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Authors: I. Biggi

Tags: #Intriga, #Policíaco

La fórmula Stradivarius (12 page)

BOOK: La fórmula Stradivarius
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Estaba convencido de que la espera a la que lo estaban sometiendo en parte era por venganza y en parte para ponerlo nervioso antes de la toma de declaración.

Tratando de serenarse, prometiéndose que ya ajustaría cuentas con aquellos indeseables, cogió una revista en la que con complicados gráficos se daba cuenta de la importantísima labor ejercida por la policía en la ciudad. Estadísticas sobre denuncias por infracciones de tráfico se mezclaban con otras de alcoholemias. Memorias acerca de los delitos cometidos contra la propiedad que, de creer lo reflejado en aquellos esquemas coloreados, eran solventados en una proporción milagrosa.

«A ver si sois capaces de coger a los hijos de puta que me han destrozado la casa», pensó sin acordarse para nada de la desdichada empleada del hogar que había perdido la vida.

—¿Señor Dreifuss? —le dijo la policía señalándole con un gesto una puerta—. Ya puede pasar. Lo están esperando.

—¿Doctor Dreifuss? —preguntó esta vez un tipo nervioso, sentado frente a la pantalla de un ordenador—. Soy el instructor Thévenet. Lamento que haya tenido que esperar, pero hoy andamos un poco saturados de trabajo.

«Seguro que lo lamentas», pensó Dreifuss mientras simulaba no ver la mano que le tendía.

Sin hacer caso de su descortesía, el policía se ajustó las gafas con montura metálica plateada sobre el puente de la nariz y comenzó a teclear. Sin apartar la mirada del monitor solicitó el pasaporte o el carné de conducir a Ludwig y se dispuso a transcribir sus datos.

Durante el rato que permanecieron en silencio, cumplimentando el instructor los trámites previos a la denuncia, Ludwig se volvió a plantear, una vez más, la posibilidad de comentar con el agente el asunto que lo tenía preocupado desde el día anterior.

El lunes, al llegar a su despacho, antes de que lo hiciera ningún otro empleado, se sentó en su cómoda butaca frente al escritorio, con la intención de relajarse un poco. Tres noches en un hotel con ocasionales llamadas de la policía, que, sin facilitarle información, le hacía diversas preguntas, habían logrado minar su ánimo.

Balanceándose en la butaca, de pronto un detalle llamó su atención. En el bote de cuero repujado, regalo de su ex mujer en un viaje que hicieron juntos a la India —de eso parecían haber pasado miles de años— Ludwig depositaba plumas, rotuladores de colores y un portaminas con el que solía tomar notas.

Desde que se pinchara con el extremo del portaminas, había adoptado la costumbre de colocarlo con la punta hacia abajo, descansando en el fieltro verde que forraba el interior del cubilete. Ahora el portaminas estaba del revés y su agresivo extremo punzante desafiaba la mirada de Ludwig.

Por unos instantes permaneció mirando el lapicero sin hacer una interpretación del hecho. Poco a poco una idea fue germinando en su mente. Su secretaria había tenido la osadía de profanar su
sancta sanctorum
. La sangre se amontonaba en su rostro y se disponía a levantarse del sillón para encararse con la intrusa cuando cayó en la cuenta de que, dadas las horas, aún no habría llegado a trabajar.

Tampoco podía haberlo hecho durante el fin de semana, pues él fue el último en abandonar la planta el jueves a la tarde, último día de la semana que trabajaba normalmente, ya que los viernes los dedicaba a estudiar y ponerse al día. El despacho permanecía cerrado y el personal de limpieza carecía de llaves, siendo lo habitual que hiciesen la limpieza al mediodía, bajo la supervisión de su secretaria, mientras él almorzaba.

Por un momento la duda trató de abrirse paso en su organizado cerebro, pero no pasó de ahí. Aquello no era un desliz del propio Ludwig. Alguien había accedido a su despacho y movido el portaminas.

Desconcertado, echó un vistazo al resto de la habitación. Todo parecía estar como él lo había dejado. Se acercó al armario donde guardaba su ropa. Todo en orden: las camisas, el otro traje, la ropa para entrenar, los zapatos, su colección de corbatas. Cerró el armario y revisó el otro armario, donde guardaba su instrumental de trabajo. También parecía estar en orden.

Unos golpes en la puerta lo sobresaltaron.

—Buenos días, doctor. Le traigo los informes que me solicitó. Le dejo éstos para su firma. A las diez tiene una timpanoplastia.

La enfermera se marchó sin aguardar contestación. La mente analítica del otorrino se puso en marcha y dejando a un lado sus sospechas, que atribuyó a los hechos sucedidos y la falta de descanso, se centró en su trabajo.

La rutinaria intervención se complicó más de lo esperado. La pericia de Ludwig se encontraba mermada y nadie en toda la sala de operaciones dejó de darse cuenta. Por fortuna la segunda operación que debía realizar aquel día se había suspendido a causa de una inoportuna fiebre del paciente, que, a juicio del anestesista, suponía riesgos innecesarios.

En otra ocasión Ludwig hubiese presionado para llevar a cabo la intervención. Aquella vez no. Al mediodía fue a almorzar con un compañero oftalmólogo, que, como siempre que se juntaban para comer, una vez al mes normalmente, insistía para que Ludwig se operase de la vista. La tarde fue un incesante ir y venir de pacientes. Su trabajo se reducía a examinar el estado de éstos, que, previamente, ya habían pasado por las manos y el equipo de sus ayudantes.

Sólo cuando se marchó todo el personal retornó la calma. Sentado frente a la mesa del despacho volvió a mirar interrogativamente el portaminas. A lo largo de la jornada se había intentado convencer de que aquello no tenía ninguna importancia. Él mismo, sin darse cuenta, habría colocado el lapicero en esa posición. Quizá se le había caído y su secretaria lo había vuelto a poner en su sitio.

Algo en su interior le decía que no era así. Volvió a examinar el despacho. Limpio, ordenado, cada cosa en su sitio… menos aquel portaminas, que ya lo empezaba a obsesionar. Seguro que no le hubiese dado tanta importancia al hecho de no haber sido por lo ocurrido en su domicilio.

—Buenas tardes, doctor Dreifuss —lo saludó el empleado de recepción cuando el médico salía del hospital con intención de cenar algo en la cafetería de la esquina—. ¿Funciona ya la instalación de aire acondicionado?

Ludwig, que apenas había respondido al saludo del recepcionista, se paró y preguntó:

—¿Cómo dice?

—Le preguntaba si ya funciona el aire acondicionado de su despacho, doctor Dreifuss.

—¿Por qué no habría de funcionar?

—Bueno, creo que tenía algún problema —contestó un tanto confuso el recepcionista—. Los de mantenimiento tuvieron que entrar el viernes de madrugada en su despacho para repararlo.

Aquello alertó a Ludwig, pero fue lo único que sacó en claro. Al parecer la noche en cuestión, sobre las tres de la mañana, dos trabajadores a los que no conocía el conserje, pidieron la llave de su despacho para reparar la ventilación. Le mostraron el parte interno con la firma falsificada de Ludwig y el empleado les facilitó la entrada.

—Espero no haber hecho nada mal —se alarmó el recepcionista—. Me aseguraron que era muy urgente. Decían algo de unos cultivos que podían estropearse por la temperatura.

El médico lo tranquilizó, afirmando que, efectivamente, el aire acondicionado no funcionaba correctamente y que él había dado la orden para repararlo, olvidándose después del asunto. Lo que menos quería el otorrino era que se extendiera por el hospital la noticia de que unos desconocidos habían entrado en su despacho quién sabe con qué intenciones.

—Disculpe, señor Dreifuss —oyó preguntar a una voz—. ¿Se encuentra bien?

Era el policía, que ya había terminado de rellenar la denuncia con sus datos personales y empezaba con las preguntas. Ludwig decidió no mencionar el allanamiento de su despacho.

—Sí, sí. Por supuesto. Disculpe, estaba pensando.

—No se preocupe —contestó amablemente el policía—. Si le parece, para no hacerle perder más tiempo, le haré unas preguntas. Por cierto, me ha pedido el teniente Klee que le comente que ya hemos hablado con la señorita Haskil. Confirma todo lo que usted nos explicó. No es que fuese usted sospechoso pero, como comprenderá, tenemos que comprobarlo todo.

Ludwig, que en un primer momento se quedó en blanco al escuchar aquel desconocido apellido, hizo un gesto vago con la mano. Así que Madeleine se apellidaba Haskil. Pues muy bien. No tenía ningún interés en volver a encontrarse con la señorita Haskil.

Durante cerca de dos horas estuvo sentado en el estrecho despacho policial respondiendo a las recurrentes preguntas del instructor.

—¿Está usted seguro de que no sospechan de mí? —dijo apretando los puños por debajo de la mesa—. ¡Es la quinta vez que me pregunta si tengo alguna idea de quién ha entrado en mi casa y por quinta vez le respondo que no!

—Tengo entendido —repuso el policía sin inmutarse por el exabrupto del doctor— que no hace demasiado se ha separado usted de su mujer de una manera, digamos, poco amistosa.

—¿Y qué tiene eso que ver? —contestó Ludwig tratando de contenerse—. ¿Insinúa usted que mi ex mujer ha entrado en mi casa forzando la puerta de entrada, ha asesinado a la mujer de la limpieza y después lo ha desordenado todo para llevarse unas medias olvidadas?

Cuando Ludwig salió de la comisaría su rostro habitualmente pálido se mostraba congestionado y una vena serpenteante se le marcaba en la frente.

Fuera del insulso edificio se detuvo para tomar aire. A su alrededor el tráfico del mediodía dificultaba el tránsito. Los dóciles conductores ginebrinos aguantaban estoicamente que el semáforo se pusiera en verde para avanzar otra docena de metros.

Era un día soleado aunque frío. La luz invitaba a pasear y Ludwig, que había acudido en taxi, pues por aquella zona el estacionamiento era bastante escaso, se encaminó meditabundo hacia el hospital. Aún no podía regresar a su domicilio, la policía debía acabar de tomar huellas, fotos y esas cosas a las que se dedicaban.

Por el camino Ludwig trataba de encontrar algún sentido a lo que estaba sucediendo. En lo único que la policía se mostraba firme era en no considerar a los intrusos como unos ladrones chapuceros. Estaban convencidos de que habían ido allí con algún propósito muy concreto para buscar algo que esperaban encontrar en su domicilio. Fuera de eso, carecían de cualquier sospecha y Ludwig dudaba que llegaran a encontrar algo más.

Lo que no sabía la policía era que los allanadores también habían visitado su despacho para continuar la búsqueda, presumiblemente con el mismo resultado, pues Ludwig estaba convencido de no tener nada que pudieran desear.

Se acercó a la orilla del lago. Apenas era consciente, sumido en sus pensamientos, de la gente que se cruzaba por el camino. Jóvenes en patines con la cintura de los pantalones muy por debajo de la cadera, camisetas de manga larga y chalecos acolchados de plumas. Unos con melenas, otros con el pelo al cero y la cabeza cubierta con una gorra del revés. Algunos con una barbita recortada o largas patillas. Todos con auriculares en los oídos para aislarse del mundo que los rodeaba.

También coincidía con parejas de enamorados y parejas de ancianos que aprovechaban las escasas horas de sol para calentar sus viejos huesos, bien abrigados con bufandas, sombreros y abrigos. Ejecutivos con maletín en una mano y el móvil en la otra avanzaban muy deprisa mostrando, a quien estuviera interesado, la importancia de su trabajo, inmaculados en sus trajes y peinados engominados.

Una hora más tarde entraba en el hospital. Devolvió el saludo de la recepcionista y se acercó al ascensor para el personal.

—Buenas tardes, doctor —le saludó la secretaria en cuanto entró—. Ha llamado el teniente Klee hace media hora. Me ha pedido que lo llame en cuanto llegue. Dice que es urgente.

Ludwig se metió en el despacho y cerró la puerta ignorando la mirada de curiosidad de la secretaria. ¿Qué querría ahora la policía? ¿Habrían encontrado algo?

—Buenas tardes, doctor Dreifuss —lo saludó el teniente cuando al fin se puso al teléfono, tras varios minutos de pasarse unos a otros la llamada, con el consiguiente aderezo de una infernal versión de
El lago de los cisnes
—. Soy el teniente Klee.

—¿Qué desea, teniente? —contestó Ludwig—. Acabo de salir de su comisaría. ¿Es que han encontrado algo nuevo?

—Bueno. Ha sucedido algo —contestó evasivo el policía—. Pero sería conveniente que se acercara usted por aquí. Sé que para usted supone una molestia, pero créame que es importante. Si tiene algún problema para venir, no tengo inconveniente en mandarle un coche camuflado. ¿Qué le parece?

Al médico le parecía espantoso. Lo único que le faltaba era que el personal del hospital lo viera subirse a un coche de la policía, reconocible por muy
camuflado
que fuese. Los rumores ya se habían desatado, sin duda gracias a la señorita Haskil. No era necesario que añadiera más madera.

—No, déjelo —dijo al policía—. En quince minutos estoy allí.

A bordo de su Porche se dirigió a la comisaría, donde aparcó en el reservado. Si tanto interés tenían en verlo, lo menos que podían hacer era permitirle aparcar allí.

—¿Qué sucede, teniente? —preguntó cuando le pasaron al despacho.

Klee, sentado tras una aséptica mesa de formica llena de papeles y la pantalla de un ordenador, le ofreció asiento, indicándole con un gesto que en un minuto estaba con él, mientras escuchaba lo que alguien le decía por el teléfono. Cuando se despidió, colgó y, juntando las manos encima de la mesa, miró al médico.

—Siento molestarlo de nuevo, señor Dreifuss. He recibido una llamada desde España. ¿Conoce usted a un tal Nikolaos Tsaldharis?

—No había oído ese nombre en mi vida —contestó Ludwig. Notaba cómo se volvía a irritar por el misterio que envolvía al policía—. ¿Se supone que lo tendría que conocer? ¿Qué tiene que ver con el allanamiento de mi domicilio?

—Quizá nada —contestó sin inmutarse el teniente—. La madre de usted se llamaba Ruth Tsaldharis, ¿no es cierto?

Ludwig se quedó callado. No había relacionado aquel apellido con el de su madre de soltera.

—¿Sabía usted que su madre tenía un hermano en España? —volvió a preguntar el teniente.

—No, no tenía ni idea —contestó extrañado Ludwig—. Que yo sepa, mi madre era hija única. Tiene que tratarse de otra persona.

—No, lo hemos comprobado. Eran hermanos.

—Bien, ¿y qué? Tengo un tío en España que mi madre me había ocultado. ¿Qué tiene que ver esto con lo de mi casa?

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