El joven guardia se apartó sin decir palabra, deteniéndose sólo para descorrer el cerrojo de la puerta. Tommy entró en la celda.
Las paredes y el suelo eran de hormigón de color gris apagado. Del techo pendía una bombilla y en lo alto de una esquina de la habitación de dos metros por dos y medio, había una ventana de aire.
La celda era húmeda y unos diez grados más fría que la temperatura exterior, incluso en un día nublado y lluvioso.
Lincoln Scott estaba sentado en un rincón, con las rodillas contra el pecho, frente al único mueble que había en la celda, un cubo de metal oxidado que le servía de letrina. Se puso de pie en cuanto Tommy entró en la habitación, no exactamente en posición de firmes, pero casi, tenso y rígido.
—Hola, teniente —dijo Tommy con tono animado, casi afectuoso—. Traté de presentarme a usted el otro día…
—Sé quién es. ¿Pero qué coño ocurre? —preguntó Lincoln Scott bruscamente. Estaba descalzo y llevaba tan sólo un pantalón y una camisa. En la celda no había señal de su cazadora de aviador ni de sus botas, por lo que resultaba increíble que no tiritase.
Tommy vaciló nos instantes.
—¿No le han dicho…?
—¡No me han dicho nada! —le interrumpió Scott—. Esta mañana me obligan a abandonar la formación y me llevan al despacho del
Oberst
. El comandante Clark y el coronel MacNamara me exigen que les entregue mi cazadora y mis botas. Luego me interrogan durante media hora sobre el odio que siento hacia ese cabrón de Bedford. Después me hacen un par de preguntas sobre anoche, y, antes de que pueda reaccionar, un par de gorilas alemanes me conducen a este lugar delicioso.
Usted es el primer americano que he visto desde la sesión de esta mañana con el coronel y el comandante. Así que haga el favor de explicarme, teniente Hart, qué diablos está pasando.
En la voz de Scott se advertía una mezcla de furia contenida y confusión. Tommy estaba perplejo.
—A ver si nos aclaramos —dijo pausadamente—. ¿El comandante Clark no le ha informado…?
—Ya se lo he dicho, Hart, no me han informado de nada. ¿Por qué demonios estoy aquí? Bajo custodia…
—Vincent Bedford fue asesinado anoche.
Durante unos momentos Scott se quedó estupefacto y abrió los ojos desmesuradamente; después los clavó en el rostro de Hart.
—¿Asesinado?
—El comandante Clark me ha informado de que van a acusarle a usted del crimen.
—¿A mí?
—Así es.
Scott se apoyó en el muro de cemento como si hubiera recibido por sorpresa un golpe contundente. Luego respiró hondo, recobró la compostura y se puso de nuevo tieso como un palo.
—Me han encargado que le ayude a preparar una defensa contra esa acusación. —Después de dudar unos segundos, Tommy añadió—: Mi deber es advertirle que este crimen puede ser castigado con la pena capital.
Lincoln Scott asintió lentamente antes de responder. Se cuadró y miró a Tommy Hart a los ojos.
Habló de una manera pausada y con deliberación, alzando ligeramente la voz, sopesando cada palabra con una pasión que traspasaba aquellos muros de cemento, evitaba al guardia y su arma automática, pasaba a través de las hileras de barracones, sobre la alambrada, más allá del bosque y atravesaba toda Europa hasta alcanzar la libertad.
—Señor Hart… —El eco de sus palabras reverberaba en la reducida habitación—. Le ruego que me crea: yo no maté a Vincent Bedford. No digo que no deseara hacerlo. Pero no lo hice.
Lincoln Scott volvió a respirar hondo.
—Soy inocente —dijo.
Durante unos momentos Tommy se sintió desconcertado por la fuerza con que Scott se había declarado inocente. Supuso que la estupefacción se había reflejado en su rostro, porque el aviador negro se apresuró a preguntar:
—¿Ocurre algo, Hart?
—Nada —respondió Tommy meneando la cabeza.
—Miente —le espetó Scott—. ¿Qué esperaba que dijera, teniente? ¿Qué yo maté a ese asqueroso racista?
—No.
—¿Entonces, qué?
Tommy se dio tiempo para organizar sus pensamientos.
—No sabía cuál sería su reacción, teniente Scott. En realidad aún no me había parado a pensar en la cuestión de su culpabilidad o inocencia. Sólo sé que van a acusarlo de asesinato.
Scott exhaló bruscamente y dio unos pasos por la diminuta celda de castigo, encogiendo los hombros para defenderse de la humedad y el frío.
—¿Pueden hacerlo? —preguntó de sopetón.
—¿El qué?
—Acusarme de un crimen, aquí… —Scott describió un círculo con el brazo para abarcar todo el campo de prisioneros.
—Creo que sí. Técnicamente estamos todavía a las órdenes de nuestros oficiales y miembros del ejército y por tanto sometidos a la disciplina militar. Supongo que, técnicamente, puede decirse que nos hallamos en situación de combate, y por consiguiente controlados por las ordenanzas especiales que…
Scott meneó la cabeza.
—No tiene sentido —protestó—. A menos que uno sea negro. Entonces todo tiene sentido. ¡Maldita sea! ¿Qué coño les he hecho yo? ¿Qué pruebas tienen contra mí?
—No lo sé. Sólo sé que el comandante Clark dijo que tenían pruebas suficientes para condenarlo.
Scott volvió a sobresaltarse.
—Mentira —declaró—. ¿Cómo pueden tener pruebas si yo no tuve nada que ver con la muerte de ese hijo de puta? ¿Cómo lo mataron?
Tommy empezó a responder, pero se detuvo.
—Creo que es mejor que hablemos primero sobre usted —dijo lentamente—. ¿Por qué no me cuenta qué ocurrió anoche?
Scott se apoyó contra el muro de cemento, fijando la vista en el ventanuco, mientras intentaba poner en orden sus pensamientos. Luego exhaló aire lentamente, miró a Tommy y se encogió de hombros.
—No hay mucho que contar —respondió—. Después del recuento del mediodía, caminé un rato.
Luego cené solo. Leí acostado en mi litera hasta que los alemanes apagaron las luces. Me tumbé de lado y me quedé dormido. Me desperté una vez durante la noche. Tenía ganas de mear, de modo que me levanté, encendí una vela y fui al retrete. Después regresé a mi cuarto, me acosté de nuevo en la litera y no volví a despertarme hasta que los alemanes empezaron a tocar los silbatos y a gritar.
A los pocos minutos me encerraron aquí. Tal como le he explicado.
Tommy trató de retener cada palabra en su memoria. Deseó haber traído un bloc y un lápiz, y se maldijo por no haber pensado en ello.
—¿Alguien le vio cuando se despertó para orinar?
—¿Cómo quiere que lo sepa?
—¿Había alguien más en el retrete?
—No.
—¿Qué hacía usted ahí a esas horas?
—Ya se lo he dicho…
—Nadie se despierta y empieza a pasearse en plena noche, aquí no, a menos que estén indispuestos o no puedan dormir por miedo a una pesadilla. Puede que lo hagan en su casa, pero aquí no. ¿Por qué lo hizo?
Scott dibujó una tenue sonrisa, pero nada lo había divertido.
—No se trataba exactamente de una pesadilla —contestó—. A menos que considere que mi situación es una pesadilla, lo cual, desde luego, es una posibilidad. Más bien era un trato.
—¿A qué se refiere?
—Mire, Hart —repuso Scott articulando cada palabra con claridad y precisión—. Tenemos prohibido salir después de que haya oscurecido, ¿no es así? Los alemanes podrían utilizarnos como blanco para practicar puntería. Naturalmente, algunos no hacen caso de esa prohibición. Salen sigilosamente, consiguen eludir a los hurones y los reflectores, y entran en otros barracones. Los que excavan túneles y el comité de fugas prefieren trabajar de noche. Hay reuniones clandestinas y cuadrillas de trabajadores secretas. Pero nadie debe saber quiénes son y dónde trabajan. Pues bien, en cierto modo yo también soy una rata de túnel muy cualificada.
—No lo entiendo.
—No me extraña, ya supuse que no lo entendería —replicó Scott sin apenas disimular su ira. Luego prosiguió, expresándose de forma pausada, como quien explica algo a un niño recalcitrante—. A los blancos no les gusta compartir un retrete con un negro. No a todos, desde luego. Pero sí a muchos.
Y los que se niegan, se lo toman de modo muy personal. Por ejemplo, el capitán Vincent Bedford.
El se lo tomaba de forma extremadamente personal.
—¿Qué le dijo?
—Que me fuera a otro. El caso es que no hay otro, pero ese pequeño detalle a él le traía sin cuidado.
—¿Qué le contestó usted?
Lincoln Scott emitió una áspera risotada.
—Que le dieran por el culo. —Scott respiró hondo, sin apartar la vista del rostro de Tommy—. ¿Le sorprende, Hart? ¿Ha estado alguna vez en el Sur? Allí también les gusta separar las cosas. Retretes para blancos y retretes para negros. En cualquier caso, si salgo para utilizar el
Abort
, un alemán podría pegarme un tiro. ¿Así que qué hice? Esperar a que todos estuvieran dormidos, sobre todo ese patán del sur, y cuando estuve seguro de que no había nadie por el pasillo, salí. Sin hacer el menor ruido. Para echar una meada secreta, al menos una meada que no llamara la atención, que evitara a todos los Vincent Bedfords que hay en este campo. Por eso me levanté en plena noche y salí del barracón.
—Comprendo —dijo Tommy asintiendo con la cabeza.
Scott se volvió furioso hacia él, aproximando su rostro al suyo y entrecerrando los ojos. Cada palabra que pronunció estaba cargada de rabia.
—¡Usted no comprende nada! —le espetó—. ¡No tiene ni remota idea de quién soy! ¡No imagina lo que he tenido que soportar para llegar aquí! Usted es un ignorante que no sabe nada, Hart, lo mismo que todos los demás. Y no creo que sienta el menor deseo de averiguarlo.
Tommy retrocedió un paso y se detuvo. Sintió que una extraña ira se acumulaba en su interior, y respondió a las palabras de Lincoln Scott con no menos vehemencia que éste.
—Puede que yo no lo comprenda —dijo—. Pero en estos momentos soy lo único que se interpone entre usted y un pelotón de fusilamiento. Le recomiendo que lo tenga presente.
Scott se volvió con brusquedad hacia el muro de cemento. Se inclinó hacia delante hasta apoyar la frente en la húmeda superficie y luego apoyó las manos en el liso cemento, de forma que parecía hallarse suspendido, como si sus pies no tocaran el suelo, aferrado a una estrecha cuerda floja.
—No necesito ninguna ayuda —dijo con voz queda.
Encrespado con una ira difícil de definir, Tommy estuvo a punto de mandar al aviador negro a hacer puñetas y dejarlo plantado. Deseaba regresar a sus libros, a sus amigos y a la rutina de la vida en el campo de prisioneros, dejando simplemente que cada minuto se transformara en una hora, y luego en otro día. Esperando que alguien pusiera fin a su cautiverio. Un fin que encerraba la posibilidad de vida, cuando buena parte de lo que le había ocurrido prometía muerte. En ocasiones tenía la sensación de haberse hecho con el bote tirándose una serie de faroles en una partida de póquer, y tras recoger sus ganancias, aunque misérrimas, no estaba dispuesto a jugar otra partida. Ni siquiera quería echar un vistazo a las nuevas cartas que le habían repartido. Había llegado a un punto insólito e inesperado: vivía rodeado por un mundo en el que prácticamente todo acto, por simple e insignificante que fuera, encerraba un peligro y una amenaza. Pero si no hacía nada, si permanecía quieto sin llamar la atención en la pequeña isla del Stalag Luft 13, podía sobrevivir. Era como pasar silbando junto a un cementerio. Tommy abrió la boca para comentárselo a Scott, pero se abstuvo.
Respiró hondo y retuvo el aire unos instantes.
En aquel preciso segundo Tommy reparó en lo curioso de aquella situación: dos hombres podían estar juntos, respirando el mismo aire, pero uno presentía en cada ráfaga el futuro y la libertad, mientras que el otro sentía tan sólo amargura y odio. Y temor, pensó, porque el temor es el hermano cobarde del odio.
De modo que en lugar de decir a Lincoln Scott que se fuera a hacer puñetas, Tommy respondió con voz tan suave como la que acababa de emplear el otro.
—Se equivoca —dijo.
—¿En qué me equivoco? —preguntó Scott sin moverse.
—Todo el mundo en este campo necesita cierta dosis de ayuda, y en estos momentos, usted la necesita más que nadie.
Scott escuchaba en silencio.
—No es preciso que yo le caiga bien —dijo Tommy—. Ni siquiera tiene que respetarme. Incluso puede odiarme. Pero ahora mismo me necesita. Estoy seguro de que cuando lo comprenda nos llevaremos mejor.
Scott reflexionó durante unos segundos antes de responder. Seguía con la cabeza apoyada en la pared, pero sus palabras eran claras.
—Tengo frío, señor Hart. Mucho frío. Aquí hace un frío polar y los dientes me castañetean. Para empezar, ¿podría conseguirme alguna prenda de abrigo?
Tommy asintió con la cabeza.
—¿Tiene algo de ropa, aparte de lo que le quitaron esta mañana?
—No. Sólo lo que llevaba puesto cuando derribaron mi avión.
—¿No tiene un par de calcetines o un jersey?
Lincoln Scott soltó una sonora carcajada, como si Tommy acabara de decir una sandez.
—No.
—En ese caso ya le traeré algo.
—Se lo agradezco.
—¿Qué número calza?
—Un cuarenta y cinco. Pero preferiría que me devolvieran mis botas de aviador.
—Lo intentaré, y la cazadora también. ¿Ha comido?
—Esta mañana los alemanes me dieron un mendrugo y una taza de agua.
—De acuerdo. Le traeré también comida y mantas.
—¿Puede sacarme de aquí, señor Hart?
—Lo intentaré. Pero no le prometo nada.
El aviador negro se volvió hacia Tommy y lo miró fijamente. Tommy pensó que Lincoln Scott quizá lo observaba con la misma atención que cuando trataba de apuntar a un caza alemán que estaba a tiro de las ametralladoras de su Mustang.
—Prométalo, Hart —dijo Scott—. No le hará ningún daño. Muéstreme de lo que es capaz.
—Sólo puedo decirle que haré cuanto esté en mi mano. En cuanto salga de aquí iré a hablar con MacNamara. Pero están preocupados…
—¿Preocupados por qué?
Tras dudar unos instantes, Tommy se encogió de hombros.
—Emplearon las palabras «motín» y «linchamiento», teniente —respondió—. Temían que los amigos de Vincent Bedford quisieran vengar su muerte antes de que ellos formaran el tribunal, examinaran las pruebas y emitieran un veredicto.
Scott asintió con parsimonia.