—Nosotros no necesitamos nada —decía—; manténganos a mi mujer y a mí, y ya haremos cuentas más adelante.
Pierre estaba en apuros y aceptó, un poco inquieto por el desinterés de Aristide. Éste se decía que acaso durante mucho tiempo su padre no tendría diez mil francos líquidos para devolverle, y que él y su mujer vivirían liberalmente a sus expensas, mientras la sociedad no pudiera romperse. Se trataba de unos cuantos billetes de banco admirablemente colocados. Cuando el comerciante de aceite comprendió el trato engañoso que había hecho, ya no estaba en sus manos desembarazarse de Aristide; la dote de Angèle se encontraba comprometida en especulaciones que marchaban mal. Hubo de tener consigo a la pareja, exasperado, sufriendo por el gran apetito de su nuera y por la holgazanería de su hijo. Veinte veces, si hubiera podido reembolsarles, habría puesto en la calle a aquella gentuza que le chupaba la sangre, según su enérgica expresión. Felicité los apoyaba sordamente; el joven, que había calado en sus sueños de ambición, le exponía cada noche admirables planes de fortuna que iba a poner en práctica próximamente. Por una casualidad bastante rara, estaba en los mejores términos con su nuera; hay que decir que Angèle no tenía voluntad, y que se podía disponer de ella como de un mueble. Pierre se enfurecía cuando su mujer le hablaba de los futuros éxitos de su hijo menor; él le acusaba más bien de ser un día la ruina de su casa. En los cuatro años que la pareja vivió con él, vociferó así, gastando en peleas su rabia impotente, sin que Aristide ni Angèle perdieran en lo más mínimo su sonriente calma. Estaban plantados allí y allí se quedaban, como una mole. Por fin, Pierre tuvo una feliz oportunidad; pudo devolver a su hijo los diez mil francos. Cuando quiso echar cuentas con él, Aristide inventó tantas triquiñuelas que tuvo que dejarlo marchar sin retenerle ni un céntimo por los gastos de alimentación y alojamiento. La pareja fue a instalarse a unos pasos, en una plazuela del barrio viejo, llamada la plaza de San Luis. Pronto se comieron los diez mil francos. Hubo que buscar una colocación. Aristide, por lo demás, no cambió en nada su vida mientras hubo dinero en casa. Cuando llegó a su último billete de cien francos, se puso nervioso. Se le vio vagabundear por la ciudad con aire torvo; no tomó ya su tacita de café en el casino; miró cómo jugaban, febrilmente, sin tocar una carta. La miseria le volvió aún peor de lo que era. Durante mucho tiempo aguantó, se empeñó en no hacer nada. Tuvo un hijo en 1840, el pequeño Maxime, a quien por fortuna su abuela Felicité metió en un internado, y cuya pensión pagó en secreto. Era una boca menos en casa de Aristide; pero la pobre Angèle se moría de hambre, y su marido tuvo por fin que buscar un puesto. Consiguió entrar en la subprefectura. Permaneció allí unos diez años, y no llegó a tener más que mil ochocientos francos de sueldo. Desde entonces, rencoroso, segregando bilis, vivió con el ansia continua de los goces de que se veía privado. Su ínfima posición le exasperaba; los miserables ciento cincuenta francos que le ponían en la mano le parecían una ironía de la fortuna. Jamás abrasó a un hombre semejante sed de saciar su carne. Felicité, a la cual contaba sus sufrimientos, no se disgustó al verlo hambriento; pensó que la miseria espolearía su pereza. Con el oído al acecho, emboscado, empezó a mirar a su alrededor, como un ladrón que busca un buen golpe. A comienzos del año 1848, cuando su hermano marchó a París, tuvo por un instante la idea de seguirlo. Pero Eugène estaba soltero; él no podía arrastrar a su mujer tan lejos, sin tener en el bolsillo una cuantiosa suma. Esperó, olfateando una catástrofe, dispuesto a estrangular a la primera presa que apareciese.
El otro hijo Rougon, Pascal, nacido entre Eugène y Aristide, no parecía pertenecer a la misma familia. Era uno de esos casos frecuentes que desmienten las leyes de la herencia. La naturaleza engendra con frecuencia, en medio de una raza, un ser cuyos elementos saca por entero de sus fuerzas creadoras. Nada en lo moral ni en lo físico recordaba en Pascal a los Rougon. Alto, de rostro dulce y serio, tenía una rectitud de espíritu, un amor al estudio, una necesidad de modestia que contrastaban singularmente con las fiebres de ambición y los tejemanejes poco escrupulosos de su familia. Tras haber hecho en París excelentes estudios médicos, se había retirado a Plassans por gusto, a pesar de las ofertas de sus profesores. Le agradaba la vida tranquila de provincias; sostenía que para un sabio es preferible esa vida al bullicio parisiense. Incluso en Plassans, no se preocupó en absoluto por incrementar su clientela. Muy sobrio, sintiendo un gran desprecio por la fortuna, supo contentarse con algunos enfermos que sólo el azar le envió. Todo su lujo consistió en una casita soleada de la ciudad nueva, donde se encerraba religiosamente, ocupándose con amor de la historia natural. Le entró sobre todo una gran pasión por la fisiología. Se supo en la ciudad que con frecuencia compraba cadáveres al sepulturero del asilo, lo que hizo que le tuvieran horror las señoras delicadas y ciertos burgueses cobardes. Felizmente no llegaron a calificarlo de hechicero; pero su clientela se restringió aún más, se le miró como a un excéntrico a quien las personas de la buena sociedad no debían confiar ni la punta de su meñique, so pena de comprometerse. Un día se oyó decir a la mujer del alcalde:
—Preferiría morir a dejarme cuidar por ese caballero. Huele a muerto.
Pascal, a partir de entonces, quedó condenado. Pareció feliz de aquel temor sordo que inspiraba. Cuantos menos enfermos tuviera, más podría ocuparse de sus queridas ciencias. Como había fijado un precio muy módico para sus visitas, el pueblo le seguía siendo fiel. Ganaba lo justo para vivir, y vivía satisfecho, a mil leguas de la gente de la región, en la alegría pura de sus investigaciones y descubrimientos. De vez en cuando, enviaba una memoria a la Academia de Ciencias de París. Plassans ignoraba totalmente que aquel excéntrico, aquel caballero que olía a muerto, era un hombre muy conocido y escuchado en el mundo científico. Cuando lo veían, los domingos, salir de excursión a las colinas de Les Garrigues, con una caja de botánico colgada al cuello y un martillo de geólogo en la mano, se encogían de hombros, lo comparaban con este o aquel doctor de la ciudad, tan encorbatado, tan meloso con las damas, y cuyas ropas exhalaban siempre un delicioso olor a violetas. Sus padres tampoco comprendían mejor a Pascal. Cuando Felicité lo vio disponer su vida de forma tan extraña y mezquina, se quedó estupefacta y le acusó de desilusionar sus esperanzas. Ella, tolerante con las perezas de Aristide, que consideraba fecundas, no pudo ver sin ira el mediocre tren de vida de Pascal, su amor por la sombra, su desdén de la riqueza, su firme resolución de permanecer apartado. ¡Ciertamente, no sería ese hijo el que satisfaría nunca su vanidad!
—Pero ¿de dónde sales? —le decía a veces—. No eres de los nuestros. Mira a tus hermanos, buscan, tratan de sacar provecho de la instrucción que les hemos dado. Tú no haces más que tonterías. Nos recompensas muy mal, a nosotros que nos hemos arruinado por educarte. No, no eres de los nuestros.
Pascal, que prefería reír cada vez que debía enfadarse, respondía alegremente, con fina ironía:
—Vamos, no se quejen, no quiero fallarles por completo; los cuidaré a todos gratis, cuando estén enfermos.
Por otra parte, veía a su familia muy raramente, sin exhibir la menor repugnancia, obedeciendo a su pesar a sus instintos particulares. Antes de que Aristide entrara en la subprefectura, acudió varias veces en su ayuda. Se había quedado soltero. Ni siquiera sospechó los graves acontecimientos que se preparaban. Desde hacía dos o tres años se ocupaba del gran problema de la herencia, comparando las razas animales con la raza humana, y lo absorbían los curiosos resultados que obtenía. Las observaciones que había hecho sobre sí mismo y su familia eran como el punto de partida de sus estudios. El pueblo comprendía tan bien, con su intuición inconsciente, hasta qué punto difería de los Rougon, que lo llamaba señor Pascal, sin añadir nunca su apellido.
Tres años antes de la revolución de 1848, Pierre y Felicité dejaron su casa de comercio. La edad avanzaba, los dos habían superado la cincuentena, estaban hartos de luchar. Ante su poca suerte, temieron quedar totalmente en la miseria, si se obstinaban. Sus hijos, al desilusionar sus esperanzas, les habían asestado el golpe de gracia. Ahora que dudaban de verse nunca enriquecidos por ellos, querían al menos conservar un trozo de pan para su ancianidad. Se retiraban con unos cuarenta mil francos, a lo sumo. Esta suma les rentaría dos mil francos, lo justo para vivir la vida mezquina de provincias. Felizmente, se quedaban solos, pues habían logrado casar a sus hijas, Marthe y Sidonie, una de las cuales se había establecido en Marsella y la otra en París.
Al liquidar, les hubiera gustado ir a vivir a la ciudad nueva, al barrio de los comerciantes retirados; pero no se atrevieron. Sus rentas eran demasiado módicas; temieron hacer un mal papel. Por una especie de compromiso, alquilaron un piso en la calle de la Banne, la calle que separa el barrio viejo del barrio nuevo. Su morada se encontraba en la hilera de casas que bordean el barrio viejo, por lo que seguían viviendo en la ciudad de la chusma; sólo que veían desde sus ventanas, a unos cuantos pasos, la ciudad de los ricos; estaban en el umbral de la tierra prometida.
Su alojamiento, situado en el segundo piso, se componía de tres grandes habitaciones; habían instalado un comedor, un salón y un dormitorio. En el primer piso vivía el propietario, un comerciante de bastones y paraguas, cuya tienda ocupaba la planta baja. La casa, estrecha y poco profunda, sólo tenía dos pisos. Cuando Félicité se mudó, sintió que se le partía el corazón. Vivir en casa de otro es, en provincias, una confesión de pobreza. Cada familia respetable posee en Plassans su casa, pues los inmuebles se venden a precios bajísimos. Pierre no aflojó los cordones de su bolsa; no quiso oír hablar de mejoras; el viejo mobiliario, ajado, gastado, cojo, tuvo que servir, sin ser siquiera reparado. Felicité, que sentía vivamente, por lo demás, las razones de esta roñosería, se ingenió para dar un nuevo brillo a todas aquellas ruinas; volvió a clavar ella misma ciertos muebles menos maltrechos que otros; zurció el terciopelo raído de los sillones.
El comedor, que se encontraba en la trasera, así como la cocina, quedó casi vacío; una mesa y una docena de sillas se perdieron en las sombras de la vasta habitación, cuya ventana daba al muro gris de una casa vecina. Como nunca entraba nadie en el dormitorio, Félicité había escondido allí los muebles fuera de uso; amén de la cama, un armario, un escritorio y un tocador, se veían dos cunas colocadas una sobre otra, un aparador al que le faltaban las puertas, y una biblioteca enteramente vacía, ruinas respetables que la vieja no había podido decidirse a tirar. Pero todos sus cuidados fueron para el salón. Consiguió casi hacer de él un lugar habitable. Estaba amueblado con un tresillo de terciopelo amarillento, de flores satinadas. En el centro había un velador con superficie de mármol; unas consolas, coronadas por espejos, se alzaban en los dos extremos de la pieza. Había incluso una alfombra que sólo recubría la mitad del entarimado, y una araña provista de una funda de muselina blanca que las moscas habían acribillado a cagadas negras. De las paredes colgaban seis litografías que representaban las grandes batallas de Napoleón. Este moblaje databa de los primeros años del Imperio. Por toda mejora, Felicité consiguió que le tapizaran la pieza con un papel naranja de grandes rameados. El salón había adquirido así un extraño color amarillo que lo llenaba de una luz falsa y cegadora; el tresillo, el papel, las cortinas de las ventanas eran amarillos; la alfombra y hasta los mármoles del velador y de las consolas también tiraban a amarillo. Cuando las cortinas estaban corridas, los tonos se volvían bastante armoniosos pese a todo y el salón parecía casi limpio. Pero Félicité había soñado con otros lujos. Veía con desesperación esta miseria mal disimulada. De ordinario se quedaba en el salón, la habitación más bonita de la casa. Una de sus distracciones más dulces y a la vez más amarga era asomarse a una de las ventanas de esta pieza, que daban a la calle de la Banne. Distinguía al sesgo la plaza de la Subprefectura. Aquél era su paraíso soñado. La placita, desnuda, aseada, con sus casas soleadas, le parecía un Edén. Habría dado diez años de vida por poseer una de aquellas viviendas. La casa que hacía esquina a la izquierda, y en la cual vivía el recaudador particular, la tentaba violentamente, sobre todo. La contemplaba con antojos de mujer embarazada. A veces, cuando las ventanas de aquel piso estaban abiertas, vislumbraba esquinas de ricos muebles, manifestaciones de lujo que le revolvían la sangre.
En esa época los Rougon atravesaban una curiosa crisis de vanidad y de apetitos insatisfechos. Sus escasos buenos sentimientos se agriaban. Se presentaban como víctimas de la mala pata, sin ninguna resignación, más ásperos y más decididos a no morir sin haberse contentado. En el fondo, no abandonaban ninguna de sus esperanzas, a pesar de su avanzada edad; Félicité pretendía tener el presentimiento de que moriría rica. Pero cada día de miseria les pesaba más. Cuando recapitulaban sus inútiles esfuerzos, cuando recordaban los treinta años de lucha, la defección de sus hijos, y veían sus castillos en el aire desembocar en aquel salón amarillo cuyas cortinas había que correr para ocultar su fealdad, les entraban ataques de rabia sorda. Y entonces, para consolarse, trazaban planes de fortuna colosal, buscaban combinaciones; Felicité soñaba que ganaba en la lotería el premio gordo de cien mil francos; Pierre se imaginaba que iba a inventar alguna maravillosa especulación. Vivían con una única idea: hacer fortuna, en seguida, en unas horas; ser ricos, disfrutar, aunque sólo fuese durante un año. Todo su ser tendía a ello, brutalmente, sin descanso. Y contaban aún vagamente con sus hijos, con ese egoísmo particular de los padres que no saben habituarse a la idea de haber mandado a sus hijos al colegio sin el menor beneficio personal.
Félicité parecía no haber envejecido; seguía siendo la misma mujercita negra, que no podía estarse quieta, zumbadora como una cigarra. Un transeúnte que la hubiera visto de espaldas, por la acera, la habría tomado por una chiquilla de quince años, por su paso ágil, por lo enjuto de sus hombros y su talle. Su rostro mismo no había cambiado apenas, se había hundido sólo un poco, pareciéndose cada vez más al hocico de una garduña; se hubiera dicho la cabeza de una niña que se hubiese apergaminado sin cambiar de rasgos.