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Authors: I. Biggi

Tags: #Intriga, #Policíaco

La fórmula Stradivarius (15 page)

BOOK: La fórmula Stradivarius
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El viejo nazi había confirmado lo que ya sabía: los muchachos estaban preparados. Ya sólo faltaba terminar de reunir los instrumentos.

—Hermann, llévame a casa —dijo Pawlak una vez que se hubo acomodado en el asiento trasero del Mercedes. Se encontraba fatigado y nada más acabar el concierto se había levantado para felicitar a los niños. Luego se apresuró hacia la salida, ignorando la palabrería del director, que lo siguió hasta la entrada.

Impasible, el rubio guardaespaldas puso en marcha el Mercedes y salió a la carretera. No tardaron demasiado en llegar a la mansión blindada donde vivía Pawlak.

De todos los empleados de la casa, sólo Hans y Hermann eran alemanes. El primero llevaba muchos años a su servicio. Hermann, sin embargo, solamente tres, pero su lealtad y eficacia estaban fuera de toda duda. Había llegado recomendado por la desconocida hermandad que también le facilitaba a Pawlak los ingresos necesarios para mantener aquel nivel de vida.

Mientras Pawlak descansaba en un sofá de la sala de abajo, Hermann revisaba la mansión desde la sala de cámaras que grababan todos los movimientos tanto del interior de la casa como del exterior. Examinaba de forma aleatoria fragmentos de grabación del tiempo que había permanecido ausente.

El rubio guardaespaldas era capaz de un solo vistazo de encontrar cualquier nimia anomalía. El desafortunado responsable debía dar cuenta de manera inmediata de ella. Si el alemán consideraba que se trataba de una negligencia, el empleado era despedido en el acto. Si no, una bronca con afiladas expresiones germánicas convencía al sirviente de que sería mejor estar más atento en lo sucesivo.

Hans dejó sobre una mesita baja una bandeja de plata que contenía un platillo con la medicación del anciano y un vaso de agua, y se alejó en silencio, sin enturbiar la ensoñación de su señor.

Con los ojos cerrados y la cabeza apoyada en el respaldo del sofá, Pawlak pensaba en los tres instrumentos que aún le faltaban.

JUDÁ (
ALABANZA
)

La música constituye una revelación más elevada que ninguna filosofía
.

Ludwig van Beethoven

N
ada, inspector —dijo el subinspector Ponte, dejando caer sobre la mesa un dossier grapado, donde estaba la comparecencia del gerente de la empresa de alarmas que había renovado el sistema de seguridad en la mansión del armador griego—. El pobre hombre está acojonado, con perdón de la expresión. Al parecer el pasante, ese tal Robert Aldrich, hombre para todo al servicio de Tsaldharis, había contratado los servicios de la empresa de alarmas hacía dos meses. El viejo desconfiaba de la anterior, según dijo el pasante, sin motivo y quería cambiar. No se reparó en gastos. A pesar de que el gerente de la empresa insistió en hacer un presupuesto previo, el pasante lo único que deseaba saber era cuándo empezaría la instalación, cuánto iban a tardar y la fiabilidad del sistema. El gerente sacó la conclusión de que, a ojos del pasante, el cambio de sistema de seguridad era innecesario, tan sólo un capricho del viejo.

—¿Y qué dice del sistema instalado? —preguntó Herrero—. ¿Es normal que fuese tan fácilmente burlado?

—Jura y perjura que es lo mejor que hay actualmente en el mercado. La mansión está rodeada por un muro de piedra de tres metros de altura. Separada del muro, a dos metros de éste, se levanta una alambrada medio metro más alta que la tapia, rematada con alambre de espino. El pasillo entre la alambrada y el muro se mantiene perfectamente limpio de maleza y suciedad, y está permanentemente vigilado por un circuito cerrado de televisión. Las cámaras tienen visión nocturna y las imágenes llegan a una oficina de la empresa. Además, cuentan con sensores de movimiento, lo mismo que la propia alambrada. Basta que un objeto del tamaño de un gato se mueva en el pasillo interno o toque la alambrada para que se dispare la alarma en la centralita.

—Vamos, que el asesino entró por la puerta principal.

—Eso o volando —repuso Ponte restregándose los fatigados ojos—. El único acceso al recinto es por la verja de entrada por la que accedimos cuando la visitamos. Tiene un interfono y la apertura es remota, desde la casa. Tras ésta, si recuerda, hay un segundo portalón de hierro. Si alguien tratara de derribarlo, necesitaría poco menos que un tanque. También tiene cámaras.

—Estupendo.

—¿Verdad? Pues no es todo. La casa está rodeada por un haz de infrarrojos a diferentes alturas y cruzados. Para sortearlos, además de unas gafas especiales, hay que ser Catherine Zeta Jones, como en la película esa con Sean Connery.

—Me temo que no la he visto —dijo Herrero, encogiéndose de hombros.

—No se ha perdido nada. La casa, por dentro, lo que todas: detectores de movimiento, infrarrojos en los accesos, detectores de cambios de temperatura, ventanas con cristales a prueba de balas, puertas blindadas, detectores de cambio de presión y algunas virguerías más que ahora no recuerdo —dijo el subinspector para terminar.

—¿Y todo eso funciona?

—Según el gerente, a la perfección. Dos veces al día se hace una simulación desde la central, no me pregunte cómo porque no he logrado entenderlo, y una vez cada quince días se revisa
in situ
. La última revisión fue cuatro días antes del crimen y todo parecía funcionar correctamente.

—¿Quién efectuó la revisión? —preguntó Herrero—. ¿El desaparecido técnico de alarmas?

—Así es, pero debe de ser lo normal. El sistema lo monta un equipo y las revisiones las hace un miembro del mismo acompañado por un supervisor que garantiza que el montador no modifica el sistema. Ya sabe, para evitar tentaciones a los empleados.

—Pues parece que no ha dado muy buen resultado esa precaución.

—Cierto. Cuéllar ha tomado la comparecencia del supervisor que acompañó a San Gil, el técnico desaparecido. Está deseoso de colaborar. Creo que su empleo cuelga de un hilo. Afirma que en la revisión siguió todas las rutinas y que en ningún momento se separó de San Gil. Cuéllar cree que el supervisor dice la verdad.

—¿Qué dicen del técnico?

—Trabajaba bien y no se quejaba, lo cual, viendo las horas que metía y el sueldo que cobraba, es bastante decir. El gerente pidió los antecedentes, pero como la ficha es muy antigua, la tiene en blanco. Nunca antes había dado problemas ni faltado al trabajo. Callado, solitario. No han podido añadir ningún dato más. Tampoco los padres de San Gil, a los que hemos entrevistado, aportan nada. No saben de su hijo desde hace tres años.

—Repasemos —dijo Herrero cerrando los ojos y echando peligrosamente el cuerpo hacia atrás en la silla—. Tenemos dos cadáveres en una mansión aparentemente invulnerable en la que, en teoría, no había nadie más. Las medidas de seguridad no parecen haber sido violadas. Por otro lado tenemos un técnico en alarmas, con antecedentes por pequeñas faltas, que colaboró en la instalación y revisión del sistema de seguridad y permanece desaparecido desde la víspera del doble crimen. —El inspector hizo una pequeña pausa antes de preguntar sin abrir los ojos—: ¿Cree posible que ambas cosas no tengan relación?

—Difícilmente —respondió Ponte—. A menos que alguien permaneciera en el interior de la mansión cuando se marcharon los empleados del servicio y la abandonara al día siguiente, aprovechando el revuelo, el asesino ha necesitado de la colaboración de alguien que conociera a la perfección el sistema de seguridad y que le franqueara la entrada.

—Estoy de acuerdo. Ocúpese de encontrar a ese tal San Gil. Llévese a Ramos. Alonso y Cuéllar seguirán con el resto de la investigación y las entrevistas. Estévez y Aldaya los ayudarán y se ocuparán de atender a la gente que llame.

—No creo que a Estévez le haga mucha ilusión atender a los pirados —se aventuró Ponte a insinuar.

—A mí tampoco el tenerlo cerca, pero ¡qué le vamos a hacer! Si no está conforme, que vuelva a coger la baja o se vaya a otra comisaría.

El subinspector Ponte se alejó de la mesa de Herrero para impartir las órdenes recibidas. Sentado en su silla de plástico amarilla el inspector volvió a echar un vistazo a la autopsia del griego:
Colapso multifuncional por agonía extrema
… El pobre hombre había pasado por un infierno.

Herrero descartaba la venganza: nadie en su sano juicio era capaz de cometer aquella carnicería por grande que fuese la ofensa. No se habían llevado ni revuelto nada. Cada vez estaba más convencido de que el asesino buscaba algo concreto. Algo a lo que no tenía acceso o no sabía dónde se ocultaba. Y de que la violencia sobre el griego había sido usada para sonsacarlo.

El inspector jefe dejó sobre la mesa las enormes tijeras con las que cortaba triángulos de papel y se frotó la nuca. Al fondo de la oficina, el subinspector Estévez hacía aspavientos y le lanzaba miradas asesinas que a Herrero le resbalaban.

—Cuéllar, ¿le importaría ir un poco más despacio? —preguntó el inspector jefe Herrero, aferrado al asidero situado en el techo del vehículo camuflado—. No creo que el cadáver se vaya a escapar.

En realidad, el agente Cuéllar circulaba a la misma velocidad que el resto de los ocupantes de la vía a pesar de llevar encendidos los distintivos magnéticos destellantes que les daban prioridad. Pero, acostumbrado a las manías de su jefe, prefirió no decir nada y continuar un poco más lento.

Hacía dos horas que Herrero había ordenado al subinspector Ponte que se ocupara personalmente de encontrar al técnico en alarmas y ahora compartían plaza en un Renault
Laguna
blanco sin distintivos policiales junto a Cuéllar y Ramos.

En tan breve plazo de tiempo, como sucedía a menudo, los acontecimientos se habían precipitado. Primero al aparecer, tras penosas investigaciones, un familiar y heredero del viejo griego asesinado.

El hecho de que el sobrino del armador Nikolaos Tsaldharis tuviese nacionalidad suiza y, aparentemente, no hubiese tenido contacto antes con su rico pariente, no había facilitado la labor de la brigada de homicidios para solicitarle una entrevista. La suspicaz y poco colaboradora policía helvética, muy celosa en todo lo concerniente a sus conciudadanos, había precisado de muchas explicaciones antes de facilitar su cooperación.

El comisario, ávido de noticias, no se había mostrado muy satisfecho cuando Herrero se había presentado en su despacho para contarle las novedades y pedir su intervención ante la embajada suiza.

—¿Cree necesario hacer venir a ese hombre? —había preguntado el comisario, Eusebio Martín—. Al fin y al cabo usted mismo dice que no conocía la existencia de su tío, cosa que lo descarta como sospechoso. ¿En qué podría ayudarnos?

—Eso mismo debió de objetar el tal Dreifuss, según dice la policía suiza —contestó pacientemente Herrero—, lo que no quiere decir que sea cierto, como puede imaginar.

—No me venga con ésas. Se está pasando con sus impertinencias y me está cansando. El doctor Dreifuss es una eminencia. ¿Qué interés podría tener en mentir y negar que conociera a su tío?

—Bueno —repuso Herrero alzándose de hombros y sin inmutarse por las veladas amenazas—, yo diría que la herencia que va a recibir, descontando por supuesto lo que se quede Hacienda y los gastos de papeleo, es una buena razón para jurar no tener ni idea de estar emparentado con un millonario.

—¿Y por qué no habría de reconocer que sabía de su existencia y que, simplemente, no tenía trato con él? Nos resultaría muy difícil implicarlo en el crimen. Además, si nos está mintiendo y realmente se conocían, podríamos llegar a averiguarlo y en ese caso pasaría a ser el principal sospechoso.

—Quizá haya pensado que, en su calidad de eminencia y por su nacionalidad, no lo molestaríamos si aseguraba no tener noticias de la existencia de un lío rico…


Como yo estaba sugiriendo
, iba usted a añadir. ¿Me equivoco? —retrucó el comisario visiblemente incómodo.

La conversación había durado unos minutos más, durante los que el comisario había tratado de alterar la flema del inspector jefe amenazándolo sutilmente con cambiarlo de brigada. El problema era que a Herrero le daba igual y que ambos sabían que el comisario no tenía dónde elegir para sustituirle.

Cuéllar detuvo el coche camuflado delante de la barrera que los agentes uniformados trataban de mantener. Varios aburridos y morbosos paseantes trataban de atisbar entre los cuerpos de los policías inclinados sobre la hierba. Algunos preguntaban sobre el motivo de aquella actuación y, ante la negativa de los agentes a facilitar cualquier explicación, llegaban a exigir, como ciudadanos contribuyentes, información fidedigna.

A esa hora de la mañana los paseantes eran numerosos. Había salido un día despejado aunque frío y los madrileños que no debían acudir a sus puestos de trabajo disfrutaban de un buen paseo por el parque del Retiro.

—Pase, inspector —dijo uno de los agentes uniformados que mantenían la barrera y, a duras penas, la paciencia con los ciudadanos contribuyentes.

—Gracias —repuso Herrero—. ¿Sería posible aumentar el perímetro de seguridad? Si no tienen suficientes efectivos, solicítenlos. Creo que con colocar la barrera en aquella esquina será suficiente.

El agente, haciendo uso de su radiotransmisor, llamó a su superior, comunicándole las órdenes del inspector. Enseguida, varios de los agentes que se encontraban curioseando se sumaron a la barrera y ésta fue trasladada a donde Herrero había indicado, de manera que, a pesar de las protestas de los curiosos, la diversión se les acabó, ya que desde la nueva posición no se podía ver nada.

—Vaya, Dos Anjos. Me alegra verlo de nuevo. Qué casualidad que le haya tocado este caso —saludó satisfecho Herrero al inspector de la policía científica.

—Yo también me alegro de verlo —contestó éste, levantando la mirada de la carpeta donde tomaba notas, al lado de un cuerpo tirado sobre la hierba—, pero no es casualidad. No me tocaba a mí, pero me avisaron de quién podía ser la víctima e insistí en hacerme cargo. Me pareció que a usted le gustaría.

—Y no se ha equivocado, créame. Veamos, ¿qué tenemos?

—Sobre las diez de la mañana —explicó Dos Anjos—, un hombre que paseaba su perro tuvo que meterse entre estos arbustos porque el animal no atendía a sus llamadas. Lo que había atraído la atención del animal era esto. —Señaló con el bolígrafo el cadáver—. Se trata de un varón de unos treinta y pocos, de raza blanca, metro setenta y cinco y unos setenta kilos de peso.

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