Asunción se ocupó de devolver a la oficina el esplendor perdido. Menos mal que todavía los ordenadores seguían allí, la fotocopiadora aún funcionaba y no había expirado el plazo para pagar el alquiler. Lo único que hubo que cambiar fue la placa de la puerta. Aquélla ya no sería más la oficina de
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, sino el cuartel general de H&H, las siglas en clave que unían los apellidos Hemigway y Heredia y que a las órdenes de Atticus Craftsman llevaría a cabo el estudio secreto del bombazo literario del siglo. Atticus y Soleá, desde Granada, realizarían la investigación de campo. Berta, Asunción y Gaby, el resto de labores de documentación y edición.
Barbosa, después de pasar por el juzgado de guardia de Granada que lo encontró culpable de secuestro, prófugo, asesino en potencia y un montón de delitos más, fue puesto a disposición judicial, condenado a diez años de prisión y enviado al penal de El Puerto, lo más lejos posible de María, por recomendación del inspector Manchego, pieza clave para la instrucción de este caso y parte implicada en él, como demostraba la herida de arma blanca que presentaba en el hombro derecho.
María volvió a Madrid hecha una pena; los nervios destrozados, el alma rota. Se presentó ante Bernabé cabizbaja, arrepentida y avergonzada. Le contó que desde hacía cosa de un año había estado robando dinero de la caja de
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. Que al principio las cantidades habían sido pequeñas, pero que, poco a poco, se fueron haciendo mayores y que por eso los bolsos caros y los abrigos de piel, y por eso los caprichos para los niños, las deportivas de marca y la televisión de plasma. Y que en realidad no había vendido la huertita de Valencia, como le había hecho creer, pero que eso no importaba ya, porque lo más probable era que el juez ordenara el embargo de todos sus bienes, así que la huertita era ya, prácticamente, del banco, lo mismo que el dinero que lograra reunir en los próximos años hasta devolver a
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lo que era de
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. También le avisó de que la condena más probable era de entre tres y seis meses de prisión, en la cárcel de Yeserías, y que prefería no ver a los niños que verlos entre rejas, que, por favor, les dijera que estaba de viaje, que era una mentira a medias, porque realmente de su casa a Yeserías había un viaje, y que los quería mucho, y que los echaba de menos.
También le habló de Barbosa, pero en términos de cómplice del delito, no de amante secreto. Le explicó que la idea fue suya, del Pirata, un día en que ella, por error, le pagó dos veces la misma factura, y que de ahí partió todo, que fueron a medias, como
Bonnie and Clyde
, pero sin sexo. Eso no. También le dijo que llegó un momento en que le tuvo miedo, porque ella quiso dejar de robar y él la obligó a seguir delinquiendo, que la amenazó con hacer daño a los niños si se le ocurría delatarle, que no tuvo más remedio que continuar sembrando el mal sin poder recoger el fruto de sus robos. Que al final él se quedaba con todo. Ella sólo con el miedo.
Y eso era cierto. Casi todo era cierto.
Curiosamente, la llama de su amor agotado se avivó en la cárcel. Por algún motivo incomprensible, las tres o cuatro ocasiones en las que solicitaron un permiso para tener relaciones sexuales en la angosta celda de Yeserías, su pasión fue tan arrolladora que las paredes de hormigón se derrumbaron y tras ellas había una playa de arena blanca con un mar muy caliente, una luna llena, un montón de estrellas.
Por eso, cuando a principios de mayo —cuatro meses y medio después de ingresar— por fin se cumplió la condena y María respiró a pleno pulmón el aire de la libertad y se encontró con Berta, Asunción, Soleá y Gaby esperándola en la puerta del penal, cargadas de flores, de abrazos y de perdón, lo primero que les dio fue la noticia de su embarazo inesperado, un niño concebido en la cárcel, qué pena, le diremos que fue en una playa del sur.
—Pues iremos juntas a comprarnos un vestido premamá para la boda de Berta —dijo Gaby de repente para sorpresa de todas.
—¿Tú también, criatura?
—¡Sí! ¡Yo también, María, igualito que tú! Para diciembre.
El abrazo fue de los gordos, con saltitos y risas histéricas. Y a falta de un jardín florido donde ir a contarse los pormenores de ambas noticias, las cinco exempleadas de
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se plantaron a la sombra de un negundo en el primer parque que les salió al encuentro, en el cruce de dos carreteras secundarias.
—Hace unos meses, ¿verdad, Asunción?, Franklin me dijo que se quería volver a la Argentina. Que le parecía que era lo mejor para los dos —relató Gaby—. Hasta se compró el billete, no os digo más.
—Pero, hija —se asombró Berta—, si no hay pareja más enamorada que vosotros dos. ¿Qué mosca le había picado?
—La mosca era yo —reconoció Gaby—. Una auténtica mosca cojonera que no paraba de agobiarle con el tema de los hijos. No le hablaba de otra cosa. Le obligaba a leer libros sobre el embarazo, a tomar vitaminas, a hacer el amor en las posturas más inverosímiles, a someterse a revisiones, pruebas y análisis. Tener un bebé había llegado a obsesionarme de tal manera que no era capaz de disfrutar de todo lo que tenía delante. El pobre Franklin llegó a convencerse de que jamás podríamos tener hijos.
—Y se le ocurrió quitarse de en medio para dejarte ir —comprendió María.
—Entonces hablé con Asunción —dijo Gaby, señalando con la cabeza a su amiga— y ella me dio la clave de todo. Volví a casa, lo encontré llorando, lo tiré sobre la cama…
—Vale, vale —interrumpió Berta un poco violenta—, no hace falta que des tantos detalles, ya nos lo imaginamos.
—¡Qué vamos a imaginarnos ni
na
! —saltó Soleá—. ¡Cuenta, cuenta!
—Pues eso —continuó Gaby—, que lo llené de besos, chupetones y arañazos, y le convencí de que no hay nada en este mundo que pueda hacerme más feliz que estar con él. Y en ese momento me di cuenta de que le estaba diciendo la verdad. Nuestro matrimonio es la familia más bonita del mundo, con o sin hijos. Entonces dejé de obsesionarme con la idea del embarazo. Fijaos si me olvidé de todo que cuando la semana pasada fui a la ginecóloga, me dijo que estaba ya de dos meses.
—No, si no hay como distraerse para quedarse embarazada —dijo María—. Yo, en cuanto me distraigo, ¡zas!
El vestido se lo hicieron a la medida de sus dispares barrigas; la de María el doble de grande que la de Gaby, por aquello de que ella esperaba el cuarto y la otra el primero, pero las dos en el mismo color cereza a juego con el ramo de la novia.
Berta escogió un traje de chaqueta blanco porque consideró que a su edad y con sus kilos no tenía sentido enfundarse en uno de esos vestidos largos de sedas y organdíes ni plantarse una tiara y un velo de tul, como si fuera una princesa europea. En el pelo llevó un arreglo de flores blancas. En el dedo, el anillo de compromiso que le entregó Manchego a su regreso de Granada; en el cuello, el collar de perlas que le habían regalado sus cuatro mejores amigas; en las manos, el ramo de peonías silvestres.
Fue una celebración temprana, acordada así con el párroco para que se pudiera compaginar con la misa solemne de la festividad del Carmen, patrona de Ortigosa de Cameros, y de este modo darle gusto a medio pueblo, que no quería perderse la boda de la pequeña Berta, la niña de las trenzas y las gafitas, convertida en una novia radiante.
El novio llegó en un coche lleno a rebosar de vecinos de Nieva: los padres, todavía con cara de asombro, y los testigos, Macita, Josi, Carretero y Míguel, enfundados en unos brillantes trajes de chaqueta, del mismo color que el chaqué que se puso Carlos de Inglaterra en la boda del príncipe Felipe el día en que media España descubrió al unísono que en las ceremonias de día había que ir de gris.
Manchego, en cambio, se había empeñado en llevar el uniforme de gran gala del Cuerpo Nacional de Policía, con su gorra de plato, su guerrera azul con botones dorados, su corbata y sus guantes blancos, a pesar de que su madre opinaba que sin condecoraciones le iba a quedar muy soso, y sin sable, por mucho que ella se empeñara en que pidiera uno prestado para la ocasión. Muchos de sus compañeros policías vistieron también de uniforme, lo cual asustó un poco a los bebés del pueblo y a los ancianos, los únicos colectivos locales que aún temían a la autoridad, pero hicieron las delicias de las mujeres independientemente de su edad o estado civil, dado el atractivo innegable de los hombres de uniforme, más aún cuando representan a las fuerzas de protección oficial o al ejército, con las connotaciones de poderío y dominación que ello conlleva y que dura hasta la mañana siguiente a la noche de amor, cuando el hombre amanece desnudo e indefenso, el uniforme arrugado a los pies de la cama, y la chica se pregunta qué fue lo que lo transformó de príncipe a sapo peludo en unas solas horas de luz.
Macita detuvo el coche en la puerta de la iglesia de San Martín a las once en punto de la mañana de un caluroso 16 de julio, delante del corrillo que se había formado en el pórtico. Manchego salió a presión, seguido por su cortejo de padres y testigos, y entró en la iglesia entre aplausos, a grandes zancadas, del brazo de su madre, que iba embutida en un traje de chaqueta azul celeste con ribetes de encaje, abanico antiguo y zapatos de medio tacón.
La Virgen del Carmen, con el niño en brazos, ya esperaba bajo su palio dorado, rodeada de lirios, el momento de salir en procesión. Los primeros bancos de la iglesia se habían llenado de invitados y curiosos, las mujeres y las niñas ataviadas con el traje típico de serrana, con su falda de paño, su mantón de merino o de manila, su broche de plata y su moño estirado en lo alto de la cabeza, los hombres con la pañoleta, la boina, la faja y el chaleco, que el día del Carmen era un día grande, y había que abrir los arcones, airear los mantones, comprobar que no hubiera desperfectos del año anterior, pespuntar mangas, almidonar camisas, asegurar botones, probar faldas, cómo has crecido, niña, sacar bajos, inventar modos de abrochar el delantalito o de dar lustre a las alpargatas.
Berta se demoró quince minutos justos, bien calculados para no parecer ansiosa, pero tampoco descuidada. La llevó Bernabé en su Rodius, al que previamente despojó de las tres sillas de amarre para los niños y limpió de papeles de caramelos y arena del parque. También se detuvo frente a la puerta de la iglesia y esperó paciente a que bajasen sus once ocupantes: la novia, María y sus tres niños, Asunción, Gaby y Soleá, los dos hijos de Asunción y Atticus Craftsman, hecho un dandi con su chaqué claro, chaleco cruzado, corbata amarilla, camisa celeste, el pelo revuelto y las manos frías.
Él fue en el que más se fijaron las mozas, a pesar de los uniformes, por su porte de aristócrata inglés, su ligera cojera y su media sonrisa, pero al verlo sólo pendiente de Soleá, una belleza racial que llevaba la espalda al aire y la melena suelta, no se atrevieron ni a acercarse, no fuera a ser que aquella fiera mordiera.
A falta de padrino en condiciones, Berta entró a la iglesia del brazo del alcalde, un viejo compañero de la escuela del que hasta el día anterior sólo recordaba sus travesuras y su nombre, Anselmo, y lo mal que bailaba el pasodoble. Las mujeres del pórtico le gritaron guapa, el monaguillo hizo sonar las campanas y los habitantes de los pueblos de alrededor se extrañaron de la hora, que la misa grande, de toda la vida, era a las doce.
Manchego esperaba junto al altar, vuelto hacia la puerta para verla llegar. Y la miró con los ojos del alma, los que no reparan en edades ni en gorduras, sino en la maravilla del corazón compartido, y la vio convertida en una niña bonita, los veinte recién cumplidos, la carne prieta, la boca jugosa, blanca y radiante, su novia.
Ella le tendió las manos, le dijo te quiero sin permiso del cura, y permanecieron durante toda la ceremonia con los dedos entrelazados, hasta que llegó el momento de los anillos, y con él las lágrimas, los suspiros, las risas y el beso final, esta vez sí, con el beneplácito del párroco, que acababa de pronunciar las palabras mágicas del «yo os declaro marido y mujer», y también se había emocionado, pero disimulaba, para no sentar un precedente incómodo que luego tuviera que repetir sin ganas en otras bodas de otras parejas menos enamoradas, por no hacer diferencias ni dar lugar a comparaciones odiosas.
Salieron entre pétalos y granos de arroz, recibieron mil abrazos y volvieron a entrar al frío interior del templo, para participar, por primera vez en su vida, en un acto público como marido y mujer.
La procesión solemne la encabezaban los de la banda, con sus flautines y sus tambores, luego los danzantes, con sus alpargatas y sus fajines colorados, después los costaleros, detrás los ortigosanos, en pos de la Virgen patrona, la que protege los campos y las familias, la que une parejas y amistades, la que vela sueños y cura enfermedades, la que viene en secreto a atender la vida o a acompañar la muerte, la que da nombre a media población de niñas que se llaman Carmen porque son de Ortigosa.
Todo el mundo bajó en peligroso descenso empinado por las calles empedradas hacia la plaza, hasta llegar al roble que preside el coso, y allí se quedó la Virgen descansando un rato, para que las serranas le llevasen flores, los danzantes le dedicasen sus horas de ensayos, sus juegos de cintas y palos, y sus esperanzas. Después, a hombros otra vez, para la iglesia de San Miguel y la misa grande y luego el vermut en la plaza, con orquesta y pasodoble, hasta la hora de comer.
Después del aperitivo, los novios y sus invitados subieron a pie hasta la huerta del abuelo de Berta, al otro lado de la calle, junto a la vieja casa del telégrafo. La misma huerta desde la que los chavales gamberros de su infancia, probablemente presentes en aquella comida campestre, se escondían para gastarle bromas pesadas a la niña soñadora del paio sombrío.
Se había puesto la mesa para cincuenta personas, alargada y algo ladeada por la inclinación natural del terreno, pero muy bonita, con sus centros de flores silvestres, sus platos de porcelana antigua, sus jarras de vino tinto de La Rioja, bajo una parra inmensa cuajada de racimos nuevos.
Manchego levantó su copa.
—Gracias a todos por venir, por ser testigos del amor de Berta y el mío y por formar parte de nuestra historia. No hubiéramos atrapado a Barbosa sin vuestra ayuda, pero tampoco nos hubiéramos conocido si no es por él. Así que brindo por el Pirata, para que salga de la cárcel hecho un hombre, en el amplio sentido de la palabra, y se le quiten las ganas de maltratar a mujeres,
mecagonlamar
, vaya hijoputa…