La gente como nosotros no tiene miedo (18 page)

BOOK: La gente como nosotros no tiene miedo
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—
La ilaha illallah
—canta el hombre. No hay ningún otro Dios.

Me preocupa más no morir que morir. Quedar medio quemada, ciega, convertirme en una carga. No poder volver a caminar o a ir al baño sola. Entonces sí que desearía morir con todas mis fuerzas. Me asusta que sea inminente, que todo vaya a cambiar en cuestión de segundos y no sepa cómo prepararme. ¿Qué quiero recordar del pasado?

La sangre me palpita en las venas del cuello y me tiemblan los dedos como si estuviera escribiendo en un teclado invisible. Pero no grito. No debo montar una escena. Nunca hay que montar una escena.

Le hago una pregunta al terrorista suicida. Quizá me conteste en perfecto hebreo; quizá no vaya a pasar nada.

—¿Va a Tel Aviv?

—Ajá —gruñe. Solo aire, nada de palabras. Y cierra los ojos y sigue meciéndose y cantando
la, la, la,
con labios trémulos.

Cuando el autobús sale del túnel y la luz le golpea de nuevo la cara, veo sus pómulos altos y sus mejillas chupadas, como si fuera un demonio o un hombre tocado por la gracia divina.

No va bien afeitado. No consigo recordar si Dios les pide que se afeiten antes de hacerlo o no. Pienso:
Vale, vale, has de tomar una decisión
. Así que me levanto y tropiezo con él. Sospechará y detonará los explosivos. Va a pasar ahora mismo.

Pero no pasa. Se vuelve a mirarme mientras me alejo por el pasillo del autobús. Otra pasajera hace lo mismo, una mujer etíope que abraza a su bebé como si tuviera miedo de que le vaya a hacer algo.

Estoy tan asustada como para sentarme en las escaleras del fondo del autobús y aguantar los bandazos de los baches de la carretera. Estoy tan asustada como para sentarme al lado de la papelera, llena de helado y pañuelos y cáscaras de pipas de girasol. Incluso tengo estómago para aguantar las miradas de los otros pasajeros, que no entienden por qué me he levantado del asiento, que quizá nunca han sentido el miedo atroz a morir.

No estoy tan asustada como para contárselo a alguien o ponerme a gritar; solo para intentar salvar mi propia vida, quizá. El heroísmo nunca ha sido una de mis virtudes.

En todo momento pienso en ella, en Emuna. Más de lo que pienso nunca en Avishag, a pesar de que hablamos por teléfono cada día. Aun así. Ruego compasión y vacío el cerebro; bajo la cabeza y cierro los ojos. E incluso entonces pienso en Emuna.

 

Cuando estaba en séptimo, uno de los últimos días del curso, mi madre nos llevó a mi hermana y a mí al colegio, y nuestro coche iba justo detrás del coche de Emuna. Yo tenía los ojos agotados y secos y llenos de rabia.

Delante veía el pelo rubio de la madre de Emuna recogido en un moño, y a Emuna mordiéndose la manga del suéter rojo. Aún notaba el sabor del chocolate caliente que me había tomado minutos antes. Los campos de plátanos eran ocres.

Entonces aún me gustaban los coches y los atascos. Me gustaba mirar los coches de delante, sobre todo si conocía a la gente que iba dentro, y pensar que yo era una parte de aquella cadena, una nota de aquel ritmo. Miré su coche y me gustó que Emuna no pudiera verme.

Entonces fue cuando lo vi. El hombre de la escopeta todavía estaba muy lejos. Probablemente tardaría cinco minutos en caminar desde el campo de plátanos hasta la carretera. Vi cómo se iba acercando, cada vez más. No dije nada.

El coche de la madre de Emuna avanzó, y nuestro coche fue detrás. Emuna seguía mordiéndose el suéter rojo. Tan bien la veía que distinguí sus dientes.

El hombre de la escopeta llevaba kuffiya. Supe, incluso entonces, que era del Líbano. Que era el único infiltrado en la frontera desde la retirada del ejército. Lo supe, no puedo negarlo.

Supe que era una persecución, y yo estaba dentro de un coche parado en un atasco.

El coche de la madre de Emuna avanzó. Nuestro coche avanzó. El hombre de la escopeta siguió andando. Quizá pensé:
No nos hagas daño
. Pero no solo eso. Pensé:
A nosotras no, a ella. Ve ahí, ve ahí
. Y continué en silencio.

Su coche avanzó, nuestro coche avanzó, su coche avanzó. Entonces el hombre encajó el cañón en la ventanilla y disparó a la madre de Emuna. Luego corrió; se fue.

Veo a Emuna toda envuelta en rojo.

Y aun así este recuerdo no es lo peor. Lo que pasó luego fue mucho peor.

 

Cuando el autobús se para en la acera delante del centro comercial Azrieli, doy unos pasos sin poder creer que sigo viva. Me siento un calco de mí misma, aunque después de todo no ha pasado nada.

La gente se dispersa; el conductor del autobús ayuda a la mujer etíope a sacar el carrito del bebé. El terrorista suicida que resulta no serlo se aleja solo hacia una cafetería, donde hay gente todavía muy joven fumando con las piernas apoyadas en las mesas de fuera. La gente, toda esta gente, camina como guiada por hilos invisibles, en transversal, en longitudinal, en diagonal, rápido. Oigo el clic-clac de sus pasos. Los coches murmuran como gigantescas moscas de la fruta, la música de la ciudad me envuelve, me toca. Los edificios proyectan su oscuridad y pienso que nada habría cambiado si el autobús hubiera explotado. Todo esto aún existiría.

 

A menudo pienso que no recuerdo el funeral o los días siguientes, pero sé que estuve allí. Lloré mucho, me abrazaron madres que no eran la mía, y luego en casa mi madre me abrazó.

Sabía que no tendría que ver a Emuna porque en verano siempre se iba. Ese verano podría haber sido distinto, pensé que quizá lo sería, pero al final no lo fue; salvo porque no paré de pensar que era increíble que el pueblo y el país no hubieran explotado aún, que yo no hubiera explotado aún. Esperé una explosión que nunca llegaría y que yo no merecía.

Recuerdo algo que dijo la madre de Emuna el día que Omer rompió con ella y Emuna dijo que quería morir. Su madre le contó que había creído que su vida había empezado cuando el padre de Emuna le pidió que se casaran, y luego había creído que su vida había empezado cuando se casó con él, y luego cuando nació Emuna. ¿O fue mi madre quien me lo contó?

Lo peor vino después.

Cuando iba a octavo, uno de los primeros días del curso mi madre nos llevó a mi hermana y a mí al colegio, y nuestro coche iba justo detrás del coche de tu padre. Yo tenía los ojos agotados y secos y preparados. Llevaba mis Dr. Martens y mis pantalones de campana.

Vi que te mordías la manga del suéter. Aún notaba el sabor del chocolate caliente que me había tomado minutos antes. Fuera caían gotas de lluvia en los campos de plátanos, y por la ventanilla medio bajada miraba los plátanos y el polvo.

—Está lloviendo —dijo mi madre—. Cierra la ventanilla.

Miré los coches de delante y traté de pensar que yo era una parte de aquella cadena, una nota de aquel ritmo.

—Cierra la ventanilla —dijo mi madre. Se volvió y me miró a los ojos—. Está lloviendo.

Entré sola en la escuela, detrás de Emuna, por la verja rota y me metí de lleno en la fluorescencia y la cháchara y los suelos de linóleo. Cuando me senté todas las chicas se abalanzaron hacia mi silla, así que saqué los deberes de la Biblia de la mochila JanSport.

Era el tercer año que estudiábamos a Jonás. Teníamos a la misma profesora, pero se había olvidado de que ya habíamos dado a Jonás el curso anterior. O quizá no le importaba. Estaba casada.

Jonás fue un profeta, pero no quería serlo, así que Dios le hizo ser profeta de todos modos, por más que intentó esconderse de Él. Después Jonás fue a ese pueblo de gente mala y les dijo que eran malísimos y que Dios iba a matarlos a todos. La gente mala no se enfadó con Jonás, sino que se volvió buena y Dios les perdonó la vida.

Sin embargo, Jonás se quedó muy triste, se sentía estúpido por haber dicho a esa gente que Dios iba a matarlos a todos para que luego Dios cambiara de idea, y además andaba deshidratado por el desierto. Encontró un árbol que lo salvó del calor, y Dios mató el árbol. Jonás se quedó muy triste. Y Dios dijo entonces: «¿Ves, Jonás? Estás triste por la muerte de este árbol, aunque no hiciste nada para criarlo, así que ¿cómo esperas que no cambie yo de idea y decida no matar a toda esa gente a la que creé?».

De todos modos Dios le había prometido a Jonás un desastre. Hizo que Jonás montara una escena para nada. Jonás había creído que el mundo entero iba a acabarse, pero Dios nunca permitiría que eso pasara. Apuesto a que lo supo desde el principio. Alguna gente, y Dios, saben desde el principio que el mundo no se va a acabar. Caminan despreocupados por las aceras a mi alrededor.

Otra vez tuvimos que completar frases uniendo preguntas y respuestas. Las mismas preguntas, las mismas respuestas, aunque esta vez fue más duro.

Dios mató el árbol de Jonás porque...

—Va a dejar copiar a todo el mundo, pero primero voy yo, así que no empujéis —les dijo Avishag a las chicas. Se sentó a mi lado. Me sonrió, como si nunca hubiéramos dejado de hablarnos. Primero me sorprendió, pero enseguida me puse eufórica. No pude decirle que le guardaba el sitio a Emuna. No por nada que tuviera que ver con Avishag. No porque estuviera contenta de que me hubiera perdonado por enamorarme de Dan. Porque no quería que Emuna se sentara a mi lado.

Emuna era real, y era la misma. Me miró, de pie entre las chicas, como un adorno. Todas me miraron.

—He pensado en ti todo el verano —le dije a Avishag en voz alta—. No he parado de pensar en ti. Te he echado de menos.

Ese era el pulso de los peores momentos. El pulso del mundo que no deja de rodar.

 

Subo en el ascensor, cada vez más arriba, hasta el puente descubierto que lleva a la entrada del centro comercial Azrieli. Abajo, en la avenida, los coches de colores se persiguen unos a otros; rápido, y de nuevo, y más.

En los años desde que terminamos el grado medio, hemos quedado en el centro comercial Azrieli muchas veces. Todas las chicas lo hacen. El hechizo se desvaneció la segunda vez, quizá la tercera.

Sé exactamente lo que va a pasar, así que está de más, pero es inevitable. Cosas que están de más pasan a todas horas. Seguimos haciéndolas de todos modos.

Las siete u ocho que aparezcamos nos abrazaremos. Avishag y yo nos besaremos en las mejillas. Todas nos probaremos zapatos que nunca nos compraremos y nos compraremos camisetas sin mangas que quizá no lleguemos a ponernos. La conversación será de novios e ingresos en la universidad y trabajos de camareras y lo bueno que es haber acabado el servicio militar. Nos burlaremos de Tali y Lea por haber decidido hacerse oficiales. Repetirán el conocido mantra de lo fácil que es ganar dinero quedándose en el ejército un año más, porque como oficial te pagan mejor de lo que te pagarían fuera, y no tienes gastos. Diré: «Ya, pero ¿tú? ¡Lea!», y ella se encogerá de hombros, o me dará una palmada en la espalda, con movimientos mecánicos que recordarán la autoridad que una vez tuvo, pero sin la fuerza de entonces. Pediremos café en la cafetería Aroma y Lea se echará un sobrecito de azúcar en la boca. Entonces todas nos reiremos. Los lavabos estarán encharcados y una mujer que no tiene casa nos escupirá cuando nos lavemos las manos con jabón industrial. Luego subiremos en ascensor a la azotea, y una chica dirá que desde ahí las personas que caminan por las calles de Tel Aviv parecen hormigas. Incluso puede que sea yo. «Qué genial es estar juntas», dirá alguien. «Me encanta Tel Aviv», añadirá otra chica. Todas desearemos que de mayores no nos toque criar a nuestros hijos en un pueblo de mala muerte.

 

Noam corre a abrazarme cuando me ve. Luego me enseña su anillo.

—Topacio y oro blanco —dice.

Tardo un par de minutos en darme cuenta de que Emuna no está por ahí. Pienso demasiado, y solo en mí misma.

Al ver que Emuna no está me da un vuelco el corazón.

Y esa puede ser la noticia bomba. A lo mejor Emuna se ha ido a la India. A lo mejor está en la habitación de cuando era niña, destrozada, a fin de cuentas y después de todo destrozada. Y a lo mejor sencillamente ha decidido que no quería vernos, que no va a ser divertido, que ya basta.

Todo esto ya había pasado antes, y volverá a pasar lo mismo, así que la verdad es que el encuentro está de más, y el centro comercial, y nosotras.

Digo que no paro de pensar en Emuna, pero ni siquiera pregunto por ella. No enseguida. Espero.

—No puedo creer que por fin seamos casi adultas —digo, besando a Noam en las mejillas.

Detrás de ella hay otras seis chicas a las que conozco desde que nací. Estamos enfrente de una zapatería en la tercera planta del épico centro comercial, rodeadas de gente que camina a nuestro alrededor, engulléndonos, en medio del zumbido de sus voces.

—Mira que estás loca —dice Noam—. ¿Cómo no llevas la camisa del uniforme? —me pregunta cuando me disculpo por llegar sudada y en pantalones militares porque vengo directamente de la base—. Te vas a meter en un buen lío —añade.

—Si alguien pregunta, solo tengo que decir que no soy soldado —le digo.

—No puedes hacer eso, loca —dice Lea, dándome un puñetazo en el hombro.

—Bueno, acabo de hacerlo, señorita Oficial. Lo he dicho una vez, y puedo volver a decirlo.

Nos echamos a reír.

Aparte de Lea, que también viene directamente de una base militar, todas llevan pantalones de campana. Nunca hemos perdido esa costumbre.

 

Emuna. Quiero decirte una cosa. Unas cuantas cosas.

¿Te acuerdas de aquella vez, en sexto, cuando vimos la película? Fue la primera vez que veíamos una película en el cine. Ese día nos sentamos en el suelo de la cocina de Lea. Debíamos de ser ocho. Lea llamó a un coche. A mí aquella llamada me olió a perfume robado y a plátanos y a pies.

—Queríamos pedir un taxi. Uno grande. Somos muchas. Y vamos al cine —dijo Lea.

¿Te acuerdas de la furgoneta que vino a recogernos? ¿Del viaje? Intentamos que nuestras caras y nuestras palabras y nuestra alegría se parecieran a las de las chicas mayores en las que creíamos que nos estábamos convirtiendo.

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