La fortuna de Matilda Turpin (32 page)

BOOK: La fortuna de Matilda Turpin
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Antonio decide ahora seguir con lo que estaba, ordenando los catálogos de jardinería y fertilizantes de las estanterías de su habitación en el garaje. Este lugar, el cobertizo del tiempo de los niños, de los primeros tiempos del Asubio sigue siendo tranquilizador, con su olor a garaje, a gasolina, a botes de pintura, a carpintería de pueblo. Antonio se sienta frente a la estufa y aspira el aire cálido del alrededor de la estufa, la seguridad del estufón encendido, la firmeza del pasado recordado, el amor recordado...

Le asalta de pronto la idea de que Emilia, súbitamente obnubilada, como cuando gritó, gimió, hace unas noches, corra el peligro de suicidarse. ¿Y si —incluso sin intención de suicidarse— se deja llevar por su obsesión, se distrae, tiene un accidente mortal? No puede de pronto Antonio parar quieto. Se levanta de un salto. Irá él también en busca de Emilia. Se monta en el Opel, sale marcha atrás, gira el volante para enfilar la salida. Aparecen en la terraza de delante de la entrada Juan y Angélica que, embutidos en sus abrigos, tienen el aspecto de ir a darse un paseo. Le saludan los dos con la mano. Antonio corresponde al saludo y acelera hacia la salida. La verja está abierta. Junto a la verja, Boni le detiene para preguntarle qué pasa, si ha pasado algo, cómo es que todo el mundo sale ahora precipitadamente en coche, al mismo tiempo. Antonio, que ha bajado la ventanilla, dice a Boni que va en busca de Emilia. Boni asiente sin decir nada, sin entender bien qué ocurre. Por el retrovisor Antonio ve a la elegante pareja de suegro y nuera bajando a paso de paseo por el jardín hacia la salida. Una imagen hiriente, que hiere a Antonio en ese momento. Sin saber bien por qué, acelera el coche cuesta abajo en dirección a Lobreña.

XXX

En todo el recorrido que va del Asubio a Lobreña, el serpenteante camino vecinal en cuesta, no aparece el monovolumen de Emilia. Fernandito no ha podido reprimir la ajustada precisión de su Porsche, que se embala o se frena con una leve presión del acelerador o del embrague o del freno, como si conducir el coche fuese equivalente al pensamiento de conducir el coche: esto se conduce solo —repite Fernandito el tópico que los aficionados a los coches dicen de un coche así—. Conducirlo es un lujo, pero el lujo es, en este caso, un contagio físico, un leve impedimento para ir en busca de alguien tan impredecible como Emilia. Emilia puede haber metido su monovolumen por cualquier atajo, haberse parado en cualquier recodo entre las zarzas y haber seguido a pie, haber llegado a cualquiera de las playucas o haberse sentado en la cima de los acantilados, puede haber llegado a Lobreña y haberse —como supone Fernandito— metido en el híper, al otro lado de Lobreña, en las afueras, y haber dejado el coche en el aparcamiento. Que esto sea lo que ha hecho Emilia, es un supuesto cada vez más claro para Fernandito. La docilidad del Porsche y este pensamiento se Unen para que Fernandito cruce Lobreña de un tirón yapar- que en el aparcamiento del híper. Es media tarde de un día de semana. El aparcamiento puede recorrerse de un vistazo, hay sólo un monovolumen al final, color rojo, que no es el de Emilia. Para cerciorarse bien del todo, Fernandito da una vuelta por todo el aparcamiento del híper y finalmente aparca. Es entre dos luces, hace frío aunque no llueve. Las últimas casas de Lobreña titilan, dislocadas, como señales de peligro. Hay entre casa y casa, en los pueblos de la Montaña, al caer la noche, una zona oscurecida que se corresponde con los corrales, con los jardincillos con las callejas sin asfaltar que regatean entre las casas como riachuelos secos en épocas de lluvia. Se convierten temporalmente en riachuelos, barrizales que reflejan y no reflejan las farolas de las esquinas las farolas de los portalones las luces de las cocinas y los cuartos de estar, pocas luces, entre dos luces. El híper, en cambio, es un lugar hiperiluminado que crea su propio espacio intervecinal, sin medias luces, esperpénticamente iluminado como una payasada. Se apea Fernandito. Dará una vuelta rápida por los departamentos semivacíos a esta hora. Quizá Emilia ha dejado el coche en otro sitio: tiene que estar aquí, dónde si no. Recorre FernanditO toda la nave cuadrangular de dos pisos del híper a buen paso. No está Emilia. La cafetería está en el primer piso. Las mesas de la cafetería se asoman al balcón del primer piso como a un patio de vecindad. Parece ser que en estos últimos tiempos el híper se ha convertido en un lugar de reunión para la juventud de Lobreña. Ahí pueden tomar unos perritos calientes, unas hamburguesas renegridas sobre una base de queso fundido, tomate, pepino yaros de cebolla. Es, a su manera comarcal, un sitio muy americano. Todas las cafeterías de todos los hípers de los inmensos
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son, en diez veces más grandes así. Quizá por eso la juventud de Lobreña, que no acaba de aprender del todo bien inglés se viene aquí a tomar sus Coca-Colas y sus ketchus. Fernandito detesta estos lugares, pero aún convencido de que Emilia no puede estar en ningún otro sitio a estas horas, sube a la cafetería. Sentados frente a frente, ambos con sus vaqueros y sus chupas moteras, Emeterio y la novia. Hay que joderse.

—Vaya, hombre, ¿qué hacéis aquí? —Fernandito ha enrojecido, por un instante la punzada de celos enciende su elegante rostro sombrío.

—¿Y tú? ¿Qué haces tú? Tómate algo —dice Emeterio, cortado.

Fernandito se queda de pie.

—Siéntate, tío, tómate algo —dice la novia.

—¿Habéis visto a Emilia? —pregunta Fernandito.

—A Emilia, no, ¿por qué?

—Porque se ha ido de casa.

—¿Cómo que se ha ido?, ¿querrás decir que ha salido?

—Ya, pero como está como está... He salido yo a buscarla, tengo que hablar con ella. Pensé que estaría aquí.

—Tómate algo, venga —repite Emeterio, cortado.

Verle es conmovedor. Le cohíbe la presencia de Femando. Femando sabe que su presencia le cohíbe. No se sentará, no tomará nada, no dará la menor conversación a la novia, no la reconocerá como tal novia. La infelicidad de los celos, el innoble horror de sentir celos, la ira, la vergüenza..., todo esto ocupa ahora a Fernandito, le mantiene de pie.

—Tengo que irme -dice.

—Tenemos que quedar los tres, ¿vale? -dice la novia. Es una chica mona, quizá veinticinco años. Seguramente está enamorada de Emeterio. Será seguramente una buena mujer de Emeterio. Es casi seguro que no alberga el menor recelo con respecto a Fernandito. Es probable incluso que, caso de enterarse, comprendiera la clase de relación amorosa que hay entre Emeterio y Fernando. Parece una buena chica. Fernando sabe todo esto. No puede remediar los celos, el aborrecimiento.

—Tengo que irme —repite. Y dirigiéndose a Emeterio—: Si ves a Emilia por aquí, dile que la estoy buscando.

—¿Ahora dónde vas?

—Voy a buscar a Emilia, ya te lo he dicho.

Ahora ya se va. Se vuelve y dice:

—Quedamos que comeríamos mañana. Hemos quedado a comer mañana. ¿No es así? Mañana, Emeterio. Al mediodía en casa de tus padres.

Gira en redondo, baja las escaleras del híper sin querer oír la respuesta sin volverse a mirarles. Cuando sale es ya noche cerrada. Ha olvidado a Emilia. La irresponsabilidad de los celos puntea su cabeza como los timbrazos de un teléfono en una habitación vacía. Se sienta en el Porsche sin encender las luces. ¿Va a quedarse a esperarles? Tiene una sensación pulsátil en las sienes, como el principio de un dolor de cabeza. Fernandito se agazapa en el interior del Porsche negro, que se agazapa a su vez, ahora que parecen haber disminuido las luces del aparcamiento en la entrante noche. Sabe que no debe quedarse ahí a esperarles sabe que no debe seguirles, quiere irse, no puede irse, desea acostarse con Emeterio ahora, liarse a patadas con la novia. Se echa a llorar. Está perdido. Ha olvidado a Emilia.

Antonio Vega está perdido en la noche. Ha dado una vuelta por los alrededores, ha regresado a Lobreña en busca de la casa-cuartel de la Guardia Civil. Ahora saluda al guardia de la entrada, que le dice que pase. Le atiende un cabo primero que toma nota de su declaración.

El cabo primero no acaba de entender del todo lo que quiere Antonio Vega. El propio Antonio Vega se da cuenta, nada más empezar su declaración, de que es absurda: lo más probable es que Emilia haya regresado al Asubio a estas horas. Aún no son ni las diez de la noche. Antonio pide disculpas. Balbucea:

—Mi mujer no se encontraba bien estos días. Salió con su coche esta tarde. Disculpe... No he llamado a casa. Debí pensar en eso lo primero. ¿Puedo llamar desde aquí?

El cabo le indica amablemente el teléfono que está encima de su mesa. Tardan en coger el teléfono. Por fin se poneJuan

—Soy Antonio, estoy en Lobreña. ¿Ha vuelto Emilia?

—¿Emilia? —La amable voz de Juan suena un poco alejada, como si mantuviese el auricular un poco separado al hablar—. No sé si ha vuelto, no sabía que hubiese salido...

—Salió con el monovolumen sin decirme nada. ¿Tendrías la bondad de llamarla al apartamento?

—Desde luego. Claro que sí, ahora mismo llamo. Espera, no cuelgues.

Transcurre un instante interminable. Antonio, sentado frente al guardia civil, en la impersonal oficina de la casa- cuartel, no mira a su alrededor. Contraído. La angustia ante la posibilidad de que Emilia no haya vuelto a casa contrae su ánimo, reduce su conciencia a una bolita de acero encerrada en el laberinto de un juego de niños (es una cajita pequeña, cuadrada, con un cristal encima, que permite ver cómo la bolita de acero recorre el minúsculo laberinto:

el juego consiste en hacerla entrar por una determinada dirección —hay una única dirección válida— para que salga así del laberinto y llegue así al punto final). Angustia. Vuelve a oír la voz de Juan:

—En el apartamento no está. Ni tampoco en el lado nuestro. Es muy temprano todavía, no te preocupes.

—No es temprano, son las diez. Es tarde para nosotros, para Emilia...

—Habrá ido al cine. A visitar alguien en Letona, quizá. Seguro que llega de un momento a otro...

—No hay nadie en Letona, Emilia no conoce a nadie...

—Lo mejor es que vuelvas y la esperas aquí.

—Vale, Juan, gracias.

Antonio alza los ojos: tiene ante sí al cabo de la Guardia Civil. Un hombre de mediana edad, alrededor de los cmcuenta, un poco fondón, una cara amable. El rostro del guardia entrevisto desde la angustia tranquiliza un poco a Antonio. Seguramente es padre de familia, la mujer y los críos estarán en el piso de arriba de la casa-cuartel. Con sólo mirar de refilón su rostro, Antonio está seguro de que este guardia civil hará todo lo que pueda por dar con Emilia.

—Mire, vamos a hacer una cosa —dice el guardia—. Va a darme usted los datos de su mujer, una descripción de su aspectos el número de matrícula del coche, y voy a ponerme en contacto con otros puestos de por aquí cerca y con Letona. Seguro que damos con ella.

—¿Me quedo aquí? —pregunta Antonio. Preferiría quedarse aquí, con este guardia civil, en esta oficina destartalada de la casa-cuartel de Lobreña, pero comprende que es mejor que vuelva a casa. Deja el número de teléfono del Asubio.

Al salir, el frío de la noche marítima le envuelve como el frío impersonal de un pueblo desconocido. De pronto todo lo familiar, Lobreña, el Asubio, la carretera comarcal que conduce al Asubio, es extraño, amenazador. Pone el Opel en marcha y regresa al Asubio.

Bonifacio le abre la cancela. Le dice que ha estado pendiente toda la tarde, que Fernando no ha vuelto todavía, ni Emilia. Le dice que no se preocupe. El rostro de Bonifacio, como el rostro del cabo de la casa-cuartel, le tranquilizan al presentirlos, viéndolos sólo de refilón, como vemos los rostros diariamente, sin mirarlos detenidamente, como adivinándolos, registrándolos casi como apariciones inmanentes que sin embargo trascienden por completo nuestra conciencia. Esos rostros entrevistos nos afirman o nos niegan, con su bondad o su maldad o su indiferencia. Afirman la existencia de un mundo humano más allá de nosotros, independiente de nosotros- En el caso de Bonifacio SU rostro es tranquilizador como su voz o sus ademanes rutinarios. Su cortesía de empleado predemocrátíco. Antonio sonríe al pensar esto. Bonifacio y Balbanuz tienen la edad de Juan Campos. Designan todo lo anterior a la juventud que representan Emeterio y Fernandito. Antonio es el puente entre aquella Circunstancia y esta nueva circunstanciA española. Entra en la casa. Piensa: entraré a hablar con Juan: ha visto la luz del despacho de Juan, que aún no ha corrido las cortinas. Está a punto de llamar y entrar, como tantas otras veces. Pero le retiene la voz de Angélica en el interior de la sala y la risa tranquila de Juan y de Angélica.

Antonio piensa que llevarán toda la tarde de charla, habrá tomado un par de whiskies, habrán, de común acuerdo hablado de todo un poco, comentado incluso la llamada de Antonio, que les habrá parecido exagerada, preocupada.

Y habrán comentado, quizá: pobre Antonio, con Emilia así es comprensible que se preocupe, conmovedor. Nada puede hacerse de momento, habrán concluido, piensa Antonio Y es cierto. Antonio sabe que nada puede hacer de momento tal vez nada tampoco en toda la noche: irse a su apartamento y esperar a Emilia. El sistema telefónico del Asubio es anticuado. Hay un único teléfono fijo con dos ex tensiones una en la cocina y otra en el departamento de Antonio y Emilia. Habitualmente la palanca se sitúa en la

extensión de la cocina porque Juan Campos detesta hacer de telefonista, como él dice. Y hay también el telefonillo interior que conecta el apartamento con el despacho. Una vez en sus habitaciones, Antonio llama por teléfono a Juan para decirle que está en casa, que perdone las molestias. Juan lo comprende todo, su voz más amable, que dejará la palanca en su lado para que Antonio pueda recoger el primero la posible llamada de la Guardia Civil, o cualquier otra. Esto es el fin. Desde el punto de vista de Juan y de Angélica, asunto concluido. Ellos dos permanecerán de charla un par de horas más, quizá más tiempo, y Antonio dará vueltas por su cuarto de estar o quizá llame a la Guardia Civil otra vez. Son las once de la noche, el tiempo se desmenuza ahora, cruje un poco como una barra de pan de dos días entre los dedos: ofrece una ligera resistencia y se desmorona en seguida se vuelve pan rallado, partículas de tiempo desmenuzado entre los dedos nutren la angustia, alimentan en su cárcel a Antonio Vega, el rehén de la responsabilidad irrenunciable.

Hacia las dos de la madrugada, Antonio oye la grava del jardín a lo lejos, el runruneo del motor del Porsche, un portazo demasiado violento. Antonio sabe que Fernando acaba de llegar. Sale al vestíbulo a esperarle. En seguida ve que FernanditO ha bebido en exceso. Tiene mal aspecto, desmadejado como si se hubiera caído, embarrados los zapatos y el fondillo de los pantalones.

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