Read La fortuna de los Rougon Online

Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

La fortuna de los Rougon (8 page)

BOOK: La fortuna de los Rougon
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Cuando el joven notó que su madre estaba en su poder, que podía tratarla como a una esclava, empezó a explotar en su propio interés las debilidades de su cerebro y el loco terror que una sola de sus miradas le inspiraba. Su primer cuidado, en cuanto fue el amo de la vivienda, fue despedir al hortelano y reemplazarlo por alguien de su confianza. Se encargó de la suprema dirección de la casa, vendiendo, comprando, llevando la caja. No intentó, por lo demás, ni ordenar la conducta de Adélaïde, ni corregir la pereza de Antoine y Ursule. Poco le importaba, pues contaba con desembarazarse de ellos en la primera ocasión. Se contentó con tasarles el pan y el agua. Después, teniendo ya toda la fortuna en sus manos, esperó algún acontecimiento que le permitiera disponer de ella a su antojo.

Las circunstancias lo favorecieron singularmente. Se libró del reclutamiento, a título de hijo mayor de una viuda. Pero, dos años después, Antoine entró en sorteo. Su mala suerte le afectó poco; esperaba que su madre le compraría un sustituto. Adélaïde, en efecto, quiso salvarlo del servicio. Pierre, que tenía el dinero, hizo oídos sordos. La marcha forzada de su hermano era un feliz acontecimiento que favorecía demasiado bien sus proyectos. Cuando su madre le habló del asunto, la miró de tal forma que ella no se atrevió ni siquiera a terminar. Su mirada decía: «¿Quiere usted arruinarme por un bastardo?». Ella abandonó a Antoine, egoístamente, necesitada ante todo de paz y de libertad. Pierre, que no era partidario de métodos violentos, y que se regocijaba de poder poner a su hermano a la puerta sin pelea, representó entonces el papel de un hombre desesperado: el año había sido malo, faltaba dinero en casa, habría que vender un pedazo de tierra, lo cual era el comienzo de la ruina. Después dio su palabra a Antoine de que lo rescataría al año siguiente, muy decidido a no hacer nada. Antoine partió engañado, contento a medias.

Pierre se desembarazó de Ursule de una forma aún más inesperada. Un obrero sombrerero del arrabal, llamado Mouret, le tomó un gran cariño a la joven, que le parecía frágil y blanca como una señorita del barrio de San Marcos. Se casó con ella. Fue por su parte un matrimonio por amor, una verdadera cabezonada, sin el menor cálculo. En cuanto a Ursule, aceptó aquella boda por huir de una casa donde su hermano mayor le hacía la vida imposible. Su madre, sumida en sus goces, empleando sus últimas energías en defenderse a sí misma, había llegado a una completa indiferencia; incluso se sintió feliz con su marcha, esperando que Pierre, al no tener ya motivos de descontento, la dejaría vivir en paz, a su aire. En cuanto los jóvenes estuvieron casados, Mouret comprendió que debía abandonar Plassans, si no quería oír todos los días frases desagradables sobre su mujer y su suegra. Marchó, se llevó a Ursule a Marsella, donde trabajó en su oficio. Por lo demás, no había pedido ni un céntimo de dote. Cuando Pierre, sorprendido por tal desinterés, había empezado a balbucir, tratando de darle explicaciones, le había cerrado la boca diciendo que prefería ganar el pan de su mujer. El digno hijo del campesino Rougon se quedó inquieto; esa forma de actuar le parecía ocultar alguna trampa.

Quedaba Adélaïde. Por nada del mundo quería Pierre seguir viviendo con ella. Lo comprometía. Hubiera deseado comenzar por ella. Pero se veía atrapado entre dos alternativas muy embarazosas: retenerla, y recibir entonces las salpicaduras de su vergüenza, atarse al pie una bola que detendría el impulso de su ambición; o echarla, y con seguridad hacerse señalar con el dedo como un mal hijo, lo cual habría obstaculizado sus cálculos de bondad. Percibiendo que iba a tener necesidad de todo el mundo, deseaba que su nombre volviera a caer en gracia a toda Plassans. Un solo método había que adoptar, el de inducir a Adélaïde a irse por sí sola. Pierre no omitía nada para obtener este resultado. Se creía perfectamente disculpado de su dureza por la mala conducta de su madre. La castigaba como se castiga a un niño. Los papeles estaban invertidos. Bajo aquella férula siempre alzada, la pobre mujer se sometía. Apenas contaba cuarenta y dos años, y tenía balbuceos de espanto, aires vagos y humildes de vieja que vuelve a la infancia. Su hijo continuaba matándola con sus miradas severas, con la esperanza de que huiría el día en que sintiera agotado su valor. La desdichada sufría horriblemente de vergüenza, de deseos contenidos, de bajezas aceptadas, recibiendo pasivamente los golpes y volviendo, sin embargo, con Macquart, dispuesta a morir allí mismo antes que a ceder. Había noches en las que se habría levantado para correr a tirarse al Viorne, de no haber tenido un miedo atroz a la muerte su carne débil de mujer nerviosa. Varias veces soñó con huir, con ir a reunirse con su amante en la frontera. Lo que la retenía en su casa, entre los silencios despectivos y las secretas brutalidades de su hijo, era el no saber dónde refugiarse. Pierre sentía que ella lo habría dejado hacía tiempo, de tener algún albergue. Esperaba la ocasión de alquilarle en alguna parte una pequeña vivienda, cuando un accidente, con el cual no se atrevía a contar, precipitó la realización de sus deseos. Se supo, en el arrabal, que Macquart acababa de morir a causa del disparo de un aduanero, en el momento en que entraba en Francia toda una carga de relojes de Ginebra. La historia era cierta. Ni siquiera trajeron el cuerpo del contrabandista, que fue enterrado en el cementerio de una aldehuela de montaña. El dolor de Adélaïde la sumió en la estupefacción. Su hijo, que la observó curioso, no la vio derramar una lágrima. Macquart la había designado su legataria. Heredó la casucha del callejón de San Mittre y la carabina del difunto, que un contrabandista, escapado de las balas de los aduaneros, le trajo lealmente. Al día siguiente, se retiró a la casita; colgó la carabina encima de la chimenea y allí vivió, ajena al mundo, solitaria, muda.

Por fin Pierre Rougon era el único dueño de la casa. El cercado de los Fouque le pertenecía de hecho, si no legalmente. Nunca había pensado en instalarse allí. Era un campo demasiado estrecho para su ambición. Trabajar la tierra, cuidar las verduras, le parecía grosero, indigno de sus facultades. Tenía prisa por no ser un campesino. Su naturaleza, afinada por el temperamento nervioso de su madre, experimentaba la irresistible necesidad de goces burgueses. Por eso, en cada uno de sus cálculos, había visto, como desenlace, la venta del cercado de los Fouque. Esta venta, al poner en sus manos una suma bastante importante, le permitiría casarse con la hija de algún negociante que lo tomaría como socio. En aquellos tiempos las guerras del Imperio clareaban singularmente las filas de los jóvenes casaderos. Los padres se mostraban menos difíciles en la elección de un yerno. Pierre se decía que el dinero lo arreglaría todo, y que con facilidad se pasarían por alto los comadreos del arrabal; pretendía presentarse como víctima, como un buen corazón que sufre con la vergüenza de su familia, que la deplora, sin verse alcanzado por ella y sin disculparla. Hacía varios meses que había puesto sus miradas en la hija de un comerciante de aceites, Félicité Puech. La casa Puech y Lacamp, cuyos almacenes se encontraban en una de las callejas más negras del barrio viejo, estaba lejos de ser próspera. Tenía un crédito dudoso en la plaza, se hablaba vagamente de quiebra. Justamente a causa de esos malos rumores Rougon apuntó sus baterías hacia ese lado. Jamás un comerciante acomodado le habría entregado a su hija. Contaba con aparecer cuando el viejo Puech ya no supiera por dónde salir, comprarle a Félicité y levantar a continuación la casa con su inteligencia y su energía. Era una forma hábil de subir un escalón, de elevarse un paso por encima de su clase. Quería, ante todo, huir de aquel horrible arrabal donde se chismorreaba sobre su familia, hacer olvidar las sucias leyendas, borrando hasta el nombre del cercado de los Fouque. Por eso las calles apestosas del barrio viejo le parecían un paraíso. Sólo allí podía cambiar de vida.

Pronto llegó el momento que acechaba. La casa Puech y Lacamp agonizaba. El joven negoció entonces su boda con prudente destreza. Fue acogido, si no como un salvador, al menos como un recurso necesario y aceptable. Decidida la boda, se ocupó activamente de la venta del cercado. El propietario del Jas-Meiffren, deseoso de redondear sus tierras, ya le había hecho ofertas en varias ocasiones; sólo un muro medianero, bajo y delgado, separaba las dos fincas. Pierre especuló con los deseos de su vecino, hombre muy rico que, para satisfacer su capricho, llegó a dar cincuenta mil francos por el cercado. Era pagarlo por el doble de su valor. Por otra parte, Pierre se hacía de rogar con una socarronería de campesino, diciendo que no quería vender, que su madre no consentiría jamás en deshacerse de una propiedad en la que los Fouque, desde hacía dos siglos, habían vivido de padres a hijos. Al tiempo que parecía vacilar, preparaba la venta. Le habían sobrevenido algunas inquietudes. Según su lógica brutal, el cercado le pertenecía, tenía derecho a disponer de él a su gusto. Sin embargo, en el fondo de esta seguridad, se agitaba el vago presentimiento de las complicaciones del Código. Se decidió a consultar indirectamente a un ujier del arrabal.

Se enteró de buenas. Según el ujier, tenía las manos totalmente atadas. Sólo su madre podía enajenar el cercado, cosa que le parecía dudosa. Pero lo que ignoraba, lo que fue para él un mazazo, era que Ursule y Antoine, los bastardos, los lobeznos, tenían derechos sobre aquella finca. ¡Cómo! ¡Aquellos canallas iban a despojarlo, a robarlo, a él, el hijo legítimo! Las explicaciones del ujier eran claras y precisas: Adélaïde se había casado con Rougon, ciertamente, bajo el régimen de comunidad de bienes; pero como toda la fortuna consistía en bienes raíces, la joven, según la ley, había vuelto a entrar en posesión de esa fortuna a la muerte de su marido; por otra parte, Macquart y Adélaïde habían reconocido a sus hijos, que por lo tanto debían heredar a su madre. Como único consuelo, Pierre se enteró de que el Código recortaba la parte de los bastardos en beneficio de los hijos legítimos. Eso no le consoló nada. Quería todo. No habría repartido ni medio franco con Ursule y Antoine. Esta incursión en las complicaciones del Código le abrió nuevos horizontes, que sondeó con aire singularmente pensativo. Comprendió al punto que un hombre hábil debe poner siempre a la ley de su lado. Y he aquí lo que encontró, sin consultar a nadie, ni siquiera al ujier, a quien temía poner sobre aviso. Sabía que podía disponer de su madre como si fuera una cosa. Una mañana, la llevó a un notario y le hizo firmar una escritura de venta. Con tal de que él le dejara su cuchitril del callejón de San Mittre, Adélaïde hubiera vendido Plassans. Pierre le aseguraba, además, una renta anual de seiscientos francos, y le juraba por todos los dioses que velaría por sus hermanos. Tal juramento bastaba a la buena mujer. Le recitó al notario la lección que su hijo quiso apuntarle. Al día siguiente, el joven le hizo poner su nombre al pie de un recibo, en el cual reconocía haber recibido cincuenta mil francos, como precio del cercado. Ése fue su golpe genial, una bribonada. Se contentó con decirle a su madre, extrañada de tener que firmar semejante recibo, cuando no había visto un céntimo de los cincuenta mil francos, que se trataba de una simple formalidad sin consecuencias. Al deslizar el papel en su bolsillo, pensaba: «Y ahora, que los lobeznos me pidan cuentas. Les diré que la vieja se lo comió todo. Nunca se atreverán a entablar un proceso» . Ocho días después, el muro medianero ya no existía, el arado había removido la tierra de los planteles de verduras; el cercado de los Fouque, de acuerdo con el deseo del joven Rougon, iba a convertirse en un recuerdo legendario. Unos meses después, el propietario del Jas-Meiffren mandó demoler incluso la vieja vivienda de los hortelanos, que se caía en ruinas.

Cuando Pierre tuvo entre sus manos los cincuenta mil francos, se casó con Félicité Puech, en los plazos estrictamente necesarios. Félicité era una mujercita negra de esas que se ven en Provenza. Se hubiera dicho una de esas cigarras pardas, estridentes, de vuelos bruscos, que se golpean la cabeza contra los almendros. Flaca, de pecho plano, hombros puntiagudos, un rostro como el hocico de una garduña, singularmente hurgador y puntiagudo, no tenía edad; se le podían echar quince o treinta años, aunque en realidad tuviera diecinueve, cuatro menos que su marido. Había una astucia de gata en el fondo de sus ojos negros, estrechos, semejantes a agujeros de barrena. Su frente estrecha y abombada; su nariz ligeramente hundida en la base, cuyas aletas se ensanchaban luego, finas y temblorosas, como para apreciar mejor los olores; la estrecha línea roja de sus labios, la prominencia de su mentón que se unía a las mejillas por dos hoyos extraños; toda esta fisonomía de enana taimada era como la máscara viviente de la intriga, de la ambición activa y envidiosa. A pesar de su fealdad, Félicité tenía una gracia muy suya, que la volvía seductora. Se decía de ella que era bonita o fea a voluntad. Eso debía depender de la forma en que se recogía el pelo, que era soberbio; pero dependía aún más de la sonrisa triunfante que iluminaba su cutis dorado cuando creía prevalecer sobre alguien.

Nacida con una especie de mala suerte, considerándose poco favorecida por la fortuna, consentía a menudo en no ser sino una birria. Por lo demás, no abandonaba la lucha, se había prometido hacer reventar un día de envidia a la ciudad entera con el despliegue de una felicidad y un lujo insolentes. Y, si hubiera podido representar su villa en un escenario más vasto, donde su espíritu sutil se hubiera desarrollado a sus anchas, con toda seguridad habría realizado prontamente su sueño. Era de una inteligencia muy superior a la de las muchachas de su clase y de su instrucción. Las malas lenguas pretendían que su madre, muerta unos años después de su nacimiento, había estado íntimamente vinculada, en los primeros tiempos de su matrimonio, al marqués de Carnavant, un joven noble del barrio de San Marcos. La verdad es que Félicité tenía pies y manos de marquesa, y que no parecían pertenecer a la raza de trabajadores de la cual descendía.

El barrio viejo se extrañó, durante un mes, de verla casarse con Pierre Rougon, aquel campesino casi sin desbastar, aquel hombre del arrabal cuya familia no estaba en olor de santidad. Ella dejó que chismorreasen, acogiendo con singulares sonrisas las felicitaciones forzadas de sus amigas. Había hecho sus cálculos, elegía a Rougon como una chica que toma un marido como quien toma un cómplice. Su padre, al aceptar al joven, no veía sino la aportación de los cincuenta mil francos que iban a salvarlo de la quiebra. Pero Félicité tenía mejor vista. Miraba a lo lejos en el futuro, y sentía la necesidad de un hombre sano, un poco zafio incluso, detrás del cual pudiera esconderse y a quien pudiera manejar a su antojo. Sentía un odio razonado por los señoritos de provincias, por ese conjunto famélico de pasantes de notaría, de futuros abogados que tiritaban a la espera de una clientela. Sin la menor dote, desesperando de casarse con el hijo de un gran negociante, prefería mil veces un campesino, a quien contaba con emplear como instrumento pasivo, a un flaco bachiller que la aplastaría con su superioridad de colegial y la arrastraría miserablemente toda su vida en busca de vanidades hueras. Pensaba que la mujer debe hacer al hombre. Se creía con fuerzas para sacar un ministro de un vaquero. Lo que la había seducido en Rougon era la anchura de su pecho, el torso rechoncho y no carente de cierta elegancia. Un mozo así debería llevar con soltura y gallardía el mundo de intrigas que ella soñaba con echarle a la espalda. Si apreciaba la fuerza y la salud de su marido, había sabido también adivinar que estaba lejos de ser un imbécil; bajo la carne tosca, había olfateado la taimada agilidad de su espíritu; pero estaba lejos de conocer a su Rougon, lo juzgaba aún más idiota de lo que era. Unos días después de la boda, registrando por azar en un cajón del escritorio, encontró el recibo de cincuenta mil francos firmado por Adélaïde. Comprendió y se quedó pasmada: a su natural, de una honradez media, le repugnaban esa clase de medios. Pero, en su espanto, hubo cierta admiración. Rougon se convirtió a sus ojos en un hombre muy listo.

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