La guerra de las Galias (29 page)

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Authors: Cayo Julio César

Tags: #Historia

BOOK: La guerra de las Galias
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XXIV. Debeladas estas gentes tan belicosas, y viendo César que no quedaba ya nación que pudiese romper la guerra para oponérsele, pero que todavía se salían algunos de los pueblos y huían de los campos para evitar el yugo del Imperio, determinó repartir el ejército en diversas partes. Incorporó consigo al cuestor M. Antonio con la legión undécima. Despachó al lugarteniente C. Fabio con veinticinco cohortes a una parte de la Galia más distante, porque tenía noticia que estaban todavía en armas algunas ciudades de ella, y creía que Caninio Rebilo, que mandaba en aquel paraje, no tenía muy seguras las dos legiones de su cargo. Llamó a sí a T. Labieno, y envió la legión duodécima que éste había mandado en la invernada a Lombardía, para defensa de las colonias romanas, y que no les sucediese una desgracia igual a la que acaeció el verano anterior a los pueblos de Istria, que fueron sorprendidos de una inundación y pillaje repentino de los bárbaros. Él marchó a talar y destruir las tierras de Ambiorix
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el cual andaba atemorizado y fugitivo; y desconfiando de reducirle a su obediencia, creía que era lo más conveniente a su reputación abrasar de tal manera sus tierras, haciendo todo el daño posible en los hombres, en los ganados y en los edificios, que cayendo en odio de los suyos, si algunos amigos le había dejado la fortuna, no tuviese acogida en su país por haberle causado tantas calamidades.

XXV. Extendidas por sus tierras las legiones o las tropas auxiliares, asolado todo con muertes, incendios y robos, matando y cautivando muchas gentes, envió a Labieno con dos legiones contra Tréveris, cuyos moradores ejercitados en continuas guerras por la inmediación a Germania, no se diferenciaban mucho de los germanos en su grosería y fiereza, ni obedecían jamás a las órdenes sino obligados por fuerza de armas.

XXVI. En este intermedio, informado el teniente general C. Caninio por cartas y avisos de Duracio de que se había congregado una gran multitud de gente en los términos de Poitou, el cual, aun rebelada una parte de su Estado, se había mantenido siempre fiel a la amistad del Pueblo Romano, marchó la vuelta de la ciudad de Poitiers. Cuando ya estaba cerca, sabiendo con certeza de los cautivos que, encerrado en ella Duracio, era combatido por muchos millares de hombres a las órdenes de Dumnaco, general de Agen, y no atreviéndose a oponer sus legiones debilitadas a los enemigos, sentó su real en un sitio fuerte por naturaleza. Informado Dumnaco de que se acercaba Caninio, dirigió todas sus tropas contra los romanos, resuelto a atacar su campo. Después de consumidos muchos días en este intento, sin haber podido forzar parte alguna de las fortificaciones, volvió otra vez al cerco de Poitiers.

XXVII. A este tiempo, el lugarteniente Fabio redujo muchas ciudades a la obediencia, las aseguró con rehenes y fue avisado por cartas de Caninio de lo que pasaba en Poitou, con cuya noticia se puso en marcha para socorrer a Duracio. Dumnaco, que supo la venida de Fabio, desconfiando de su salud si a un mismo tiempo se veía en precisión de resistir al ejército de Fabio, al enemigo de fuera, y estar atento, y recelarse de los sitiados, levantó al momento el campo, y aun no se tuvo por seguro si no pasaba con sus tropas el Loire, que por su profundidad tenía construido puente. Fabio, aunque no había llegado a avistar al enemigo ni incorporádose a Caninio, con todo, guiado por gentes prácticas de la tierra, creyó más bien que amedrentados los enemigos se encaminarían a aquel paraje adonde, con efecto, se enderezaban. Así dirigió su marcha al mismo puente y dio orden a la caballería que se adelantase a las legiones, tanto cuanto pudiese volver a los mismos reales sin cansar los caballos. Alcanzó nuestra caballería, conforme a la orden, y acometió al ejército de Dumnaco; y dando sobre la marcha en los temerosos y fugitivos con el peso de sus cargas, mató una gran parte y se apoderó de mucha presa. Con esto, logrado el golpe, se retiró a los reales.

XXVIII. La noche siguiente echó Fabio delante la caballería, dispuesta para pelear y estorbar la marcha hasta que él llegase. Para que se ejecutase la acción según sus órdenes. Q. Acio Varo, general de la caballería, varón de singular valor y prudencia, animó a su gente; y habiendo alcanzado el ejército enemigo, dispuso parte de los suyos en puestos ventajosos, y con otra parte dio la batalla. Hizo alto animosamente la caballería enemiga sostenida de toda la infantería, formada con todo el resto para dar socorro a los suyos. Trabóse la batalla con gran denuedo; porque los nuestros, despreciando al enemigo, a quien habían vencido el día antes, y en la confianza de que venían detrás las legiones con el pundonor de no ceder y la codicia de acabar por sí la acción, pelearon contra la infantería con el mayor esfuerzo; y los enemigos, creyendo que no se les juntarían más tropas como el día anterior, juzgaban se les había venido a las manos la ocasión de deshacer del todo nuestra caballería.

XXIX. Duraba algún tiempo el choque muy porfiado, y preparaba Dumnaco la infantería para que sirviese de refuerzo a los suyos, cuando llegaron de repente las legiones formadas a la vista de los enemigos. Con su vista, desbaratadas las cohortes de a caballo, amedrentadas las de a pie y perturbado el escuadrón del convoy, con gran grita y carrera se pusieron en fuga. Entonces nuestra caballería, que había peleado antes con tanto valor contra los que le hacían frente, animados con la alegría de la victoria y levantando una grande algazara, partieron en seguimiento de los fugitivos y mataron cuantos las fuerzas de los caballos pudieron alcanzar y los brazos descargar golpes. Así, muertos más de doce mil hombres, unos armados, otros que de miedo habían arrojado las armas, se tomó todo el equipaje.

XXX. Después de esta derrota, se supo que Drapes de Sens (el cual luego que se rebeló la Galia, recogiendo la gente perdida de todas partes, llamando a la libertad a los esclavos, convidando a los desterrados de todas las ciudades, y admitiendo a los ladrones, había robado varias veces nuestros convoyes y vituallas) se encaminaba a la provincia con solos dos mil hombres recogidos de la fuga, y se había unido con él Lucterio de Cahors, de quien se dijo en el libro anterior que había intentado hacer una entrada en la provincia en el primer levantamiento de la Galia. Marchó en su seguimiento el lugarteniente Caninio con dos legiones, no fuese que con el miedo o daños de la provincia se recibiese una infamia grande por los latrocinios de aquella gente perdida.

XXXI. Cayo Fabio, con el resto del ejército, marchó la vuelta de Chartrain y de las demás ciudades de donde sabía se habían sacado tropas para la batalla en que fue Dumnaco derrotado, no dudando hallarlas más sumisas por la reciente pérdida, pero que si se les daba lugar y tiempo, podrían volverse a levantar a instancias del mismo Dumnaco. Acompañó a Fabio una suma presteza y felicidad para recobrarlas. Porque los de Chartrain, que muchas veces maltratados, jamás habían hecho mención de paz, dándoles rehenes, vinieron a rendirse; y las demás ciudades sitas en los últimos confines de la Galia, junto a las orillas del Océano que se llaman armóricas, movidas de la autoridad de los de Chartres, con la venida de Fabio y las legiones, al punto obedecieron la ley. Dumnaco, desterrado y fugitivo de su país y oculto, se vio precisado a huir a los últimos rincones de la Galia.

XXXII. Pero Drapes y Lucterio, sabiendo que venían sobre ellos las legiones y Caninio, desconfiando de poder entrar en la provincia persiguiéndolos el ejército, y perdida la disposición de andar salteando y robando libremente, hicieron alto en la campaña de Quercy, donde habiendo sido Lucterio hombre de mucho poder entre sus ciudadanos cuando se hallaban las cosas de mejor semblante, y alcanzando siempre grande autoridad por favorecedor de novedades, ocupó con sus tropas y las de Drapes la ciudad de Cahors, que había antes estado bajo su protección, muy fuerte por su situación, y atrajo a su partido a los ciudadanos.

XXXIII. Vino prontamente sobre ella C. Caninio, y viendo que por todas partes estaba muy fortalecida con unas peñas cortadas, adonde, aun sin otra resistencia, era muy difícil que subiese gente armada, y observando el grande equipaje de los ciudadanos, el cual si intentasen retirar con una fuga secreta, no sólo no podrían escaparse de la caballería, pero ni aun de las legiones, dividió en tres trozos sus cohortes y formó tres campamentos en un sitio muy elevado, desde donde poco a poco, según lo permitía el número de sus tropas, empezó a tirar una línea de circunvalación alrededor de la plaza.

XXXIV. Advertido esto por los de adentro, y solícitos con la memoria tristísima de Alesia, temiendo semejante suceso del cerco, y aconsejando más vivamente Lucterio, que había probado aquella fortuna, que se cuidase de la provisión de trigo, determinaron de común acuerdo dejar allí una parte de sus tropas, y salir ellos con toda prontitud a conducir vitualla. Aprobado este parecer, la noche siguiente, dejando dos mil soldados, salieron Lucterio y Drapes con el resto de la ciudad. En pocos días acopiaron gran cantidad de trigo en el país de Quercy, que en parte deseaban ayudarlos con esta provisión, y tampoco podían estorbar que lo tomasen. Algunas veces, con salidas de noche acometían a nuestros fuertes. Por lo que se detuvo Caninio en rodear toda la plaza con fortificaciones, no fuese que o no pudiese defender las obras hechas, o se viese precisado a poner débiles presidios en muchas partes.

XXXV. Acopiada gran provisión de trigo, hicieron alto Drapes y Lucterio a diez millas de la plaza, desde donde pensaban conducir poco a poco el trigo. Repartieron entre sí la ocupación, de manera que Drapes quedó de guarnición en los reales con parte de las tropas y Lucterio conducía a la plaza una porción de caballerías cargadas. Dispuestas por allí ciertas guarniciones, cerca de las cuatro de la mañana empezó a conducir el trigo por caminos montuosos y estrechos. Cuyo estrépito sentido de nuestras centinelas, y enviados batidores que trajesen noticia de lo que pasaba, salió Caninio prontamente con las cohortes de los castillos inmediatos y al amanecer dio sobre los conductores. Éstos, atemorizados del acontecimiento repentino, huyeron a sus escoltas, las cuales, cuando fueron vistas de los nuestros, movidos con vehemencia contra ellas, no permitieron que se hiciese un prisionero de todos ellos. Escapó Lucterio con unos pocos, sin atreverse a parar en los reales.

XXXVI. Logrado este golpe, supo Caninio de los cautivos que por parte de las tropas estaban con Drapes en los reales a distancia de diez millas. Confirmado lo cual por otros muchos, y entendiendo que puesto en fuga el uno de los dos capitanes, fácilmente podrían ser desbaratados los demás con el miedo, juzgaba gran fortuna el que nadie se hubiese retirado a los reales que llevase a Drapes la noticia de la primera derrota. Mas como no veía riesgo en hacer la experiencia, envió delante a los reales del enemigo toda la caballería, y la infantería germana, que es de una ligereza increíble. Repartió una legión por su campo, y partió con la otra a la ligera. Cuando estaba ya cerca del enemigo, supo por los corredores que, conforme a la costumbre de los bárbaros, habían éstos sentado su real a las orillas del río, abandonando las alturas, y que los germanos y nuestras caballerías, cogiéndolos de improviso, se habían echado sobre ellos y trabado la batalla. Con esta noticia encaminó hacia aquel paraje la legión en orden de batalla, y así de repente, dando señal en todas partes, se tomaron todas las alturas. Lo cual hecho, los germanos y la caballería, viendo las insignias de la legión, pelearon con gran denuedo. Al punto acometieron las cohortes por todas partes; y muertos todos, o hechos prisioneros, se apoderaron de la presa, que era cuantiosa, y quedó el mismo Drapes prisionero.

XXXVII. Caninio, logrado el lance felicísimamente, sin tener apenas un hombre herido, volvió a cercar a los ciudadanos, y deshecho el enemigo de afuera, cuyo temor le había estorbado el aumento de sus presidios y la circunvalación de la plaza, dio orden de que por todas partes se adelantasen las obras. Al día siguiente llegó C. Fabio con sus tropas y tomó a su cargo el ataque de una parte de la ciudad.

XXXVIII. En este intermedio dejó César en el Bovesis al cuestor M. Antonio con sus quince cohortes, para que no les quedase otra vez disposición de alterar las cosas y mover la guerra. Visitó las otras ciudades, las hizo aprontar muchos rehenes, y aseguró y consoló todos los ánimos temerosos. Llegando a Chartres, en donde dejó dicho César en el libro anterior que se había suscitado la guerra, y entendiendo que los de este país tenían más miedo que todos por el remordimiento de su atentado, para sacarlos más presto del temor, pidió al principal autor de la guerra, Guturvato, para castigarle a su arbitrio. El cual, aunque ni de los suyos se fiaba, con todo, buscado con gran cuidado, fue llevado a los reales. Se vio obligado César a su castigo contra su propio natural, con gran contento de todos los soldados, que le atribuían todos los peligros y daños de la guerra. Y así se le dio muerte después de cruelmente azotado.

XXXIX. Aquí tuvo la noticia por cartas frecuentes de Caninio de los sucesos con Drapes y Lucterio, y de la resolución en que permanecían los cercados. Cuyo corto número, aunque miraba con desprecio, con todo juzgaba merecía grave castigo su pertinacia, para que no pensase la Galia que le habían faltado fuerzas, sino constancia para resistir a los romanos; y para que con su ejemplo las demás ciudades, fiadas en la proporción de sus situaciones, no pensasen en recobrar la libertad, sabiendo que no ignoraban los galos que no le faltaba ya más que un año de su gobierno, el cual si hubieran podido sostenerse, no tenían que temer otro peligro. Así que dejó a Q. Caleño su lugarteniente con dos legiones que le siguiese por sus marchas regulares y él partió lo más pronto que pudo con toda la caballería a juntarse con Caninio.

XL. Llegado César a Cahors contra la expectación de todos, y viendo concluida la circunvalación de la plaza, y que con ninguna condición se podía levantar el cerco, informado de que los de adentro tenían gran copia de vitualla, empezó a tentar cómo cortarles el agua. A la parte inferior cortaba el río un valle que ceñía casi todo el monte en que estaba sita la ciudad, áspero y quebrado por todos lados. La naturaleza del sitio no permitía echar al río por otra parte, porque tan bajo corría por la falda del monte, que en ningún lado se le podía sangrar con grandes fosos. Era también áspera y difícil para los cercados la bajada al río; de suerte que sin mucho daño, como lo resistiesen los nuestros, ni podían llegar a él, ni retirarse con la fragosidad de la subida. Conocida esta dificultad por César, dispuestos sus honderos y flecheros en ciertos parajes, y colocadas también algunas máquinas contra los más fáciles descensos, estorbaba a los cercados tomar agua del río, cuya multitud acudía después a un solo paraje a proveerse de ella. Porque debajo de la misma muralla brotaba una gran fuente, por la parte que no bañaba el río, que se extendía como a trescientos pies.

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