La gente como nosotros no tiene miedo (12 page)

BOOK: La gente como nosotros no tiene miedo
5.68Mb size Format: txt, pdf, ePub

Pronto las tres fueron la audiencia nocturna de mis fantasías. Tenía amigas. Por fin. Se nos pasaban las horas y nunca me quedaba sin repertorio. Hagar siempre pedía más cosas sobre Ari. Más guarras, más pausadas, a todo color. Como las películas. Como América. No sabía de dónde era Ari, pero tenía ese acento que la gente denomina anglosajón.

 

Las chicas juraron que no le habían pedido a Ari que me dijera que era guapa en el furgón. Así que dije que entonces intentaba lamerme el culo para que al día siguiente no me pasara con él y sus soldados beduinos en su semana de entrenamientos con M-16.

—¿Has pensado en la otra opción? —preguntó Hagar, mientras me pasaba su espejo de mano—. Estás que te sales —dijo.

En el furgón Hagar me había hecho dos trenzas y me las había enrollado en la cabeza, tensándome la piel del contorno de los ojos. Mi nariz se veía alargada pero noble, se me marcaban los pómulos, me brillaban los ojos. Debía de ser algo más que el peinado: había perdido peso desde que estaba en la habitación 3, la habitación del sexo, porque las chicas se pasaban el día fumando y tomando Coca-Cola light. El acné que me había acompañado durante años había desaparecido, pero hasta ese día, en el espejo de Hagar, no me había dado cuenta. Por las mañanas, a veces Hagar se aburría y me despertaba depilándome las cejas, y solo entonces me fijé en cómo resaltaba mi mirada. Después de intentarlo durante años, ese día me volví guapa sin querer, y me sorprendió.

Creo que en ese momento quise a Hagar más que nunca, cuando después de verme en el espejo la miré y me di cuenta de que ella y el mundo debían de ver lo mismo: una chica guapa.

 

—Tenemos que enfriarnos —dijo Hagar—. Vamos a meternos agua helada en las venas.

Meternos agua helada en las venas era nuestro pasatiempo favorito entonces, aquel mes, después de las armas. Era una de las ideas raras de Hagar. Decía que meternos agua helada en las venas quizá sería como sentir el invierno dentro del verano, y que debíamos probarlo.

Conseguir las bolsas de suero intravenoso congelado era toda una película. El sargento de cocina dejaba que nosotras cuatro usáramos el congelador industrial para guardar nuestras bolsas de suero intravenoso porque estaba enamorado de Neta. Uno de los médicos de la clínica nos daba bolsas nuevas de suero fisiológico porque creía que estaba enamorado de Neta, hasta que empezó a acostarse con Hagar y entonces creyó que estaba más enamorado de ella.

Éramos invencibles.

Hagar me pellizcó con fuerza la vena por la cara interna del codo.

—Au —dije, pero sonriendo.

—¿Me dejas que sea yo quien te clave la aguja esta vez? —me preguntó Hagar.

—Me encanta lo que me has hecho con el pelo —le dije—. Puedes clavarme lo que quieras, bonita.

—Esa es mi nena —dijo Hagar.

Las cuatro salimos del barracón en bragas y sujetador, sin hacer caso de las miradas de las chicas que fumaban fuera.

Usando los dientes, Hagar me ató una goma verde por encima del codo, y empecé a abrir y cerrar el puño. Entonces me clavó la aguja, rápido. Se levantó y colgó la bolsa del suero fisiológico en una rama del cedro.

Cuando terminó con las venas de Neta y Amit, Hagar se clavó su aguja y se estiró en el suelo de cemento, sonriendo.

—¡Dios, refréscame! —gritó.

Estábamos tumbadas en el suelo en ropa interior. El frío nadaba cerca de mi cabeza. El agua helada era un fantasma que me corría por las venas, lamiéndome por dentro. Aceleré el gota a gota y noté un temblor en los ojos. Era una de las ideas raras de Hagar, pero no la más rara. Tenía tantas. Preguntó qué pasaría si poníamos Coca-Cola light en las bolsas de suero, y tuve que decirle que eso sería meter oxígeno en nuestro sistema circulatorio. Que nos mataría. No sé por qué lo sabía. Neta y Amit dijeron que no se les había ocurrido. Hagar dijo que a ella tampoco. Y entonces dijo:

—Pero pensadlo, ¡vaya manera de largarse!

Estirada en el cemento, Hagar dijo:

—Así que. Tú. Ari. Instrucción básica a los beduinos. Emocionante. Emocionante.

No dije nada. Dejé que esperaran.

—He oído un rumor interesante —dijo Amit—. He oído que ahora igual empiezan dándoles a los beduinos los M-4, en lugar de los M-16 —supe que intentaba sacar a Ari de la conversación, porque a todas les gustaba fingir que no les interesaban las fantasías que les contaba, sobre todo en los momentos en que más ganas tenían.

—Como si fueran a malgastar balas verdes con esos retrasados —dijo Hagar, despacio.

Un M-16 tiene un alcance de cien metros y lleva balas normales. Un M-4 tiene una precisión diez veces superior, un alcance de doscientos cincuenta metros y lleva balas verdes. Las balas verdes contienen una masa en su interior que pesa 0,008 kilos. Van más lejos y son más precisas porque pesan más, así que los espirales metálicos que hay dentro del cañón del M-4 están más comprimidos, para darles a las balas más efecto, más impulso. El M-4 es el fusil que realmente te puede ayudar si has de disparar a alguien y el impacto ha de ser rápido. Pero si usaras una bala normal con un M-4, no iría más allá de setenta y cinco metros. Jamás daría en el blanco.

Estuvimos un rato en silencio, pero al final no pude contenerme y tampoco podía tenerlas más tiempo esperando a que hablara, a que contara las historias que me parecían guarras.

—Hagar —dije—. Voy a ir a por Ari.

—Hace meses que lo dices —dijo Amit. Tenía la cabeza apoyada en el estómago de Neta. Neta y Amit eran superamigas antes de entrar en el ejército, y tuvieron la suerte de que las destinaran juntas. Y si antes eran superamigas, ahora eran hermana, madre, padre la una para la otra, todo. Cuando fumamos con narguile y jugamos a verdad, acción o beso con Ari y Gil, no se quejaron cuando les tocó besarse. «Es como si me besara a mí misma —dijo Amit—. ¡Es un subidón!».

—Espera y verás. Esta vez va en serio —les dije. Abrí la boca para notar el sabor del sol. Estaba congelada por dentro; era guapa; el sol no me asustaba—. Va a hacérmelo en los campos de tiro. En la clínica. Encima de una mesa de café.

—¿Una mesa de café? —preguntó Neta.

—Es eso que tienen en Estados Unidos —dije—. Dejaos llevar, va.

—Pero yo había oído que Ari era canadiense —dijo Neta.

—Es australiano —dijo Amit. Fue una de las únicas cosas en que las oí discrepar.

—Sí, de Nueva Zelanda, de Australia —confirmó Hagar.

—Sea lo que sea, es mío —dije.

Habíamos mantenido esa misma conversación un montón de veces.

—Escuchad, chicas —dijo Hagar—. Yael —me llamó Hagar. Me llamó igual que yo llamaba a Avishag una de esas raras veces en que la necesitaba más que ella a mí, apenas un segundo—. ¿Creéis que lo están torturando?

Hagar llevaba cinco días haciéndonos hablar del soldado apresado en Gaza. Hagar vivía en el mismo distrito escolar que él y sabíamos que lo conocía, aunque dijera que no, que solo estaba interesada en el tema de la tortura.

—No lo sé, Hagar —le dije. Era la verdad.

—No, no lo están torturando; le dan chocolatinas y lo llevan al parque —dijo Dana. Olí la vainilla y el sudor sobre su piel. Era ella la que me había hecho cambiarme de habitación, pero ahora estaba celosa de que las chicas del nuevo barracón me hubieran aceptado. La vimos aparecer imponente desde el suelo de cemento—. Vosotras qué —dijo—. Nada de cerebro, nada de preocupaciones, ¿eh? Probablemente lo estén moliendo a palos ahora mismo.

Guardamos silencio un momento. Entonces, con cuidado de que no se le moviera la aguja de la vena, Amit se quitó el sujetador. Neta hizo lo mismo. Era lo que hacían para ahuyentar a Dana. La desnudez la incomodaba. Hagar siguió sin moverse.

—Así que primero Ari me pondrá a cuatro patas —proseguí mi relato, ignorando a Dana. Al cabo de un momento se fue corriendo, gritando que éramos asquerosas. En algún punto en medio de mi fantasía, las cuatro nos quedamos dormidas, con las bolsas de suero intravenoso vacías. En mis sueños atormentados por el sol, helada por dentro, visité Las Vegas, luego Bel Air, luego el puente por el que conducían las chicas de
Padres forzosos
. Al abrir los ojos era la única que seguía tendida en el cemento, y Ari estaba junto a la puerta de la residencia de mujeres.

Estaba allí. ¡Lo juro!

—Necesito ayuda —dijo.

Ari tenía un temor. Le daba miedo hacer la serie de blancos móviles con sus soldados.

A mí, como instructora de armamento, naturalmente me encantaba el ejercicio con blancos móviles. Sonaba peor de lo que era. Los soldados del otro lado de la línea de tiro caminaban en círculos dentro de una zanja aguantando la diana, que iba sujeta a dos palos, con lo que alcanzaba la altura suficiente para que no dejaran los brazos expuestos. Llevarían gafas protectoras, cascos y chalecos antibalas. Ari y yo hablaríamos por radio y acordaríamos una palabra en clave para que él y sus soldados en la zanja salieran y cambiaran posiciones con los tiradores sin que hubiera peligro. Habían hecho la zanja el año anterior, así que Ari nunca la había probado, pero yo estaba segura de que lo haría bien. Como instructora de armamento creía en ese ejercicio, porque si vas a disparar a alguien, lo más probable es que se esté moviendo; era importante practicar. Pero a Ari no le faltaba razón. Era un poco descabellado, o por lo menos a mí me habría parecido una locura si no hubiera hecho el entrenamiento básico como instructora de armamento y no me hubieran dicho que a mí, como instructora, me tenía que encantar.

—Qué, ¿va en serio? Con todo el dinero que el ejército se gasta en refrescos y piruletas, ¿de verdad se supone que voy a entrenar a mis soldados con blancos móviles dándoles a la mitad un palo con una diana de cartón atada y mandándolos detrás de la línea de fuego? —dijo Ari.

Así que le propuse que practicáramos primero los dos solos.

Pensé que practicar los dos solos era una buena idea. La mayoría de los rastreadores beduinos hablaban poco hebreo y solían meterse en peleas en las que intentaban arrancarse los tobillos a mordiscos, así que siempre era bueno practicar por ellos.

Ari y yo fuimos por el camino de grava que llevaba al campo de tiro donde estaba la zanja. Mientras caminábamos me contó que lo habían sacado de su unidad profesional para que convirtiera en soldados a los rastreadores beduinos, y que le parecía una buena razón para emigrar a Israel. Dijo que los rastreadores van a la vanguardia del ejército, en busca de huellas, y que en situaciones de guerra son rápidos, los más rápidos. Dijo que aquellos tipos tenían que aprender a luchar y si no lo conseguían sería culpa suya.

—¿Crees que de verdad pueden saber lo que ha pasado en una duna de arena con solo mirarla? —le pregunté.

Esa parte no era responsabilidad suya, dijo. Contó que los beduinos saben encontrar huellas desde que nacen. Los ancianos hacen de instructores profesionales para perfeccionar esa técnica.

—Pero sí creo que son buenos —dijo—. Dicen que si mañana subieras a una montaña, dentro de dos años un buen rastreador sabría que has estado allí, y cuándo.

Al llegar al campo, antes de que Ari traspasara la línea de fuego, me puso una mano en el hombro. Luego se metió en la zanja con casco, gafas de protección, radio y todo lo demás. Llevaba una diana sujeta a un palo largo, y la diana era lo único visible para mí. Observé bien hasta asegurarme de que no asomaba de la zanja ninguna parte de su cuerpo. Me coloqué tras la línea de fuego.

Disparé al blanco. Y otra vez.

Pero Ari caminaba demasiado lento. Aunque abandoné la posición varias veces para gritarle por radio, «Rápido, mucho más rápido», no sirvió de mucho. Las primeras ocho balas dibujaron medio corazón en el lugar donde habría estado el corazón de la silueta del soldado en la diana. Entonces lo pensé mejor. Me pregunté por qué todas las dianas que usábamos tenían el dibujo de un soldado con uniforme caqui, por qué siempre nos disparábamos a nosotros mismos. La próxima bala fue a la cabeza. La nariz. Luego una al ojo derecho. Después de cada bala, cerraba los ojos, vaciaba los pulmones, apuntaba de nuevo. Cuando abrí el ojo derecho, la diana había desaparecido. Ari había salido de la zanja. Lo vi más allá tumbado en el suelo, inmóvil.

Me acerqué hasta él caminando con dificultad y sintiendo que el miedo me atenazaba el corazón.

Ari todavía llevaba las gafas de seguridad y el casco. Cuando mi sombra se proyectó sobre su cabeza, abrió los ojos.

—Me has matado —dijo.

—No te he matado —le contesté—, pero podría haberlo hecho. ¿Por qué no me has avisado antes de salir? —el corazón gritaba dentro de mí.

—Me has matado. Era tan joven. Debería haber follado más. Debería haberme pedido aquella segunda hamburguesa —dijo.

Intenté seguir furiosa con él, pero no pude.

—Te he matado.

—Ven aquí —dijo. Levantó las manos, manteniendo la espalda rígida.

Me senté encima de él, con una pierna a cada lado de su estómago. Me agarró las manos. Dejé mi pelo caer sobre su cuello.

Hagar habría manejado la situación de otra manera; pero yo había sido una chica que no llegaba a ser guapa durante diecinueve años y medio antes de ese día, y llevaba tres meses pensando en Ari, y de alguna manera sabía que cuando los sueños se hacen realidad hay que guiarlos. Curioso, pero me entraron unas ganas locas de hablar con él y ver qué pasaba por su cerebro. Me parecía que sabía tanto... Quería hablar de las cosas que decía Hagar. Hacerle preguntas. Saber, todo, allí mismo.

—¿Crees que los que inventaron los LLR eran un puñado de tíos?

—Creo que fueron los americanos los que inventaron los LLR.

—¿Eres americano?

—Soy de Nueva Zelanda, pero digo que soy australiano.

—¿Crees que lo torturan? ¿Al soldado que apresaron en Gaza?

—No.

—¿Me estás mintiendo porque soy una chica?

—No. No era más que un chico que iba en un tanque. Saben que no tiene información confidencial.

Other books

El mundo perdido by Arthur Conan Doyle
Music for Wartime by Rebecca Makkai
Here Comes Trouble by Kathy Carmichael
Saltskin by Louise Moulin
Midnight Remedy by Gaddy, Eve
A Bullet for Cinderella by John D. MacDonald
The Woman in Oil Fields by Tracy Daugherty
The Department of Lost & Found by Allison Winn Scotch