Mientras hablaba, Soleá se apartaba mechones de pelo de la cara. Atticus caminaba a su lado, a más de un metro de distancia, no fuera a levantar suspicacias entre los numerosos primos, y trataba a duras penas de seguirle el paso a la chica por aquella ladera tan empinada. Caía la tarde sobre la fachada de la Alhambra, que se había vuelto de color terracota claro, piel de gitana.
—El burro nuevo era listísimo. Tanto que se aprendió el camino al río sin que nadie se lo enseñara. Mi bisabuelo estaba que tocaba las palmas de contento al pensar en el negocio que había hecho tan bueno. Y entonces, una tarde, cayó un aguacero. Una tormenta de rayos y truenos que cogió al burro a medio camino volviendo del río. —Aquí Soleá hizo una pausa dramática—. ¡Ay! ¡Cuando mi abuela vio desde lo alto de la cueva que el burro chorreaba tinta negra! ¡Que debajo del nuevo estaba el viejo Jenaro! ¡Que los feriantes lo habían pintado y se lo habían vuelto a vender a su propio amo!
—¿Era el mismo burro?
—El mismito, señor
Crasman
, el Jenaro en persona.
Soleá se paró a tomar aire. Se recogió el pelo en un moño alto. Se lo sujetó con dos horquillas y después continuó subiendo, el viento en la cara, la Alhambra dorada a su espalda y Atticus Craftsman, tras ella, sin aliento.
—¿Es gracioso? —preguntó él tímidamente.
—Pues claro que es gracioso. Llevamos cincuenta años riéndonos de esta historia en la familia.
—¿Puedo reírme yo, aunque no sea de la familia?
Soleá lo miró a los ojos fijamente. Pensó detenidamente su respuesta y finalmente dijo:
—Mejor no.
En la puerta de la cueva los esperaban el hermano de Soleá, Tomás, el primo Arcángel y el dueño del negocio, el Potaje, los tres con los brazos en jarras.
Los autobuses de turistas empezaban a hacer su aparición por el final de la calle. Atticus saludó precipitadamente a los tres hombres y, escoltado por Soleá, entró en el tinglado, donde las bailaoras, que no eran otras que las hermanas y las primas de Soleá, se habían vestido de flamencas y se habían colocado los claveles en lo alto de la cabeza.
La hermana de la abuela Remedios, Dolores, aguardaba sentada en su silla, un trono, en el fondo del escenario y a su lado había dos sillas vacías, ambas con sendas guitarras españolas apoyadas en el respaldo. Llevaba un moño grande, una flor inmensa y unos zarcillos tan pesados que parecía que se le iban a caer de las orejas.
El rincón que hacía las veces de camerino estaba separado del patio de butacas por unas cortinas de seda. Desde allí se dispusieron a contemplar el espectáculo Atticus Craftsman y Soleá Abad Heredia, codo con codo y con una jarra compartida de vino con limón y hielo.
Una veintena de japoneses tomaron asiento en las primeras filas; tras ellos, unos norteamericanos muy ruidosos y, al fondo, tres o cuatro parejas más. La sala, en menos de diez minutos, estaba llena a rebosar.
—Hoy baila la Borrachita —le contó Soleá—. Pobrecilla, siempre enganchada; desde chica.
Una mujer de mediana edad se tambaleó hasta el centro del tablao e hizo sonar las castañuelas con una maestría que admiró al inglés. Después se lanzó a bailar y lo hizo con mucha gracia, a pesar de que Soleá movía negativamente la cabeza y cuchicheaba con sus primas.
—Estaba en la calle, ¿sabe
usté
? —susurró al oído de Atticus.
Luego salieron las más jóvenes. Los japoneses gritaban ¡olé y olé! Y hacían fotografías con sus cámaras digitales.
La tía Dolores las animaba con gritos y palmas. Ellas entraban en el camerino, se cambiaban el vestido, no mire, míster, volvían a salir con otra flor, otros zapatos, otra mirada de fiera.
Al cabo de un par de horas el espectáculo terminó. Los turistas abandonaron satisfechos el lugar y Atticus se levantó para marcharse a casa.
—¿Dónde va
usté
, míster
Crasman
? —se extrañó Soleá—. Ahora empieza lo bueno, en cuantito salga el último guiri, perdone la expresión.
Eran las doce de la noche.
El Potaje echó la tranca y entre todos apartaron las sillas. Arcángel cogió la guitarra, se puso en el centro. Tocó.
Esta vez Atticus sintió que una magia rara penetraba en su organismo y se apoderaba de él. El Potaje golpeó el cajón, la tía Dolores pronunció el hechizo con su boca desdentada y una fuerza de juventud la lanzó al vacío. Bailó.
Las chicas se soltaron el pelo y se concentraron en el centro del escenario, rodeando a la anciana. Todas ellas danzaron moviendo sus dedos como gusanos de luz. Se podía sentir el palpitar de la sangre recorriéndoles el cuerpo entero, de los pies a la cabeza, mientras un grupo de muchachos encabezados por Tomás se las comían con los ojos, con las manos, con la boca.
Atticus no podía apartar la vista de aquellas cinturas quebradas, ni de aquellas piernas que de tanto en tanto asomaban por debajo de los volantes de las faldas. Los tobillos, el sudor, la agitación de aquellos pechos, la suavidad del pelo sobre la espalda. Las palmas, el taconeo, el lamento de la abuela, el golpear de la guitarra.
Poco a poco la cueva se fue llenando de otros hombres y otras mujeres, de otras guitarras y de otros ecos, hasta que el aire se hizo irrespirable.
Después de una eternidad en semejante estado de hipnosis, Atticus se dio cuenta de que Soleá no estaba a su lado. La buscó con la mirada y la encontró en un recoveco oscuro de la cueva. Un hombre joven la estaba acechando y ella se dejaba querer. Él le rodeaba la cintura con un brazo fuerte, ella echaba la cabeza para atrás. Él se inclinaba para decirle algo al oído, ella se reía, se llevaba la mano a la boca, le lanzaba un beso.
Y Atticus Craftsman, embrujado por las malas artes de aquella música, sintió ganas de matarlo con sus propias manos.
Salió a la calle. Inspiró el aire perfumado de las laderas del Sacromonte. Era jazmín y dama de noche en una mezcla embriagadora que le revolvió el estómago. Entonces vio salir el sol por el otro lado del monte. La madrugada lo había cogido desprevenido. Como no supo dar con el camino de vuelta a la casa de Soleá, se echó a dormir en una esquina de la calle, junto a un cubo de basura amarillo, como un borracho genuino, maldiciendo entre dientes a todas las mujeres de la tierra.
Cuando despertó, se encontró con la sonrisa desdentada de la abuela Remedios a escasos centímetros de su cara.
—Buenos días, míster —le dijo con una naturalidad que no encajaba con las cuatro de la tarde—. Se le está quedando frío el potaje.
Atticus ahogó una arcada. Se incorporó a duras penas y reconoció aquella habitación, que era la suya, con su colección de abanicos y sus muñecas vestidas de flamencas. El resto de la familia andaba desperdigada por la casa. La mesa estaba puesta, los chiquillos alborotaban en el patio, las chicas charlaban junto a la ventana, Tomás dormitaba en un sofá y Soleá le sonreía desde la penumbra. La imaginó compartiendo su cama con uno de aquellos hombres de rasgos exóticos, amándolo con una pasión sólo comparable a la de sus primas, tres felinas, sobre el tablao.
—Me alegro de verle, señor
Crasman
—le dijo en tono de broma—. Veo que ha sobrevivido a su primera noche en
Graná
.
—Buenos días, Soleá —respondió él.
—Lo trajo mi hermano Tomás —le explicó ella—. Lo encontró tirado en la calle hablando en inglés. ¡Qué arte!
—¿Qué decía?
—No sabemos. Aquí la única que se defiende en inglés soy yo y ya estaba acostada.
Atticus volvió a soñarla despierto, dormida.
—Estoy muy avergonzado… —comenzó él, pero Soleá le tapó la boca con la mano.
—Chis… —le dijo—. No se lamente
usté
de haberse divertido. ¿Sabe lo que decimos aquí? ¡Que le quiten lo
bailao
!
La sobremesa transcurrió pesada. La digestión lenta. Al caer la tarde, Soleá lo sacó a pasear, como a un perrillo faldero abandonado un 15 de agosto en una gasolinera de carretera. Le fue llevando, guiado por el viento de su pelo, por las calles antiguas del Albaicín y le fue contando historias de la familia, a cada poquito más compartida. Al llegar al mirador de San Miguel, se paró a su lado, frente a la Alhambra, y respiró hondo.
—Bueno —dijo—, ha llegado la hora de pensar en el plan.
—¿Qué plan? —Atticus había perdido la noción del tiempo y del espacio.
—Míster
Crasman
, ¿qué plan va a ser? ¡El de convencer a mi abuela para que nos deje ver los poemas!
—¡Ah! Ese plan.
Atticus Craftsman no había diseñado ninguna estrategia. La cuestión le parecía tan simple como presentar sus credenciales a la anciana y hacerle una propuesta económica que ella no pudiera rechazar. Había pensado que su visita a Granada consistiría en un par de horas de formal negociación, un apretón de manos y un hasta nunca tan educado como distante.
Sin embargo, las cosas habían cambiado radicalmente desde su llegada a la casa de Soleá. El espíritu de un misterioso duende del que hablaba todo el mundo se había adueñado de su voluntad hasta el punto de hacerle dudar sobre sus auténticas intenciones. Durante el tiempo que llevaba allí, se había sentido arrastrado de una escena a otra, sin capacidad para intervenir en la trama principal y, de alguna manera, había llegado a la conclusión de que el verdadero tesoro no estaba en los poemas de Lorca, sino en la sangre que corría por las venas de aquella gente.
Atticus Craftsman, un 30 de mayo, frente al palacio de la Alhambra, entendió que hasta ese momento sólo había saboreado el guiso con la punta de la lengua y que su deseo era devorarlo entero. Rebañar el perol, chuparse los dedos, mojar pan en la salsa.
—Lo primero —dijo— va a ser comprarme una guitarra española.
Berta Quiñones no disponía de una habitación para invitados en su diminuto piso de la calle del Alamillo, así que María tuvo que conformarse con dormir en el sofá, eso sí, envuelta en las mejores sábanas de hilo y arropada con una manta de mohair especialmente adquirida para la ocasión por su maternal jefa en una tienda de productos para el hogar con la que se toparon en el camino de la oficina a casa.
A pesar del plato de sopa caliente y la tortilla de patatas que preparó Berta mientras su amiga se daba un baño caliente, con velas aromáticas y aceite relajante, María seguía temblando de frío. Los dientes le castañeaban y las articulaciones le dolían. Se arrebujó todavía más en la manta y abrazó la almohada como si fuera un salvavidas y estuviera a punto de ahogarse en el fondo de un lago de aguas heladas.
Berta se sentó en una butaca a su lado. Hasta ese momento ninguna de las dos había querido iniciar la conversación que ambas sabían que era inevitable. Todo habían sido buenas palabras y buenas intenciones, un vaso de leche caliente, un pijama de algodón, algo de música clásica y algunas lágrimas de agradecimiento y vergüenza.
—Conque César Barbosa —dijo finalmente Berta para romper el hielo y dejar que fluyera el calor.
María no pudo hacer otra cosa que asentir, las manos aferradas a la taza de leche y la mirada clavada en la alfombra.
—Menudo sinvergüenza —continuó la jefa—. Lo calé desde el día que lo vi entrar en la oficina con la barba sin afeitar y esa cazadora sucia, y el tatuaje, y la pinta de chulo, y el casco de la moto, que no sé lo que les veis a los hombres como él, si está clarísimo que no tienen buenas intenciones.
—Porque tú eres muy lista, Berta —se revolvió María—, y por eso llevas toda la vida sola.
—Pues mejor sola que mal acompañada —replicó la otra, algo ofendida—. Espero que ahora pongas punto final a este drama.
—No es tan fácil —respondió María, angustiada—. Las cosas son mucho más complicadas de lo que parecen. He querido romper con César un montón de veces y él se ha puesto violento. No admite que una estúpida mujer pueda abandonarlo. Así me lo dijo.
—Claro, porque es de los que se creen superiores, ¿no?
María rompió a llorar.
—¡Ay, Berta! ¡En qué lío me he metido!
—No hay nada mejor que llevar la razón, María —dijo Berta—. Y no quiero ser cruel. Pero acuérdate de lo que te dije, que estabas poniendo en peligro tu familia, tu felicidad. Debiste hacerme caso.
Agotada por el miedo y el dolor, María fue perdiendo poco a poco la consciencia y cayó en un sueño pesado en el que sintió que la almohada la estaba ahogando y no tenía fuerzas para levantar la cabeza y respirar. Berta veló su sueño durante un rato, pero pronto también ella comenzó a dar cabezadas. El día había sido intenso.
Cuando se levantó de la butaca para apagar las luces del salón, se dio cuenta de que María se había dormido aferrada al móvil. Lo agarraba con una fuerza sobrehumana, como si en él residiera la clave de su supervivencia.
Con suavidad, sin despertarla, fue despegándole uno a uno los dedos húmedos del aparato hasta que logró liberarlo. Después, según se disponía a desconectarlo y dejarlo sobre la mesa, se fijó en el pilotito rojo de los mensajes de texto. Parpadeaba.
Se acercó el teléfono a la cara, descubrió el nombre de César Barbosa entre parpadeo y parpadeo y entonces, sin remordimientos presentes o futuros, decidió leer la última amenaza del maltratador: «Se que estás en casa de tu jefa. Como me delates os mato a las dos».
El teléfono se le cayó al suelo. María emitió un débil gemido. Berta sintió que la habitación entera daba vueltas a su alrededor. Que se había subido en un tiovivo de feria y se mareaba con las luces, la música, las risas y los gritos de los niños que la acompañaban. Estaba indefensa, atrapada en una casa diminuta de la calle del Alamillo sin más protección que un cerrojo viejo y una puerta vieja y un par de vecinos viejos.
Recogió el móvil, leyó de nuevo la última frase: «Como me delates os mato a las dos». Se asomó al balcón. Escrutó la calle de arriba abajo, de curva a curva, en busca de la figura siniestra de César Barbosa, su cazadora de cuero, sus zapatos de punta y su hebilla de metal, pero la noche estaba apagada y quieta. Demasiado sola.
Se agachó. Por nada en especial. Simplemente se agachó.
Caminó a gatas hasta la mesita donde estaba el teléfono fijo. Descolgó. Marcó el número que absurdamente había memorizado con la ilusión de una niña tonta que baja a la plaza a comer pipas y se encuentra de frente con los pantalones cortos del chico que la mira, que se cruza con ella en las cuatro esquinas del pueblo, que le lanza piedrecitas a la ventana y que sueña con ella, que repite su nombre en el eco del barranco y luego lo escribe con una tiza blanca en la pared del huerto.