaba la caldera. Si hacía frío, solían soñar con animales polares o con objetos de color blanco. Si hacía calor, tenían pesadillas con aviones que no despegaban. Subir o bajar de repente significaba pasar de un estadio del sueño a otro y la sensación vertiginosa de velocidad —escenarios que cambian sin parar, pensamientos rápidos, carreras, vuelos, etcétera— la achacaba al estómago vacío.