La fortuna de Matilda Turpin (37 page)

BOOK: La fortuna de Matilda Turpin
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La pausa de Juan se ve súbitamente sacudida ahora por la voz temblorosa de Angélica que le pregunta si, al ver que no vuelven, saldrán del Asubio a buscarles.

—No. No lo creo, Angélica —dice Juan.

Para un oyente imparcial la respuesta de Juan tiene un punto de excesiva firmeza. La firmeza _momentánea al menos— de quien se dispone a gastar una broma. A Juan, una vez más, se le pasa por la cabeza ahora tomar el pelo a Angélica asustarla algo más. Esto aparte, Juan Campos no cree que se haya producido en el Asubio la menor alarma hasta la fecha. Juan ha consultado su reloj hace rato e iban a ser las diez de la noche. Hace más de dos horas que es noche cerrada en el acantilado, pero no es tarde para la gente del Asubio. Antonio y Emilia habrán cenado en su apartamento Fernandito no habrá regresado todavía, y Boni y Balbanuz registran sobre todo las entradas y salidas de los automóviles. Así que Juan remacha lo que acaba de decir:

—Angélica más vale que tomemos esto con calma. Nadie va a echarnos en falta.

—¡Pero hombre, si son las diez de la noche ya!

—Ya. Pero para quien está cómodamente instalado frente a un fuego no hay gran diferencia entre las ocho y las diez. Lo que dura una película más o menos es lo que llevamos tú y yo aquí. Y ya sabes que en el Asubio no nos reunimos nunca a cenar todos. Así que no se nos echará en falta. El único que hasta hace poco estaba pendiente de mis entradas y salidas era Antonio. Pero Antonio apenas se ocupa de mí ahora, sólo de su mujer. He detectado incluso una cierta hostilidad contra mí en Antonio. ¿No lo has notado tú, Angélica?

—No. Yo no. Al contrario: Antonio se ocupa de ti con devoción, con verdadera devoción.

—Hasta hace poco sí: así era. Pero desde que nos instalamos aquí y fue aumentando lo de Emilia, nos hemos ido distanciando. Ya hemos hablado de esto, Angélica ya te conté que llegó a pedirme el finiquito incluso...

—Ésa fue una idea que se le pasó por la cabeza. Lo mencionó este mediodía o el día anterior. Dijo que no le parecía ya una buena idea.

—No sé, no sé... Antonio me parece a mí que ya no es el de antes, no, ni primo...

La compañía de Angélica, tan asustada, le está sirviendo a Juan para no preocuparse él mismo. A pesar de que al hablar de Matilda se ha servido de expresiones de ultratumba, la sensatez, la incredulidad de Juan Campos con respecto a todas estas nociones medievales sobre la vida después de la muerte hacen que no sienta realmente ningún temor. Juan es un filósofo racionalista de tercera o cuarta fila poco dado a los devaneos poéticos e irracionales en que incurre a veces la filosofía contemporánea. Así que en la presente situación lo único que de verdad le está agobiando son las incomodidades físicas que se avecinan durante una larga noche al nivel del mar si nadie viene a rescatarlos. Y la incomodidad de las explicaciones que tendrá que dar si alguien, aunque sólo sea Antonio, viene a rescatarlos. La solución que Juan preferiría es que nadie viniera a buscarlos y con la luz del nuevo día salir Angélica y él por su propio pie. Y ya está todo dicho. Juan se da cuenta de que, exceptuado el temor supersticioso, irracional, que puede causar un lugar como éste, lo único que queda es abrigarse lo más posible en el interior de la cueva y dejar pasar las horas La incógnita es Angélica. Pero la incógnita es también —tiene que reconocer Juan— qué hará el propio Juan si Angélica llegara a perder los nervios por completo. Y Juan casi confía en que Angélica pierda los nervios. Esto daría un giro a la situación que de lo contrario podría ser muy aburrida.

—Puesto que no vamos a ser rescatados, Angélica, podemos entretenemos tú y yo contándonos cuentos de miedo, hay que reconocer que el lugar es óptimo. Cuentos de aparecidos.

—No sé si me divertirá eso —declara Angélica titubeante—. ¿No podíamos intentar otra vez la subida?

—_Imposible, nos despeñaríamos.

—Estoy helada.

—Vamos a meternos dentro un poco.

Así lo hacen, caminan los dos hacia el resguardo del interior de la cueva. Esta cueva es, a todas luces, un resultado de la erosión marítima. Viene a ser un arco casi de medio punto con la parte de la entrada más ancha, y una salida más estrecha al fondo. Es una cueva bonita. O lo sería a la luz del día. De noche, sin embargo, resulta desapacible, atravesada de extremo a extremo por repentinas corrientes de aire. Y tiene como un eco. Da la impresión de que la marea creciente que retumba fuera de la cueva, retumba dentro también, ensordecida. La cueva es como un tránsito, el umbral de una puerta. Al fondo, al otro lado, destella el oleaje nocturno. Juan y Angélica se han situado todo lo atrás que pueden y ahora apoyan la espalda contra una roca plana y casi confortable. Es una situación tonta y va a durar cuatro o cinco horas más. Juan piensa: si fuéramos jóvenes haríamos el amor, esto nos calentaría. La mera idea de hacer el amor con Angélica le hace bostezar mentalmente. ¿Qué puede estar sintiendo Angélica?

—Si, Angélica contra lo que suponemos llegase la marea hasta nosotros, si se inundara completamente esta cueva, moriríamos ahogados. No veo yo que podamos subirnos a ninguna otra roca más alta. No hay repisas en esta cueva donde pudiéramos instalarnos. Si subiera la marea un metro, sólo un metro, no podríamos resistir el frío, moriríamos grotescamente sería una muerte absurda.

—Eso no va a pasar, se ve que esta cueva lleva mucho tiempo seca. Dime una cosa: ¿por qué has dicho antes que Matilda es un alma condenada? Eso es un pensamiento cruel. Cuando lo dijiste me pareció que de pronto no te reconocía, como si hablase a través tuyo otra persona una voz fría y cruel. El tono de tu voz no era el de alguien que siente dolor por lo que dice, sino la voz de quien informa acerca de un hecho. Me asustó tu voz. ¿Sabes, Juan?, mucho más que este desagradable lugar, que me da miedo, me asustó tu voz cuando dijiste aquello, porque no me pareció tu voz...

—Quizá no lo fuese. ¿Quién te dice que no hay en mí dos voces y también dos personas, dos almas? ¡No sería el primer hombre con dos almas! Tal vez a la luz del día sólo se ve una y emerge la otra por la noche: de noche emergen las pasiones, la concupiscencia de la carne, la irresponsabilidad, la lujuria de los tocamientos veloces. La luz del día nos cerca de vigilancias y de precauciones, pero en la noche, al no vernos con claridad, al estar tan juntos como tú y yo estamos ahora, Angélica, al tener los dos miedo a la vez, los dos frío a la vez, lo oculto sale a flote, la voz cambia, el cuerpo de los dos se retuerce en la penumbra, nos enroscamos uno en otro, como grandes serpientes. Así es la noche...

—Sí, seguro, pero tú tendrías que ser distinto de como eres, no te imagino agrediéndome, o violándome... —Angélica al decir esto emite una especie de risita tonta, es como un aleteo.

—Claro, eso es porque no me puedes imaginar más que de día, en la impersonación diurna de Juan Campos, pero de noche no me has visto nunca. ¿Cómo sabes que quien te habla ahora no es otro Juan desinhibido que ha dejado suelta una carnalidad distinta de la que corresponde a un hombre de mi edad y ahora sólo piensa en entretenerse poseyéndote? ¿Cómo sabes que yo no haré eso? ¿Cómo sabes quién soy yo en esta oscuridad?

—No sé cómo lo sé, pero tengo confianza en ti.

Juan de pronto se echa a un lado y se separa bruscamente de su nuera. Ahora Angélica está sola y no ve a Juan, sólo siente el movimiento del bulto de Juan como el de un animal del tamaño de un hombre. Juan jadea, o gruñe, es Una sensación absurda.

—Deja de hacer eso, Juan, ¡deja esas tonterías!

—¿Qué tonterías? Estoy aquí a tu lado. —Juan alarga la mano y agarra la de Angélica. Angélica pega un grito, el contacto de la mano de su suegro le ha parecido aterrador. Juan ha separado la mano y ha desaparecido una vez más en lo oscuro.

—¿Qué hora es, Juan? —pregunta Angélica con la voz alterada—. No llevo reloj.

—Es la hora del alma en pena.

—Deberíamos salir fuera de la cueva y pedir socorro.

—Hazlo, Angélica, sal y grita socorro. Entonces verás donde estás metida, no hay socorro que valga. Sólo yo puedo socorrerte, pero yo no estoy en mis cabales, la noche me ha empapado de accidentalidad, de desconexión. Soy un accidente repentino esta noche, Angélica. Tampoco yo te reconozco a ti. Tú no eres mi nuera, ni Angélica, ni habrá mañana ninguno, ni luz del día. ¿Cómo sabes que mañana saldrá el sol?

En el Asubio hay un gran tumulto a esta misma hora. Jacobo se ha presentado en el todoterreno de un amigo. Los dos vienen a cazar. Van a quedarse todo el fin de semana y van a ir a un puesto de caza a unos cien kilómetros de Lobreña. Traen sus escopetas y sus indumentarias de cazadores, un poco demasiado nuevas quizá. Salieron de Madrid después de la oficina y han viajado durante cinco horas. Han tocado la bocina frente a la puerta del Asubio a las once. Bonifacio les ha abierto la puerta y ha avisado a Antonio diciéndole que suben. Antonio ha encendido las luces de la entrada y les espera con la puerta abierta. Al cruzar la casa, ha sorprendido a Antonio que las luces de la sala y del despacho de Juan estén apagadas. La verdad es que Antonio y Emilia han pasado la tarde encerrados en sus habitaciones y no han pensado en los demás ocupantes de la casa. Antonio creía que Juan y Angélica habían terminado su paseo y habrían cenado por su cuenta. Los recién llegados saludan a Antonio y Jacobo pregunta:

—¿Dónde está todo el mundo?

—No sé. Aquí. ¿Dónde van a estar?

—¡Pero si estáis a oscuras! ¿Dónde están todos?

La evidencia de que faltan Angélica Y Juan es de pronto intensamente voluminosa. Están los coches en el garaje y ninguno de los dos aparece. ¿Dónde se han metido? Mientras se formulan estas preguntas sin respuesta aparente, Jacobo y su amigo, un chico de la edad de Jacobo que se llama Felipe Arnaiz, van metiendo en el vestíbulo sus maletas, y sus escopetas de caza en las fundas. No hay nadie.

—Habrán salido —explica Jacobo a Felipe Arnaiz—. Vamos a instalarnos nosotros.

Suben los dos escaleras arriba, encendiendo las luces. Retumba la escalera de madera. Antonio recorre la casa, sabiendo de antemano que no hay nadie. Desde el despacho de Juan llama por teléfono a Bonifacio. Bonifacio declara que sólo Fernandito salió en coche a mitad de la tarde y aún no ha vuelto. No se dio cuenta de la salida de Angélica Y Juan. En cualquier caso, Bonifacio se ofrece para echar una mano y al cabo de un rato aparece en el vestíbulo. También ha salido Emilia de su habitación y quiere saber si cenarán algo. Puede hacerles unas tortillas y algo de fiambre. La situación es a la vez perfectamente normal y extraordinaria. Dos visitantes, uno de ellos de la familia, que se presentan de improviso y a quienes se les prepara la cena. Y la extrañeza de una situación en la que ni el dueño de la casa ni la esposa de uno de los visitantes aparecen por ningún sitio. La normalidad, la naturalidad lo ocupa todo y, a la vez, velozmente, se va diluyendo en la voluminosa sensación de extrañeza que les embarga a todos. ¿Cómo es posible que dos personas salgan a dar un paseo a media tarde y no hayan vuelto a las doce de la noche? Resulta incomprensible. Jacobo quiere saber si han dejado alguna nota. No hay ninguna nota ni recado, no hay llamadas telefónicas. Esto de la falta de llamadas telefónicas es casi lo que más sorprende a Jacobo, quien sabe que Angélica es aficionada a llamar por el móvil a todas horas.

—Igual les ha pasado algo... —comenta Felipe Arnaiz por decir algo, por mencionar lo obvio que empieza a ocurrírseles a todos.

Entretanto, Emilia anuncia que pueden pasar al comedor. Ha preparado unas tortillas a la francesa y una ensalada, además de quesos y embutidos. Los recién llegados se sientan a cenar. Antonio abre una botella de Rioja. Durante un momento, mientras beben el Rioja y empiezan a cenar, retorna la sensación de normalidad que se separa de la sensación de extrañeza tan sólo por una delicada película invisible. Ambas sensaciones coexisten a la vez. Afortunadamente los recién llegados tienen hambre, así que devoran sus tortillas y los embutidos y el queso y el vino. Veinte minutos después, se encuentran todos en el comedor: Jacobo, Felipe Arnaiz, Antonio y Emilia, Bonifacio y Fernandito que acaba de llegar. Fernandito, ha hecho que se le explique la situación y se ha limitado a comentar:

—Estos dos se han largado, ¡es una fuga en toda regla!

Jacobo mira furioso a su hermano.

—¡Cállate la puta boca!

—¡Me callo, pero a la vista está que se han largado!

Antonio está sumamente sorprendido. No forma parte del Juan Campos, que él conoce de toda la vida, este desaparecer sin avisar. La maligna sugerencia de Fernandito tiene más de ingenuidad que de maldad. Juan no es el tipo de hombre que se escapa a pie, a media tarde, con una amante. Y Angélica no es tampoco una amante, en el sentido usual de la expresión. Lo más sensato es pensar que se han entretenido en Lobreña o que han tenido un accidente. Pero no hay nada que hacer en Lobreña —no hay nada abierto— a partir de las once de la noche. Así que lo lógico es que telefonearan si están allí para que Antonio bajara a recogerles. Antonio decide que no queda más posibilidad que el accidente. Una vez decidido esto, el campo de posibilidad a la vez se ajusta y se amplía desmesuradamente. No es probable que Juan haya elegido pasear campo a través. El único paseo desde el Asubio que no sigue el camino vecinal que baja a Lobreña es el sendero del acantilado. Éste es un camino, además, frecuentado por Angélica y en ocasiones también por Juan. Y éste es un paseo peligrosode noche. Antonio decide formar una expedición de socorro:

—Vamos a formar dos grupos, en uno vamos Fernando, Jacobo y yo, y en otro podéis ir Bonifacio, que conoce el camino, y Felipe. Vamos a recorrer el acantilado voceando los nombres de los dos.

Antonio va al garaje en busca de una cuerda y un par de linternas. Se ponen en marcha. A medida que caminan por la cima del acantilado, Antonio piensa que, incluso si les localizan, incluso si no están heridos, el rescate a estas horas de la noche será complicado. Hay unos tres kilómetros de acantilado, cortados por dos barrancos cuyo origen es el desplome de la roca por la erosión marítima. Al primero de ellos, el más profundo, lo llaman el Barranco del Diablo. Al siguiente, menos profundo, la Barranca del Gato. Y hay dos pequeñas playas al pie de los acantilados. Una de ellas, la más pequeña, queda cubierta con la marea alta. Otra, mayor, cuando los Campos eran niños, fue un lugar de excursiones diurnas. Ahí está la cueva de los Cámbaros que, en la imaginación de los jóvenes Campos, instigada por Antonio, fue durante años una cueva de contrabandistas. El plan de Antonio es que el pelotón de rescate se sitúe encima de esa cueva, que queda unos veinte metros más abajo, confiando que en ese punto, que es el más elevado de todo el acantilado, Juan y Angélica puedan verles u oírles. Antonio prefiere no considerar la posibilidad de que uno de los dos, o los dos, se hayan despeñado y caído al mar. Avanzan rápidamente por el sendero del acantilado. Antonio lleva al hombro una cuerda de escalar de unos 50 metros y una linterna grande. Detrás van Bonifacio y Felipe con la otra linterna. Antonio y Jacobo vocean los nombres de los dos desaparecidos de cuando en cuando. A pesar de las linternas la expedición avanza despacio. Antonio tiene una sensación angustiosa en la boca del estómago. Puede haber sucedido una desgracia irreparable. Alcanzan por fin el inicio del sendero que baja a la cueva de los Cámbaros. Vuelven a vocear ahora los cinco a la vez y giran en semicírculos sus linternas. ¿Por qué está de pronto Antonio Vega seguro de que Juan y Angélica andan por ahí abajo? Antonio acaba de acordarse de que años atrás, paseando con Juan un verano por el acantilado, bajaron los dos hasta la cueva. Y bajaron porque Antonio se acordaba de análogos descensos de toda la familia, incluidas Matilda y Emilia, cuando los niños eran aún pequeños. Y, a su vez, Juan recordó que siempre que veía esa cueva se acordaba del san Jerónimo de Patinir, instalado en una cueva parecida. ¿Y si Juan hubiera decidido bajar esta tarde a la cueva en busca, precisamente, de ese recuerdo que ahora asalta a Antonio? No lo piensa más, se ata la cuerda a la cintura y encarga a Jacobo y a Fernando que sujeten la cuerda del otro extremo. Desciende lentamente por el sendero. Es un descenso dificultoso y desagradable, por la proximidad de las zarzas que rodean el sendero, pero no es imposible. Cuando lleva más de la mitad, vuelve a vocear los nombres de Juan y de Angélica. Ahora distingue algo parecido a
¡estamos aquí!
Continúa descendiendo. Cuando por fin alcanza la playa, la marea llega casi al pie del sendero. Dos sombras le esperan abajo.

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