Read La forma del agua Online

Authors: Andrea Camilleri

La forma del agua (17 page)

BOOK: La forma del agua
3.24Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Y, sobre la base de esta circunstancia, ¿la señora se formó una opinión?

—Pues sí. Ella parte de la premisa de que si, en el momento de vestirse, su marido se hubiera puesto los calzoncillos del revés, inevitablemente se habría dado cuenta a lo largo del día, pues tenía que ir al lavabo varias veces porque tomaba diuréticos. Por consiguiente, partiendo de esta hipótesis, la señora cree que el ingeniero, sorprendido en una situación cuanto menos embarazosa, se vio obligado a vestirse rápidamente y dirigirse al aprisco. Allí, según ella, lo comprometerían de manera irreparable, por lo menos hasta el extremo de obligarlo a abandonar la política. A este respecto, hay algo más.

—No me oculte ningún detalle.

—Los dos basureros que encontraron el cuerpo, antes de llamar a la policía, hablaron con el abogado Rizzo, pues sabían que éste era el alter ego de Luparello. Pues bien, Rizzo no sólo no se mostró sorprendido, estupefacto, asombrado, preocupado ni alarmado, sino que los instó a denunciar inmediatamente el hecho.

—Y eso usted, ¿cómo lo sabe? ¿Acaso le había intervenido el teléfono? —preguntó aterrorizado el jefe superior.

—No le había intervenido nada. Es la fiel transcripción del breve coloquio hecha por uno de los dos basureros. Lo hizo por motivos que aquí sería prolijo explicar.

—¿Acaso pretendía someterlo a chantaje?

—No, pretendía escribir una obra teatral. Puede creerme, no tenía la menor intención de cometer un delito. Y aquí entramos en el meollo de la cuestión, es decir, Rizzo.

—Espere. Esta noche me había propuesto encontrar la manera de regañarlo. Por esta manía suya de querer complicar las cosas. Usted habrá leído sin duda «Cándido» de Sciascia. ¿Recuerda que el protagonista afirma en determinado momento que cabe la posibilidad de que las cosas sean casi siempre sencillas? Es lo que yo quería recordarle.

—Sí, pero mire, Cándido dice «casi siempre», no siempre. Admite excepciones. Y el de Luparello es un caso en el que las cosas se disponen de manera que parezcan sencillas.

—Y, por el contrario, ¿son complicadas?

—Lo son, y mucho. Hablando de «Cándido», ¿recuerda el subtítulo?

—Claro, «Un sueño siciliano».

—Exacto, pero esto, en cambio, es una especie de pesadilla. Aventuro una hipótesis que difícilmente se podrá confirmar ahora que han asesinado a Rizzo. Bueno, pues a última hora de la tarde del domingo, hacia las siete, el ingeniero llama a su mujer para decirle que regresará muy tarde, pues tiene una reunión política importante. En su lugar, se dirige a una cita amorosa en la casita de Capo Massaria. Me apresuro a decirle que una eventual investigación acerca de la persona que estaba con el ingeniero plantearía muchas dificultades, pues Luparello era ambidiestro.

—Perdone, ¿qué quiere usted decir? Ambidiestro en mi tierra es alguien que utiliza con la misma soltura tanto la extremidad derecha como la izquierda, ya sea la mano o el pie.

—Impropiamente se dice también de alguien que va indistintamente con un hombre o con una mujer.

Ambos hablaban en tono muy serio; parecían dos profesores que estuvieran compilando un nuevo diccionario.

—¡Qué me dice! —exclamó asombrado el jefe superior.

—Me lo ha dado a entender con toda claridad la señora Luparello. Y la señora no tenía ningún interés en decirme una cosa por otra, sobre todo en este tema.

—¿Usted fue a la casita?

—Sí. Todo estaba perfectamente ordenado. Dentro hay cosas que pertenecían al ingeniero, y nada más.

—Siga adelante con su hipótesis.

—Durante el acto sexual, o inmediatamente después, como es probable que ocurriera habida cuenta de los restos de esperma encontrados, Luparello muere. La mujer que está con él...

—Alto —dijo el jefe superior—. ¿Cómo puede decir con tanta seguridad que se trataba de una mujer? Usted mismo acaba de trazarme el horizonte sexual, más bien amplio, del ingeniero.

—Le diré por qué estoy seguro. En cuanto se da cuenta de que su amante ha muerto, la mujer pierde la cabeza, no sabe qué hacer, se trastorna, se altera, incluso se le cae el collar que llevaba, pero no se da cuenta. Después se calma y comprende que lo único que puede hacer es pedir ayuda a Rizzo, la sombra de Luparello. Rizzo le dice que abandone inmediatamente la casa y le aconseja esconder la llave en algún lugar para que él pueda entrar. La tranquiliza, él se encargará de todo, nadie se enterará de la existencia de aquella cita concluida de una forma tan trágica. Más calmada, la mujer abandona la escena.

—¿Cómo que abandona la escena? ¿No fue una mujer la que llevó a Luparello al aprisco?

—Sí y no. Sigo. Rizzo se dirige a toda prisa a Capo Massaria, viste precipitadamente al cadáver, pues tiene intención de sacarlo de allí para que lo encuentren en algún lugar menos comprometedor. Pero, en aquel momento, ve el collar en el suelo y descubre en el interior del armario los vestidos de la mujer que lo ha llamado. Comprende entonces que aquél puede ser su día de suerte.

—¿En qué sentido?

—En el sentido de que está en condiciones de poner a todo el mundo con la espalda contra la pared, tanto a los amigos políticos como a los enemigos, y convertirse en el número uno del partido. La mujer que lo ha llamado es Ingrid Sjostrom, una sueca casada con el hijo del doctor Cardamone, el sucesor natural de Luparello, un hombre que de ninguna manera querrá repartirse nada con Rizzo. Ahora bien, como usted comprenderá, una cosa es una llamada telefónica y otra muy distinta la demostración palpable de que la Sjostrom era la amante de Luparello. Pero hay que hacer algo más. Rizzo comprende que los que se abalanzarán sobre la herencia política de Luparello serán sus camaradas políticos afines a él, por lo que, para poder eliminarlos, ha de colocarlos en la situación de avergonzarse de enarbolar la bandera de Luparello. Es necesario ponerlo de vuelta y media y deshonrar totalmente al ingeniero. Se le ocurre la fabulosa idea de dejarlo en el aprisco. Y, ya que estaba, ¿por qué no hacer creer que la mujer que quiso ir al aprisco con él fue precisamente Ingrid Sjostrom —extranjera, de costumbres en modo alguno monacales—, en busca de sensaciones estimulantes? Si el montaje da resultado, Cardamone estará en sus manos. Telefonea a dos de sus hombres, los cuales sabemos, sin poder demostrarlo, que son los encargados de los trabajos sucios. Uno de ellos se llama Angelo Nicotra, un homosexual más conocido en su ambiente como Marilyn.

—¿Y cómo se las arregló para averiguar incluso su nombre?

—Me lo dijo un confidente que me merece absoluta confianza. Somos amigos, en cierto modo.

—¿Gegè, su antiguo compañero de escuela?

Montabano miró boquiabierto de asombro al jefe superior.

—¿Por qué me mira así? Yo también soy un lince. Siga.

—Cuando llegan los hombres, Rizzo hace que Marilyn se vista de mujer, le ordena que se ponga el collar y le dice que lleve el cadáver al aprisco a través de un camino impracticable, nada menos que el lecho seco de un río.

—¿Qué se proponía con ello?

—Conseguir una nueva prueba contra la Sjostrom, que es una campeona automovilística y puede recorrer ese camino.

—¿Está seguro?

—Sí. Yo estaba en el coche con ella cuando le hice recorrer el lecho del río.

—Dios mío —exclamó el jefe superior en tono quejumbroso—. ¿La obligó a hacerlo?

—¡De ninguna manera! Ella estaba totalmente de acuerdo.

—¿Me quiere decir a cuántas personas ha utilizado? ¿Se da cuenta de que está jugando con un material explosivo?

—Todo se reduce a una pompa de jabón, no se preocupe. Mientras los dos se van con el muerto, Rizzo, que ha cogido las llaves de Luparello, regresa a Montelusa y se apodera sin ninguna dificultad de los documentos reservados del ingeniero que más le interesan. Mientras tanto, Marilyn cumple a la perfección lo que se le ha mandado: baja del coche tras haber simulado el acto sexual, se aleja y, a la altura de una vieja fábrica abandonada, esconde el collar junto a un matorral y arroja el bolso al otro lado del muro.

—¿A qué bolso se refiere?

—Pertenece a la Sjostrom, lleva incluso sus iniciales. Lo encontró casualmente en la casita, y pensó que podría serie útil.

—Explíqueme cómo ha llegado a estas conclusiones.

—Mire, Rizzo ha estado jugando con una carta descubierta, el collar, y con otra cubierta, el bolso. El hallazgo del collar, cualquiera que sea la forma en que se produzca, demuestra que Ingrid estaba en el aprisco en el mismo momento en que moría Luparello. Si, por casualidad, alguien se guarda el collar en el bolsillo y no dice nada, él podrá seguir jugando la carta del bolso. Pero, desde su punto de vista, tuvo suerte, pues el collar fue encontrado por uno de los dos basureros, que me lo entregó. Él justifica el hallazgo con una excusa que en el fondo es plausible, pero entretanto ha conseguido establecer el triángulo Sjostrom-Luparello-aprisco. Sin embargo, resulta que el bolso lo encontré yo sobre la base de la discrepancia entre dos testimonios: el que sostenía que la mujer, cuando bajó del automóvil del ingeniero, llevaba en la mano un bolso que ya no tenía —como mantiene el otro— cuando subió al coche que la recogió en la carretera provincial. Resumiendo, los dos hombres regresan a la casita, lo ordenan todo y le devuelven las llaves. Con las primeras luces del alba, Rizzo llama a Cardamone y empieza a jugar bien sus cartas.

—Sí, desde luego, pero también empieza a jugarse la vida.

—Ésa ya es otra cuestión, en caso de que lo sea —dijo Montalbano.

El jefe superior lo miró, alarmado.

—¿Qué quiere decir? ¿Qué demonios está pensando?

—Simplemente que, de toda esta historia, el único que sale bien librado es Cardamone. ¿No le parece que el asesinato de Rizzo ha sido para él absolutamente providencial?

El jefe superior reaccionó de inmediato, y no se supo si hablaba en serio o en broma.

—¡Mire, Montalbano, no me venga con ideas geniales! ¡Deje en paz a Cardamone, que es un caballero incapaz de matar una mosca!

—Era sólo una broma, señor jefe superior. Si me está permitido preguntarlo, ¿qué novedades ha habido en la investigación?

—¿Qué novedades quiere usted que haya? Usted ya sabe la clase de hombre que era Rizzo, de diez personas que conocía, honradas o no, ocho entre las honradas y las que no deseaban su muerte. Una jungla, un bosque de posibles asesinos directos o indirectos, querido amigo. Le diré que su historia resulta en cierto modo verosímil sólo para quienes saben de qué pasta estaba hecho el abogado Rizzo. —Tomó un vasito de licor amargo y se lo bebió a pequeños sorbos—. Usted me fascina. El suyo es un elevado ejercicio de inteligencia. A veces me parece usted un equilibrista que se mueve en la cuerda floja y sin red de protección. Porque, hablando con toda franqueza, bajo su razonamiento no hay más que el vacío. No tiene ninguna prueba de lo que me ha dicho, todo podría interpretarse de otra manera, y un buen abogado sabría desmontar sin demasiado esfuerzo sus deducciones.

—Lo sé.

—¿Qué piensa hacer?

—Mañana por la mañana le diré a Lo Bianco que, si quiere archivarlo, no hay ningún inconveniente.

Dieciséis

—¿Montalbano? Soy Mimi Augello. ¿Te he desper­tado? Perdóname, pero es para tranquilizarte. He regresado a la base. Tú, ¿cuándo sales?

—Cojo el avión en Palermo a las tres, lo que quiere decir que tendré que salir de Vigàta sobre las doce y media, inmediatamente después de comer.

—Pues entonces ya no nos veremos, porque pensaba ir al despacho un poco más tarde. ¿Hay alguna novedad?

—Te las contará Fazio.

—¿Cuantos días piensas estar fuera?

—Hasta el jueves inclusive.

—Pásalo bien y descansa. Fazio tiene tu número de Génova, ¿verdad? Si hay algo gordo, te llamo.

El subcomisario Mimi Augello había regresado puntualmente de sus vacaciones, y él podía irse tranquilo, pues Augello era muy competente. Llamó a Livia para decirle la hora de llegada y, ésta, rebosante de felicidad, le dijo que iría a recibirlo al aeropuerto.

* * *

Al llegar al despacho, Fazio le comunicó que los obreros de la fábrica de sal, todos ellos en situación de movilidad laboral —piadoso eufemismo para decir que habían sido despedidos—, habían ocupado la estación. Sus mujeres, tendidas sobre las vías, impedían el paso de los trenes. Los carabineros ya se habían desplazado al lugar. ¿Tendrían que ir ellos también?

—¿Para qué?

—Pues no sé, para echar una mano.

—¿A quién?

—¿Cómo a quién,
dotto
? A los carabineros, a las fuerzas del orden, que, además, somos nosotros, hasta que no se demuestre lo contrario.

—Si de veras se te ocurre echar una mano a alguien, échasela a los que han ocupado la estación.


Dotto
, siempre lo he pensado: usted es comunista.

—¡Comisario? Soy Stefano Luparello. Perdone. ¿Ha ido a verle mi primo Giorgio?

—No, no sé nada de él.

—En casa estamos muy preocupados. En cuanto se ha recuperado del sedante, ha salido y ha vuelto a desaparecer. Mamá quisiera su opinión. ¿Cree usted que deberíamos ir a Jefatura para que se ordene su búsqueda?

—No. Dígale a su madre que no me parece oportuno. Giorgio volverá a aparecer, dígale que esté tranquila.

—De todos modos, si tuviera alguna noticia, le ruego que nos lo haga saber.

—Será muy difícil, ingeniero, porque estoy a punto de irme unos días de vacaciones. Regreso el viernes.

Los primeros días junto a Livia, en su chalet de Boccadasse, le hicieron olvidar casi por completo Sicilia, gracias a los profundos y reparadores sueños de que disfrutó, abrazado a Livia. Casi, pero no del todo, pues dos o tres veces el olor, el habla y las cosas de su tierra lo sorprendieron a traición, lo levantaron ingrávidamente en el aire y lo devolvieron durante unos cuantos segundos a Vigàta. Y estaba seguro de que cada vez Livia se había dado cuenta de aquellas ausencias, y se lo había quedado mirando sin decir nada.

La noche del jueves, recibió una llamada de Fazio absolutamente inesperada.

—Nada importante,
dottore
, era sólo para oír su voz y confirmar su regreso de mañana.

Montalbano sabía que las relaciones del sargento con Augello no eran muy fáciles.

—¿Necesitas que te consuele? ¿Acaso el malvado de Augello te ha zurrado en el trasero?

—Nunca le parece bien lo que hago.

BOOK: La forma del agua
3.24Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Evocation by William Vitelli
A Secret Gift by Ted Gup
We Could Be Amazing by Tressie Lockwood
The Intimidators by Donald Hamilton
Gun Control in the Third Reich by Stephen P. Halbrook
Swordsmen of Gor by John Norman
Being Hartley by Rushby, Allison