La fortuna de Matilda Turpin (31 page)

BOOK: La fortuna de Matilda Turpin
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—No me has contestado, Antonio. ¿No me has oído? ¿No sabes contestar? Decían que el alma era inmortal, las monjitas...

Antonio no sabe qué contestar. Se da cuenta de que una parte de esta dificultad de contestar a su mujer procede de que se le ha contagiado la perpetua problematicidad con que Juan Campos impregna todas sus afirmaciones filosóficas y en especial su filosofía casera. Así que no se decide a contestar a Emilia por un prurito de decir la verdad, pero a la vez se siente ridículo porque no sabe qué es la verdad en este caso. ¡Igual es verdad que el alma es inmortal! Lo que Antonio hace es sentarse junto a su mujer y decirle:

—Ya sabes que te escucho siempre y que te quiero. Si las monjitas decían lo del alma será verdad. Lo más verdad de todo es que te quiero, Emilia...

La ternura tiene este consabido efecto pacificador que ahora hace sonreír a Emilia. Viene a ser como si, mediante la dulzura de las palabras de su marido, acercara al fuego las manos congeladas. Se quedan sentados los dos, el uno junto al otro. Emilia apoya la cabeza en el hombro de Antonio. Pasa menos bronco el tiempo, como si hicieran el amor.

Y Antonio vuelve a lo de antes: lo que ha cambiado perturbadoramente en la casa es Juan Campos. Este reconocimiento se impone en la conciencia de Antonio como una detonación repentina. Juan ya no es el que era aunque parece que sigue siendo el mismo. Esta detonación queda en el aire asustando a Antonio y sin permitirle sacar ninguna conclusión. Antonio tiene la impresión de que estos últimos meses Juan se ha encogido. Habla menos con el propio Antonio, mucho menos que antes. Produce ese efecto que causan las personas aquejadas de una ligera sordera: que sólo prestan atención si descubren que su interlocutor les habla, mueve los labios, hace algún ademán, pero si dejan de verle o cambian de posición no le oyen, o le oyen muy imperfectamente. Así Juan da la impresión ahora de haberse quedado un poco sordo y presenta a ratos el aire ausente de los ligeramente sordos. Pero ocurre que, desde la aparición de Angélica, Juan empieza a presentar un aspecto desconcertantemente alerta. Al principio Antonio creyó que la compañía de una persona más joven que no pertenece directamente a la familia íntima relajaba su duelo. Pero el caso es que la relajación —que es muy visible cuando está en compañía de Angélica— no ha disminuido el grado de cerrazón o de ensimismamiento o de sordera. Sigue tan desatento como siempre, sólo que ahora es un desatento reanimado por la conversación, un tanto trivial, de Angélica, su nuera.

—Pero las monjitas tampoco eran tanto —dice de pronto Emilia, separando la cabeza del hombro de Antonio, separándose un poco de Antonio, con el gesto casi imperceptible de quienes en medio de una conversación amistosa y larga de pronto descubren una diferencia de opinión o de sensibilidad, que no llega a interrumpir la cordialidad profunda o a separarles, pero que les distancia sólo un poco, lo suficiente para que se advierta, como ahora entre Antonio y Emilia, una separación, una cesación de la ternura precedente—. Sí. Lo del alma lo decían, sí, que era inmortal, lo tenían a la fuerza que decir porque lo tenían a la fuerza que creer. Las personas religiosas, las católicas, eso lo creen, y les era fácil además. Sabes, Antonio. Eso también siempre al oírlas lo pensaba yo, una niña se murió una vez, y otra vez el padre de una niña de repente, y lo que decían es eso: no se ha muerto, se ha ido al cielo. Y viéndolas, quiero decir a las monjitas viéndolas, era eso fácil de tragar, muy fácil, pobrecillas, dónde iban a ir si no. Eran tan mortalmente aburridas e insignificantes todo el tiempo, tan sumisas y algo malas, a ratos bastante malas inclusive, aunque se arrepentían en seguida, que yo pensaba: menos mal que después se van al cielo. Con las monjitas yo no estuve mucho. Sólo el parvulario y la primaria. Allí nos enseñaban a ser buenas, a ser limpias, a no decir mentiras, a rezar, y a pensar, cuando alguien se moría, que el alma se iba al cielo. Bueno, o al infierno si habías sido mala mala, o al purgatorio si habías sido medio mala, o al limbo de los niños si por desgracia se morían sin bautizar. Antonio, yo tenía la impresión a veces que casi era el limbo lo mejor de todo aquello. En el limbo por lo menos miras y no sientes ni padeces, no sabes ni que estás. A todos los efectos, como no lo sabes, pues no estás. Estás de más: liquidación completa de existencias, como los comercios en las quiebras, igual el limbo. Yo pensaba: qué bonito: acabar en el limbo sin siquiera saberlo, ya sin pena ni gloria para siempre, en paz. Pero era un caso extremo lo del limbo, sólo para ‘os sin bautizar. Lo suyo, según las monjitas, era el cielo. Bueno, o el infierno, si eras mala, mala mala. Y claro, lo mismo el cielo que el infierno, para ir a uno cualquiera de los dos, el alma tenía que al morirnos no morirse, el alma era inmortal. Todo eso, yo luego lo olvidé, Antonio. Era una ñoñería: pasó el tiempo, pasó el tiempo, pasó el tiempo y conocía Matilda y te conocí a ti y se me olvidó el cielo y el infierno. Pensé que la gloria era de este mundo. Vosotros dos. Pero distintos cada cual: tú eras mi casa y el reposo y el retiro de la vejez, y llegaría, nos llegaría, a ti y a mí lo mismo que a Matilda y a Juan. Matilda era en cambio una perpetua novedad, un viaje. Y ya no pensé más. Y cuando Matilda se enfermó .. Ahora no sé... Ahora pienso que es verdad lo que decían las monjas, a la fuerza tiene que ser todo verdad y Matilda está en el cielo. ¿Verdad, Antonio? ¿Verdad, Antonio, que Matilda ahora escucha esto que digo, sabe que hablamos de ella y está presente en esta habitación y en esta casa, porque ni tú ni yo la olvidaremos nunca y no la hemos olvidado? ¿Cómo voy a olvidarla yo, si todo el tiempo está conmigo, ahora mismo está conmigo y contigo, aquí los tres?

Antonio está contento de que Emilia hable tan seguido y están juntos otra vez, muy juntos, mientras Emilia habla, Antonio retiene las manos de Emilia entre sus manos y siente frías las palmas de las manos de Emilia, un poco húmedas, como dos animales desiguales que se tranquilizan e intranquilizan a la vez, los dos metidos dentro de un cajón pequeño, tapado con una tapa con agujeros para que puedan respirar. De pronto, sin embargo, Emilia, bruscamente, saca las manos de entre las de Antonio y hace un gesto extraño, como la espantada de una mula. Es como una coz imaginaria.

—Eran también unas imbéciles insignificantes las monjitas, que mentían. También eso es verdad, Antonio, eso también. Con Matilda alguna vez lo hablamos: le conté las monjitas cómo eran y Matilda se reía y las llamaba ñoñas y pitiminís y tiquismiquis y quería decir que no eran nadie, que eran hipócritas y falsas e insignificantes como piojos y tenían que tener el cielo porque las comía la miseria en este mundo. Pero a Matilda no, y a mí tampoco. ¿Pero entonces qué ha pasado? ¿Entonces Matilda ya no existe? ¡Eso es lo que ha pasado, eso es lo horrible!

Emilia ha hundido la cara entre las manos y gime. Es un ronquido respiratorio como si se ahogara, es como el gemido de un animal atrapado que no sabe salir y que se enreda cuanto más se mueve y gime. Antonio abraza a su mujer y la acuna. La desesperación les acuna a los dos como una madre mutilada.

XXIX

Antonio Vega tiene estos días la sensación de que no oye bien. Viene a ser como la sensación que se tiene cuando se padece un catarro fuerte o una gripe. La vida prosigue en torno nuestro pero no se oye bien. El emborronamiento acústico resulta más molesto que la vista nublada. Viviendo, como Antonio vive, en un contexto familiar consabido, la visión resulta menos importante que la audición: vamos y venimos por los lugares familiares poco menos que a palpón, como a ciegas. La compresencia del mundo circundante está tan tácitamente aceptada por todos nosotros que no necesitamos mirarla para saberla, para contar con ella. En cambio, a través del oído acceden las anomalías y las excepciones. Oímos los sobresaltos que no vemos, la voz, las voces, los ruidos, los silencios nos dicen —penetrantes— todo lo que nos dice a medias o no nos dice la mirada. Por eso, Antonio estos días tiene una sensación como de miope, porque no acaba de oír del todo bien. Hay un zumbido en el mundo circundante que no tiene emisor en apariencia, equivalente al
Il y a
de Levinas, equivalente a un impersonal ello que levemente zumba. Retumba levemente sin emisor preciso. Viene a ser como una noche donde hay nada, hay la sensación silenciada del hay. Y lo que hay para Antonio Vega estos días es una sensación borrosa de presencia sin presencia, de existencia sin existencia, de realidad sin realidad. A consecuencia de esta sensación que desde la última tarde con Emilia le acompaña sin cesar, tiene Antonio que sobreponerse continuamente a la desgana de atender a lo que dicen los demás, una desgana que le parece culpable —se siente responsable de esta desgana— porque su función en casa de los Campos ha sido siempre atender a los demás. Antonio Vega apenas recuerda ya a estas alturas de su vida —y no lo echa de menos— aquel tiempo inicial, allá en el banco, en los negociados del banco, cuando su única obligación consistía en, según la expresión bancaria, sacar el curro y ocuparse de sí mismo. Ocuparse consigo mismo dejó de ser una ocupación muy poco tiempo después de entrar en casa de los Campos. Fue succionado por los críos, por Juan, incluso por Matilda, que succionaba, a su vez, a Emilia, quien a su vez le succionaba a él mismo, porque le había enamorado. Y Antonio Vega les dijo a todos —sin decírselo— ¡heme aquí! Y lo entendieron todos a la perfección, a la primera. Y ahora es después. Todo lo esencial ya ha sucedido y ahora Antonio no oye bien. Se siente de pronto duro de oído y preocupado, y casi atemorizado a ratos por el sonido irreprimible de aquel ¡heme aquí!, aquí estoy, con su subsonido del hay, del ello, que no sabe interpretar.

Por eso Antonio Vega, al encontrarse ayer a mediodía en el jardín con Fernandito, le habló con la urgencia y la precisión de alguien que no oye bien y que no se oye bien y que desea transmitir un mensaje importante cuya comprensión queda enteramente a cargo del receptor, de tal suerte que el emisor confía que cualquier borrosidad o ambigüedad sea subsanada por la comprensión ideal de un receptor ideal, que en este caso es Fernandito Campos. Así que le dijo:

—Fernando, estoy tan preocupado por Emilia que ya no sé qué hacer. A lo mejor tú, que tanto te pareces a tu madre, pudieras ayudarla más que nadie, si hablaras con ella, si quisieras hablar con ella un rato, con cualquier pretexto, ya sé que no es muy fácil hablar ahora con Emilia, pero no hablar con ella es como matarla. Por favor, yo te pido, Fernando, que hables con Emilia con cualquier pretexto, o sin pretexto, por las buenas. Vas y hablas con ella por las buenas. De lo que se te ocurra, da lo mismo...

—Vale, Antonio —contestó Fernandito—, así lo haré. Hoy mismo sin falta lo haré.

Fernando Campos ha respondido de inmediato. Le ha conmovido el acento de Antonio, que no hace sino subrayar la obvia decadencia de Emilia, su desfiguración. También le ha envanecido: se ha sentido valorado por Antonio, que —Fernandito supone— no ha logrado interesar a su padre en esto mismo. Se ha sentido, pues, halagado por tener que desempeñar el papel que su padre, sin duda, se ha negado a desempeñar. De esto tiene Fernando seguridad absoluta: está convencido de que Antonio ha acudido a él
después
de haberle pedido lo mismo a Juan y haberse dado de bruces con la pasividad paterna. No lo sabe a ciencia cierta, pero tiene la seguridad de que Antonio ha procedido como él supone: ha pedido este gran favor a quien considera la persona más responsable de la casa, el cabeza de familia, pero sucede que la familia está descabezada ahora: la cabeza nunca fue Juan, la cabeza siempre fue Matilda. Esta evidencia maliciosa hace que Fernandito se sienta bien ahora, como vengado: él sustituirá a su padre en este grave asunto de la depresión de Emilia. Ni por un instante le preocupa qué haya de decir o de dejar de decir a Emilia, si ha de consolarla, o hablarle de Matilda, o dejarla llorar, o dejarla hablar. Quizá —decide Fernandito— esto sea lo mejor de todo: dejarla hablar. Pero no como mi padre nos ha dejado hablar a todos siempre —para ahorrarse la fatiga de tener que contestar—, sino porque ante el sincero interés de Fernando, Emilia abrirá su corazón, se aireará y se mejorará. Fernandito está seguro de que haga lo que haga, diga lo que diga el propio Fernandito, Emilia, tras su intervención, mejorará sensiblemente. No puede remediar ni el rebote de la vanidad que la tarea encomendada le provoca, ni el rebote reflexivo que desde muy joven acompaña siempre sus acciones deliberadas. Este segundo rebote, el de la reflexión, rebaja el rebote de la vanidad, azuza a Fernandito, quien —al sentirse justo, al sentir que está a punto de cumplir con su deber (porque sin duda se trata de un deber) — se siente también justificado, hermoseado. Y piensa en Emeterio. No verá a Emeterio hasta mañana al mediodía, tal vez hasta mañana por la noche, ¡esto qué lata es, Dios! ¡Este no tener a Emeterio siempre a mano! ¡Este tenerle, intermitentemente, a mano ya trasmano! ¡Qué jodida lata es! Irá a ver a Emilia de inmediato.

Va en busca de Emilia y no la encuentra en casa. Encuentra, en cambio, a Antonio en el garaje. No está el monovolumen y los dos suponen que Emilia ha bajado a Lobreña. A veces baja a recados después del almuerzo. A Fernandito se le ocurre un comentario que desconcierta a Antonio:

—Vaya, me alegro. Si va a recados es que está mejor.

—No sé si es eso. Como no está el coche... No, no está mejor. Tampoco está enferma. Si estuviese enferma empeoraría o mejoraría. Iríamos al médico. Pero no está enferma. Lleva así desde que murió tu madre, o sea, va a peor porque pasa el tiempo y sigue igual...

—Es un trastorno mental... —intercala Fernando.

—Lo es y no lo es. No está trastornada Emilia. Hace la vida normal, tú mismo lo ves, va y viene, hace los recados, ayuda en casa. Hace lo mismo de siempre. En fin, no sé. Por eso te agradezco que vayas a buscarla, hables con ella. Tengo la sensación de que a mí me tiene demasiado cerca, apenas me distingue de sí misma, supongo.

Mientras hablan, Fernandito decide que irá en coche a Lobreña en busca de Emilia. Decide todo: que ha salido en coche, que ha ido a Lobreña, que la encontrará de tiendas en Lobreña y también que en esa situación tan cotidiana de ir de compras la conversación con Emilia será fácil. Decide que se resolverá esta tarde. Le comunica todo esto a Antonio, que de pie ante Femando tiene una expresión rara:

la expresión de alguien que acaba de tener un accidente, sale ileso y mira alrededor suyo en busca de un punto de apoyo trivial, un policía, un enfermero, un conocido, el paisaje conocido, o la calle... El caso es que Fernandito tiene prisa por ponerse en marcha. Ahora ponerse en marcha es una comezón irresistible. Se dirige hacia su Porsche Boxster, que resplandece negro, lujoso, trivial en su hermosura mecánica, en su lujosa negrura satinada, como una repentina sinécdoque de Fernandito:
pars pro toto.
Confusamente, Antonio percibe también todo esto y de pronto teme haberse equivocado: ¿estará Fernandito, este joven ejecutivo del Porsche Boxster, a la altura de las circunstancias? ¿Será capaz de compasión, de comprensión, de temura, cuando se encuentre con Emilia —si por fin la encuentra—? Hay algo idiota, como un precipitado signo peliculero del American way of life en este salir a toda mecha en un descapotable negro en busca del baqueteado monovolumen de Emilia. Antonio va a decir que no: no vayas, Fernandito, va a decir, pero es ya tarde. El Porsche sale ya marcha atrás, ya gira el Volante enfilando la salida del jardín. Cruje la grava. Su crujido elegante.

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