La fortuna de Matilda Turpin (29 page)

BOOK: La fortuna de Matilda Turpin
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—Pero no erais amigos? Siempre entendí...,Jacobo lo decía, te lo he oído a ti también, que Antonio y Emilia son amigos vuestros. Los amigos no se despiden. No son sirvientes, ¡por eso no...!

—Ah, Angélica mía, acabas de atinarjusto en la diana! Acabas de mentar, en casa del ahorcado, justo la soga. De la misma manera que los célebres
paying-guests
anglosaiones o las célebres au—pairgirls son sólo la mitad de lo que, cortésmente, se supone que son, así los amigos contratados, caso de Emilia y de Antonio, son, han sido siem pre, sólo medio amigos... ¡Ahí tienes la contestación a tu por qué!

—¡Pero qué fuerte es eso que ahora dices, Juant Me dejas de una pieza. Es de verdad fuerte, muy fuerte. Es muy duro lo que dices!

—No lo tomes tan por la tremenda. Sólo es una verdad secreta. Una subverdad, subviscosa, de nuestra resplandeciente vida familiar. Matilda detestaba la expresión
servicio, servicio doméstico, servicio militar, los servicios...
Matilda era una fanática del
non serviam.
Era ese punto suyo tan profundo, de Matilda, lo diabólico, ése fue siempre su lado-lucifer...

—Pues sabes que me gusta esto, me gusta, Juan. Yo también tengo un lado así, luciferino...

Angélica, incorporada ya del todo, se ha plantado delante de Juan Campos —es casi igual de alta que Juan— y le contempla de hito en hito. Angélica se siente en la gloria una vez más ahora y sabe que este momento es el crucial, el más crucial, en el desarrollo de su relación con su suegro. Y siente una inmensa preocupación por no pasarse de indiscreta ni tampoco de discreta. Una extremada discreción en este caso conduciría al silencio puro y simple —cosa que Angélica detesta—. Juan a su vez, entrecerrados los ojos, un poco ladeada la cabeza, siente lo que siente Angélica y se sonríe sin alterar la seriedad de su semblante. Y exclama:

—¡Ya! Sin duda Matilda detestaba la noción de servidumbre por los más nobles motivos filantrópicos. Lo que pasa es que la fórmula que de común acuerdo Matilda y yo arbitramos en el caso de Emilia y de Antonio tuvo siempre una alta dosis de ambigüedad: eran amigos nuestros, vivían con nosotros, viajaban con nosotros, educaban a nuestros hijos, nosotros dos les educábamos a ellos dos, y les pagába mos un salario muy considerable. Era un contrato lo que había entre nosotros y, de hecho, cada uno de los dos, Emilia por su parte y Antonio por la suya, firmaron con Matilda y conmigo un contrato laboral, seguridad social y todo lo demás. De todo esto no volvió jamás a hablarse, durante todos estos años ninguno de los cuatro mencionamos nunca este dato trivial pero bien obvio y evidente. Emilia y Antonio eran empleados nuestros. Y además amigos. Sobre todo, amigos. Ante todo y después de todo, amigos. Pero como además eran y son empleados nuestros, ahora quieren irse y se despiden, piden el finiquito, Angélica, el finiquito. La palabra más boba que conozco: finiquito.

—Esto que acabas de decirme, Juan, es muy triste, todo esto es muy triste. En realidad yo lo sabía. Lo sabía por Jacobo, no sé, siempre lo supe. Pero no imaginé que tuviera tanta relevancia, tanto significado, esa doble condición, de empleado y de amigo al mismo tiempo. Es como muy triste, Juan, muy triste.

—Sí que lo es, Angélica, lo es. Pero es la verdad, la subverdad. Una de esas insidiosas subverdades que subcirculan por las claras vidas de parejas como Matilda y yo. No hubiera tenido la más mínima importancia, todo hubiera continuado igual que siempre, de no ser porque ahora Antonio, de la noche a la mañana, se me planta y dice que se va.

—De la noche a la mañana? —inquiere Angélica, horrorizada. Sin querer ha hiperacentuado su interrogación que es casi exclamativa y a Juan le da una risa tonta. Por un breve instante, Juan se echa a reír como si acabase Angélica de contarle un chiste rápido, un buen chiste, velocísimo. No puede negar Juan que siente ahora esa sensación de logro que los narradores sienten cuando logran sacar adelante, con toda brillantez, una escena difícil o escabrosa. En este caso, el logro estético de Juan consiste en haber hecho creer a su nuera que los motivos últimos de la decisión de Antonio son serviles.

- Entiéndeme, Angélica de la noche a la mañana es un decir. Aún no ha pasado nada, aún no hay nada en firme. En realidad Antonio sólo dijo que tal vez Emilia mejoraría si dejaran el Asubio y sus recuerdos, eso fue todo. Pero yo estoy, como tú sabes, educado en la posibilidad. Y, claro:

la posibilidad nos hace ver fantasmas. Instalarse en la posibilidad es instalarse en la sospecha. Entre lo que pudiera suceder y lo que sucederá (o quizá no), no parece haber, desde la posibilidad misma, apenas distancia. Es posible que Antonio quiera irse, luego se irá, más pronto o más tarde. Y esto me causará un gran trastorno, me incomodará muchísimo. Y no sólo me incomodará, Angélica. También me dolerá. Porque al fin y al cabo Antonio es un amigo, mi mejor amigo, mi único amigo.

—Pues ahí lo tienes, no se irá! No se irá porque es tu amigo. Es más amigo tuyo que sirviente. Por lo tanto, llegado el momento de la decisión, prevalecerá la amistad sobre el deseo de irse dejándote plantado. Nunca te dejará plantado Antonio, Juan.

—Así lo espero, Angélica. Así lo espero. Porque lo contrario sería una gran lata, una molestia absurda y prolongada que, la verdad, después de tantos años no creo merecerme.

Han ido caminando como a saltos. La cima del acantilado está marcada por un senderillo que permite a dos caminar juntos siempre que uno de los dos se adelante y el otro se retrase. Desde la cima de ese acantilado se ve el inmenso mar que llega hasta Inglaterra si se sigue todo recto. Hay una conmovedora extensión fría y profundamente oscura que bifurcan las proas de las naves, las quillas de las parejas que salen a la sardina y al bonito. El mar que al otro lado son las Indias Occidentales, el mar que son los rumbos, los naufragios, los sueños de prosperidad allende el mar, las Américas. Esa extensión hermenéutica que el mar representa para el paseante que se asoma al mar desde lo alto del acantilado en los alrededores del Asubio, se va velando ahora, a medida que Angélica y Juan se apartan del borde del acantilado y descienden por la vaguada erizada de zarzas y moreras que da paso a los praos moteados en la distancia por el tolón de los campanos de las vacas y por las vacas mismas, las tudancas y las suizas.

Han llegado ya los dos al camino vecinal, que cuesta abajo va a Lobreña y cuesta arriba les devolverá al Asubio. Este camino vecinal, mal asfaltado, serpentea hasta alcanzar la casa de los Campos, así que yendo por el acantilado y cruzando por los praos se ataja. Pero Juan y Angélica se hallan a un kilómetro cuesta arriba de la entrada del Asubio ahora. Ya es bien pasado el mediodía ahora. Ahora suben los dos el uno junto al otro y acompasan el paso de los dos, que es lento y pensativo: un paso hermoso, de matrimonio, de pareja de novios que se llevan bien. Angélica está repleta, hasta los bordes de sí misma, de preguntas, todas ellas esenciales. ¿Cuál preguntará primero? La que salga. Y dice:

—Pero claro, Juan, esto con Matilda no era así. Yo recuerdo que Jacobo siempre dijo que la familia erais todos:

vosotros dos, Antonio, Emilia, ellos tres, los niños, y Emeterio, y también Boni y Balbanuz. Jacobo decía siempre que lo bueno era eso, lo estupendo, lo divertido del Asubio, los veranos y las navidades y las semanas santas del Asubio, era que estabais juntos la familia, todos por igual. Y estoy segura de que ahora mismo se lo preguntamos a Jacobo y sale con lo mismo igual que siempre: que la familia vuestra sois todos, sin distinción ninguna de clases ni de nada...

—Y así es. Pero... hay un pero, Angélica, que aquí no sé si debiera yo ponerlo u omitirlo... por tu bien.

—Cómo por mi bien? ¿Qué tiene mi bien que ver con esto?

—Pues tiene que ver, hace un rato ya se ha visto, que todo lo que no sea dar por hecho, por indiscutible, esa total familia que nos incluye a todos por igual y a nadie deja fuera, es sacrilegio. Tú no lo has expresado así, pero ese sentimiento es el fuerte sentimiento que subyace al fondo de tu sensación de extrañeza y de escándalo que he detectado yo cuando te dije que además de amigos, Emilia y Antonio y los demás, fueron, son y serán siempre empleados nuestros. Matilda nunca lo aceptó! No sólo no quiso discutirlo ni conmigo ni con nadie, sino que claramente se negó a aceptar la evidencia y murió en brazos de Emilia, prohibiéndome por cierto a mí visitarla en sus últimos momentos, negándose a aceptar lo que era Emilia de verdad, su empleada. Matilda era, en el fondo, un producto de ese socialismo ilustrado aristocrático de la clase alta inglesa, pasados por Bloomsbury, por los Woolf, por Keynes y por todos los demás, que mantenían una absurda ambigüedad en sus vidas domésticas con respecto al servicio. Y esto puedes leerlo todo ello, palabra por palabra, en el libro de Quentin Beil. Ahí se ven las dificultades que Virginia tuvo siempre con el servicio doméstico, para hacerse servir, organizar el servicio, tratar a los criados como criados y a la vez como iguales, puesto que eran sinceros socialistas de la primera hora. Educada en esa tradición anglosajona y, siendo como era una mujer eminentemente práctica, Matilda pretendió vivir un imposible o al menos discutible hermanamiento que suprimía la estratificación social en aras de la amistad verdadera entre las clases. A mí logró arrastrarme en su entusiasmo, pero Hegel derrotó a Matilda con su
Aufhebung. Aufhebung
es aquella supresión superadora que retiene eternamente lo que eternamente pretende superar. Al final Hegel acertó y Matilda no. Por eso ha reaparecido ahora el problema con el finiquito de Antonio y su mujer... Si es que por fin, como me temo, se confirma.

Han ascendido la cuesta muy deprisa, impulsados los dos, Juan el primero, por la vehemencia de su elocuencia desatada. Doscientos metros más y estarán dentro del jardín.

Lo único que Angélica acierta a decir ahora, a título de resumen, es:

—¡Qué maravilla hablar contigo, Juan, todo lo sabes, todo, por terrible que sea tú me lo explicas, tú lo ajustas, tú me lo haces ver con la claridad del mediodía. Cuánto te admiro yo por eso. Te he admirado siempre!

Bonifacio, que andaba trasteando junto a la puerta de entrada, les abre la puerta, entran los dos. Juan sonríe, sin dejar ver la sonrisa embozada detrás del paso largo que ha tomado para alcanzar por fin la entrada de la casa. Pero ha mentido y sabe que ha mentido, ha Confundido a Angélica y sabe que lo ha hecho, sonríe por eso: porque ha atinado y acertado y su alma
está llena de mentira, como el mar ágil y fuerte bajo la vocación de la elocuencia.

XXVII

Esta vez están todos sentados alrededor de la mesa ovalada del comedor almorzando. Incluso Emeterio se ha quedado a almorzar este mediodía y se ha sentado entre Antonio y Fernandito. Juan tiene a su derecha a Angélica y a su izquierda a Emilia. Antes de sentarse a la mesa Angélica tuvo una llamada de Jacobo diciendo que se viene a pasar unos días con ellos por la Inmaculada. Angélica ha fingido estar encantada pero, en realidad, el regreso de su marido es un incordio. Angélica no sabe lo que quiere. Sólo sabe que no quiere de momento, interferencias entre Juan y ella. Y Jacobo será una interferencia aunque sólo sea porque es probable que insista en que Angélica regrese con él a Madrid al término de sus vacaciones. La llamada de Jacobo coincidió con la entrada de Angélica Y Juan en la casa, y Angélica se retrasó a propósito en el jardín para tener esa conversación. Al colgar el teléfono se sintió desilusionada, como si este trivial acontecimiento que tendrá lugar en breve, el regreso del marido, significara la ruptura con Juan. Angélica ya ha contado a Juan en ocasiones anteriores lo que, como ella dice, nos está pasando a Jacobo y a mí. Y lo que les está pasando es que se aburren juntos. Unido al hecho de que una Angélica desocupada todo el santo día en el piso de Madrid no está en condiciones de recibir a última hora de la tarde a un marido hiperocupado y cansado. No tienen de qué hablar. A Angélica no le interesa el banco y a Jacobo cada día le interesa menos lo que Angélica piensa, siente o lee. Y Angélica en el piso de Madrid ha acabado por sentirse, una vez más, preterida, dejada a un lado, como lo fue cuando la enfermedad de Matilda, sólo que entonces Jacobo y Angélica hablaban más, hablaban mucho. Mientras almuerzan —hoy están tomando filetes de ternera empanados— Angélica se ha apagado y reiniciado varias veces. Su conciencia es como un interruptor con dos únicas posiciones: Jacobo para apagarse, Juan para encenderse. ¡Irse ahora con Jacobo a Madrid sería como volver a las tinieblas exteriores: el piso de Madrid carece a sus ojos de luz propia y su vida en Madrid —la mera idea de esa vida— le ataca los nervios. Aquí, en cambio, en este comedor del Asubio hay un aire vital, discreto, desde luego, pero tenso y cabrilleante como una lámina de agua al sol. Hace tiempo que Angélica abandonó la idea que inicialmente la condujo a quedarse en el Asubio tras volverse Andrea a Madrid: esa idea era la de vigilar y estar al quite porque algo terrible iba a ocurrir en casa de su suegro. Ahora Angélica no cree semejante cosa, al contrario. Ahora cree que Juan la necesita porque, sin ella, no tiene ya con quién hablar. Otra vez luz animosa en la conciencia de Angélica: está claro que su papel está junto a Juan, aunque el contenido de ese papel esté aún confuso. Observa a los otros cinco comensales, que no hablan mucho unos con otros, aunque se comuniquen monosilábicamente entre sí por parejas. Antonio con Emeterio o, alternativamente, Emeterio con Fernandito o, también, hablando un poco más, Juan y la propia Angélica. Sólo Emilia permanece callada frente a Antonio ayudando a sacar los platos o a traer las bandejas. No hay una conversación generalizada en torno a un tema común. Y sin embargo, Angélica se siente ahora en muda pero intensa comunicación con todos ellos. La idea de tener que emparejarse de nuevo con Jacobo en los almuerzos le hace sentirse desgraciada.

—Sabes, Juan? Acabo de hablar con Jacobo, dice que se viene a pasar unos días con nosotros. —Angélica ha hecho este comentario volviendo la cabeza ligeramente hacia Juan por no seguir más tiempo callada. Tiene la impresión de que un excesivamente prolongado silencio por su parte delataría ante todos los demás la intensa torrentera de sus presentes sentimientos. Angélica en efecto, ha traducido el bloque de información plegada en que su vida en el Asubio y con Juan consiste ahora, en una intensa situación emocional: se siente muy emocionada y no desea que nadie, exceptoJuan, sepa que se siente así. Está segura de que Juan siente lo que ella misma siente y que ese sentimiento que sienten a la vez los dos sólo lo sienten ellos dos y es, por lo tanto, su particular secreto de ahora mismo. Nada mejor, pues, que referirse casualmente a la llamada telefónica de su marido para aliviar un poco su tensión.

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