La fortuna de los Rougon (20 page)

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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

BOOK: La fortuna de los Rougon
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Rougon dijo entonces con la mayor sangre fría:

—Ya me parecía a mí, soy yo quien debe de ser el viejo tunante. Estoy encantado de que el malentendido se haya aclarado. Por favor, señores, eviten a ese hombre del que acabamos de hablar, de quien yo reniego formalmente.

Pero Félicité no se tomaba las cosas tan fríamente, y se ponía enferma a cada escándalo de Macquart; durante noches enteras se preguntaba qué irían a pensar aquellos señores.

Unos meses antes del golpe de Estado, los Rougon recibieron una carta anónima, tres páginas de innobles insultos, entre los cuales se les amenazaba con publicar en un periódico, si su partido triunfaba alguna vez, la escandalosa historia de los viejos amores de Adélaïde y del robo del que Pierre era culpable, al obligar a firmar un recibo de cincuenta mil francos a su madre, idiotizada por el libertinaje. Esta carta fue un mazazo para el propio Rougon. Félicité no pudo dejar de reprocharle a su marido su vergonzosa y sucia familia, pues los esposos no dudaron ni por un instante de que la carta fuese obra de Antoine.

—Habrá que desembarazarse a toda costa de ese canalla —dijo Pierre con aire sombrío—. Resulta demasiado molesto.

Mientras tanto Macquart, reanudando su vieja táctica, buscaba cómplices contra los Rougon en la propia familia. Al principio había contado con Aristide, al leer sus terribles artículos de
El Independiente
. Pero el joven, aunque cegado por su rabia celosa, no era lo bastante tonto para hacer causa común con un hombre como su tío. Ni siquiera se tomó el trabajo de tratarlo con tino y lo mantuvo siempre a distancia, lo cual hizo que Antoine lo calificara de sospechoso; en los cafetines donde reinaba este último, se llegó a decir que el periodista era un agente provocador. Derrotado por ese lado, a Macquart sólo le quedaba sondear a los hijos de su hermana Ursule.

Ursule había muerto en 1839, realizando así la siniestra profecía de su hermano. Las neurosis de su madre se habían mudado en ella en una tisis lenta que poco a poco la consumió. Dejaba tres hijos: una muchacha de dieciocho años, Helène, casada con un empleado, y dos chicos, el mayor, François, un joven de veintitrés años, y el último en nacer, una pobre criatura de apenas seis años que se llamaba Silvère. La muerte de su mujer, a la que adoraba, fue para Mouret como un rayo. Se arrastró durante un año, sin ocuparse de sus asuntos, perdiendo el dinero que había atesorado. Después, una mañana, le encontraron ahorcado en un tocador donde estaban aún colgados los trajes de Ursule. Su hijo mayor, a quien había podido dar una buena educación comercial, entró de dependiente en casa de su tío Rougon, donde sustituyó a Aristide, que acababa de marcharse.

Rougon, a pesar de su profundo odio a los Macquart acogió de muy buena gana a su sobrino, a quien sabía laborioso y sobrio. Necesitaba a un muchacho abnegado que lo ayudase a levantar el negocio. Además, en la época de prosperidad de los Mouret, había sentido gran estimación por aquella pareja que ganaba dinero, y de resultas de eso se había reconciliado con su hermana. Quizá también quería, al aceptar a François como empleado, ofrecerle una compensación; había despojado a la madre, y se libraba de remordimientos dándole trabajo al hijo; los bribones tienen estos cálculos de honradez. Fue un buen negocio. Encontró en su sobrino la ayuda que buscaba. Si, en esa época, la casa Rougon no hizo fortuna, no se pudo acusar de ello a aquel chico pacífico y meticuloso, que parecía nacido para pasarse la vida tras un mostrador de tendero, entre una jarra de aceite y un fardo de bacalao seco. Aunque tuviera un gran parecido físico con su madre, salía a su padre en el cerebro estrecho y justo, amante por instinto de la vida ordenada, de los cálculos seguros del pequeño comercio. Tres meses después de que entrara en la casa, Pierre, continuando con su sistema de compensación, le entregó en matrimonio a Marthe, su hija pequeña, de la que no sabía cómo desembarazarse. Los dos jóvenes se habían enamorado de repente, en unos cuantos días. Una circunstancia singular había determinado y acrecentado su cariño, sin duda: se parecían asombrosamente, con un parecido estrecho de hermano y hermana. François, por Ursule, tenía el rostro de Adélaïde, la abuela. El caso de Marthe era más curioso, era igualmente el vivo retrato de Adélaïde, aunque Pierre Rougon no tuviera el menor rasgo de su madre claramente acusado; el parecido físico había saltado aquí por encima de Pierre, para reaparecer en su hija, con más energía. Por lo demás, la fraternidad de los jóvenes esposos se limitaba al rostro; si se encontraba en François al digno hijo del sombrerero Mouret, formal y de sangre un poco pesada, Marthe tenía la turbación, el desequilibrio interno de su abuela, de la cual era a distancia la extraña y exacta reproducción. Quizá fue a la vez su parecido físico y su desemejanza moral lo que los echó uno en brazos del otro.

De 1840 a 1844, tuvieron tres hijos. François se quedó con su tío hasta que éste se retiró. Pierre quería cederle el establecimiento, pero el joven sabía a qué atenerse sobre las posibilidades de fortuna que el comercio presentaba en Plassans; lo rechazó y fue a establecerse en Marsella, con sus escasos ahorros.

Macquart tuvo que renunciar pronto a arrastrar en su campaña contra los Rougon a este robusto mozo laborioso, a quien motejaba de avaro y taimado, por un rencor de holgazán. Pero creyó descubrir el cómplice que buscaba en el segundo hijo de Mouret, Silvère, un niño de quince años. Cuando encontraron a Mouret ahorcado entre las faldas de su mujer, el pequeño Silvère ni siquiera iba a la escuela. Su hermano mayor, sin saber qué hacer con la pobre criatura, se la llevó consigo a casa de su tío. Este torció el gesto al ver llegar al niño; no pretendía llevar sus compensaciones hasta alimentar una boca inútil. Silvère, a quien también Félicité cogió tirria, crecía entre lágrimas, como un pobrecito abandonado, cuando su abuela, en una de las raras visitas que hacía a los Rougon, se apiadó de él y pidió llevárselo. Pierre estuvo encantado; dejó marchar al niño, sin hablar siquiera de aumentar la enteca pensión que le pasaba a Adélaïde, y que ahora tendría que bastar para dos.

Adélaïde contaba entonces cerca de setenta y cinco años. Envejecida en una existencia monacal, ya no era la flaca y ardiente muchacha que corría a arrojarse al cuello del cazador furtivo. Se había envarado y petrificado en el fondo de su casucha del callejón de San Mittre, aquel agujero silencioso y tétrico donde vivía completamente sola, y del que no salía más que una vez al mes, alimentándose de patatas y de legumbres. Recordaba, al verla pasar, a una de esas ancianas religiosas, de blancura muelle, de andares automáticos, a quienes el claustro ha desinteresado de este mundo. Su cara descolorida, siempre correctamente enmarcada por una cofia blanca, era como una cara de moribunda, una máscara vaga, apaciguada, de suprema indiferencia. El hábito de un prolongado silencio la había vuelto muda; la oscuridad de su vivienda, la vista continua de los mismos objetos, habían apagado sus miradas y dado a sus ojos una limpidez de agua de manantial. Era un renunciamiento absoluto, una lenta muerte física y moral, lo que había convertido poco a poco a la desequilibrada amante en una grave matrona. Cuando sus ojos se clavaban, maquinalmente, mirando sin ver, se percibía por aquellos agujeros claros y hondos un gran vacío interior. De sus antiguos ardores voluptuosos sólo quedaba un ablandamiento de las carnes, un temblor senil de las manos. Había amado con brutalidad de loba, y de su pobre ser desgastado, bastante descompuesto ya para el ataúd, sólo se exhalaba el insulso aroma de una hoja seca. Extraño laboreo de los nervios, de los ásperos deseos que se habían roído a sí mismos, en una imperiosa e involuntaria castidad. Sus necesidades de amor, tras la muerte de Macquart, aquel hombre necesario para su vida, habían ardido en ella, devorándola como a una muchacha enclaustrada, sin que pensara ni un instante en satisfacerlas. Acaso una vida de vergüenza la habría dejado menos cansada, menos embrutecida, que aquella insatisfacción que terminaba de contentarse con estragos lentos y secretos, que modificaban su organismo.

A veces todavía, por aquella muerta, por aquella anciana descolorida que no parecía tener ya una gota de sangre, pasaban crisis nerviosas, como corrientes eléctricas, que la galvanizaban y le devolvían durante una hora una vida de atroz intensidad. Se quedaba en la cama, rígida, con los ojos abiertos; después le entraban hipos y se debatía; tenía la fuerza horrorosa de esas locas histéricas a las que hay que atar para que no se rompan la cabeza contra la pared. Esta vuelta a sus viejos ardores, estos bruscos ataques, sacudían de forma lastimosa su pobre cuerpo dolorido. Era como toda su juventud de cálida pasión que estallaba vergonzosamente en sus frialdades de sexagenaria. Cuando se levantaba, atontada, se tambaleaba, y reaparecía tan pasmada que las comadres del arrabal decían: «¡Ha bebido, la vieja loca!».

La sonrisa infantil del pequeño Silvère fue para ella un último y pálido rayo que devolvió cierto calor a sus miembros helados. Había pedido al niño, harta de soledad, aterrada por la idea de morir sola, en una crisis. Aquel crío que giraba a su alrededor la tranquilizaba sobre la muerte. Sin salir de su mutismo, sin agilizar sus movimientos automáticos, le cogió un cariño inefable. Tiesa, muda, lo miraba jugar durante horas, escuchando arrobada el alboroto intolerable con que llenaba la vieja casucha. Esa tumba vibraba de ruidos desde que Silvère la recorría a horcajadas sobre el mango de una escoba, golpeándose contra las puertas, llorando y gritando. Él devolvía a Adélaïde a esta tierra; se ocupaba de él con torpezas adorables; ella, que en su juventud se había olvidado de ser madre para ser amante, experimentaba la voluptuosidad divina de una parturienta al lavarlo, vestirlo, velar sin cesar por su frágil existencia. Fue un despertar de amor, una última pasión dulcificada que el cielo concedía a aquella mujer totalmente devastada por la necesidad de amar. Conmovedora agonía de aquel corazón que había vivido con los deseos más ásperos y que se moría con el afecto de un niño.

Estaba ya demasiado muerta para tener las efusiones parleras de las abuelas buenas y gruesas; adoraba al huérfano secretamente, con pudores de jovencita, sin poder encontrar caricias. A veces se lo sentaba en las rodillas, lo miraba largamente con sus ojos pálidos. Cuando el crío, asustado por aquel rostro blanco y mudo, se ponía a sollozar, ella parecía confusa por lo que acababa de hacer y lo dejaba en seguida en el suelo sin besarlo. Quizá le encontraba un lejano parecido con el cazador furtivo.

Silvère creció en un continuo cara a cara con Adélaïde. Por una zalamería de niño, la llamaba tía Dide, nombre que acabó por quedársele a la anciana. El nombre de tía, así empleado, es en Provenza una simple caricia. El niño sintió por su abuela una singular ternura mezclada con un respetuoso terror. Cuando era muy pequeño y ella tenía una crisis nerviosa, escapaba llorando, espantado por la descomposición de su rostro; después regresaba tímidamente tras el ataque, dispuesto a escapar de nuevo, como si la pobre vieja hubiera sido capaz de pegarle. Más adelante, a los doce años, se quedaba valientemente, cuidando de que no se hiciera daño al caer de la cama. Estaba horas estrechándola entre sus brazos para dominar las bruscas sacudidas que retorcían sus miembros. En los intervalos de calma, miraba con gran piedad su cara convulsionada, su cuerpo enflaquecido, al que se le pegaban las sayas, semejantes a un sudario. Estos dramas secretos, que se repetían cada mes, esa anciana rígida como un cadáver y ese niño inclinado sobre ella, espiando en silencio el regreso de la vida, adquirían, en las sombras de la casucha, un extraño carácter de lúgubre espanto y de bondad afligida. Cuando tía Dide volvía en sí, se levantaba penosamente, se acomodaba las sayas, volvía a atender la casa, sin interrogar siquiera a Silvère; ella no se acordaba de nada y el niño, por un instinto de prudencia, evitaba hacer la menor alusión a la escena que acababa de producirse. Fueron sobre todo esas crisis renacientes las que ligaron profundamente al nieto con su abuela. Pero, al igual que ella lo adoraba sin efusiones parleras, él sintió por ella un afecto oculto y como avergonzado. En el fondo, aunque le estaba agradecido por haberlo recogido y criado, seguía viendo en ella una criatura extraordinaria, presa de males desconocidos, a quien había que compadecer y respetar. Sin duda ya no había bastante humanidad en Adélaïde, era demasiado blanca y demasiado rígida para que Silvère se atreviese a colgarse de su cuello. Vivieron así en un silencio triste, en el fondo del cual oían el temblor de una infinita ternura.

Ese aire grave y melancólico que respiró desde su infancia dio a Silvère un alma fuerte, donde se acumularon todos los entusiasmos. Fue desde muy pronto un hombrecito serio, reflexivo, que buscó la instrucción con una especie de tozudez. Aprendió sólo un poco de ortografía y de aritmética en la escuela de los frailes, que las necesidades del aprendizaje le obligaron a dejar a los doce años. Los primeros rudimentos le faltaron siempre. Pero leyó todos los volúmenes descabalados que cayeron en sus manos, y se compuso así un extraño bagaje; tenía datos sobre multitud de cosas, datos incompletos, mal digeridos, que no logró nunca clasificar claramente en su cabeza. De pequeñito, había ido a jugar a casa de un maestro carretero, un buen hombre llamado Vian, cuyo taller se encontraba al comienzo del callejón, frente al ejido de San Mittre, donde el carretero depositaba su madera. Montaba sobre las ruedas de las carretas en reparación, se divertía arrastrando las pesadas herramientas que sus manecitas apenas podían levantar; una de sus grandes alegrías era ayudar a los operarios, sosteniendo alguna pieza de madera o llevándoles los herrajes que necesitaban. Cuando creció, entró naturalmente de aprendiz de Vian, que le había cogido cariño a aquel galopín a quien encontraba sin cesar entre sus piernas, y que se lo pidió a Adélaïde sin querer aceptar la menor pensión. Silvère aceptó con apresuramiento, viendo llegado el momento en que devolvería a la pobre tía Dide lo que había gastado por él. En poco tiempo se convirtió en un excelente operario. Pero tenía ambiciones más altas. Habiendo visto, en un carretero de Plassans, una hermosa calesa nueva, reluciente de barnices, se había dicho que él construiría un día coches parecidos. Esa calesa perduró en su cabeza como un objeto de arte raro y único, como un ideal hacia el cual tendieron sus aspiraciones de obrero. Las carretas en las que trabajaba en casa de Vian, esas carretas que había cuidado amorosamente, le parecían ahora indignas de sus ternuras. Empezó a frecuentar la escuela de dibujo, donde intimó con un joven escapado del colegio que le prestó su viejo tratado de geometría. Se sumió en el estudio, sin guía, pasó semanas rompiéndose la cabeza para entender las cosas más simples del mundo. Se convirtió así en uno de esos obreros sabios que apenas saben firmar y que hablan del álgebra como de una vieja conocida. Nada desequilibra tanto un espíritu como semejante instrucción, hecha sin orden ni concierto, sin descansar sobre una base sólida. Con harta frecuencia esas migajas de saber dan una idea completamente falsa de las verdades elevadas, y vuelven a los pobres de espíritu de un talante insoportable, estúpido. En Silvère, las briznas de ciencia robada no hicieron sino acrecentar las exaltaciones generosas. Tuvo conciencia de los horizontes que seguían cerrados para él. Se hizo una idea santa de las cosas a las que no llegaba a tocar con la mano, y vivió en una profunda e inocente religión de los grandes pensamientos y de las grandes palabras hacia los que ascendía, aunque no siempre comprendía. Fue un ingenuo, un ingenuo sublime, que se había quedado en el umbral del templo, arrodillado ante unos cirios que de lejos tornaba por estrellas.

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