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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

La fortuna de los Rougon (9 page)

BOOK: La fortuna de los Rougon
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La joven pareja se lanzó animosamente a la conquista de la fortuna. La casa Puech y Lacamp se hallaba menos comprometida de lo que Pierre pensaba. La cifra de las deudas era pequeña, sólo faltaba el dinero. En provincias, el comercio tiene procederes prudentes que lo salvan de los grandes desastres. Los Puech y Lacamp eran prudentes entre los prudentes; arriesgaban un millar de escudos temblando; por eso su casa, un auténtico agujero, no tenía ninguna importancia. Los cincuenta mil francos que Pierre aportó bastaron para pagar las deudas y ampliar un poco el comercio. Los comienzos fueron felices. Durante tres años consecutivos, la cosecha de aceitunas fue abundante. Felicité, con un golpe de audacia que asustó singularmente a Pierre y al viejo Puech, les hizo comprar una considerable cantidad de aceite que amontonaron y guardaron en el almacén. Los dos años siguientes, según los presentimientos de la joven, la cosecha falló, hubo un alza considerable, lo cual les permitió obtener grandes beneficios despachando su provisión.

Poco tiempo después de esta redada, Puech y el señor Lacamp se retiraron de la sociedad, contentos con unos cuantos francos que acababan de ganar, atacados por la ambición de morir como rentistas.

La joven pareja, única dueña de la casa, pensó que por fin había atraído a la fortuna.

—Has vencido mi mala pata —le decía a veces Felicité a su marido.

Una de las escasas debilidades de aquella naturaleza enérgica consistía en creerse herida por la mala suerte. Hasta entonces, pretendía, nada les había salido bien, ni a ella ni a su padre, pese a sus esfuerzos. Con ayuda de la superstición meridional, ella se disponía a luchar contra el destino, como se lucha contra una persona de carne y hueso que trata de estrangularnos.

Los hechos no tardaron en justificar extrañamente sus aprensiones. La mala pata volvió, implacable. Cada año, un nuevo desastre quebrantó la casa Rougon. Una bancarrota se les llevó unos cuantos miles de francos; los cálculos probables sobre la abundancia de las cosechas resultaban falsos a consecuencia de circunstancias increíbles; las especulaciones más seguras fracasaban miserablemente. Fue un combate sin tregua ni merced.

—Ya ves que he nacido con mala estrella —decía amargamente Felicité.

Y sin embargo, se empecinaba, furiosa, sin comprender por qué ella, que había tenido un olfato tan delicado para una primera especulación, sólo daba a su marido consejos deplorables.

Pierre, abatido, menos tenaz, habría liquidado veinte veces sin la actitud crispada y terca de su mujer. Quería ser rica. Comprendía que su ambición sólo podía edificarse sobre la fortuna. Cuando tuvieran unos cientos de miles de francos, serían los amos de la ciudad; haría nombrar a su marido para un puesto importante y ella gobernaría. No era la conquista de honores lo que le inquietaba; se sentía maravillosamente armada para esa lucha. Pero se quedaba sin fuerzas ante los primeros sacos de escudos que había que ganar. Aunque el manejo de los hombres no la asustaba, experimentaba una especie de rabia impotente ante esas piezas de cinco francos, inertes, blancas y frías, sobre las cuales su espíritu de intriga no tenía poder, y que se le resistían estúpidamente.

Más de treinta años duró la batalla. Cuando Puech murió, fue un nuevo mazazo. Felicité, que contaba con heredar unos cuarenta mil francos, se enteró de que el viejo egoísta, para darse buena vida en sus últimos días, había colocado su pequeña fortuna a fondo perdido. Se puso enferma. Se iba agriando poco a poco, se volvía más seca, más estridente. Al verla dar vueltas de la mañana a la noche, alrededor de las tinajas de aceite, se hubiera dicho que creía activar la venta con esos vuelos continuos de mosca inquieta. Su marido, en cambio, se hacía más pesado; la mala pata lo engordaba, lo volvía más grueso y blando. Aquellos treinta años de lucha no los llevaron, sin embargo, a la ruina. A cada inventario anual, iban saliendo adelante; si experimentaban pérdidas durante una temporada, se recuperaban en la temporada siguiente. Esta vida al día era lo que exasperaba a Felicité. Habría preferido una quiebra como Dios manda. Quizá hubieran podido entonces recomenzar su vida, en lugar de emperrarse en lo infinitamente pequeño, de quemarse la sangre para no ganar más que lo estrictamente necesario. En un tercio de siglo, no consiguieron ahorrar ni cincuenta mil francos.

Hay que decir que, desde los primeros años de su matrimonio, creció una familia numerosa que a la larga se convirtió en una pesada carga. Felicité, como algunas mujeres bajitas, tuvo una fecundidad que jamás nadie habría supuesto, al ver la estructura enclenque de su cuerpo. En cinco años, de 1811 a 1815, tuvo tres hijos, uno cada dos años. Durante los cuatro años siguientes, parió aún dos hijas. Nada hace crecer mejor a los niños que la vida plácida y embrutecedora de la provincia. Los esposos acogieron bastante mal a las dos últimas; las niñas, cuando falta la dote, se convierten en un terrible estorbo. Rougon declaró a quien quiso oírlo que ya estaba bien, y que el diablo sería muy listo si le enviaba un sexto hijo. Felicité, efectivamente, se quedó ahí. No se sabe en qué cifra se habría detenido.

Por lo demás, la joven no miró a aquella prole como una causa de ruina. Al contrario, reconstruyó sobre la cabeza de sus hijos el edificio de su fortuna, que se derrumbaba entre sus manos. Aún no contaban diez años, cuando ya en sueños confiaba en su futuro. Dudando de tener éxito nunca por sí misma, puso sus esperanzas en ellos para vencer la saña de la suerte. Satisfarían sus vanidades decepcionadas, le darían aquella posición rica y envidiada que perseguía en vano. A partir de entonces, sin abandonar la lucha sostenida por la casa comercial, tuvo una segunda táctica para llegar a satisfacer sus instintos de dominio. Le parecía imposible que, entre sus tres hijos, no hubiera un hombre superior que los enriqueciera a todos. Lo sentía, según decía. Por eso cuidaba a los críos con un fervor en el cual había severidades de madre y ternezas de usurero. Se complació en engordarlos amorosamente como un capital que debía más adelante procurarle grandes intereses.

—¡Déjalo! —gritaba Pierre—, todos los hijos son unos ingratos. Los mimas, nos arruinas.

Cuando Felicité habló de mandar a los pequeños al colegio, se enfadó. El latín era un lujo inútil, bastaría con que fueran a clase a un pequeño pensionado cercano. Pero la joven se resistió; tenía instintos más elevados que le inspiraban un gran orgullo al adornarse con hijos instruidos; además, percibía que sus hijos no podían ser tan iletrados como su marido, si quería verlos un día como hombres superiores. Soñaba con los tres en París, en altas posiciones que no precisaba. Cuando Rougon hubo cedido y los tres chiquillos entraron en octavo, Felicité saboreó los más vivos goces de vanidad que nunca había sentido. Los escuchaba arrobada hablar entre sí de sus profesores y de sus estudios. El día en que el mayor hizo declinar delante de ella
rosa, rosae
a uno de los pequeños, creyó oír una música del iciosa. Hay que decirlo en alabanza suya, su alegría estuvo entonces desprovista de todo cálculo. El propio Rougon se dejó invadir por el contento del hombre iletrado que ve a sus hijos volverse más sabios que él. La camaradería que se estableció con naturalidad entre sus hijos y los de los peces más gordos de la ciudad acabó de embriagar a los esposos. Los pequeños tuteaban al hijo del alcalde, al del subprefecto, e incluso a dos o tres hidalgos que el barrio de San Marcos se había dignado meter en el colegio de Plassans. Felicité no creía poder pagar bastante tal honor. La instrucción de los tres chiquillos pesó terriblemente sobre el presupuesto de la casa Rougon.

Mientras los niños no fueron bachilleres, los esposos, que los mantenían en el colegio gracias a enormes sacrificios, vivieron con la esperanza de su éxito. E incluso, cuando hubieron obtenido su título, Felicité quiso rematar su obra; convenció a su marido de enviarlos a los tres a París. Dos estudiaron Derecho, el tercero siguió los cursos de la Escuela de Medicina. Después, cuando fueron hombres, cuando hubieron agotado los recursos de la casa Rougon y se vieron obligados a regresar y establecerse en la provincia, empezó el desencanto para los pobres padres. La provincia pareció recuperar su presa. Los tres jóvenes se durmieron, se embastecieron. Toda la acritud de su mala suerte volvió a subir a la garganta de Felicité. Sus hijos le resultaban una bancarrota. La habían arruinado, no le daban los intereses del capital que representaban. Este último golpe del destino fue para ella tanto más sensible cuanto que la alcanzaba a la vez en sus ambiciones de mujer y en sus vanidades de madre. Rougon le repitió de la mañana a la noche: «¡Ya te lo había dicho!», lo cual la exasperó aún más.

Un día, cuando ella le reprochaba amargamente al mayor las sumas de dinero que le había costado su instrucción, éste le había dicho con no menor amargura:

—Se lo reembolsaré más adelante, si puedo. Pero, ya que no tenían ustedes fortuna, había que hacer de nosotros unos trabajadores. Somos unos desclasados, sufrimos más que ustedes.

Felicité comprendió la hondura de estas palabras. A partir de entonces, dejó de acusar a sus hijos, y volvió su cólera contra la suerte, que no se cansaba de herirla. Volvió a empezar con sus quejas, empezó a gemir más y mejor sobre la falta de fortuna que le impedía llegar a puerto. Cuando Rougon le decía: «Tus hijos son unos haraganes, nos chuparán hasta el final», respondía agriamente: «Ojalá que yo tuviese más dinero que darles. Si vegetan, los pobres chicos, es porque no tienen un céntimo».

A comienzos del año 1848, en vísperas de la revolución de febrero, los tres jóvenes Rougon tenían en Plassans posiciones muy precarias. Resultaban entonces unos tipos curiosos, profundamente diferentes, aunque paralelamente salidos de la misma cepa. Valían más, en suma, que sus padres. La raza de los Rougon debía depurarse por sus mujeres. Adélaïde había hecho de Pierre un espíritu medio, apto para las ambiciones bajas; Félicité acababa de darles a sus hijos inteligencias más elevadas, capaces de grandes vicios y de grandes virtudes.

En esa época, el mayor, Eugène, contaba cerca de cuarenta años. Era un mozo de talla mediana, ligeramente calvo, con tendencia ya a la obesidad. Tenía la cara de su padre, una cara larga, de rasgos anchos; bajo la piel, se adivinaba la grasa que ablandaba sus redondeces y daba al rostro una blancura amarillenta de cera. Pero, aunque se notaba aún el campesino en la estructura maciza y cuadrada de la cabeza, la fisonomía se transfiguraba, se iluminaba por dentro, cuando la mirada despertaba, alzando los pesados párpados. En el hijo, la pesadez del padre se había convertido en gravedad. Este grueso mozo tenía de ordinario una actitud de poderoso sueño; por ciertos gestos amplios y fatigados, habría podido ser un gigante que estiraba sus miembros a la espera de la acción. Por uno de esos supuestos caprichos de la naturaleza en los que la ciencia empieza a distinguir leyes, si el parecido físico con Pierre era completo en Eugène, Felicité parecía haber contribuido a proporcionar la materia pensante. Eugène presentaba el caso curioso de ciertas cualidades morales e intelectuales de su madre hundidas en las carnes espesas de su padre. Tenía elevadas ambiciones, instintos autoritarios, un singular desprecio por los pequeños medios y las pequeñas fortunas. Era la prueba de que Plassans no se engañaba acaso al sospechar que Felicité tenía en las venas unas gotas de sangre noble. Los apetitos de goce que se desarrollaban furiosamente en los Rougon, y que eran como la característica de esa familia, adoptaban en él una de sus facetas más elevadas; quería gozar, pero con las voluptuosidades del espíritu, satisfaciendo su necesidad de dominio. Un hombre tal no estaba hecho para triunfar en provincias. Vegetó allí quince años, con los ojos puestos en París, acechando las ocasiones. Desde su regreso a la pequeña ciudad, para no comer el pan de sus padres se había inscrito en el Colegio de Abogados. Pleiteó de vez en cuando, ganándose malamente la vida, sin parecer elevarse por encima de una honrada mediocridad. En Plassans opinaban que su voz era pastosa, sus gestos duros. Era raro que lograse ganar la causa de un cliente; solía salirse del tema, divagaba, según la expresión de los entendidos del lugar. Un día, sobre todo, defendiendo un asunto de daños y perjuicios, se olvidó, se perdió en consideraciones políticas, hasta el punto de que el presidente le retiró la palabra. Se sentó inmediatamente, sonriendo con una singular sonrisa. Su cliente fue condenado a pagar una suma considerable, lo cual no pareció hacerle lamentar en absoluto sus digresiones. Parecía considerar sus alegatos simples ejercicios que le servirían más adelante. Eso era lo que Felicité no comprendía y lo que la desesperaba; le habría gustado que su hijo dictase leyes en el tribunal civil de Plassans. Acabó por formarse una opinión muy desfavorable de su primogénito; según ella, aquel chico dormido no podía ser la gloria de la familia. Pierre, en cambio, tenía en él una confianza absoluta, y no porque tuviera ojos más penetrantes que su mujer, sino porque se atenía a la superficie, y se halagaba a sí mismo al creer en el genio de un hijo que era su vivo retrato. Un mes antes de las jornadas de febrero, Eugène se tornó inquieto; un olfato especial le hizo adivinar la crisis. A partir de entonces, el suelo de Plassans le quemaba los pies. Se le vio vagar por los paseos como un alma en pena. Después se decidió bruscamente, marchó a París. No tenía ni quinientos francos en el bolsillo.

Aristide, el más joven de los hijos Rougon, era lo opuesto a Eugène, geométricamente, por así decirlo. Tenía el rostro de su madre y una avidez, un carácter taimado, apto para las intrigas vulgares, donde dominaban los instintos de su padre. La naturaleza tiene con frecuencia necesidades de simetría. Bajo, con cara de zorro, semejante al puño de un bastón curiosamente tallado en forma de cabeza de Polichinela, Aristide huroneaba, rebuscaba por todas partes, impaciente por gozar. Amaba el dinero como su hermano mayor amaba el poder. Mientras que Eugène soñaba con doblegar un pueblo a su voluntad y se embriagaba con su omnipotencia futura, él se veía diez veces millonario, alojado en una principesca mansión, comiendo y bebiendo bien, saboreando la vida con todos los sentidos y órganos de su cuerpo. Quería sobre todo una fortuna rápida. Cuando hacía castillos en el aire, esos castillos se alzaban mágicamente en su espíritu; tenía toneles de oro de la noche a la mañana; eso agradaba a su pereza, tanto más cuanto que no le preocupaban mucho los medios y los más rápidos le parecían los mejores. La raza de los Rougon, de esos campesinos bastos y ávidos, de apetitos bestiales, había madurado demasiado pronto; todas las necesidades de goce material se desarrollaban en Aristide, triplicadas por una educación apresurada, más insaciables y peligrosas desde que se habían vuelto racionales. Pese a sus delicadas intuiciones de mujer, Felicité prefería a este muchacho; no percibía que Eugène le pertenecía mucho más; disculpaba las tonterías y perezas de su hijo menor, con el pretexto de que sería el hombre superior de la familia, y que un hombre superior tiene derecho a llevar una vida desordenada hasta el día en que se revela el poder de sus facultades. Aristide puso duramente a prueba su indulgencia. En París, llevó una vida sucia y ociosa; fue de esos estudiantes que se matriculan en las cervecerías del Barrio Latino. Por lo demás, sólo estuvo allí dos años; su padre, asustado, viendo que no había aprobado aún ni un solo examen, lo retuvo en Plassans y habló de buscarle una esposa, esperando que las preocupaciones del hogar lo convirtieran en un hombre formal. Aristide se dejó casar. En aquella época no veía con claridad en sus ambiciones; la vida de provincias no le desagradaba; se encontraba a gusto en su pequeña ciudad, comiendo, durmiendo, ganduleando. Felicité defendió su causa con tanto calor que Pierre accedió a alimentar y albergar a la pareja, a condición de que el joven se ocupara activamente de la casa de comercio. A partir de entonces comenzó para éste una grata existencia de holgazán; se pasó en el casino los días y la mayor parte de las noches, escapándose de la oficina de su padre como un colegial, yendo a jugar los pocos luises que su madre le daba a escondidas. Hay que haber vivido en lo hondo de una provincia para comprender bien cómo fueron los cuatro años de embrutecimiento que el mozo pasó de esta forma. Hay, en cada pequeña ciudad, un grupo de individuos que viven a costa de sus padres, fingiendo a veces que trabajan, pero cultivando en realidad su pereza como una especie de religión. Aristide fue el tipo de esos azotacalles incorregibles a quienes se ve arrastrarse voluptuosamente en el vacío de la provincia. Jugó al ecarté durante cuatro años. Mientras él vivía en el casino, su mujer, una rubia blanda y plácida, contribuía a la ruina de la casa Rougon con una pronunciada afición a los trajes vistosos y con un apetito formidable, curiosísimo en una criatura tan frágil. Angèle adoraba las cintas azul cielo y el solomillo a la plancha. Era hija de un capitán retirado, al que llamaban el comandante Sicardot, un buen hombre que le había dado en dote diez mil francos, todas sus economías. Por eso Pierre, al elegir a Angèle para su hijo, había creído hacer un negocio inesperado, a tan bajo precio valoraba a Aristide. Esta dote de diez mil francos, que le hizo decidirse, se convirtió justamente luego en un ladrillo atado a su cuello. Su hijo era ya un taimado bribón; le entregó los diez mil francos, asociándose con él, sin querer quedarse con un céntimo, exhibiendo la mayor abnegación.

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