La gente como nosotros no tiene miedo (14 page)

BOOK: La gente como nosotros no tiene miedo
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—¿Por qué poner una cabeza sana en un lecho de enfermo? —preguntó el tío de Hamody. Hamody sintió el río espumoso de café solo corriendo por sus venas, anegándole el cerebro. Se había preguntado antes por qué nunca le había hablado de sus sentimientos a su tío, y entonces recordó que aquella otra semana no fue él quien habló, sino el café.

—Oh, Hamody. Dios entrega sus tesoros por igual a cada persona en este mundo; solo que hay quien elige no disfrutar de los tesoros que le tocan en suerte —dijo su tío—. No podemos desear todo lo que vemos, solo lo que podemos tener.

 

—¿Qué haces aquí tan pronto, colega? —le preguntó Tom a Oleg, el ruso que cubría el turno de noche en el teléfono que conectaba al ejército egipcio con el jefe del estado mayor de las fuerzas israelíes.

—Bah, el bus llegó pronto, así que pensé en ahorrarte los últimos cinco minutos —contestó Oleg.

Tom se asombró realmente del gran corazón que tienen a veces los rusos. A él no se le ocurriría sumar ni un minuto más al tiempo que pasaba allí. Se levantó, con cuidado de taparse la entrepierna con la mochila JanSport, y recorrió el camino a través de las oficinas y las alambradas de espino de la base militar hasta cruzar las puertas que desembocaban en el corazón de las calles bulliciosas y estridentes de Tel Aviv. La torre del centro comercial Azrieli se levantaba imponente, brillando como una boca llena de diamantes. Los coches de colores se perseguían por la autopista a toda velocidad. Al detenerse junto a un puesto callejero de zumos orgánicos a base de naranjas y germen de trigo, Tom sintió que algo vibraba en el interior del pantalón de su uniforme caqui. Se bajó un poco el M-16 de la espalda para sacar el teléfono del bolsillo trasero y leyó el mensaje de Gali.

 

x fvr no t kedes encerrado n la base hasta dntro de 2 fines d smana x fvr contesta x fvr no t nfads t echo de mnos

 

Tom volvió a guardarse el teléfono en el bolsillo. Ya empezaba a resultarle doloroso. Y sabemos, que quede claro que lo sabemos, que es imposible pasarse once horas mirando fijamente un teléfono. Sí, un teléfono. Así que la verdad es que tampoco podemos culpar a Tom por no mandarle un mensaje a Gali, y sinceramente tampoco podemos culparlo porque sus piernas lo llevaran adonde lo llevaron a continuación.

 

Eran ya las diez de la noche y Tom todavía no había contestado a Gali por SMS. Ella lo sabía porque aunque técnicamente no le permitían llevar encima el móvil en el control fronterizo, se lo había escondido entre el corazón y el chaleco antibalas con barras de cemento que llevaba puesto. De lejos casi se podía pensar que era un hombre, o una rana, o un hombre rana, con el chaleco caqui lleno de balas y bombas de humo por fuera y el casco caqui en la cabeza. Cuando se llevaron a Jenna, la rusa, al hospital por deshidratación, porque aquella vaca estúpida se dejaba la piel, Gali se ofreció a quedarse en la base, aunque era el fin de semana libre que tenía para ir a casa.

—Eh, Gali. ¿Puedes echar un vistazo a este documento de identidad? —preguntó Avishag, la otra cabo de servicio aquella noche con Gali en el paso de camiones. Por el casco le asomaban las puntas del pelo corto, como si se le estuviera asfixiando desde las raíces. El oficial Nadav las supervisaba, sentado en una silla blanca de plástico, crujiéndose los dedos y observando a su antojo cada movimiento de Avishag.

En el documento de identidad que Avishag le mostró a Gali se leía «Mustafa Al-Zain». Según el documento, que a primera vista parecía en regla, era un árabe israelí. En la foto sonreía tanto que la nariz enrojecida se le curvaba hacia dentro, y aunque según el documento tenía cuarenta y dos años, no aparentaba más de veinte, y se lo veía bastante majo.

—Hola, Mustafa —dijo Gali, inclinándose con cuidado y apuntando hacia la ventanilla del asiento del conductor con su M-16, como exigía el protocolo—. Según tu documento de identidad vives en una de las aldeas del norte. ¿Qué te ha traído tan al sur?

—Venga, colega, no me lo pongas difícil. Solo he ido a ver las bellezas de Egipto. ¿Es que un hombre no puede ir a ver tranquilamente las bellezas de Egipto? —contestó Mustafa. Tras él no había más que montañas de arenisca, que parecían gigantescas cucharas de decantar cerveza, puestas boca abajo sobre una mesa beis.

—Ya, pero ¿en un camión? —intervino Avishag con fingida curiosidad, enarcando las cejas.

—Sí, ¿es que un hombre no puede ir a ver las bellezas de Egipto en camión? —dijo Mustafa probando suerte, aunque ya era demasiado tarde y lo sabía. Mientras hablaba accionó el botón que abría el remolque del camión.

El remolque iba casi vacío, salvo por tres cajas pequeñas de cartón. Además estaba bastante limpio, y olía a Febreze. Gali se arrodilló a revisar una de las cajas, mientras Avishag le alumbraba con la luz de su linterna, enorme, tan brillante que hacía daño. Por un momento las dos parecieron piratas exploradores, o princesas piratas exploradoras, o por lo menos eso pensaron ellas.

Arriba había naranjas, aunque no era una cantidad tan grande como para tener que pagar aduanas y no había problema, pero en el fondo de la caja de cartón había cientos de DVD de contrabando.
Shrek 2
,
Love Actually
,
Dos colgaos muy fumaos
; también
Paseando a miss Daisy
o
Gánsters de Nueva York
.

—¡Oficial Nadav! ¡Nadav! —gritaron las chicas saltando del camión.

Nadav se levantó y se acercó lentamente acariciándose la mejilla con la palma de la mano. Solo era un poco más alto que Gali, y unos treinta centímetros más que Avishag. Le puso delicadamente una mano en el hombro y le dio un apretón. Habló con una voz que sonó como si también lo estrujaran a él.

—¿Cuál es el problema? —preguntó Nadav.

—Películas —dijo Gali.

—¿Cuántas? —preguntó Nadav.

—Calculo que alrededor de mil —dijo Gali.

—Entonces no hay problema —dijo Nadav.

—Pero... —probó Avishag.

—Nada de peros. Si lo detenemos, tardaremos días en conseguir que alguien del juzgado presente cargos y se lleve las películas. Lo soltarán enseguida y solo servirá para que la próxima vez las esconda mejor —dijo Nadav. Mientras hablaba no miraba a las chicas, sino su propia mano apoyada en el hombro de Avishag.

—Entonces ¿esta vez tampoco hacemos nada? —preguntó Avishag. Nadav se limitó a acariciarla detrás de la oreja con el dedo índice y sonrió.

—Gracias por darme el coñazo —gritó Mustafa mientras se alejaba en el camión, levantando una nube de polvo que penetró en las fosas nasales, las orejas, la boca y los poros de las caras de Avishag y Gali.

 

De las veinticuatro horas de un día cualquiera, Gali y Avishag hacían un turno de seis horas en un control fronterizo, un turno de ocho horas en una torre de vigilancia, y las diez horas restantes las dedicaban a lo que querían. Naturalmente sabemos que todos los días hay que ducharse (lo controlan), hay que comer en el entoldado de la cantina (no lo controlan), hay que mantener limpia el arma y el chaleco bien equipado (dicen que hacen controles aleatorios, pero en realidad no los hacen).

Y dormir. Hay que dormir.

A pesar de todo a las chicas aún les quedaba algo de tiempo. Aún quedaba tiempo, mucho tiempo, planeando sobre ellas.

 

—Dices que me quieres, pero nunca escuchas ni una palabra de lo que digo —dijo Avishag.

Le gustaba estar en aquella habitación. Aparte del barracón de madera donde estaban las duchas, el despacho de aquel oficial era uno de los únicos espacios de toda la base que no era una tienda de campaña. Y tampoco era de madera; era un cubículo de cartón blanco que un tractor había depositado en medio de aquella nada. Incluso había una planta verde, un escritorio y un sofá. Y se cerraba con llave por dentro.

—Claro que te escucho —contestó Nadav. Dejó su M-4 debajo de una silla y se sentó para quitarse las botas militares.

—Ni siquiera sé para qué estamos aquí, si nunca podemos hacer nada —dijo Avishag—. Y yo pensaba que entrar en combate significaba algo. Pensaba que cuando acabara con los monitores podría hacer algo de verdad que no fuera vigilar.

—Ya sé que es duro, cielo —dijo Nadav. Echó un vistazo a su Swatch negro y empezó a desabrocharse la camisa caqui del uniforme.

—Es duro porque eres un mamón. Nunca nos dejas arrestar a nadie. Solo te importa ir descontando los días que te quedan de servicio. ¿Y si las chicas de la torre de vigilancia te llaman por radio ahora mismo? Ni siquiera tienes la radio encendida. ¿Y si nos pillan? Y cuando estoy de guardia nunca vienes a ver cómo me va ni nada, y eres, eres... —Avishag no terminó la frase. Pareció que hacía siglos que no hablaba tanto.

Trató de continuar, pero Nadav se acercó al sofá. Se echó encima de ella y le agarró los brazos flacos.

—Shhh, escucha —dijo, y le besó la oreja.

—No es justo —dijo Avishag, pero la voz volvió a fallarle.

—Tampoco es justo que yo tenga que mimar a todas las chicas de la base —dijo Nadav. Le tapó la boca con una mano—. ¿Crees que me gusta ser el oficial de este «experimento de infantería femenina»? ¿Que yo lo escogí? Hay días en que la única razón que me da fuerzas para ponerme el uniforme eres tú.

Siguió tapándole la boca, aunque no hacía falta. Avishag no iba a hablar. Echada en el sofá se preguntó por qué este mundo nos da palabras.

 

La primera vez que Tom estuvo en el número 52 de la calle Allenby fue con Oleg y sus dos primos. De eso hacía tres meses, el día en que Tom cumplió diecinueve años. Oleg y él tenían el fin de semana libre, cosa que no se daba casi nunca porque normalmente se alternaban en sus turnos frente al teléfono, y Gali no iba a tener ningún permiso al menos durante un mes más. Tom estaba tan deprimido y ensimismado que aquella semana Oleg a veces tuvo que avisarle a gritos de que su turno había terminado. Trató de animarlo regalándole una botella entera de vodka ruso barato, pero no sirvió de nada.

Tom incluso sospechaba que Oleg había cambiado su turno con alguien para poder sacarlo por ahí aquel fin de semana, pero al principio no le apetecía.

—Es que no me apetece ir de fiesta este fin de semana, tío —dijo Tom, pero Oleg no era de los que aceptaban un no por respuesta.

—En Rusia decimos «Ninguna zorra merece que se llore como un lobo por ella». ¿Entiendes? —dijo Oleg.

Tom no estaba convencido.

—¿No te pusiste hecho una furia una vez porque decías que eres de Bielorrusia, no de Rusia? —le preguntó. Echó un vistazo a la calle que pasaba por delante de la entrada de la base con la esperanza de coger un taxi compartido que lo llevase a casa enseguida.

—Como quieras, tío. Lo que te digo, colega, es que en el sitio al que te voy a llevar pasaremos una noche que no olvidarás —dijo Oleg. Puso su sonrisa de cachorro ruso triste y juntó las palmas de las manos, suplicando.

El taxi los dejó en el barrio de las tiendas de ropa, justo delante del número 52 de la calle Allenby. Desde fuera el edificio parecía una tienda corriente de ropa, pero cuando golpearon la puerta metálica, les abrió un chaval ruso delgaducho con pantalones de chándal.

—¿Queréis naranjas? —preguntó con un acento muy marcado—. Tenemos un árbol justo detrás de la tienda. Os aseguro que en este país hay buenas naranjas. Paga la casa.

En la sala había dos sofás y una mesa de comedor enorme, pero solo dos sillas de plástico. De la pared blanca colgaba un póster amarillo en el que habían escrito los precios con rotulador negro grueso. Habían escrito mal «Todo incloido».

—Oleg, ¿qué es esto? Supongo que estás de broma. ¿Una casa de putas? —susurró Tom, pero el ruso de las naranjas lo oyó igualmente y se echó a reír.

—Vigila tu lenguaje, ¿eh? —le dijo Naranjas.

Aunque la verdad es que a Tom le sorprendió no estar horrorizado. Se excitó. ¿Las chicas estarían buenas? ¿Podría pedirles que hicieran cualquier cosa? Desde aquel día en la clase de gimnasia del instituto ni siquiera había besado a otra chica que no fuera Gali.

Antes de que se diera cuenta, Oleg y sus primos habían pagado y apareció una mujer de mediana edad que los acompañó arriba.

—¿Tú qué quieres? —preguntó Naranjas.

—Lo más barato —dijo Tom al fin—. La verdad es que yo no... Ya me entiendes, la verdad es que no hago estas cosas.

—Entonces tendrá que ser solo una mamada. Doscientos siclos. Podemos cargártelo en la tarjeta de crédito como un masaje.

Arriba, el pasillo era igual que el de la residencia universitaria donde vivía el hermano de Tom. Se veía una habitación al lado de otra a lo largo del pasillo enmoquetado de verde, pero la mujer de mediana edad le dijo que entrara en la segunda habitación a la derecha. Cuando se arrimó a indicarle notó el olor a ajo de su aliento.

La habitación era pequeña y el único mobiliario consistía en una cama doble blanca, cubierta con un chal con un estampado de Oriente Medio. Las paredes eran blancas y olían pintura reciente. No tenían ningún adorno.

La chica estaba sentada en la cama con las piernas cruzadas. Aunque llevaba el pelo teñido de un tono rubio industrial y le asomaban las raíces castañas, y aunque tenía los labios pintados de un rosa brillante y los párpados con sombra lila, no aparentaba mucho más de diecisiete años. Era flaca. Se ahogaba en unos pantalones de chándal y el tirante de la camiseta le había resbalado por el hombro hasta rozarle el codo puntiagudo. Tenía una piel tan blanca que con la pared de fondo daba la impresión de que algunos trozos de su cuerpo no estuvieran.

Cuando levantó la mirada, Tom solo pudo fijarse en sus ojos. Eran tan grandes, tan saltones y azules, que parecían flotar en medio de la nada.

La chica volvió a bajar la vista y se levantó a apagar la luz. A oscuras, Tom sintió que una mano fría cogía la suya y lo guiaba hacia la cama. Antes de que la chica pudiera desabrocharle el cinturón, Tom se levantó y fue de nuevo hasta la pared a encender la luz. El silencio zumbaba en la habitación.

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