Durante esta conversación, el marqués murmuró unas palabras con aire sagaz al oído de Félicité. Le daba la enhorabuena sin duda por su lance imprevisto. La anciana no pudo reprimir una leve sonrisa. Y cuando Sicardot daba un apretón de manos a Rougon y se disponía a salir:
—¿Nos abandona usted, decididamente? —le preguntó recobrando su aire trastornado.
—Jamás un viejo soldado de Napoleón se dejará intimidar por la chusma —respondió.
Estaba ya en el descansillo, cuando Granoux se abalanzo y le gritó:
—Si va usted al ayuntamiento, prevenga al alcalde de lo que ocurre. Yo corro a casa, para tranquilizar a mi mujer.
Félicité se había arrimado a su vez al oído del marqués, murmurando con discreta alegría:
—¡A fe mía!, prefiero que ese diablo del comandante vaya a que le arresten. Tiene demasiado celo.
Mientras tanto Rougon había vuelto a llevar a Granoux al salón. Roudier, que, desde su rincón, seguía silenciosamente la escena, apoyando con signos enérgicos las propuestas de medidas prudentes, se reunió con ellos. Cuando el marqués y Vuillet se hubieron levantado igualmente:
—Ahora que estamos solos —dijo Pierre—, entre gente pacífica, les propongo que nos escondamos, con el fin de evitar una detención segura, y de estar en libertad cuando volvamos a ser los más fuertes. Granoux estuvo a punto de abrazarlo, Roudier y Vuillet respiraron más a sus anchas.
—Próximamente los necesitaré a ustedes, caballeros —continuó el comerciante de aceite dándose importancia—. A nosotros nos cabrá el honor de restablecer el orden en Plassans.
—Cuente con nosotros —exclamó Vuillet, con un entusiasmo que inquietó a Félicité.
El tiempo apremiaba. Los singulares defensores de Plassans que se escondían para mejor defender la ciudad se apresuraron cada cual a meterse en el fondo de cualquier agujero. Al quedarse solo con su mujer, Pierre le recomendó que no cometiera el error de atrancarse, y que respondiese, si venían a interrogarla, que él se había marchado para un breve viaje. Y como ella se hacía la tonta, fingiendo terror y preguntándole en qué pararía todo aquello, le respondió bruscamente:
—No es asunto tuyo. Déjame llevar a mí solo las cosas. Saldrán mejor.
Unos minutos después, caminaba rápidamente a lo largo de la calle de la Banne. Llegado al paseo Sauvaire, vio salir del barrio viejo a un grupo de obreros que cantaban
La marsellesa
.
«¡Caray! —pensó— ya era hora. La ciudad se subleva ahora».
Apretó el paso, dirigiéndose hacia la puerta de Roma. Allí, le entraron sudores fríos por la lentitud del guardián en abrirle la puerta. Al dar los primeros pasos por la carretera distinguió, al claro de luna, en el otro extremo del arrabal, la columna de insurgentes, cuyos fusiles despedían llamitas blancas. Corriendo se internó en el callejón de San Mittre y llegó a casa de su madre, a donde no había ido desde hacía muchos años.
Antoine Macquart regresó a Plassans tras la caída de Napoleón. Había tenido la increíble suerte de no participar en ninguna de las últimas y mortíferas campañas del Imperio. Se había arrastrado de puesto en puesto sin que nada lo sacara de su vida embrutecida de soldado. Esa vida acabó de desarrollar sus vicios naturales. Su pereza se volvió razonada; sus borracheras, que le valieron un número incalculable de castigos, fueron desde entonces a sus ojos una verdadera religión. Pero lo que lo convirtió sobre todo en el peor de los granujas fue el gran desdén que concibió por los pobres diablos que se ganaban por la mañana su pan de la noche.
—Tengo dinero en el pueblo —decía a menudo a sus camaradas—; cuando me den la licencia, podré vivir como un burgués.
Esta creencia y su crasa ignorancia le impidieron ascender ni siquiera al grado de cabo.
Desde su partida, no había ido a pasar ni un día de permiso a Plassans, pues su hermano inventaba mil pretextos para tenerlo alejado. Por eso ignoraba por completo la hábil forma en que Pierre se había apoderado de la fortuna de su madre. Adélaïde, en la indiferencia profunda en que vivía, no le escribió sino tres veces, para decirle simplemente que se encontraba bien. El silencio que solía acoger sus numerosas peticiones de dinero no le infundió ninguna sospecha; la roñosería de Pierre bastaba para explicarle las dificultades que experimentaba para arrancar, de vez en cuando, una miserable pieza de veinte francos. Por lo demás, eso no hizo sino aumentar el rencor contra su hermano, que le dejaba pudrirse en el servicio, pese a su promesa formal de rescatarlo. Se juraba, al regresar a casa, que no volvería a obedecer como un chiquillo y que reclamaría rotundamente su parte de la fortuna, para vivir a su gusto. Soñó, en la diligencia que lo traía, con una deliciosa existencia de pereza. El derrumbamiento de sus castillos en el aire fue terrible. Cuando llegó al arrabal y no reconoció ya el cercado de los Fouque, se quedó atónito. Tuvo que preguntar la nueva dirección de su madre. Allí hubo una escena espantosa. Adélaïde le comunicó tranquilamente la venta de sus bienes. Él se enfureció, llegó hasta a levantarle la mano.
La pobre mujer repetía:
—Tu hermano se quedó con todo; se ocupará de ti, es lo convenido.
Salió por fin y corrió a casa de Pierre, a quien habla avisado de su regreso, y que se había preparado para recibirle y terminar con él para siempre, a la primera frase grosera.
—Oiga —le dijo el comerciante de aceite, que aparentó no tutearlo ya—, no me revuelva la bilis o le pongo en la puerta. Después de todo, no lo conozco. No llevamos el mismo apellido. Ya es bastante desgracia para mí que mi madre se haya portado mal, sin que sus bastardos vengan aquí a insultarme. Estaba bien dispuesto hacia usted; pero, ya que se muestra insolente, no haré nada, absolutamente nada.
Antoine estuvo a punto de ahogarse de cólera.
—¿Y mi dinero? —gritaba—. ¿Me lo devolverás, ladrón, o tendré que arrastrarte ante los tribunales?
Pierre se encogía de hombros:
—No tengo dinero suyo —respondió, cada vez más tranquilo—. Mi madre dispuso de su fortuna como le pareció. Y yo no soy quién para meter la nariz en sus asuntos. He renunciado de buen grado a toda esperanza de herencia. Estoy a cubierto de sus sucias acusaciones.
Y, como su hermano tartamudeaba, exasperado por aquella sangre fría y sin saber qué pensar, le puso ante los ojos el recibo que Adélaïde había firmado. La lectura de aquel documento acabó de abrumar a Antoine.
—Está bien —dijo con voz casi tranquila—, ya sé lo que tengo que hacer.
La verdad es que no sabía qué partido tomar. Su impotencia para encontrar un método inmediato para tener su parte y vengarse activaba aún más su furiosa fiebre. Volvió a casa de su madre, la sometió a un interrogatorio vergonzoso. La infeliz mujer no podía sino enviarlo otra vez a Pierre.
—¿Es que os creéis —exclamó él insolentemente— que vais a hacerme ir y venir como un zarandillo? Ya me enteraré de cuál de los dos tiene el gato. ¿Quizá te lo has comido tú?…
Y, aludiendo a su antigua mala conducta, le preguntó si no tendría algún canalla al que daba sus últimos cuartos. Ni siquiera perdonó a su padre, aquel borracho de Macquart, decía, que debía de haberla timado hasta su muerte, y que dejaba a sus hijos en la miseria. La pobre mujer escuchaba, con aire embrutecido. Gruesas lágrimas corrían por sus mejillas. Se defendió con un terror de niño, respondiendo a las preguntas de su hijo como a las de un juez, jurando que se portaba bien, y repitiendo siempre con insistencia que no tenía un cuarto, que Pierre se había quedado con todo. Antoine casi acabó por creerla.
—¡Ah, qué bribón! —murmuró—; por eso no me rescataba.
Tuvo que dormir en casa de su madre, en un jergón echado en una esquina. Había vuelto con los bolsillos completamente vacíos, y lo que más lo exasperaba era verse sin ningún recurso, mientras que su hermano, según él, hacía buenos negocios, comía y dormía cómodamente. No teniendo con qué comprarse ropa, salió al día siguiente con el pantalón y el quepis de ordenanza. Tuvo la suerte de encontrar, en el fondo de un armario, una vieja chaqueta de terciopelo amarillento, gastada y remendada, que había pertenecido a Macquart. Con esta singular vestimenta corrió por la ciudad, contando su historia y pidiendo justicia.
La gente a la que fue a consultar lo recibió con un desprecio que le hizo verter lágrimas de rabia. En provincias, se es implacable con las familias venidas a menos. Según la opinión común, a los Rougon-Macquart les venía de casta y se devoraban entre sí; la galería, en lugar de separarlos, más bien los habría incitado a morderse. Pierre, por lo demás, empezaba a lavarse su mancha original. Su bribonada hizo reír; ciertas personas llegaron a decir que había hecho muy bien, si realmente se había apoderado del dinero, y que eso sería una buena lección para las personas libertinas de la ciudad.
Antoine regresó desalentado. Un abogado le había aconsejado, con muecas asqueadas, que lavara sus trapos sucios en familia, tras haberse informado hábilmente de si poseía la suma necesaria para sostener un proceso. Según aquel hombre, el asunto parecía muy enredado, los debates serían muy largos y el éxito era dudoso. Además, hacía falta dinero, mucho dinero.
Esa tarde, Antoine fue aún más duro con su madre; no sabiendo de quién vengarse, repitió sus acusaciones de la víspera; tuvo a la infeliz hasta media noche estremecida de vergüenza y de espanto. Al contarle Adélaïde que Pierre le pasaba una pensión, adquirió la certeza de que su hermano se había embolsado los cincuenta mil francos. Pero, en su irritación, fingió dudar todavía, por un refinamiento de maldad que lo aliviaba. Y no dejaba de interrogarla con aire desconfiado, aparentando que seguía creyendo que ella se había comido su fortuna con amantes.
—¡Vamos, mi padre no ha sido el único! —dijo por fin con grosería.
Ante este último golpe, ella fue a arrojarse tambaleante sobre un viejo arcón, donde se quedó toda la noche sollozando. Antoine comprendió pronto que no podía, solo y sin recursos, llevar a cabo una campaña contra su hermano. Intentó al principio interesar a Adélaïde en su causa; una acusación, hecha por ella, podía tener graves consecuencias. Pero la pobre mujer, tan blanda y dormida, desde las primeras palabras de Antoine se negó con energía a molestar a su hijo mayor.
—Soy una desgraciada —balbucía—. Tienes razón al encolerizarte. Pero, ya ves, tendría demasiados remordimientos, si hiciera que metieran a uno de mis hijos en la cárcel. No, prefiero que me pegues.
El notó que sólo le sacaría lágrimas, y se contentó con agregar que se veía justamente castigada, y que no sentía la menor lástima de ella. Por la noche, Adélaïde, sacudida por las peleas sucesivas que le buscaba su hijo, tuvo una de esas crisis nerviosas que la dejaban rígida, los ojos abiertos, como muerta. El joven la arrojó sobre la cama; después, sin aflojarle siquiera la ropa, se puso a hurgar por la casa, buscando por si la infeliz tenía ahorros escondidos en alguna parte. Encontró unos cuarenta francos. Se apoderó de ellos y, mientras su madre se quedaba allí, tiesa y sin resuello, se fue a coger tranquilamente la diligencia de Marsella.
Acababa de ocurrírsele que Mouret, el obrero sombrerero que se había casado con su hermana Ursule, debía de estar indignado con la bribonada de Pierre, y que querría sin duda defender los intereses de su mujer. Pero no encontró al hombre con el que contaba. Mouret le dijo claramente que se había acostumbrado a mirar a Ursule como una huérfana, y que no quería, a ningún precio, tener altercados con su familia. Los asuntos de la pareja prosperaban. Antoine, recibido muy fríamente, se apresuró a tomar de nuevo la diligencia. Pero, antes de marchar, quiso vengarse del secreto desprecio que leía en las miradas del obrero; como su hermana le había parecido pálida y agobiada, tuvo la taimada crueldad de decirle al marido, al alejarse:
—Tenga cuidado, mi hermana siempre ha sido muy enclenque, y la he encontrado muy cambiada; podría usted perderla.
Las lágrimas que subieron a los ojos de Mouret le probaban que había puesto el dedo en una llaga sangrante. Por eso aquellos obreros hacían excesivo alarde de felicidad.
Cuando regresó a Plassans, la certeza de que tenía las manos atadas volvió a Antoine aún más amenazador. Durante un mes, sólo se le vio a él por la ciudad. Recorría las calles, contando su historia a quien quería oírla. Cuando conseguía que su madre le diera una pieza de un franco, iba a bebérsela a alguna taberna, y allí gritaba muy alto que su hermano era un canalla que pronto tendría noticias suyas. En semejantes lugares, la dulce fraternidad que reina entre borrachos le proporcionaba un auditorio simpático; todos los granujas de la ciudad abrazaban su causa; había invectivas sin fin contra ese bribón de Rougon que dejaba sin pan a un valiente soldado, y la sesión terminaba de ordinario con la condena general de todos los ricos. Antoine, por un refinamiento de venganza, continuaba paseándose con su quepis, su pantalón de ordenanza y su vieja chaqueta de terciopelo amarillo, aunque su madre se había ofrecido a comprarle ropa más decente. Exhibía sus andrajos, los desplegaba el domingo, en pleno paseo Sauvaire.
Uno de sus goces más delicados consistió en pasar diez veces al día delante de la tienda de Pierre. Agrandaba los agujeros de la chaqueta con los dedos, aflojaba el paso, se ponía a veces a charlar delante de la puerta, para quedarse más tiempo en la calle. Esos días, se llevaba a algún borracho amigo suyo, que le servía de compadre; le contaba el robo de los cincuenta mil francos, acompañando el relato de insultos y amenazas, en voz alta, para que toda la calle lo oyera, y que sus palabrotas llegasen a su destino, hasta el fondo de la tienda.
—Acabará por venir a mendigar delante de nuestra casa —dijo Félicité, desesperada.
La vanidosa mujercita sufría horriblemente con este escándalo. Incluso alguna vez, por esa época, lamentó en secreto haberse casado con Rougon; este último tenía una familia demasiado terrible. Lo habría dado todo por que Antoine dejara de pasear sus harapos. Pero Pierre, a quien la conducta de su hermano enloquecía, ni siquiera quería que se pronunciara su nombre delante de él. Cuando su mujer le daba a entender que quizá valdría más desembarazarse de él dándole algunos francos:
—No, nada, ni un ochavo —gritaba con furor—. ¡Qué reviente!
Sin embargo, él mismo terminó por confesar que la actitud de Antoine resultaba intolerable. Un día, Felicité, queriendo acabar, llamó a aquel hombre, como lo denominaba haciendo una mueca desdeñosa. «Aquel hombre» estaba motejándola de tunanta en medio de la calle, en compañía de un camarada todavía más andrajoso que él. Ambos estaban trompas.