La fortuna de Matilda Turpin (39 page)

BOOK: La fortuna de Matilda Turpin
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he olvidado aquello. Y esta frase significaba justo lo contrario. El resultado fue una sensación de desconsuelo que hizo aún más dolorosa, si cabe, la visión diaria del imparable desgaste de Emilia. Por entonces comenzó Antonio a rumiar la imagen de la terminación de su existencia: Emilia era su responsabilidad hasta la muerte, incluida la propia muerte.

Tras esta escena en el garaje, y pocos días después del rescate de los Cámbaros, reaparece Fernandito Campos. Antonio y Fernando no han vuelto a hablar desde la noche que Fernandito regresó descompuesto, bebido, sin haber encontrado a Emilia. Ahora Fernando da la impresión de haberse recompuesto. Se le ve muy joven, más de lo que es en realidad, y elegante con su jersey y sus vaqueros. Parece, sin embargo, abatido. No es una sorpresa esta dualidad para Antonio: hay un Fernandito decaído, biliar, y otro posterior, exaltado y maligno. Ambos se equilibran y desequilibran de continuo. Así ha sido desde la adolescencia del chico. Antonio apenas ha prestado atención a Fernando esta temporada. Recuerda que acudió a hablar con él hace tiempo, cuando era el propio Antonio el que se sentía deprimido, y recuerda que en aquella ocasión animó a Fernandito a que hablara con su padre, y recuerda que Fernandito, despectivo, dio entonces por perdido a su padre y sorprendió a Antonio con ello. Ahora es Antonio quien comienza a dar a Juan por perdido. Lo curioso es que esta experiencia es trágica para Antonio y sólo dramática para el hijo menor de Juan Campos. Antonio sabe que, de un modo u otro, Fernandito escapará a la influencia paterna. Al final se olvidará de su, en el fondo, ingenuo deseo de venganza, e incluso el rencor se aguará con la distancia geográfica y el paso de los años. Antonio no disfrutará —por supuesto que no— de ninguna de esas ventajas: no se abrirá entre Antonio y Juan ninguna benéfica distancia. Al contrario: se cerrará y concentrará aún más la cercanía entre ambos. Y no pasarán los años. Lo que entre estos dos ha de suceder, sucederá bien pronto. A buen paso se encamina ya Antonio hacia la muerte. A Fernando Campos, en cambio, le queda toda la vida por delante.

El caso es que Fernandito reaparece ahora en el garaje, en el cobertizo, juvenil y abatido, para hablar de sus cosas con Antonio. Entre estos asuntos de Fernando ahora su padre no ocupa lugar ninguno. Emeterio es el único problema que Fernandito tiene. Antonio ve, de inmediato, que Fernando se dispone a hablarle de sí mismo y que tiene un problema. Antonio es ahora el viejo
sherpa
de la adolescencia, un papel que Antonio Vega aceptó desde un principio y que ahora, en silencio, acepta representar de nuevo. Todos los expedicionarios de la expedición que trabajosamente asciende monte arriba o que desciende a las barrancas y cuevas del litoral cantábrico, todos los niños, todos los adolescentes, la expedición entera, es responsabilidad de Antonio Vega: han pasado los años y sigue siendo así. Antonio hace un indefinido gesto amable y Fernando se sienta junto a él en el otro sillón, los dos miran el fuego de la estufa.

—¿Qué hago con Emeterio, Antonio? —Fernando tiene la seguridad de que no necesita decir más. Y, sin embargo, ésta es la primera vez que va a hablar de Emeterio con Antonio.

Es media tarde. Llueve una vez más este invierno lluvioso del Asubio. La lluvia tranquiliza el mar. Las balsas de maganos suben a la superficie estos días. Se está bien frente a la estufa del cobertizo, se está bien con Antonio. En esto se parecían y todavía se parecen Matilda y Antonio —piensa Fernandito: en que estaban siempre al tanto, incluso de historias que les contabas por primera vez. Siempre tuvo la sensación de que sabían de antemano lo que ibas a contarles, porque nunca se sorprendían. Es muy posible que Fernandito tomara en ambos casos por sabiduría lo que no era más que un estado de alerta continuado, una versión casera de la
cura
heideggeriana Antonio ahora no ha preguntado —como lo hubiera hecho casi cualquier otro—: ¿qué pasa con Emeterio? Tampoco se ha apresurado a comentar qué gran chico es Emeterio, qué buenos amigos habéis sido siempre Emeterio y tú... Ha cruzado los dedos y sus manos reposan ahora sobre su pierna derecha, a su vez cruzada sobre la izquierda. FernanditO, que a veces fuma y a veces no fuma, ahora enciende un pitillo. Antonio sonríe al verle encender el pitillo y aspirar el humo. Le recuerda los tiempos en que estaba prohibido fumar en casa y Jaco- bito fumaba a escondidas.

—Emeterio tiene novia —dice Fernandito—. ¿Qué te parece?

—Me parece muy bien.

—¡No seas gilipollas!

—¡Pero hombre, Fernando, ¿qué dices? ¿No te parece bien a ti, o qué?!

—Con ella no será feliz.., la pechugona esa.

—A lo mejor sí, ¿tú qué sabes?

—¿Tú de qué parte estás?

—Yo de tu parte, Fernandito, cenizo.

Antonio se echa a reír.

—¿De qué te ríes?

—¡Yo qué sé de qué me río! ¡De ti! —Antonio dice esto aún riéndose, ¡con tanta benevolencia!

—Emeterio es amigo mío. ¿A qué tiene ésa que me terse?

—¡A ver, Fernando! Lo que me quieres contar, cuéntamelo bien.

—Ya sabes tú lo que te quiero contar. Emeterio es amigo mío y estoy enamorado de él, y soy maricón.

—¡Pero chico!

—¿Te parece mal, o qué?

—No. No me parece mal. La cosa es si Emeterio te corresponde.

—Sí me corresponde.

—¿Entonces qué pinta la novia?

—No pinta nada. Una calientapollas es lo que es.

—Tú no has venido, Femando, esta tarde, a sentarte aquí conmigo para insultar a la novia de Emeterio. A eso no has venido.

—Eso es cierto. No he venido a eso.

—¿Ves como no?

—¿Entonces a qué he venido? —pregunta Fernandito. Ha aplastado el cigarrillo con el pie en el suelo, se ha levantado, ha dado una vuelta por el cobertizo, se ha vuelto a sentar y ha preguntado a qué ha venido.

—Has venido a que hablemos de Emeterio y de ti, y de su novia. Y yo me alegro que hayas venido aquí como siempre, lo mismo que antes, a hablar en serio de una cosa seria que te saca de quicio.

—Eso, que me saca de quicio.

—¿Qué es lo que ha pasado? Cuéntalo todo. ¡Ea!, ¿por qué no?

—¿Por dónde empiezo?

—Da igual. Empieza por donde quieras.

—La noche que salí a buscar a Emilia, ¿te acuerdas?

—Claro.

—Pues esa noche les encontré a ellos y no a Emilia. Así empezó. ¿Empiezo por aquí?

—Vale. Empieza por ahí.

—Me porté como un cerdo. Tenía que haber subido a decirte que no encontraba a Emilia...

—Eso da lo mismo, Femando. Ahora no estamos hablando de Emilia, estamos hablando de ti, de vosotros.

—Pues les vi en el híper. Ahí empezó todo.

Contar, tranquiliza. Ahora, en el cobertizo destartalado y confortable, Fernando es otra vez su pasado con un pequeño futuro por delante, el futuro de Emeterio y su novia y el del propio Fernando, que Fernando tiene ahora en sus manos. No puede obligarles a hacer nada que ellos no quieran hacer, y él mismo no es un héroe moral, pero está con Antonio Vega, el viejo
sherpa,
que estuvo siempre en su vida y que ahora vuelve a estar presente también en la vida de Fernandito, sin tener nada especial que decirle, ningún consejo moralizante o idea preconcebida: sólo abierto para que Fernandito elija libremente el futuro que desea elegir y, de ese modo, elija también su pasado. Antonio piensa ahora también en Emilia, que estará ahora echada en su cuarto, frente a la tele apagada. Emilia sabe dónde Antonio está y puede comunicarse con él por el móvil en cualquier momento. Había hablado con ella hace un momento, antes de la conversación con Fernando, Emilia aseguró que estaba bien, somnolienta, volverán a verse en una hora. Fernandito ha encendido otro cigarrillo, ha dado otro par de caladas y lo ha apagado, y ahora está tranquilo y cuenta lo que pasó esa noche.

—Aquella noche bajé a Lobreña y fui derecho al híper pensando que Emilia se habría entretenido allí. En seguida vi que no estaba su coche en el aparcamiento, entré en el híper por si acaso, di toda la vuelta, no estaba Emilia, subí al piso de la cafetería y allí estaban ellos dos, hablando bastante. A lo primero ellos no me vieron. Yo les vi a los dos y no vi más. Lo de la novia yo ya lo sabía, creí que no era nada. Emeterio no es de mucho hablar, ya sabes. Creí que era una de Lobreña con quien ir al baile y tal. Entonces les vi a los dos y no era eso. Da vergüenza decirlo, Antonio, contigo da menos vergüenza, tú eres tú. Da vergüenza por lo que sentí, que fueron celos: envidia y celos y odio. Se me empapó la espalda entera, la camisa, de sudor y no hacía calor. Empapado. Me acerqué y les pregunté por Emilia. Ella está bien, es... monilla, como son las de aquí. Ahora las chicas de aquí no son de pueblo ya. Las montañesas siempre fueron altas, siempre lo decía mi madre, y trigueñas, morenas lavadas, pues así era ésta, delgadita y simpática.

Pero antes de ver eso, todo esto que te digo, lo vi todo a la vez: vi que hacían buena pareja. Me cago en Dios, Antonio. La hostia puta. Estaban bien, se les veía contentos, Emeterio se cortó mucho al yerme, ella no. Se llama Carmen, Mari Carmen, me parece. Se vio que no sospecha nada, peor todavía: en aquel momento, Antonio, yo vi que no tenía nada que sospechar porque Emeterio no tiene nada que ocultar, porque Emeterio la quiere, se lleva bien con ella, no es un ligue, es una novieta. Los celos me hinchaban la cabeza, me sudaban las palmas de las manos, la espalda, tenía la cabeza hinchada...

—Seguro que dabas la impresión de estar
frío,
pálido, tan elegante como siempre. Yo te conozco.

—Seguro que sí. Pero tenía la sensación que te digo. Ella dijo, Carmen, que teníamos que quedar los tres. Y yo hice como que no la oía y le dije a Emeterio que habíamos quedado a almorzar el día siguiente. Le veía muy cortado. Luego me fui, me senté en el coche. Luego dejé pasar el tiempo. Luego salieron. Ella tiene un coche pequeño. Iba a seguir- les. Arranqué y me paré. Les dejé irse. Luego me metí en un bar uno que hay a la salida según se viene para acá y me metí unos whiskies, bastantes. Se me acercó una y la mandé a la mierda. Estaba muy mareado cuando salí. Resbalé y me caí. Por fin arranqué el coche y vine aquí, me dio pena verte, me di cuenta de lo mal que estabas tú. Me fui arriba.

—¡Vamos a ver, que yo me entere! ¿Qué es lo que viste en el híper?

—Les vi bien, estaban bien, contentos de estar juntos. Como conmigo cuando estábamos Emeterio y yo...

—¿Cuál es la diferencia?

—Vi la diferencia. Entre Emeterio y yo y Emeterio y ella, Mari Carmen. Emeterio estaba contento con los dos, también conmigo, también con ella, pero mejor con ella.

Fernandito tiene los ojos muy abiertos mientras dice estas cosas, habla despacio, como si tuviera la boca seca. Ahora no se recuesta en el respaldo del sillón, está sentado justo en el borde con las manos en las rodillas y mira fijamente a Antonio. Antonio sabe que dice la verdad y sobre todo que la quiere decir: que quiere sacarse la verdad y ponerla ante sí: eso es lo que quiere ahora Fernando Campos. Y Antonio reconoce esta intención, e incluso el gesto que acompaña esta intención, en este caso. Sabe que no necesita presionar a Fernando, basta con darle pie, con una mirada amable, para que continúe. Y Fernandito prosigue:

—Todos estos años atrás y hasta el otro día creía que Emeterio era como yo, que tenía bastante conmigo. Estaba tan seguro que no le quería. Emeterio era mi propiedad, no hacía falta quererle, era una cosa mía: ¿te fijas, Antonio, lo que quiero decir?: antes éramos iguales, indiscernibles el uno del otro. En cambio en el híper, Emeterio ya no se parecía a mí, era más comprensible incluso, más fácil de entender, hasta más vulgar, más como cualquier chico de su edad que ha llevado la novia a tomar una hamburguesa al híper. Estaba disfrutando con Carmen de pertenecer al común de los mortales, en cambio, conmigo... conmigo sólo se puede disfrutar conmigo, no hay comunidad, hay mortalidad, pero estamos solos él y yo, solos y mortales, aburridos de vernos...

—Hombre, yo que tú, Femando, volvería a pensar todo esto otra vez, le daría unas cuantas vueltas, lo hablaría, muy importante, con Emeterio! Si después de dar vueltas a todo ello sigues pensando lo que creo que estás pensando ahora: que Emeterio está mejor con Carmen que contigo, entonces sí, entonces, a partir de ahí, empezaría todo: tendrías que decir dejo a Emeterio, o mejor todavía, quiero que Emeterio se arregle con Carmen, lo quiero para siempre, y yo me echo a un lado, algo así. Hacer eso sería muy duro. Si lo haces no esperes ningún premio. Es posible que ni siquiera Emeterio se dé cuenta de lo que haces, es muy posible que ni siquiera Emeterio valore tu generosidad, así es como yo lo veo...

—¡Pero es que me jode! ¡Me jode, no sabes cuánto me jode!

—Ya me figuro. Ahí está la gracia.

—¡La puta gracia!

—Sí, eso, justo eso. Pero es que además hay otra cosa:

que ni siquiera cuando estés seguro y estés convencido y hayas dado el paso adelante y se lo hayas dicho a Emeterio y hayas dejado a Emeterio y lo hayas dejado de tal manera que no puedas dar ya marcha atrás, incluso entonces estarás inseguro y no estarás seguro, habrás tomado una decisión irrevocable, habrás hecho lo que crees que es mejor para Emeterio y lo habrás hecho bien, generosamente, de una vez por todas. Y entonces dirás: ahora, por fin, se ha acabado, he hecho lo que tenía que hacer, estoy seguro: en ese mismo momento ya no estarás seguro, por eso es tan jodido...

—Te entiendo y no te entiendo. ¿Por qué dices que una vez que esté seguro volveré a no estar seguro?

—A lo mejor me equivoco, ojalá me equivoque. Lo que quiero decir es que suponte que, seducido como te hallas ahora mismo por la idea de hacer lo mejor para Emeterio (idea que a su vez te ha venido sugerida por la visión de Emeterio y Carmen en el híper tan felices juntos, haciendo tan buena pareja, tan normales chico y chica), te dejas arrastrar por la seductora imagen de tu sacrificio, quieres sacrificarte por Emeterio y Carmen, quieres hacer lo que te parece mejor, y este deseo te arrastra ahora con violencia, como le pasaba también a Matilda cuando se le ocurría una buena idea: también tu madre era así, me la has recordado muchísimo mientras te oía hablar, vehemente, absoluta, valerosa. Tu madre era una mujer valiente, enérgica y valiente, como tú. El poder de una ocurrencia la arrastraba a ella, a veces, como te arrastra a ti ahora esta ocurrencia de dejar a Emeterio. Pero ¿y si te equivocas, Femando? Al fin y al cabo, fíjate bien, todo lo que tienes es una instantánea visión el otro día en el híper de que lo bueno para Emeterio es lo normal, la vida con Carmen separado de ti: la fuerza atávica de la normalidad como virtud te ha explotado en el pecho, estás hecho trizas todavía por la explosión que aún rebota y revienta dentro de ti y te hace trizas. La intensidad de la evidencia es tan grande que ahora mismo no puedes ver ninguna otra cosa. Yo sólo te pregunto: ¿seguirás viendo esto igual cuando pase el tiempo? Al fin y al cabo Emeterio y tú lleváis toda la vida juntos, desde niños, habéis hecho cientos de veces el amor y os ha gustado, os ha gustado mucho, esas emociones eróticas, orgánicas, son muy profundas, no desaparecen porque queramos que desaparezcan, no somos del todo dueños de nuestros deseos, podemos controlarlos, pero no somos dueños por completo de nuestros deseos. ¿Y si más adelante tú, o el propio Emeterio, que, un suponer, se harta de Carmen, o incluso sin hartarse, se acuerda de tiy te desea y quiere volver a empezar y tú también quieres volver a empezar, entonces qué, Fernando? Estarás entonces a la vez seguro de que obraste bien e inseguro del resultado de tu buena obra, ¿estás preparado para eso?

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