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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Historia

La formación de Francia (21 page)

BOOK: La formación de Francia
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7. La decadencia

La captura del Rey

Felipe VI murió el 2 de agosto de 1350, pero no de la peste. A veces se lo llama en la historia «Felipe el Afortunado», nombre que se le da porque no habría sido rey de no ser el hecho afortunado (para él) de que tres hermanos murieron sucesivamente sin dejar vástagos varones. Pero es un apodo notablemente inapropiado, pues su reinado fue marcado por infortunios sin par. Sin embargo, en un aspecto amplió a Francia. Una parte del territorio situado sobre la orilla oriental del río Ródano, con capital en Vienne, estaba gobernada por Humberto II. Era llamado el Delfín porque, se decía, un delfín había figurado en el escudo de armas de un antepasado suyo del siglo XII. La región que gobernaba era llamada el «Delfinado».

Humberto II gastó tanto dinero en guerras y otras extravagancias que se vio reducido a la bancarrota, y, en 1349, vendió su título y su tierra a Francia. El rey Felipe cedió el título y la tierra a su hijo mayor, Juan, y cuando Juan se convirtió en rey, a su vez transfirió el título y la tierra a su hijo mayor. Esto se convirtió en una duradera costumbre y, en los cuatro siglos y medio siguientes, el hijo mayor (o el nieto mayor, si los hijos habían muerto) de un monarca reinante de Francia fue llamado «el Delfín».

Cuando Juan II subió al trono, halló a Francia en la confusión. La peste había pasado y dejado a Francia en ruinas, pero ahora que los hombres habían dejado de morir, reapareció el problema de la guerra con Inglaterra (prácticamente suspendida durante la peste negra).

Nunca desde la época de Hugo Capeto el prestigio de la dinastía Capeta había caído tan bajo. El mero hecho de que Eduardo III pretendiera durante años ser el rey de Francia y de que esta pretensión no fuese sofocada hacía concebible que otros pretendiesen también tener derecho al trono.

Por ejemplo, si se hubiese permitido a las mujeres trasmitir la herencia real, entonces, tal derecho nunca habría llegado a Isabel, la madre de Eduardo III. En cambio, cuando Luis X y su hijo de corta vida Juan I murieron, el trono habría pasado, por su hija Juana, al hijo de ésta, Carlos.

De hecho, Juana fue reina de Navarra, un pequeño reino del norte de España, a horcajadas sobre el extremo occidental de los Pirineos, cuyo extremo septentrional estaba en lo que es ahora el extremo suroccidental de Francia. Su historia primitiva comienza con la de otros pequeños reinos de la España medieval, pero, en 1235, un noble francés subió a su trono y desde entonces se había convertido en un infantazgo francés.

El hijo de Juana, Carlos II de Navarra, tenía dieciocho años de edad cuando Juan II se convirtió en rey de Francia. Carlos era un joven inescrupuloso que intrigaba, se aliaba con cualquiera y hacía todo lo posible por promover sus ambiciones. Es conocido en la historia como «Carlos el Malo», apodo que se le dio cuando sofocó una revuelta en sus territorios con innecesaria crueldad.

Carlos, como nieto de Luis X y bisnieto de Felipe IV, tenía clara conciencia de que si Eduardo III podía realmente imponer su alegación de que las mujeres estaban capacitadas para trasmitir la realeza a Francia, entonces él, Carlos el Malo, era el legítimo rey de Francia.

Juan II, tan consciente de esto como el mismo Carlos, trató de mantener tranquilo al joven otorgándole la mano de su hija en matrimonio. Pero esto no sirvió para nada. Con el rey como suegro, Carlos no hizo más que proclamar sus derechos con mayor sonoridad aún, y empezó por reclamar ciertas tierras que habían pertenecido a su madre. Juan había otorgado esas tierras a un nuevo condestable (como era llamado el comandante en jefe del ejército francés) que había designado. Por ello, Carlos el Malo hizo asesinar al condestable y empezó a negociar con el inglés.

Juan trató primero de contrarrestar esto sobornando a Carlos con tierras en Normandía. Cuando se vio que esto no servía para nada y Carlos siguió conspirando con los ingleses (con miras más elevadas), Juan tuvo que arriesgarse a tomar medidas ante el creciente número de nobles franceses que se pasaban al bando de Carlos y arrestó al perturbador, en abril de 1356. El hermano menor de Carlos, Felipe, defendió los intereses de Navarra y siguió alineándose con Inglaterra contra Francia.

Fue la primera vez, en el curso de la disputa por la sucesión, que los ingleses tenían la oportunidad de aprovechar el descontento entre los mismos Capetos, poniendo a unos contra otros. La alianza anglo-navarra, aunque ya bastante peligrosa para Francia, era sólo un oscuro presagio de las cosas que ocurrirían.

Mientras tanto, Juan II trató de apaciguar al pueblo. Los Estados Generales se reunieron en 1355 y hubo una furiosa oposición a los impuestos en constante aumento. Por una vez, surgió una enérgica figura no perteneciente a la aristocracia que condujo la lucha por la reforma fiscal. Era Etienne Marcel, un comerciante en paños que era el hombre más rico de París y representante reconocido de la clase media. No sólo exigió que los impuestos fuesen establecidos por los Estados Generales, y no por el rey, sino también que se permitiese a los Estados Generales supervisar su recaudación. Creó una gorra roja y azul para que llevasen sus adeptos y habló de la «voluntad del pueblo». Fue un revolucionario francés nacido cuatro siglos antes de tiempo.

Lo que hacía más seria a esta revuelta de la clase media era que Carlos el Malo había ganado apoyo en ella por una ostentosa actitud contra los impuestos, de modo que, cuando fue arrestado, muchos estaban convencidos de que era a causa de sus simpatías por el pueblo.

Si Marcel hubiese podido imponer sus exigencias, si los Estados Generales realmente hubiesen asumido el control del poder de crear impuestos, entonces Francia habría seguido el mismo camino hacia el gobierno representativo que Inglaterra.

Desgraciadamente, la clase media sólo era realmente poderosa en París. En las provincias, el conservadurismo seguía siendo fuerte, y había hostilidad hacia París como semillero de radicalismo. Por ello, Marcel nunca pudo contar con un amplio apoyo nacional. Además, el caos del país y la constante amenaza de los ingleses favorecían el autoritarismo. No podían ignorarse las necesidades de la guerra, y la presión tendiente a las reformas debía ser suprimida.

El centro de la amenaza inglesa estaba ahora en el sudoeste. Allí, el Príncipe Negro, que ya no era un muchacho sino un ardoroso guerrero de veinticinco años, había desembarcado en septiembre de 1355 y efectuado audaces incursiones tierra adentro con fuerzas relativamente pequeñas. No estaba interesado en las batallas, realmente, sino sólo en el botín.

Más tarde, Juan II (que había pasado el tiempo tratando de recuperar el control sobre los castillos normandos que poseían Carlos el Malo y su partido) decidió enfrentarse con el Príncipe Negro directamente.

Quizá deseaba librar una batalla, pues Juan II era un hombre quijotescamente caballeresco. Aunque era casi tan deshonesto y confabulador como Carlos el Malo en cuanto concernía a la política y al trato de sus súbditos, tenía una elevada opinión de cómo debía comportarse con los caballeros. Pese a las lecciones de Courtrai y Crécy, aún creía en la teoría de la guerra que la consideraba como una serie de torneos. Por eso, era llamado «Juan el Bueno», donde «bueno» no significaba particularmente «virtuoso», sino solamente un hombre que vivía de acuerdo con las reglas de la caballería.

Juan el Bueno era mucho peor para Francia en ese momento que Carlos el Malo.

Juan condujo hacia el sudoeste a su gran ejército feudal, que ascendía a 40.000 hombres, para cortar el camino a las partidas considerablemente menores (quizá 12.000, en total) que hacían correrías, conducidas por el Príncipe Negro. El ejército de éste, formado en su mayoría por franceses de Guienne, pero que incluía de tres a cuatro mil arqueros ingleses de arcos largos, estaba cargado de botín y hubiera preferido volver seguramente y sin combatir.

Pero eso no podía ser. El ejército de Juan, avanzando rápidamente, alcanzó a la que parecía ser su presa el 17 de septiembre de 1356, exactamente diez años después de la batalla de Crécy.

El encuentro tuvo lugar en la Francia central meridional, a unos once kilómetros al sudeste de la ciudad de Poitiers y a unos 280 kilómetros al sudoeste de París. Los ingleses se alinearon en una colina con suficiente vegetación para ocultarlos y protegerlos. Los temidos arqueros de largos arcos fueron distribuidos de modo de custodiar todos los accesos.

Juan II se aproximó a la colina a la cabeza de su muchedumbre feudal. Lo que hubiese hecho cualquiera que tuviese un poco de inteligencia habría sido rodear la colina y esperar. Un par de días después, los ingleses habrían tenido que bajar y luchar en desventaja o permanecer allí y verse obligados a rendirse por hambre. Pero esto no cuadraba al caballeresco Juan, para quien la única manera decente de luchar era cargar directamente al son de las trompetas. Tampoco había aprendido la lección de Crécy de que no era posible sencillamente atacar a miles de arqueros de arcos largos a menos que se pudiese neutralizarlos o abrumarlos de algún modo. En cambio, tenía la borrosa idea de que la batalla de Crécy había demostrado que era mejor combatir a pie que a caballo, de modo que hizo desmontar a sus caballeros y los lanzó hacia adelante.

Un caballero con su armadura completa que trata de avanzar a pie es torpe y desmañado, pues sacrifica la limitada movilidad que le da el caballo, con la única ventaja de ser un blanco menor que el hombre y el caballo juntos. Los caballeros avanzaron penosamente y fueron un buen blanco para los arqueros. Fue una repetición de Crécy, pero algunos de los caballeros lograron llegar hasta la línea del Príncipe Negro.

Pese a la matanza, los franceses finalmente podían haber vencido a las fuerzas del Príncipe Negro, a las que superaban enormemente en número, si hubiesen lanzado otro ataque. Pero en el momento más crítico las fuerzas francesas se retiraron presas del pánico, y el Príncipe Negro hizo contraatacar a sus hombres.

Para ser justos con Juan, hay que decir que combatió como un demonio. A su lado estaba Felipe, el menor de sus cuatro hijos, de sólo catorce años en ese momento. Mientras su padre blandía su hacha de armas, Felipe actuó como guardia contra el enemigo, que ahora se apiñaba a su alrededor, gritando: «Mira a la derecha, padre; ahora a la izquierda.» Como resultado de esto, el muchacho fue llamado «Felipe el Audaz» por el resto de su vida.

Finalmente, 2.500 caballeros franceses cayeron muertos y otros 2.500 fueron capturados, peor que en Crécy. También para los ingleses fue peor, pues las pérdidas del Príncipe Negro ascendieron a 2.000, entre muertos y heridos.

Esta nueva batalla confirmó la creencia, por ambas partes, en el carácter invencible de los ingleses. Lo peor, en lo concerniente al prestigio y el orgullo franceses, fue el destino del rey Juan. Si Juan hubiese sido muerto, habría sido mejor, en realidad, pues el Delfín, Carlos, que era mucho más capaz que su padre, sencillamente habría sido el nuevo rey. Pero Juan fue hecho prisionero (y su hijo Felipe con él).

Para el mismo rey Juan, esto no fue una calamidad. El Príncipe Negro se tomó la molestia de tratarlo como a un rey, aunque según la posición oficial inglesa era sencillamente Juan de Valois y un usurpador. El Príncipe Negro hizo esto por dos razones. Por un lado, era mucho más mérito para él haber capturado a un rey de Francia que a un conde de Valois. Por otro lado, tener al rey en cautiverio socavaría la moral francesa, de modo que era importante hacer ver a los franceses, de todos los modos posibles, que Juan era realmente un rey cautivo.

Por ello, Juan fue tratado con consideraciones regias. Fue llevado primero a Burdeos y luego a Inglaterra, donde llevó una vida fácil y despreocupada. Los otros miembros de la aristocracia francesa que fueron capturados recibieron un trato análogamente cortés y «caballeresco». ¿Qué era para ellos una batalla perdida?

El Príncipe Negro se portó en este aspecto como modelo de figura caballeresca, pero sólo con los caballeros. Las órdenes inferiores y el campesinado, que no habían provocado la guerra y habían luchado sólo porque habían sido obligados por sus amos, fueron tratados con la mayor barbarie. El Príncipe Negro, que se arrodillaba ante su real cautivo, también ordenó la matanza de prisioneros desarmados, siempre que no fuesen nobles.

Sin duda, los caballeros cautivos tuvieron que pagar enormes rescates por su libertad, pero esos rescates eran arrancados a los campesinos y los habitantes urbanos a los que dominaban.

Naturalmente, el mayor rescate fue exigido a Juan, y el Reino de Francia, gimiendo bajo sus caóticas conmociones, tuvo que desangrarse para pagar el rescate de su despreocupado rey, que vivía lujosamente en Inglaterra después de una batalla perdida por su estupidez.

El juicioso Delfín

Francia se caía a pedazos. Al Delfín de dieciocho años, que ahora gobernaba como regente en lugar de su padre cautivo, nada parecía salirle bien. Había estado en la batalla de Poitiers, pero, junto con dos de sus hermanos, había huido del campo de batalla (probablemente por orden de su padre, quien no quería que fuese capturada toda la familia real). Esto le ganó reputación de cobarde y desertor, y su figura menuda y su constitución enfermiza no le daban, por cierto, apariencia de guerrero.

Peor aún, volvió a París, que ya estaba harto de su inepta nobleza. Los Estados Generales, que habían tratado de imponer la reforma fiscal a Juan II el año anterior y habían sido doblegados por las necesidades de la guerra, no estaban dispuestos a esperar más. Nada podía ser peor que las desastrosas batallas libradas por la estúpida nobleza.

Así, París se halló prácticamente en manos de la clase media, y Etienne Marcel, el líder de los comerciantes, tenía mucho más poder —al menos en París— que el Delfín. Marcel fortificó y armó a la capital y la puso en condiciones de resistir un asedio. Presionó vigorosamente al Delfín para que introdujese reformas, despidiese a los viejos concejales que habían traído el desastre, diese nuevos poderes a las clase media y estableciese nuevos sistemas de impuestos.

El Delfín, que era un joven astuto, comprendió lo deseable de la reforma, pero tampoco quería ponerse en las manos del autoritario Marcel. Hizo todo lo que pudo para contemporizar, mientras desde su lejano cautiverio en Inglaterra el rey Juan robaba tiempo a su alegre vida social para enviar proclamas prohibiendo reunirse a los Estados Generales y declarando sin valor todo lo que decidieran.

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