La fortuna de los Rougon (15 page)

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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

BOOK: La fortuna de los Rougon
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—¡Oh! —dijo Félicité—, yo me encargo de suavizarlo… ¿Cree usted que el departamento se rebelará?

—Es cosa segura, en mi opinión. Plassans no se moverá, quizá; la reacción ha triunfado demasiado ampliamente. Pero las ciudades vecinas, las aldeas y sobre todo el campo están trabajados desde hace mucho tiempo por sociedades secretas y pertenecen al partido republicano avanzado. Si estalla un golpe de Estado, se oirá tocar a rebato en toda la comarca, desde los bosques de la Seille hastá la meseta de Sainte-Roure.

Félicité se concentró.

—Entonces —prosiguió—, ¿piensa usted que es necesaria una insurrección para asegurar nuestra fortuna?

—Es mi parecer —respondió el señor de Carnavant. Y añadió, con una sonrisa ligeramente irónica—: Una nueva dinastía sólo se funda en una refriega. La sangre es un buen abono. Será hermoso que los Rougon, como ciertas ilustres familias, daten de una matanza.

Estas palabras, acompañadas por una risa burlona, hicieron correr un escalofrío por la espalda de Félicité. Pero era una mujer muy entera, y la vista de las hermosas cortinas del señor Peirotte, que miraba religiosamente cada mañana, mantenía su valor. Cuando se sentía flaquear, se asomaba a la ventana y contemplaba la casa del recaudador. Eran sus Tullerías. Estaba decidida a los actos más extremados para entrar en la ciudad nueva, en esa tierra prometida en cuyo umbral ardía en deseos hacía tantos años.

La conversación que había tenido con el marqués acabó de mostrarle claramente la situación. Pocos días después, pudo leer una carta de Eugène, en la cual el servidor del golpe de Estado parecía contar igualmente con una insurrección para dar cierta importancia a su padre. Eugène conocía su provincia. Todos sus consejos habían tendido a que los reaccionarios del salón amarillo tuvieran en sus manos la mayor influencia posible, para que los Rougon pudieran apoderarse de la ciudad en el momento crítico. Según sus deseos, en noviembre de 1851, el salón amarillo era el amo de Plassans. Roudier representaba a la burguesía rica; su conducta decidiría con toda seguridad la de la ciudad nueva. Granoux era aún más valioso; tenía a sus espaldas todo el concejo, del que era el miembro más influyente, lo cual da una idea de los demás miembros. Por último, mediante el comandante Sicardot, a quien el marqués había conseguido que nombraran jefe de la guardia nacional, el salón amarillo disponía de la fuerza armada. Los Rougon, aquellos pobres diablos mal afamados, habían conseguido, pues, agrupar en torno a sí las herramientas de su fortuna. Cada cual, por cobardía o necesidad, debía obedecerles y trabajar ciegamente por su elevación. Sólo tenían que temer las otras influencias que podían actuar en el mismo sentido que la suya, y arrebatar, en parte, a sus esfuerzos el mérito de la victoria. Ése era su gran temor, pues pretendían desempeñar ellos solos el papel de salvadores. Sabían de antemano que el clero y la nobleza los ayudarían más de lo que los obstaculizarían. Pero, en el caso de que el subprefecto, el alcalde y los otros funcionarios se adelantaran y ahogaran inmediatamente la insurrección, se encontrarían disminuidos, frenados incluso en sus hazañas; no tendrían ni tiempo ni medios para hacerse útiles. Soñaban con la abstención completa, con el pánico general de los funcionarios. Si desaparecía toda administración regular, si entonces eran un solo día los dueños de los destinos de Plassans, su fortuna estaría sólidamente cimentada. Felizmente para ellos, no había en la administración un hombre lo bastante convencido o lo bastante necesitado para amenazar la partida. El subprefecto era una mente liberal a quien el poder ejecutivo había olvidado en Plassans, gracias sin duda al excelente renombre de la ciudad; tímido de carácter, incapaz de un exceso de poder, debía de mostrarse muy apurado ante una insurrección. Los Rougon, que sabían que era favorable a la causa democrática, y que, por consiguiente, no temían su celo, se preguntaban simplemente con curiosidad qué actitud adoptaría. La municipalidad no les inspiraba mucho más temor. El alcalde, el señor Garçonnet, era un legitimista que el barrio de San Marcos había conseguido nombrar en 1849; detestaba a los republicanos y los trataba de forma muy desdeñosa; pero se encontraba demasiado ligado por amistad con ciertos miembros del clero para echar activamente una mano a un golpe de Estado bonapartista. Los otros funcionarios estaban en el mismo caso. Los jueces de paz, el jefe de correos, el recaudador de contribuciones, así como el recaudador particular, el señor Peirotte, que habían recibido sus puestos de la reacción clerical, no podían aceptar el Imperio con grandes arrebatos de entusiasmo. Los Rougon, sin ver muy bien cómo se desembarazarían de esa gente y despejarían a continuación el campo para quedarse solos en primer plano, se entregaban, sin embargo, a grandes esperanzas, al no encontrar a nadie que les disputase su papel de salvadores.

El desenlace se acercaba. En los últimos días de noviembre, cuando corría el rumor de un golpe de Estado y se acusaba al príncipe-presidente de querer hacerse nombrar emperador: «¡Eh! ¡Le nombraremos lo que quiera —había exclamado Granoux—, con tal de que mande fusilar a esos bribones de republicanos!».

Esta exclamación de Granoux, a quien se creía dormido, causó gran emoción. El marqués fingió no haber oído; pero todos los burgueses aprobaron con la cabeza al ex comerciante de almendras. Roudier, a quien no le daba miedo aplaudir muy fuerte, porque era rico, declaró incluso, mirando de reojo al señor de Carnavant, que aquella situación era insostenible, y que Francia debía ser enderezada cuanto antes por la mano que fuera.

El marqués guardó silencio de nuevo, lo cual fue tomado por aquiescencia. El clan de los conservadores, abandonando la legitimidad, se atrevía a formular votos por el Imperio.

—Amigos míos —dijo el comandante Sicardot, levantándose—, sólo un Napoleón puede proteger hoy a las personas y las propiedades amenazadas… No teman nada, he tomado las precauciones necesarias para que en Plassans reine el orden.

El comandante había escondido, en efecto, de acuerdo con los Rougon, en una especie de cuadra, cerca de las murallas, una provisión de cartuchos y un número bastante considerable de fusiles; se había asegurado al mismo tiempo el concurso de unos guardas nacionales con los que creía poder contar. Sus palabras produjeron una felicísima impresión. Esa tarde, al separarse, los pacíficos burgueses del salón amarillo hablaban de matar a los «rojos», si se atrevían a moverse.

El 1 de diciembre, Pierre Rougon recibió una carta de Eugène, que fue a leer al dormitorio, según su prudente costumbre. Félicité observó que estaba muy agitado al salir de la habitación. Dio vueltas todo el día alrededor del escritorio. Llegada la noche, no pudo aguantar más. Apenas se hubo dormido su marido, se levantó despacito, cogió la llave del escritorio en el bolsillo del chaleco, y se apoderó de la carta, haciendo el menor ruido posible. Eugène, en diez líneas, prevenía a su padre de que iba a producirse la crisis, y le aconsejaba que pusiera a su madre al tanto de la situación. Había llegado la hora de informarla; podría necesitar sus consejos.

Al día siguiente, Félicité esperó una confidencia que no llegó. No se atrevió a confesar su curiosidad, continuó fingiendo ignorancia, irritada con la necia desconfianza de su marido, que la juzgaba sin duda charlatana y débil como las demás mujeres. Pierre, con ese orgullo marital que da a un hombre la creencia de su superioridad en la pareja, había acabado por atribuir a su mujer toda la mala suerte pasada. Desde que se imaginaba dirigir él solo sus asuntos, le parecía que todo marchaba a pedir de boca. Por ello había resuelto prescindir por entero de los consejos de su mujer y no confiarle nada, a pesar de las recomendaciones de su hijo.

Félicité se picó, hasta el punto de que le habría puesto chinitas, de no haber deseado el triunfo tan ardientemente como Pierre. Siguió trabajando activamente por el éxito, pero buscando alguna venganza.

«¡Ah!, si pudiera llevarse un buen susto —pensaba—, ¡si cometiera una gran tontería!… Lo vería venir a pedirme humildemente consejo, dictaría la ley a mi vez».

Lo que la inquietaba era la actitud de amo todopoderoso que Pierre adoptaría necesariamente, si triunfaba sin su ayuda. Cuando se había casado con aquel hijo de campesino, con preferencia a cualquier pasante de notario, había pretendido servirse de él como de un títere sólidamente construido, de cuyas cuerdas tiraría a su antojo. ¡Y he aquí que el día decisivo el títere, con su ciega pesadez, quería andar solo! Todo el espíritu de astucia, toda la actividad febril de la viejecita protestaban. Sabía a Pierre muy capaz de una decisión brutal, similar a la que había tomado al obligar a su madre a firmar el recibo de cincuenta mil francos; el instrumento era bueno, poco escrupuloso; pero ella sentía la necesidad de dirigirlo, sobre todo en las circunstancias presentes, que exigían mucha agilidad.

La noticia oficial del golpe de Estado sólo llegó a Plassans la tarde del 3 de diciembre, un jueves. Desde las siete de la tarde, la reunión estaba completa en el salón amarillo. Aunque deseasen ardientemente la crisis, en la mayoría de los rostros se pintaba una vaga inquietud. Comentaron los acontecimientos, en medio de charlas sin fin. Pierre, ligeramente pálido como los otros, se creyó en el deber, por un alarde de prudencia, de disculpar el acto decisivo del príncipe Luis ante los legitimistas y los orleanistas que estaban presentes.

—Se habla de una llamada al pueblo —dijo—; la nación será libre de elegir el Gobierno que le plazca… El presidente es capaz de retirarse ante nuestros dueños legítimos.

Sólo el marqués, que tenía toda su sangre fría de hidalgo, acogió estas palabras con una sonrisa. A los demás, en la fiebre de la hora presente, nada les importaba de lo que ocurriría después. Todas las opiniones zozobraban. Roudier, olvidando su ternura de ex tendero por los Orleáns, interrumpió a Pierre con brusquedad. Todos gritaron:

—No discutamos. Pensemos en mantener el orden.

Aquella buena gente tenía un miedo horrible a los republicanos. Sin embargo, la ciudad sólo había experimentado una ligera emoción ante el anuncio de los acontecimientos de París. Había habido concentraciones ante los carteles pegados en la puerta de la subprefectura; corría el rumor de que unos cientos de obreros acababan de abandonar el trabajo y trataban de organizar la resistencia. Eso era todo. No parecía que fuera a estallar ningún disturbio grave. La actitud que adoptarían las ciudades y los campos vecinos era mucho más inquietante; pero se ignoraba aún de qué manera habían acogido el golpe de Estado.

Hacia las nueve, llegó Granoux, jadeante; salía de una sesión del ayuntamiento, convocada con urgencia. Con voz estrangulada por la emoción, dijo que el alcalde, el señor Garçonnet, aunque tenía sus reservas, se había mostrado decidido a mantener el orden con los métodos más enérgicos. Pero la noticia que más hizo chismorrear al salón amarillo fue la de la dimisión del subprefecto; este funcionario se había negado en redondo a comunicar a los habitantes de Plassans los despachos del ministro del Interior; acababa de abandonar la ciudad, afirmaba Granoux, y los despachos se habían hecho públicos gracias al alcalde. Se trata, quizá, del único subprefecto, en Francia, que tuvo el valor de no renegar de sus opiniones democráticas.

Aunque la actitud firme del señor Garçonnet inquietó secretamente a los Rougon, se las prometieron muy felices con la huida del subprefecto, que les dejaba el campo libre. Se decidió, en aquella memorable velada, que el grupo del salón amarillo aceptaba el golpe de Estado y se declaraba abiertamente en favor de los hechos consumados. Vuillet quedó encargado de escribir inmediatamente un artículo en ese sentido, que
La Gaceta
publicaría al día siguiente. Él y el marqués no hicieron la menor objeción. Habían recibido sin duda instrucciones de los misteriosos personajes a los cuales hacían a veces devota alusión. El clero y la nobleza se resignaban ya a prestar su ayuda a los vencedores para aplastar a la enemiga común, la República.

Esa tarde, mientras el salón amarillo deliberaba, Aristide sintió sudores fríos de ansiedad. Nunca un jugador que arriesga su último luis a una carta ha experimentado semejante angustia. Durante el día, la dimisión de su jefe le dio mucho que pensar. Le oyó repetir en varias ocasiones que el golpe de Estado tenía que fracasar. Aquel funcionario, de una honradez limitada, creía en el triunfo definitivo de la democracia, aunque no tenía el valor de trabajar en pro de ese triunfo, resistiendo. Aristide solía escuchar detrás de las puertas de la subprefectura, para tener informes concretos; sentía que marchaba a ciegas, y se aferraba a las noticias que robaba a la administración. La opinión del prefecto lo impresionó; pero se quedó muy perplejo. Pensaba: «¿Por qué se aleja, si está seguro del fracaso del príncipe-presidente?». Sin embargo, obligado a tomar un partido, resolvió continuar con su oposición. Escribió un artículo muy hostil al golpe de Estado, que llevó esa misma tarde a
El Independiente
, para el número de la mañana siguiente. Había corregido las pruebas de ese artículo, y regresaba a casa, casi tranquilizado, cuando, al pasar por la calle de la Banne, alzó maquinalmente la cabeza y miró las ventanas de los Rougon. Esas ventanas estaban brillantemente iluminadas.

«¿Qué pueden estar conspirando allá arriba?», se preguntó el periodista con inquieta curiosidad.

Le entraron entonces unas violentas ganas de conocer la opinión del salón amarillo sobre los últimos acontecimientos. Concedía a ese grupo reaccionario una inteligencia mediana; pero sus dudas regresaban, se encontraba en una de esas horas en que uno pediría consejo a un niño de cuatro años. No podía pensar en entrar en casa de su padre en ese momento, después de la campaña que había hecho contra Granoux y los otros. Subió, sin embargo, pensando en la singular pinta que tendría, si llegaban a sorprenderlo en la escalera. Llegado a la puerta de los Rougon, sólo pudo captar un confuso rumor de voces.

—Soy un crío —dijo—; el miedo me vuelve idiota.

E iba a bajar, cuando oyó a su madre que acompañaba a la puerta a alguien. Casi ni le dio tiempo a lanzarse a un hueco oscuro formado por una pequeña escalera que llevaba a los desvanes de la casa. La puerta se abrió, apareció el marqués, seguido por Félicité. El señor de Carnavant solía retirarse antes que los rentistas de la ciudad nueva, sin duda para no tener que distribuirles apretones de mano en la calle.

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