Nunca el espanto invadió a los niños. La flotante ternura que adivinaban en torno a ellos los emocionaba, les llevaba a amar a los seres invisibles cuyo roce creían sentir a menudo, semejante a un leve batir de alas. Simplemente se entristecían a veces con una tristeza dulce, y no comprendían lo que los muertos querían de ellos. Seguían viviendo sus amores ignorantes, en medio de esa oleada de savia, en aquel trozo de cementerio abandonado, donde la tierra abonada rezumaba vida, y que exigía imperiosamente su unión. Las voces, zumbantes que resonaban en sus oídos, los calores súbitos que les hacían subir toda la sangre al rostro, no les decían nada muy claro. Había días en los que el clamor de los muertos resultaba tan alto que Miette, febril, lánguida, semiacostada en la lápida sepulcral, miraba a Silvère con sus ojos anegados, como para decirle: «¿Qué es lo que nos piden? ¿Por qué insuflan así esa llama en mis venas?». Y Silvère, roto, enloquecido, no osaba responder, no osaba repetir las palabras ardientes que creía atrapar en el aire, los consejos locos que le daban las altas hierbas, las súplicas de toda la vereda, de las tumbas mal cerradas ansiosas de servir de yacija a los amores de los dos niños.
Se preguntaban a menudo sobre las osamentas que descubrían. Miette, con su instinto femenino, adoraba los temas lúgubres. A cada nuevo hallazgo, hacía suposiciones sin cuento. Si el hueso era pequeño, ella hablaba de una guapa chica enferma del pecho, o arrebatada por unas fiebres, la víspera de su boda; si el hueso era grande, soñaba con algún alto anciano, un soldado, un juez, algún hombre terrible. La lápida sepulcral, sobre todo, los ocupó mucho tiempo. En un hermoso claro de luna, Miette había distinguido, en una de las caras, caracteres semicorroídos. Silvère, con su cuchillo, tuvo que quitar el musgo. Entonces leyeron la inscripción truncada: «Aquí yace… Marie… muerta…». Y Miette, al encontrar su nombre sobre aquella lápida, se había quedado muy impresionada. Silvère la llamó «tonta de remate». Pero ella no pudo contener sus lágrimas. Dijo que le había dado un vuelco el corazón, que moriría pronto, que esa lápida era para ella. El joven se sintió helado a su vez. Sin embargo, consiguió avergonzar a la niña. ¡Cómo! ¡Ella, tan valiente, soñaba con tales chiquilladas! Acabaron riéndose. Después evitaron volver a hablar de eso. Pero en las horas de melancolía, cuando el cielo velado entristecía la vereda, Miette no podía dejar de nombrar a esa muerta, a esa Marie desconocida cuya tumba había facilitado tanto tiempo sus citas. Los huesos de la pobre joven quizá estaban aún allí. Una noche se le ocurrió la extraña fantasía de que Silvère volviera la lápida para ver lo que había debajo. Él se negó como si fuese un sacrilegio, y esa negativa alimentó las ensoñaciones de Miette sobre el querido fantasma que llevaba su nombre. Pretendía rotundamente que había muerto a su edad, a los trece años, en plena ternura. Se apiadaba incluso de la lápida, esa lápida a la que montaba tan ágilmente, donde se habían sentado tantas veces, lápida helada por la muerte y que habían caldeado con su amor. Añadía:
—Ya verás, nos traerá desgracia… Yo, si tú murieras, vendría a morir aquí, y quisiera que colocaran ese bloque sobre mi cuerpo.
Silvère, con un nudo en la garganta, la regañaba por pensar en cosas tristes.
Fue así como, durante cerca de dos años, se amaron en la estrecha vereda, en la ancha campiña. Su idilio atravesó las lluvias heladas de diciembre y las quemantes instigaciones de julio, sin deslizarse a la vergüenza de los amores comunes; conservó su encanto exquisito de cuento griego, su ardiente pureza, todos los balbuceos ingenuos de la carne que desea y que ignora. Los muertos, los mismos viejos muertos, susurraron vanamente en sus oídos. Y sólo se llevaron del viejo cementerio una tierna melancolía, el vago presentimiento de una vida corta; una voz les decía que se irían, con sus ternezas vírgenes, antes de las bodas, el día en que quisieran entregarse el uno al otro. Sin duda fue allí, sobre la lápida sepulcral, en medio de las osamentas ocultas por las hierbas feraces, donde respiraron su amor a la muerte, ese áspero deseo de acostarse juntos en la tierra que los hacía balbucir al borde del camino de Orchéres, esa noche de diciembre, mientras las dos campanas se remitían sus llamadas quejumbrosas.
Miette dormía apacible, la cabeza sobre el pecho de Silvère, mientras éste soñaba en las citas lejanas, en los hermosos años de continuo encanto. Al alba la niña se despertó. Ante ellos, el valle se extendía muy claro bajo el cielo blanco. El sol estaba aún detrás de los collados. Una claridad de cristal, límpida y helada como agua de manantial, fluía de los horizontes pálidos. A lo lejos, el Viorne, como una cinta de satén blanco, se perdía entre tierras rojas y amarillas. Era un panorama sin límites, mares grises de olivos, viñedos semejantes a grandes piezas de tela rayada, toda una comarca agrandada por la nitidez del aire y la paz del frío. El viento que soplaba con cortas brisas había helado el rostro de los niños. Se levantaron vivamente, remozados, felices de la blancura de la mañana. Y como la noche se había llevado sus asustadas tristezas, miraban con ojos fascinados el círculo inmenso de la llanura, escuchaban los tañidos de las dos campanas, que les parecían sonar alegremente en el alba de un día de fiesta.
—¡Ah, qué bien he dormido! —exclamó Miette—. He soñado que me besabas… ¿Dime, me has besado?
—Es muy posible —respondió Silvère riendo—. No tenía calor. Hace un frío de perros.
—Yo sólo tengo frío en los pies.
—¡Pues bien, corramos!… Aún nos quedan dos leguas largas. Te calentarás.
Y bajaron por la ladera, alcanzaron el camino corriendo. Después, cuando estuvieron abajo, levantaron la cabeza, como para decir adiós a aquella roca en la cual habían llorado, quemándose los labios con un beso. Pero no volvieron a hablar de aquella caricia ardiente que había puesto en su ternura una necesidad nueva, todavía vaga, y que no se atrevían a formular. Ni siquiera se cogieron del brazo, con el pretexto de andar más deprisa. Y caminaban alegremente, un poco confusos, sin saber por qué, cuando se les ocurría mirarse. En torno a ellos la luz aumentaba. El joven, a quien su patrón enviaba a veces a Orchéres, elegía sin vacilar los mejores senderos, los más directos. Recorrieron así más de dos leguas, por caminos encajonados, a lo largo de setos y de muros interminables. Miette acusaba a Silvère de haberla extraviado. A menudo, durante cuartos de hora enteros, no veían ni un trozo de la región, percibían solo, por encima de los muros y los setos, largas filas de almendros cuyas entecas ramas se destacaban sobre la palidez del cielo.
Bruscamente desembocaron justo enfrente de Orchéres. Grandes gritos de gozo, algarabía de muchedumbre llegaban hasta ellos, claros en el aire límpido. La banda insurrecta acababa de entrar en la ciudad. Miette y Silvère penetraron en ella con los rezagados. Nunca habían visto semejante entusiasmo. En las calles, parecía día de procesión, cuando el paso del palio pone en las ventanas las colgaduras más bellas. Se festejaba a los insurgentes como se festeja a unos liberadores. Los hombres los abrazaban, las mujeres les llevaban víveres. Y había, en las puertas, viejos que lloraban. Alegría muy meridional que se desahogaba de forma ruidosa, cantando, bailando, gesticulando. Cuando Miette pasaba, la arrastró una inmensa farándula
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que giraba en la Plaza Mayor. Silvère la siguió. Sus ideas de muerte, de desaliento, estaban lejos en esa hora. Quería batirse, por lo menos vender cara su vida. La idea de la lucha lo embriagaba de nuevo. Soñaba con la victoria, con una vida feliz con Miette, en la gran paz de la República universal.
Esta fraternal recepción de los habitantes de Orchéres fue la última alegría de los insurgentes. Pasaron el día con una confianza radiante, con una esperanza sin límites. Los prisioneros, el comandante Sicardot, los señores Garçonnet, Peirotte y los demás, a quienes habían encerrado en una sala del ayuntamiento, cuyas ventanas daban a la Plaza Mayor, miraban con espantada sorpresa aquellas farándulas, aquellas grandes corrientes de entusiasmo que pasaban ante ellos.
—¡Qué bribones! —murmuraba el comandante, apoyado en la barandilla de una ventana, como en el terciopelo de un palco del teatro—. ¡Y pensar que no vendrá una o dos baterías para limpiar a toda esta canalla! —Después divisó a Miette, y agregó, dirigiéndose al señor Garçonnet—: Mire, señor alcalde, a esa chicarrona de rojo, allá abajo. Es una vergüenza. Han traído a sus furcias consigo. A poco que esto continúe, vamos a presenciar lindas cosas.
Garçonnet movía la cabeza, hablando de las «pasiones desencadenadas» y del «peor día de nuestra historia». El señor Peirotte, blanco como el papel, callaba; abrió una sola vez los labios, para decirle a Sicardot, que continuaba despotricando amargamente:
—¡Más bajo, caballero! Va a conseguir que nos maten.
La verdad era que los insurgentes trataban a esos señores con la mayor blandura. Incluso mandaron servirles, por la noche, una excelente cena. Pero, para medrosos como el recaudador particular, semejantes atenciones resultaban horrorosas; los insurgentes sólo los estaban tratando tan bien con objeto de encontrarlos más gordos y más tiernos el día en que se los comieran.
Al crepúsculo, Silvère se encontró cara a cara con su primo, el doctor Pascal. El sabio había seguido a la tropa a pie, charlando en medio de los obreros, que lo veneraban. Al principio se había esforzado por apartarlos de la lucha; después, como ganado por sus discursos:
—Quizá tengáis razón, amigos míos —les había dicho con su sonrisa de cariñoso indiferente—; pelead, aquí estoy yo para componeros los brazos y las piernas.
Y por la mañana se había puesto tan tranquilo a recoger cantos y plantas a lo largo del camino. Se desesperaba por no haberse llevado su martillo de geólogo y su caja de herborista. A esas horas, sus bolsillos, llenos de piedras, reventaban, y su maletín, que llevaba bajo el brazo, dejaba asomar haces de largas hierbas.
—Vaya, ¡eres tú, hijo mío! —exclamó al divisar a Silvère—. Creía que yo era aquí el único de la familia.
Pronunció estas últimas palabras con cierta ironía, chanceándose suavemente de los manejos de su padre y del tío Antoine. Silvère estuvo encantado de encontrar a su primo; el doctor era el único de los Rougon que le estrechaba la mano en la calle y que le mostraba una sincera amistad. Por eso, al verlo cubierto aún por el polvo del camino, y creyéndolo ganado para la causa republicana, el joven demostró viva alegría. Le habló de los derechos del pueblo, de su santa causa, de su triunfo seguro, con énfasis juvenil. Pascal lo escuchaba sonriente; examinaba con curiosidad sus gestos, los juegos ardientes de su fisonomía, como si estuviera estudiando un sujeto, disecado con entusiasmo, para ver lo que había en el fondo de aquella fiebre generosa.
—¡Cómo te pones! ¡Cómo te pones! ¡Ah, eres nieto de tu abuela! —Y añadió, en voz baja, con el tono de un químico que toma notas—: Histeria o entusiasmo, locura vergonzosa o locura sublime. ¡Siempre esos nervios del demonio! —Después concluyó en alto, resumiendo su pensamiento—: La familia está completa —prosiguió—. Tendrá un héroe.
Silvère no lo había oído. Seguía hablando de su querida República. A unos pasos, Miette se había detenido, vestida siempre con su gran pelliza roja; ya no se separaba de Silvère, habían recorrido la ciudad cogiditos del brazo. Aquella chicarrona roja acabó por intrigar a Pascal; interrumpió bruscamente a su primo y le preguntó:
—¿Quién es esa niña que está contigo?
—Es mi mujer —respondió gravemente Silvère.
El doctor abrió mucho los ojos. No comprendió. Y como era muy tímido con las mujeres, dirigió a Miette, al alejarse, un amplio sombrerazo.
La noche fue inquieta. Un viento de desdicha pasó sobre los insurgentes. El entusiasmo, la confianza de la víspera se vieron como arrastrados por las tinieblas. Por la mañana, los rostros estaban sombríos; había intercambios de miradas tristes, largos silencios de desaliento. Corrían rumores pavorosos; las malas noticias, que los jefes habían conseguido ocultar desde la víspera, se habían difundido sin que nadie hubiera hablado, apuntadas por esa boca invisible que lanza de un soplo el pánico entre las multitudes. Unas voces decían que París estaba vencido, que la provincia había tendido los pies y los puños; y esas voces añadían que numerosas tropas salidas de Marsella, a las órdenes del coronel Masson y del señor de Blériot, el prefecto del departamento, avanzaban a marchas forzadas para destruir a las bandas insurrectas. Se produjo un derrumbamiento, un despertar lleno de cólera y desesperación. Esos hombres, que la víspera ardían de fiebre patriótica, se sintieron escalofríos con el gran frío de la Francia sometida, vergonzosamente arrodillada. ¡Sólo ellos habían tenido, pues, el heroísmo del deber! Estaban, en ese momento, perdidos en medio del espanto de todos, en el silencio de muerte del país; se convertían en rebeldes; iban a cazarlos a tiros de fusil, como a bestias feroces. ¡Y habían soñado con una gran guerra, la revuelta de un pueblo, la conquista gloriosa del derecho! Entonces, ante tal derrota, ante tal abandono, aquel puñado de hombres lloró por su fe muerta, por su sueño de justicia desvanecido. Los hubo que, insultando a Francia entera por su cobardía, tiraron sus armas y fueron a sentarse al borde de los caminos; decían que esperarían allí las balas de la tropa, para demostrar como morían los republicanos.
Aunque esos hombres no tenían ante sí sino el exilio o la muerte, hubo pocas deserciones. Una admirable solidaridad unía a aquellas bandas. La cólera se volvió contra los jefes. Éstos eran realmente incapaces. Se habían cometido faltas irreparables; y ahora, abandonados, sin disciplina, apenas protegidos por unos cuantos centinelas, a las órdenes de hombres irresolutos, los insurgentes se hallaban a merced de los primeros soldados que se presentaran.
Pasaron dos días más en Orchéres, el martes y el miércoles, perdiendo el tiempo, agravando su situación. El general, el hombre del sable que Silvère había mostrado a Miette en la carretera de Plassans, vacilaba, abrumado por la terrible responsabilidad que pesaba sobre él. El jueves juzgó que decididamente la posición de Orchéres era peligrosa. Hacia la una, dio la orden de partida, condujo a su pequeño ejército hasta las alturas de Sainte-Roure. Ésta era, por lo demás, una posición inexpugnable, para quien hubiera sabido defenderla. Sainte-Roure escalona sus casas sobre el flanco de una colina; detrás de la ciudad, enormes bloques de rocas cierran el horizonte; sólo se puede subir a esta especie de ciudadela por la llanura de Nores, que se ensancha al pie de la meseta. Una explanada, convertida en un paseo, plantado de soberbios olmos, domina la llanura. Fue en esa explanada donde acamparon los insurgentes. Los rehenes tuvieron por prisión un hotel, la posada de La Mula Blanca, situada en el centro del paseo. La noche transcurrió pesada y negra. Se habló de traición. Por la mañana, el hombre del sable, que no se había cuidado de tomar las más simples precauciones, pasó revista. Los contingentes estaban alineados, dando la espalda a la llanura, con la extraña confusión de sus ropas, chaquetas pardas, gabanes oscuros, blusas azules ajustadas por cinturones rojos; las armas, disparatadamente mezcladas, relucían al sol claro, las hoces recién afiladas, las anchas palas de cavador, los cañones bruñidos de las escopetas de caza. Entonces, en el momento en que el improvisado general pasaba a caballo ante el pequeño ejército, un centinela a quien habían olvidado en un campo de olivos, acudió gesticulando, gritando: