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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policiaco

La guerra de Hart (10 page)

BOOK: La guerra de Hart
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Aquel día tan señalado Tommy no comprendió por qué su madre no cesaba de enjugarse las lágrimas.

Mantuvo los ojos cerrados. «Los días corrientes son muy especiales —pensó—. Los días especiales son espectaculares, acontecimientos dignos de retener en la memoria.»

Tommy dejó escapar un prolongado suspiro. «En sitios como éste —se dijo— es donde comprendes la vida.»

Sacudió la cabeza ligeramente y volvió al libro de texto, procurando concentrarse en él como un vaquero que azuza al ganado, pero con una fusta mental e interjecciones imaginarias.

Tommy se hallaba tumbado en su litera, concentrándose en el caso de una disputa entre una compañía papelera y sus empleados, ocurrido unos doce años atrás. De pronto, oyó los primeros gritos airados procedentes de otro dormitorio del barracón 101.

Se incorporó con rapidez. Se volvió hacia el lugar del que procedía el ruido, como un perro que percibe una extraña ráfaga de aire. Oyó otro grito, y un tercero, y el estrépito de muebles al ser arrojados contra los delgados tabiques.

Se levantó de la cama, al igual que lo hacían otros hombres en su dormitorio. Entonces oyó una voz que decía: «¿Qué demonios ocurre?» Pero antes de que hubieran terminado de formular la pregunta, Tommy ya iba hacia el pasillo central que recorría el barracón 101, en dirección al ruido de la pelea que se estaba produciendo. Apenas tuvo tiempo de pensar en lo infrecuente del caso, ya que en todos los meses que llevaba en el Stalag Luft 13, Tommy no había oído de dos hombres que hubieran llegado a las manos. Ni por las pérdidas en una partida de póquer, ni por haber entrado con excesiva dureza en la segunda base. Ni una sola disputa en el campo de baloncesto de tierra prensada, ni sobre una interpretación teatral
de. El mercader de Venecia
.

Los
kriegies
no peleaban. Negociaban, discutían. Asumían las pequeñas derrotas del campo con total naturalidad, no porque hieran soldados habituados a la disciplina militar, sino porque daban por sentado que todos se hallaban en el mismo barco. Los hombres que no se llevaban bien con algún compañero encontraban la forma de resolver sus diferencias, o bien evitaban toparse con él.

Si los hombres llevaban dentro una rabia contenida, era una rabia contra la alambrada, contra los alemanes y la mala suerte que los había llevado allí, aunque la mayoría comprendía que en cierto modo era lo mejor que les podía haber pasado.

Tommy se apresuró hacia el lugar del que procedían las voces, percibiendo una intensa furia y una rabia incontrolable. No alcanzaba a comprender el motivo de la pelea. A su espalda, el pasillo había empezado a llenarse de curiosos, pero consiguió avanzar deprisa y fue uno de los primeros en llegar al dormitorio donde estaba la litera de Trader Vic.

Lo que vio lo dejó estupefacto.

Habían conseguido volcar una litera, que había quedado apoyada en otra. En un rincón había una taquilla tallada en madera tumbada en el suelo, rodeada de cartones de cigarrillos y latas de comida.

También había prendas de vestir y libros diseminados por el suelo.

Lincoln Scott estaba de pie, con la espalda apoyada en una pared, solo. Respiraba trabajosamente y tenía los puños crispados.

Sus compañeros de cuarto estaban conteniendo a Vincent Bedford.

Al de Misisipí le brotaba un hilo de sangre de la nariz. Luchaba contra cuatro hombres, que le sujetaban por los brazos. Bedford tenía el rostro acalorado, la mirada enfurecida.

—¡Eres hombre muerto, negro! —gritó—. ¿Me has oído, chico? ¡Muerto!

Lincoln Scott no dijo nada, pero no apartaba la vista de Bedford.

—¡No pararé hasta verte muerto, chico! —vociferó Bedford.

Tommy sintió de pronto que alguien le empujaba a un lado y, al volverse, oyó exclamar a otro de los
kriegies:

—¡Atención!

En aquel preciso momento, vio la inconfundible figura del coronel MacNamara, acompañado por el comandante David Clark, su ayudante y segundo en el mando. Mientras todos se cuadraban, los dos hombres se dirigieron hacia el centro de la estancia, echando un rápido vistazo a los desperfectos provocados por la pelea. MacNamara enrojeció de ira, pero no alzó la voz. Se volvió hacia un teniente que Tommy conocía vagamente y era uno de los compañeros de cuarto de Trader Vic.

—¿Qué ha ocurrido aquí, teniente?

El hombre avanzó un paso.

—Una pelea, señor.

—¿Una pelea? Continúe, por favor.

—El capitán Bedford y el teniente Scott, señor. Una disputa sobre unos objetos que el capitán Bedford afirma que han desaparecido de su taquilla.

—Ya. Continúe.

—Han llegado a las manos.

MacNamara asintió. Su rostro traslucía aún una ira contenida.

—Gracias, teniente. Bedford, ¿tiene algo que decir al respecto?

Trader Vic, cuadrado ante su superior, avanzó con precisión pese a su aspecto desaliñado.

—Faltan unos objetos de importancia personal para mí, señor. Han sido robados.

—¿Qué objetos?

—Una radio, señor. Un cartón de cigarrillos. Tres tabletas de chocolate.

—¿Está seguro de que faltan?

—¡Sí, señor! Mantengo un inventario de todas mis pertenencias, señor.

MacNamara asintió con la cabeza.

—Lo creo —dijo secamente—. ¿Y supone que el teniente Scott cometió el robo?

—Sí, señor.

—¿Y le ha acusado de ello?

—Sí, señor.

—¿Le vio usted tomar esos objetos?

—No, señor —Bedford había dudado unos segundos—. Regresé al dormitorio en el barracón. Él era el único
kriegie
que se encontraba aquí. Al hacer el habitual recuento de mis pertenencias…

MacNamara alzó la mano para interrumpirle.

—Teniente —dijo volviéndose hacia Scott—, ¿ha cogido usted algún objeto de la taquilla de Bedford?

La voz de Scott era ronca, áspera, y Tommy pensó que trataba de reprimir toda emoción.

Mantuvo los ojos al frente y los hombros rígidos.

—No, señor.

MacNamara lo miró con los ojos entornados.

—¿No?

—No, señor.

—¿Asegura que no ha tomado nada que pertenezca al capitán Bedford?

Cuando el coronel le formuló la misma pregunta por tercera vez, Lincoln Scott se volvió ligeramente para mirar a MacNamara a los ojos.

—Así es, señor.

—¿Cree que el capitán Bedford se equivoca al acusarlo?

Scott dudó unos instantes, sopesando la respuesta.

—No puedo precisar nada acerca del capitán Bedford, señor. Me limito a decir que no he tomado ningún objeto que le pertenezca.

La respuesta disgustó a MacNamara.

—A usted, Scott —dijo apuntando con un dedo al pecho del aviador—, le veré mañana por la mañana después del
Appell
en mi habitación. Bedford, a usted lo veré… —El comandante vaciló durante un segundo. Luego añadió con tono enérgico—: No, Bedford, primero le veré a usted.

Después de pasar revista por la mañana. Usted espere fuera, Scott, y cuando yo haya terminado con él, nos veremos. Entre tanto, quiero que limpien este lugar. Dentro de cinco minutos debe estar todo en orden. En cuanto a esta noche, no quiero ni un solo conflicto más. ¿Lo han entendido todos?

Tanto Scott como Bedford asintieron lentamente con la cabeza y respondieron al unísono:

—Sí, señor.

MacNamara se dispuso a salir, pero cambió de parecer. Se volvió con brusquedad hacia el teniente a quien había interrogado primero.

—Teniente —dijo de sopetón, haciendo que el oficial se cuadrara—. Quiero que tome una manta y lo que necesite esta noche. Ocupará la litera del comandante Clark. —MacNamara se volvió hacia su segundo en el mando—. Clark, creo que esta noche sería conveniente…

Pero el comandante le interrumpió.

—Desde luego, señor —dijo efectuando el saludo militar—. No hay ningún problema. Iré a por mi manta. —El segundo en el mando se volvió hacia el joven teniente—. Sígame —le ordenó. Luego se volvió hacia Tommy y los otros
kriegies
que se habían reunido en el pasillo—. ¡El espectáculo ha terminado! —dijo en voz alta—. ¡Regresen a sus literas ahora mismo!

Los
kriegies
, entre ellos Tommy Hart, se apresuraron a obedecer, dispersándose y echando a correr por el pasillo como cucarachas al encenderse una luz. Durante unos minutos Tommy oyó, desde la posición que ocupaba, unos pasos sobre las tablas del suelo del pasillo central. Luego un silencio sofocante, seguido por la repentina llegada de la oscuridad cuando los alemanes cortaron la electricidad. Todos los barracones quedaron sumidos en la oscuridad de la noche y se derramó una oscura calma sobre el reducido y compacto mundo del Stalag Luft 13. La única luz que se veía era el errático movimiento de un reflector al pasar sobre la alambrada y los tejados de los barracones. El único ruido que se oía era el distante estrépito habitual de un bombardeo nocturno sobre las fábricas en una ciudad cercana, recordando a los hombres, mientras trataban de conciliar el sueño que probablemente les sumergiría en alguna pesadilla, que en otros lugares ocurrían muchas cosas de gran importancia.

A la mañana siguiente, el campo era un hervidero de rumores. Algunos decían que los dos hombres iban a ser enviados a la celda de castigo, otros apuntaban que iban a convocar a un tribunal de oficiales para juzgar la disputa sobre el presunto robo. Un hombre aseguró saber de buena tinta que Lincoln Scott iba a ser trasladado a una habitación donde estaría solo, otro afirmó que Bedford contaba con el apoyo de todo el contingente sureño de
kriegies
, y que al margen de lo que hiciera el coronel MacNamara, Lincoln Scott tenía los días contados.

Como solía ocurrir en estos casos, ninguno de los rumores más peregrinos era cierto.

El coronel MacNamara se reunió en privado con cada uno de los implicados. Informó a Scott que lo trasladaría a otro barracón cuando quedara uno disponible, pero que él, MacNamara, no estaba dispuesto a ordenar a un hombre que se mudara de cuarto para acomodar al aviador negro. A Bedford le dijo que sin pruebas fidedignas, respaldadas por testigos que afirmaran que le habían robado, sus acusaciones carecían de fundamento. Le ordenó que dejara de meterse con Scott hasta que éste pudiera trasladarse a otro cuarto. MacNamara ordenó a ambos que procuraran no enfrentarse hasta que pudiera efectuarse dicho traslado. Les recordó que eran oficiales de un ejército en guerra y estaban sujetos a la disciplina militar. Les dijo que esperaba que ambos se comportaran como caballeros y que no quería volver a oír una palabra sobre el asunto. El último comentario contenía todo el peso de su ira; quedó claro, según comprendieron todos los
kriegies
al enterarse de ello, que por más que los dos hombres se odiaran mutuamente, el hecho de encabezar la lista de agravios del coronel MacNamara era algo enormemente serio.

Durante los días que siguieron reinó en el campo una tensión que parecía tocarse.

Trader Vic reanudó sus tratos y negocios, y Lincoln Scott regresó a sus lecturas y sus paseos solitarios. Tommy Hart sospechaba que la procesión iba por dentro. Todo esto le parecía muy curioso, incluso le intrigaba. La vida en un campo de prisioneros tenía una evidente fragilidad; cualquier grieta en la fachada de urbanidad creada con tanto esmero suponía un peligro para todos.

La espantosa monotonía de la prisión, los nervios de haber visto de cerca la muerte, el temor de haber sido olvidados acechaba tras cada minuto de vigilia. Luchaban constantemente contra el aislamiento y la desesperación, porque todos sabían que podían volverse enemigos de sí mismos, peores aun que los propios alemanes.

La tarde era espléndida. El sol se derramaba sobre los apagados y monótonos colores del campo y arrancaba reflejos a la alambrada de espino. Tommy, con un texto legal bajo el brazo, acababa de salir de uno de los
Aborts
, e iba en busca de un lugar cálido donde sentarse. En el campo de deporte se desarrollaba un agitado partido de béisbol, entre los estentóreos abucheos y silbidos de rigor.

Más allá del recinto deportivo, Tommy vio a Lincoln Scott caminando por el perímetro del campo.

El negro se encontraba a unos treinta metros detrás del fildeador derecho, cabizbajo, avanzando con paso ágil, pero con aspecto atormentado. Tommy pensó que aquel hombre empezaba a parecerse a los rusos que habían marchado junto al campo y habían desaparecido en el bosque.

Dudó unos instantes, pero decidió hacer otro intento de conversar con el aviador negro. Suponía que desde la pelea en el barracón nadie le había dirigido la palabra. Dudaba de que Scott, por fuerte que creyera ser, resistiera ese aislamiento sin perder la razón.

Así pues, atravesó el recinto, sin saber lo que iba a decir, pero pensando que era necesario decir algo. Al acercarse, observó que el fildeador derecho, que se había vuelto para echar una ojeada al aviador, era Vincent Bedford.

Mientras se dirigía hacia allí Tommy oyó un golpe a lo lejos, seguido por un instantáneo torrente de gritos y abucheos. Al volverse vio la blanca silueta de la pelota al describir una airosa parábola sobre el cielo azul de Baviera.

En aquel preciso momento, Vincent Bedford se volvió y retrocedió media docena de pasos a la carrera. Pero el arco de la pelota fue demasiado rápido, incluso para un experto como Bedford. La pelota aterrizó con un golpe seco en el suelo, levantando una densa nube de polvo y se deslizó rodando más allá del límite establecido, deteniéndose junto a la alambrada.

Bedford se paró en seco, al igual que Tommy.

A sus espaldas, el bateador que había lanzado la pelota corría de una base a otra, gritando eufórico, mientras sus compañeros de equipo le aplaudían y los otros jugadores abucheaban a Bedford, situado en el otro extremo del campo.

Tommy Hart observó que Bedford sonreía.

—¡Eh, negro! —gritó el sureño.

Lincoln Scott se detuvo. Levantó la cabeza despacio, volviéndose hacia Vincent Bedford.

Entornó los ojos, pero no respondió.

—Eh, necesito que me ayudes, chico —dijo Bedford señalando la pelota.

Lincoln Scott se volvió.

—¡Vamos, chico, ve a buscarla! —gritó Bedford.

Scott asintió con la cabeza y avanzó un paso hacia el límite del campo.

En aquel segundo, Tommy comprendió lo que iba a suceder. El aviador negro iba a cruzar el límite para rescatar la pelota de béisbol sin haberse puesto la blusa blanca con la cruz roja que los alemanes les proporcionaban para tal fin. Scott no parecía haberse percatado de que los guardias situados en la torre más próxima le estaban apuntando con sus armas.

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