LXII. Al amanecer, ya los nuestros estaban desembarcados y se divisaban las tropas enemigas. Labieno, después de haber exhortado a los soldados «que se acordasen de su antiguo esfuerzo y de tantas victorias ganadas, haciendo ahora cuenta que César, bajo cuya conducta innumerables veces habían vencido a los enemigos, los estaba mirando», da la señal de acometer. Al primer encuentro por el ala derecha, donde la séptima legión peleaba, son derrotados y ahuyentados los enemigos; por la izquierda, que cubría la legión duodécima, cayendo en tierra las primeras filas de los enemigos atravesados con los dardos, todavía los demás se defendían vigorosamente, sin haber uno que diese señas de querer huir. El mismo general de los enemigos, Camulogeno, acudía a todas partes animando a los suyos. Mas estando aún suspensa la victoria, llegando a saber los tribunos de la legión séptima la resistencia porfiada en el ala izquierda, cogieron y cargaron a los enemigos por la espalda. Ni tampoco entonces se movió ninguno de su puesto, sino que cogidos todos en medio, fueron muertos, y con ellos también Camulogeno. El cuerpo de observación apostado contra los reales de Labieno, a la nueva el choque, corrió a socorrer a los suyos, y tomó un collado, mas no pudo aguantar la carga cerrada de los vencedores. Con que así mezclados en la fuga con los suyos, los que no se salvaron en las selvas y montes, fueron degollados por la caballería. Concluida esta acción, vuelve Labieno a la ciudad de Agendico, donde habían quedado los bagajes de todo el ejército. Desde allí, con todas sus tropas, vino a juntarse con César.
LXIII. Divulgado el levantamiento de los eduos, se aviva más la guerra. Van y vienen embajadas por todas partes. Echan el resto de su valimiento, autoridad y dinero en cohechar los Estados. Con el suplicio de los rehenes, confiados a su custodia por César, aterran a los indecisos. Ruegan los eduos a Vercingetórige se sirva venir a tratar con ellos del plan de operaciones. Logrado esto, pretenden para sí la superintendencia; puesto el negocio en litigio, convócanse Cortes de toda la Galia en Bibracte. Congréganse allí de todas partes en gran número. La decisión se hace a pluralidad de votos. Todos, sin faltar uno, quieren por general a Vercingetórige. No asistieron a la junta los remenses, langreses, ni trevirenses; aquéllos, por razón de su amistad con los romanos; los trevirenses, por vivir lejos y hallarse infestados de los germanos, que fue la causa de no aparecer en toda esta guerra y de mantenerse neutrales. Los eduos sienten en el alma el haber perdido la soberanía; quéjanse del revés de la fortuna, y ahora echan menos la benignidad de César para ellos; mas ya empeñados en la guerra, no tienen valor para separarse de los demás. Eporedórige y Virdomaro, mozos de grandes esperanzas, se sujetan de mala gana a Vercingetórige.
LXIV. Éste exige rehenes de los demás pueblos, señalándoles plazo. Manda que le acudan luego todos los soldados de a caballo hasta el número de quince mil, diciendo que se contentaría con la infantería que hasta entonces había tenido; que no pensaba aventurarse ni dar batalla, sino estorbar a los romanos las salidas a las mieses y pastos, cosa muy fácil teniendo tanta caballería; sólo con que tengan ellos mismos por bien malear sus granos y quemar las caserías, a trueque de conseguir para siempre, con el menoscabo de sus haciendas, el imperio y la independencia. Determinadas estas cosas, da orden a los eduos y segusianos, que confinan con la Provenza, de aprontar diez mil infantes y a más de ochocientos caballos. Dales por capitán un hermano de Eporedórige, y le manda romper por los alóbroges. Por otra parte envía los gabalos y los albernos
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de los contornos contra los helvios, como los de Ruerga y Cuerci contra los volcas arecómicos.
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En medio de esto no pierde ocasión de ganar ocultamente con emisarios y mensajes a los alóbroges, cuyos ánimos sospechaba estar aún resentidos por la guerra precedente. A los grandes promete dinero, y a la república el señorío de toda la provincia.
LXV. Para prevenir todos estos lances estaban alerta veintidós cohortes, que formadas de las milicias, el legado Lucio César tenía distribuidos por todas partes. Los helvios, adelantándose a pelear con los pueblos comarcanos, son batidos; y muerto con otros muchos el príncipe de aquel Estado, Cayo Valerio Donatauro, hijo de Caburo, se ven forzados a encerrarse dentro de sus fortalezas. Los alóbroges, poniendo guardias a trechos en los pasos del Ródano, defienden con gran solicitud y diligencia sus fronteras. César, reconociendo superioridad de la caballería enemiga, y que por estar tomados todos los caminos ningún socorro podía esperar de la Provenza y de Italia, procúralos en Germania de aquellas naciones con quien los años atrás había sentado paces, pidiéndoles soldados de a caballo con los peones ligeros, hechos a pelear entre ellos. Llegados que fueron, por no ser castizos sus caballos, toma otros de los tribunos, de los demás caballeros romanos, y de los soldados veteranos, y los reparte entre los germanos.
LXVI. En este entre tanto se unen las tropas de los enemigos venidos de los alvernos con la caballería que se mandó aprontar a toda Galia. Junto este grueso cuerpo, Vercingetórige, al pasar César por las fronteras de Langres a los sequenos, para estar más a mano de poder cubrir la Provenza, se acampó como a diez millas de los romanos en tres divisiones, y llamando a consejo a los jefes de caballería: «venido es, les dice, ya el tiempo de la victoria. Los romanos van huyendo a la Provenza y desamparan la Galia; si esto nos basta para quedar libres por ahora, no alcanza para vivir en paz y sosiego en adelante, pues volverán con mayores fuerzas, ni jamás cesarán de inquietarnos. Ésta es la mejor ocasión de cerrar con ellos en la faena de la marcha. Que si la infantería sale a la defensa y en ella se ocupa, no pueden proseguir el viaje; si tiran, lo que parece más cierto, a salvar sus vidas, abandonando el bagaje, quedarán privados de las cosas más necesarias, y sin honra. Pues de la caballería enemiga, ninguno aun de nosotros duda que no habrá un solo jinete que ose dar paso fuera de las filas. Para más animarlos les promete tener ordenadas sus tropas delante de los reales, y poner así espanto a los enemigos. Los caballeros, aplaudiéndole, añaden, que deben todos juramentarse solemnísimamente a no dar acogida, ni permitir que jamás vea sus hijos, sus padres, su esposa, quien no atravesase dos veces a caballo por las filas de los enemigos».
LXVII. Aprobada la propuesta, y obligados todos a jurar en esta forma, el día inmediato, dividida la caballería en tres cuerpos, dos se presentan a los dos flancos, y el tercero por el frente comenzó a cortar el paso. Al primer aviso César da también orden que su caballería en tres divisiones avance contra el enemigo. Empiézase un combate general; detiénese la marcha, y se recoge el bagaje en medio de las legiones. Dondequiera que los nuestros iban de caído o se veían más acosados, César estaba encima, revolviendo allá todas sus fuerzas. Con eso cejaban los enemigos, y con la esperanza del refuerzo se rehacían los nuestros. Al cabo los germanos por la banda derecha, ganando un repecho, derrocan a los enemigos, y echan tras ellos, matan a muchos hasta el río, donde acampaba Vercingetórige con la infantería. Lo cual visto, los demás temiendo ser cogidos en medio, huyen de rota batida, y es general el estrago. Tres de los eduos más nobles son presentados a César: Coto, general de la caballería, el competidor de Convictolitan en la última creación de magistrados; Cavadlo, que después de la rebelión de Litavico mandaba la infantería; y Eporedórige, que antes de la venida de César fue caudillo en la guerra de los eduos con los saqueaos.
LXVIII. Desbaratada toda la caballería, Vercingetórige recogió sus tropas según las tenía ordenadas delante los reales; y sin detención tomó la vía de Alesia, plaza fuerte de los mandubios, mandado alzar luego los bagajes y conducirlos tras sí. César, puestos a recaudo los suyos en collado cercano con la escolta de dos legiones, siguiendo el alcance cuanto dio de sí el día, muertos al pie de tres mil hombres de la retaguardia enemiga, al otro día sentó sus reales cerca de Alesia. Reconocida la situación de la ciudad, y amedrentados los enemigos con la derrota de la caballería, en que ponían su mayor confianza; alentando los soldados al trabajo, empezó a delinear el cerco fornal de Alesia.
LXIX. Estaba esta ciudad fundada en la cumbre de un monte muy elevado, por manera que parecía inexpugnable sino por bloqueo. Dos ríos por dos lados bañaban el pie de la montaña. Delante la ciudad se tendía una llanura casi de tres millas a lo largo. Por todas las demás partes la ceñían de trecho en trecho varias colinas de igual altura. Debajo del muro toda la parte oriental del monte estaba cubierta de tropas de los galos, defendidos de un foso y de una cerca de seis pies en alto. Las trincheras trazadas por los romanos ocupaban once millas de ámbito. Los alojamientos estaban dispuestos en lugares convenientes, fortificados con veintitrés baluartes, donde nunca faltaban entre día cuerpos de guardia contra cualquier asalto repentino; por la noche se aseguraba con centinelas y buenas guarniciones.
LXX. Comenzada la obra, trábanse los caballos en aquel valle que por entre las colinas se alargaba tres millas, según queda dicho. Pelease con sumo esfuerzo de una y otra parte. Apretados los nuestros, César destaca en su ayuda a los germanos, y pone delante de los reales las legiones, para impedir toda súbita irrupción de la infantería contraria. Con el socorro de las legiones se aviva el coraje de los nuestros. Los enemigos, huyendo a todo huir, se atropellan unos a otros por la muchedumbre y quédanse hacinados a las puertas, demasiado angostas. Tanto más los aguijan los germanos hasta las fortificaciones. Hácese gran riza. Algunos, apeándose, tientan a saltar el foso y la cerca. César manda dar un avance a las legiones apostadas delante los reales. No es menor entonces la turbación de los galos que dentro de las fortificaciones estaban. Creyendo que venían derechos a ellos, todos se alarman. Azorados algunos entran de tropel en la plaza. Vercingetórige manda cerrar las puertas, porque no queden sin defensa los reales. Muertos muchos y cogidos buen número de caballos, los germanos retíranse al campo.
LXXI. Vercingetórige, primero que los romanos acabasen, de atrincherarse, toma la resolución de despachar una noche toda la caballería, ordenándoles al partir: «Vaya cada cual a su patria y fuerce para la guerra a todos los que tuvieren edad. Represéntales sus méritos para con ellos, y los conjura que tengan cuenta con su vida, y no lo abandonen a la saña cruel de los enemigos para ser despedazado con tormentos, siendo tan benemérito de la pública libertad; que por poco que se descuiden, verán perecer consigo ochenta mil combatientes, la flor de la Galia; que por su cuenta escasamente le quedan víveres para treinta días, bien que podrán durar algunos más cercenando la ración.» Con estos encargos despide la caballería sin ruido antes de medianoche por la parte que aun no estaba cerrada con nuestro vallado; manda le traigan todo el trigo, poniendo pena de la vida a los desobedientes; reparte por cabeza las reses recogidas con abundancia por los mandubios; el pan lo va distribuyendo poco a poco y por tasa. Todas las tropas acampadas delante de la plaza las mete dentro. Tomadas estas providencias, dispone aguardar los refuerzos de la Galia y proseguir así la guerra.
LXXII. Informado César de estos proyectos por los desertores y prisioneros, formó de esta suerte las líneas: Cavó un foso de veinte pies de ancho con las márgenes aniveladas, de arte que el suelo fuese igual en anchura al borde; todas las otras fortificaciones tirólas a distancia de cuatrocientos pies de este foso, por razón de que habiendo abarcado por necesidad tanto espacio, no siendo fácil poner cordón de soldados en todas partes, quería evitar los ataques improvisos o nocturnos del enemigo, y entre día los tiros contra los soldados empleados en las obras. Después de este espacio intermedio abrió dos zanjas, anchas de quince pies y de igual de altura; la interior llenó de agua, guiada del río por sitios llanos y bajos. Tras éstas levantó el terraplén y estacada de doce pies, guarnecida con su parapeto y almenas con grandes horquillas a manera de asta de ciervo, sobresalientes entre las junturas de la empalizada, para estorbar al enemigo la subida. Todo el terraplén cercó de cubos, distantes entre sí ochenta pies.
LXXIII. Era forzoso a un tiempo ir a cortar madera, buscar trigo y fabricar tan grandes obras, divididas las tropas, que tal vez se alejaban demasiado de los reales; y los galos no perdían ocasión de atajar nuestras labores, haciendo salidas de la plaza con gran furia por varias puertas. Por lo cual a las obras dichas trató César de añadir nuevos reparos, para poder cubrir las trincheras con menos gente. Para esto, cortan troncos de árboles o ramas muy fuertes, acepilladas y bien aguzadas las puntas, tirábanse fosas seguidas, cuya hondura era de cinco pies. Aquí se hincaban aquellos leños, y afianzados por el pie para que no pudiesen ser arrancados, sacaban las puntas sobre las enramadas. Estaban colocados en cinco hileras, tan unidos y enlazados entre sí, que quien allí entraba, él mismo se clavaba con aquellos agudísimos espolones, a que daban el nombre de cepos. Delante de éstos se cavaban unas hoyas puestas en forma de ajedrez, al sesgo, su hondura de tres pies, que poco a poco se iban estrechando hacia abajo. Aquí se metían estacas rollizas del grueso del muslo, aguzadas y tostadas sus puntas de arriba, de modo que no saliesen fuera del suelo más de cuatro dedos. Asimismo, a fin de asegurarlas y que no se moviesen, cada pie desde el hondón se calzaba con tierra, y para ocultar el ardid se tapaba la boca de la hoya con mimbres y matas. Ocho eran las hileras de este género de hoyas, distantes entre sí tres pies, que llamaban lirios por la semejanza del tamaño de un pie, erizados con púas de hierro, sembrados a trechos por todas partes, con el nombre de abrojos.
LXXIV. Concluidas estas cosas, siguiendo las veredas más acomodadas que pudo según la calidad del terreno, abarcando catorce millas, dio traza cómo se hiciesen otras fortificaciones semejantes, vueltas a la otra banda contra les enemigos de fuera, para que ni aun con mucha gente, si llegase el caso de su retirada, pudiesen acordonar las guarniciones de las trincheras, y también porque no se viesen obligados a salir de ellas con riesgo, manda que todos hagan provisión de pan y heno para treinta días.
LXXV. Mientras iban así las cosas en Alesia, los galos, en una junta de grandes, determinan, no lo que pretendía Vercingetórige, que todos los que fuesen de armas tomar se alistasen, sino que cada nación contribuyese con cierto número de gente; temiendo que con la confusión de tanta chusma, no les sería posible refrenar ni distinguir a los suyos, ni hallar medio de abastecerse. A los eduos y a sus dependientes los segusianos, ambivaretos, aulercos branovices y branovíos echan la cuota de treinta y cinco mil hombres; igual número a los alvernos y a sus vasallos, que solían ser los eleuteros de Caors, los gabalos y velaunos; a los sens, los sequanos, los de Berri, del Santonge, de Rodes, de Chartres doce mil; a los beoveses diez mil; otros tantos a los lemosines; cada ocho mil a los de Poitiers, de Turs, París y helvios; a los de Soisons, a los amienses, los metenses, los perigordenses, nervios, morinos, nitióbriges a cinco mil; otros tantos a los aulercos de Maine; cuatro mil a los de Artois; a los belocases, lisienses, eulercos eburones cada tres mil; a los rauracos y boyos treinta mil; a seis mil a todas las merindades de la costa del Océano, llamadas en su lenguaje armóricas, a que pertenecen los cornuaille, de Renes, los ambibaros, caletes, osismios, vaneses y únelos. De éstos los beoveses sólo rehusaron contribuir con su cuota, diciendo querían hacer la guerra a los romanos por sí y como les pareciese, sin dependencia de nadie; no obstante, a ruego de Comió y por su amistad, enviaron dos mil hombres.