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Authors: Émile Zola

Tags: #Clásico

La fortuna de los Rougon (22 page)

BOOK: La fortuna de los Rougon
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—¡Ah! ¡Conque no sé nada! ¿Tú crees? Te digo que es un soplón… Te dejarás esquilar como un cordero, con tu benevolencia. No eres un hombre. No quiero hablar mal de tu hermano François; pero, en tu lugar, me sentiría bien molesto por la manera roñosa con que se conduce contigo; gana un montón de dinero en Marsella, y no te mandará nunca ni una miserable moneda de veinte francos para tus pequeños gastos. Si un día caes en la miseria, no te aconsejo que te dirijas a él.

—No necesito a nadie —respondía el joven con una voz orgullosa y ligeramente alterada—. Mi trabajo nos basta a mí y a tía Dide. Es usted cruel, tío.

—Digo la verdad, eso es todo… Quisiera abrirte los ojos. Nuestra familia es una familia asquerosa; es triste, pero es así. Hasta el pequeño Maxime, el hijo de Aristide, ese mocoso de nueve años, me saca la lengua cuando me lo encuentro. Ese niño le pegará a su madre un día, y le estará bien empleado. Vamos, por mucho que digas, esa gente no se merece su suerte; pero así ocurre siempre en las familias: los buenos sufren y los malos hacen fortuna.

Todos estos trapos sucios que Macquart lavaba con tanta complacencia delante de su sobrino asqueaban profundamente al joven. Habría querido volver a sus sueños. En cuanto daba signos demasiados vivos de impaciencia, Antoine recurría a medios decisivos para exasperarlo contra sus parientes.

—¡Defiéndelos! ¡Defiéndelos! —decía, aparentando calmarse—. Yo, a fin de cuentas, me las he arreglado para no tener que ver con ellos. Lo que te digo lo hago por cariño a mi pobre madre, a quien toda esa camarilla trata de una forma verdaderamente repugnante.

—¡Son unos miserables! —murmuraba Silvère.

—¡Oh!, tú no sabes nada, no entiendes nada. No hay insultos con que los Rougon no cubran a la buena mujer. Aristide ha prohibido a su hijo que la salude. Félicité habla de meterla en un manicomio.

El joven, blanco como el papel, interrumpía bruscamente a su tío.

—¡Basta! —gritaba—, no quiero saber más. Todo eso tiene que acabar.

—Me callo, ya que te contraría —proseguía el viejo tunante, haciéndose el bondadoso—. Sin embargo, hay cosas que no debes ignorar, a menos que quieras hacer el papel de imbécil.

Macquart, al tiempo que se esforzaba por lanzar a Silvère contra los Rougon, saboreaba un gozo exquisito al ver asomar lágrimas de dolor a los ojos del joven. Lo detestaba quizá más que a los otros, porque era un excelente operario y no bebía jamás. Por eso aguzaba sus más rebuscadas crueldades para inventar mentiras atroces que herían al pobre chico en el corazón; disfrutaba entonces con su palidez, con el temblor de sus manos, con sus miradas afligidas, con la voluptuosidad de un espíritu maligno que calcula sus golpes y que ha alcanzado a su víctima en el sitio justo. Después, cuando creía haber herido y exasperado a Silvère suficientemente, abordaba por fin la política.

—Me han asegurado —decía bajando la voz— que los Rougon preparan una mala jugada.

—¿Una mala jugada? —interrogaba Silvère, atento de pronto.

—Sí, van a coger, una de estas noches, a todos los buenos ciudadanos de la ciudad y a meterlos en la cárcel.

El joven empezaba dudando. Pero su tío daba detalles concretos: hablaba de listas redactadas, nombraba a las personas que se encontraban en esas listas, indicaba de qué manera, a qué hora y en qué circunstancias se ejecutaría el complot. Poco a poco, Silvère se dejaba convencer por aquel cuento de vieja, y pronto desvariaba contra los enemigos de la República.

—¡A ellos —gritaba—, a ellos deberíamos reducir a la impotencia, si siguen traicionando al país! ¿Y qué piensan hacer con los ciudadanos que detengan?

—¡Qué piensan hacer! —respondía Macquart con una risita seca—. Pues los fusilarán en las mazmorras de las cárceles. —Y como el joven, atónito de horror, lo miraba sin poder encontrar una palabra—: Y no serán los primeros en ser asesinados —continuaba—. No tienes más que ir a rondar por la noche, detrás del Palacio de Justicia, oirás disparos y gemidos.

—¡Oh, qué infames! —murmuraba Silvère.

Entonces, tío y sobrino se lanzaban a la alta política.

Fine y Gervaise, al verlos enzarzados, se iban a acostar despacito, sin que ellos se dieran cuenta. Hasta medianoche, los dos hombres se quedaban así comentando las noticias de París, hablando de la lucha próxima e inevitable. Macquart despotricaba amargamente contra los nombres de su partido; Silvère soñaba en voz alta, y para sí solo, su sueño de libertad ideal. Extrañas conversaciones, durante las cuales el tío se servía un número incalculable de copas, y de las que el sobrino salía embriagado de entusiasmo. Antoine no pudo obtener nunca, empero, del joven republicano un cálculo pérfido, un plan de guerra contra los Rougon; por más que lo empujaba, sólo oía salir de su boca llamadas a la justicia eterna, que tarde o temprano castigaría a los malos.

El generoso niño hablaba con fiebre de tomar las armas y matar a los enemigos de la República, sí; pero, en cuanto esos enemigos salían del sueño y se personificaban en su tío Pierre o en cualquier otra persona conocida, contaba con el cielo para evitarle el horror de verter sangre. Es de creer que incluso habría dejado de tratar a Macquart, cuyos celosos furores le causaban una especie de malestar, si no hubiera saboreado el gozo de hablar libremente en su casa de su querida República. No obstante, su tío tuvo una influencia decisiva sobre su destino; le irritó los nervios con sus continuas diatribas, acabó por hacerle desear ansiosamente la lucha armada, la conquista violenta de la felicidad universal.

Cuando Silvère alcanzó los dieciséis años, Macquart lo inició en la sociedad secreta de los Montañeses, asociación poderosa que cubría todo el sur. A partir de ese momento, el joven republicano se comió con los ojos la carabina del contrabandista, que Adélaïde había colgado en la campana de la chimenea. Una noche, mientras su abuela dormía, la limpió, la puso en condiciones. Después la volvió a dejar en su clavo y esperó. Se ilusionaba con su sueño de iluminado, edificaba epopeyas gigantescas, viendo en pleno ideal luchas homéricas, una especie de torneos caballerescos, de los que los defensores de la libertad salían vencedores y aclamados por el mundo entero.

Macquart, pese a la inutilidad de sus esfuerzos, no se desalentó. Se dijo que se bastaría solo para estrangular a los Rougon, si alguna vez podía tenerlos arrinconados. Sus rabias de holgazán envidioso y hambriento se acrecentaron más, a raíz de sucesivos accidentes que lo obligaron a ponerse de nuevo al trabajo. Hacia los primeros días del año 1850, Fine murió casi de repente de una neumonía, cogida al ir a lavar una tarde la ropa de la familia al Viorne, y al traerla mojada sobre la espalda; había regresado empapada de agua y de sudor, aplastada bajo aquel fardo de enorme peso, y no se había vuelto a levantar. Esta muerte consternó a Macquart. Su renta más segura se le escapaba. Cuando vendió, al cabo de unos días, el caldero donde su mujer cocía sus castañas y el caballete que le servía para arreglar sus sillas viejas, acusó groseramente a Dios de haberle quitado a la difunta, aquella fuerte comadre que lo había avergonzado y cuyo mérito notaba en esa hora. Tuvo que aguantarse con las ganancias de sus hijos con redoblada avidez. Pero, un mes después, Gervaise, harta de sus continuas exigencias, se marchó con sus dos hijos y Lantier, cuya madre había muerto. Los amantes se refugiaron en París. Antoine, aterrado, se encolerizó innoblemente con su hija, deseándole que reventara en un hospital, como las de su especie. Este desbordamiento de insultos no mejoró su situación que, decididamente, se ponía fea. Jean siguió pronto el ejemplo de su hermana. Esperó a un día de paga y se las arregló para cobrar él mismo su dinero. Dijo al marcharse a uno de sus amigos, que se lo repitió a Antoine, que no quería alimentar más al holgazán de su padre, y que, si a éste se le ocurría hacer que los gendarmes se lo devolvieran, estaba decidido a no volver a tocar una sierra ni un cepillo. Al día siguiente, cuando Antoine lo hubo buscado inútilmente y se encontró solo, sin un céntimo, en la vivienda donde, durante veinte años, se había hecho mantener cómodamente, le entró una rabia atroz, daba patadas a los muebles, vociferaba las más monstruosas imprecaciones. Después se hundió, empezó a arrastrar los pies, a gemir como un convaleciente. El miedo a tener que ganarse el pan lo ponía enfermo de veras. Cuando Silvère fue a verlo, se quejó con lágrimas de la ingratitud de sus hijos. ¿No había sido siempre un buen padre? Jean y Gervaise eran unos monstruos que lo recompensaban muy mal por cuanto había hecho por ellos. Ahora lo abandonaban porque estaba viejo y ya no podían sacarle nada.

—Pero, tío —dijo Silvère—, usted está aún en edad de trabajar.

Macquart, tosiendo, encorvándose, movió lúgubremente la cabeza, como para decir que no resistiría mucho tiempo la menor fatiga. En el momento en que su sobrino iba a retirarse, le pidió prestados diez francos. Vivió un mes, llevando uno por uno a un prendero las prendas viejas de sus hijos, vendiendo igualmente poco a poco todos los objetos menudos de la casa. Pronto no tuvo sino una mesa, una silla, su cama y la ropa que llevaba. Acabó incluso por sustituir la cama de nogal por un simple catre de tijera. Cuando agotó todos los recursos, llorando de rabia, con la palidez salvaje de un hombre que se resigna al suicidio, fue a buscar el paquete de mimbre olvidado en un rincón desde hacía un cuarto de siglo. Al cogerlo, le pareció levantar una montaña. Y se puso de nuevo a trenzar cestas y canastas, acusando al género humano de su abandono. Fue entonces, sobre todo, cuando habló del reparto de los ricos. Se mostró terrible. Inflamaba con sus discursos el cafetín, donde sus miradas furibundas le aseguraban un crédito ilimitado. Además, sólo trabajaba cuando no había podido arrancarle una moneda de cinco francos a Silvère o a un compañero. Ya no fue el «señor» Macquart, ese obrero afeitado y endomingado todos los días, que jugaba al burgués; volvió a ser el pobre diablo sucio que había especulado en tiempos con sus andrajos. Ahora que aparecía en casi todos los mercados para vender sus cestas, Félicité ya no se atrevía a ir a la compra. Él le hizo una vez una escena atroz. Su odio a los Rougon crecía con su miseria. Juraba, profiriendo espantosas amenazas, que se tomaría la justicia por su mano, ya que los ricos se ponían de acuerdo para obligarlo a trabajar.

En esta disposición de ánimo, acogió el golpe de Estado con la alegría entusiasta y ruidosa de un perro que olfatea el encarne. Los pocos liberales honorables de la ciudad no habían podido entenderse y se mantenían al margen, por lo que se encontró, naturalmente, como uno de los agentes de primer plano de la insurrección. Los obreros, pese a la opinión deplorable que habían acabado por hacerse de aquel perezoso, tenían que tomarlo en esa ocasión como bandera de enganche. Pero los primeros días, como la ciudad seguía pacífica, Macquart creyó desbaratados sus planes. Sólo ante la noticia de la sublevación del campo volvió a concebir esperanzas. Por nada del mundo habría salido de Plassans; así que inventó un pretexto para no seguir a los obreros, que se fueron el domingo por la mañana a reunirse con la tropa insurrecta de La Palud y de Saint-Martin-de-Vaulx. La tarde de ese mismo día estaba con algunos fieles en un cafetín de mala muerte del barrio viejo, cuando un camarada acudió a avisarlos de que los insurgentes se encontraban a unos kilómetros de Plassans. Esta noticia acababa de ser traída por una estafeta que había conseguido penetrar en la ciudad, y que estaba encargada de conseguir que abriesen las puertas a la columna. Hubo una explosión de triunfo. Macquart, sobre todo, pareció delirante de entusiasmo. La imprevista llegada de los insurgentes le pareció una delicada atención de la providencia con él. Y sus manos temblaban ante la idea de que pronto tendría a los Rougon cogidos por el cuello.

Mientras tanto, Antoine y sus amigos salieron a toda prisa del café. Todos los republicanos que aún no habían abandonado la ciudad se encontraron pronto reunidos en el paseo Sauvaire. Era ese el grupo que Rougon había visto al correr a esconderse en casa de su madre. Cuando el grupo hubo llegado a la altura de la calle de la Banne, Macquart, que se había puesto a la cola, dejó rezagados a cuatro de sus compañeros, buenos mozos de escaso cerebro a quienes dominaba con sus charlatanerías de café. Los convenció fácilmente de que había que detener de inmediato a los enemigos de la República si se querían evitar peores desgracias. La verdad era que temía que Pierre se le escapase, en medio de la perturbación que iba a causar la entrada de los insurgentes. Los cuatro mocetones lo siguieron con ejemplar docilidad y fueron a llamar violentamente a la puerta de los Rougon. En esta crítica circunstancia Felicité mostró un valor admirable. Bajó a abrir la puerta de la calle.

—Queremos subir a tu casa —le dijo brutalmente Macquart.

—Está bien, señores, suban —respondió ella con una cortesía irónica, fingiendo no reconocer a su cuñado. Arriba, Macquart le ordenó que fuese a buscar a su marido—. Mi marido no está aquí —dijo cada vez más tranquila—, está en viaje de negocios; cogió la diligencia de Marsella, esta tarde a las seis.

Antoine, ante esta declaración hecha con voz nítida, tuvo un gesto de rabia. Entró violentamente en el salón, pasó al dormitorio, revolvió la cama, miró detrás de las cortinas y debajo de los muebles. Los cuatro mocetones le ayudaban. Durante un cuarto de hora, registraron el piso. Felicité se había sentado apaciblemente en el sofá del salón y se ocupaba de atarse los cordones de sus faldas, como una persona que acaba de ser sorprendida en el sueño y que no ha tenido tiempo de vestirse decorosamente.

—¡Pues es cierto, se ha escapado ese cobarde! —farfulló Macquart al volver al salón.

No obstante, siguió mirando a su alrededor con aire desconfiado. Tenía el presentimiento de que Pierre no podía haber abandonado la partida en el momento decisivo. Se acercó a Felicité, que bostezaba.

—Indícanos el lugar donde se ha escondido tu marido —le dijo—, y te prometo que no le haré ningún daño.

—Les he dicho la verdad —respondió con impaciencia—. Y, por tanto, no puedo entregarles a mi marido, ya que no está aquí. Han mirado por todas partes, ¿no? Pues ahora déjenme tranquila.

Macquart, exasperado por su sangre fría, iba a pegarle, seguramente, cuando un ruido sordo subió de la calle. Era la columna de los insurgentes que se adentraba por la calle de la Banne.

Tuvo que abandonar el salón amarillo, tras haberle enseñado un puño a su cuñada, llamándola vieja sinvergüenza y amenazándola con regresar pronto. Al pie de la escalera, se llevó aparte a uno de los hombres que lo había acompañado, un cavador llamado Cassoute, el más basto de los cuatro, y le ordenó que se sentase en el primer peldaño y que no se moviese hasta nueva orden.

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