XXI. Para enterarse previamente de todo esto, despachó a Cayo Voluseno, de quien estaba muy satisfecho, dándole comisión de que, averiguado todo, volviese con la razón lo más presto que pudiera. Entre tanto marchó él con su ejército a los morinos, porque desde allí era el paso más corto para la Bretaña. Aquí mandó juntar todas las naves de la comarca y la escuadra empleada el verano antecedente en la guerra de Vannes. En esto, sabido su intento, y divulgado por los mercaderes entre los isleños, vinieron embajadores de diversas ciudades de la isla a ofrecerle rehenes y prestar obediencia al Pueblo Romano. Dióles grata audiencia y buenas palabras, y exhortándolos al cumplimiento de sus promesas, los despidió, enviando en su compañía a Comió Atrebatente, a quien él mismo, vencidos los de su nación, coronó rey de ella. Era un hombre de cuyo valor, prudencia y lealtad no dudaba, y cuya reputación era grande entre los de Bretaña. Encárgale César que se introduzca en todas las ciudades que pueda, y las exhorte a la alianza del Pueblo Romano, asegurándolas de su pronto arribo. Voluseno, registrada la isla según que le fue posible, no habiéndose atrevido a saltar en tierra y fiarse de los bárbaros, volvió al quinto día a César con noticia de lo que había en ella observado.
XXII. Durante la estancia de César en aquellos lugares con motivo de aprestar las naves, viniéronle diputados de gran parte de los morinos a excusarse de los levantamientos pasados; que por ser extranjeros, y poco enseñados a nuestros usos, habían hecho la guerra, y que ahora prometían estar a cuanto les mandase. Pareciéndole a César hecha en buena coyuntura la oferta, pues ni quería dejar enemigos a la espalda, ni la estación le permitía emprender guerras, ni juzgaba conveniente anteponer a la expedición de Bretaña el ocuparse en estas menudencias, mándales entregar gran número de rehenes. Hecha la entrega, los recibió en su amistad. Aprestadas cerca de ochenta naves de transporte, que a su parecer bastaban para el embarco de dos legiones, lo que le quedaba de galeras repartió entre el cuestor, legados y prefectos. Otros dieciocho buques de carga, que por vientos contrarios estaban detenidos a ocho millas de allí sin poder arribar al puerto, destinólos para la caballería. El resto del ejército lo dejó a cargo de los tenientes generales Quinto Titurio Sabino y Lucio Arunculeyo Cota, para que los condujesen a los menapios y ciertos pueblos de los morinos que no habían enviado embajadores. La defensa del puerto encomendó al legado Quinto Sulpicio Rufo con la guarnición competente.
XXIII. Dadas estas disposiciones, con el primer viento favorable izó velas a la medianoche; y mandó pasar la caballería al puerto de más arriba con orden de que allí se embarcase y le siguiese. Como ésta no hubiese podido hacerlo tan presto, él con las primeras naos cerca de las cuatro del día
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tocó en la costa de Bretaña, donde observó que las tropas enemigas estaban en armas ocupando todos aquellos cerros. La playa, por su situación, estaba tan estrechada de los montes, que desde lo alto se podía disparar a golpe seguro a la ribera. No juzgando esta entrada propia para el desembarco, se mantuvo hasta las nueve sobre las áncoras aguardando a los demás buques. En tanto, convocando los legados y tribunos, les comunica las noticias que le había dado Voluseno, y juntamente las órdenes de lo que se había de hacer, advirtiéndoles estuviesen prontos a la ejecución de cuanto fuese menester a la menor insinuación y a punto, según lo requería la disciplina militar, y más en los lances de marina, tan variables y expuestos a mudanzas repentinas. Con esto los despidió, y logrando a un tiempo viento y creciente favorable, dada la señal, levó áncoras, y navegando adelante, dio fondo con la escuadra ocho millas de allí en una playa exenta y despejada.
XXIV. Pero los bárbaros, penetrado el designio de los romanos, adelantándose con la caballería y los carros armados, de que suelen servirse en las batallas, y siguiendo detrás con las demás tropas, impedían a los nuestros el desembarco. A la verdad el embarazo era sumo, porque los navíos por su grandeza, no podían dar fondo sino mar adentro. Por otra parte, los soldados en parajes desconocidos, embargadas las manos, y abrumados con el grave peso de las armas, a un tiempo tenían que saltar de las naves, hacer pie entre las olas y pelear con los enemigos; cuando ellos, a pie enjuto, o a la lengua del agua, desembarazados totalmente y con conocimiento del terreno, asestaban intrépidamente sus tiros y espoleaban los caballos amaestrados. Con estos incidentes, acobardados los nuestros, como nunca se habían visto en tan extraño género de combate, no todos mostraban aquel brío y ardimiento que solían en las batallas dé tierra.
XXV. Advirtiéndolo César, ordenó que las galeras cuya figura fuese más extraña para los bárbaros, y el movimiento más veloz para el caso, se separasen un poco de los transportes, y a fuerza de remos se apostasen contra el costado descubierto de los enemigos, de donde con hondas, trabucos y ballestas los arredrasen y alejasen. Esto alivió mucho a los nuestros, porque atemorizados los bárbaros de la extrañeza de los buques, del impulso de los remos, y del disparo de tiros nunca visto, pararon y retrocedieron un poco. No acabando todavía de resolverse los nuestros, especialmente a vista de la profundidad del agua, el alférez mayor de la décima legión, enarbolando el estandarte, e invocando en su favor a los dioses: «Saltad, dijo, soldados, al agua, si no queréis ver el águila en poder de los enemigos.
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Por lo menos ya habré cumplido con lo que debo a la República y a mi general.» Dicho esto a voz en grito, se arrojó al mar y empezó a marchar con el águila derecho a los enemigos. Al punto los nuestros, animándose unos a otros a no pasar por tanta mengua, todos a una saltaron del navío. Como vieron esto los de las naves inmediatas, echándose al agua tras ellos, se fueron arrimando a los enemigos.
XXVI. Peleóse por ambas partes con gran denuedo. Mas los nuestros, que ni podían mantener las filas, ni hacer pie, ni seguir sus banderas, sino que quién de una nave, quién de otra se agregaban sin distinción a las primeras con que tropezaban, andaban sobre manera confusos. Al contrario los enemigos, que tenían sondeados todos los vados, en viendo de la orilla que algunos iban saliendo uno a uno de algún barco, corriendo a caballo daban sobre ellos en medio de la faena. Muchos acordonaban a pocos; otros por el flanco descubierto disparaban dardos contra el grueso de los soldados. Notando César el desorden, dispuso que así los esquifes de las galeras como los pataches se llenasen de soldados, que viendo a algunos en aprieto fuesen a socorrerlos. Apenas los nuestros fijaron el pie en tierra, seguidos luego de todo el ejército, cargaron con furia a los enemigos y los ahuyentaron; si bien no pudieron ejecutar el alcance, a causa de no haber podido la caballería seguir el rumbo y ganar la isla. En esto sólo anduvo escasa con César su fortuna.
XXVII. Los enemigos, perdida la jornada, luego que se recobraron del susto de la huida, enviaron embajadores de paz a César, prometiendo dar rehenes y sujetarse a su obediencia. Vino con ellos Comió el de Artois, de quien dije arriba haberle César enviado delante a Bretaña. Éste al salir de la nave a participarles las órdenes del general, fue preso y encarcelado. Después de la batalla le pusieron en libertad, y en los tratados de paz echaron la culpa del atentado al populacho, pidiendo perdón de aquel yerro. César, quejándose de que habiendo ellos de su agrado enviado embajadores al Continente a pedirle la paz, sin motivo ninguno le hubiesen hecho guerra, dijo que perdonaba su yerro y que le trajesen rehenes; de los cuales parte le presentaron luego, y parte ofrecieron dar dentro de algunos días, por tener que traerlos de más lejos. Entre tanto dieron orden a los suyos de volver a sus labranzas; y los señores concurrieron de todas partes a encomendar sus personas y ciudades a César.
XXVIII. Asentadas así las paces al cuarto día de su arribo a Bretaña, las dieciocho naves en que se embarcó, según queda dicho, la caballería, se hicieron a la vela desde el puerto superior
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con viento favorable; y estando ya tan cerca de las islas, que se divisaban de los reales, se levantó de repente tal tormenta, que ninguna pudo seguir su rumbo, sino que unas fueron rechazadas al puerto de su salida, otras, a pique de naufragar, fueron arrojadas a la parte inferior y más occidental de la isla; las cuales, sin embargo de eso, habiéndolas anclado, como se llenasen de agua por la furia de las olas, siendo forzoso por la noche tempestuosa meterlas en alta mar, dieron la vuelta del Continente.
XXIX. Por desgracia, fue esta noche luna llena, que suele en el Océano causar muy grandes mareas,
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lo que ignoraban los nuestros. Con que también las galeras en que César transportó el ejército, y estaban fuera del agua, iban a quedar anegadas en la creciente, al mismo tiempo que los navíos de carga puestos al ancla eran maltratados de la tempestad, sin que los nuestros tuviesen arbitrio para maniobrar ni remediarlas. En fin, destrozadas muchas naves, quedando las demás inútiles para la navegación, sin cables, sin áncoras, sin rastro de jarcias, resultó, como era muy regular, una turbación extraordinaria en todo el ejército, pues ni tenían otras naves para el reembarco, ni aprestos algunos para reparar las otras; y como todos estaban persuadidos a que se había de invernar en la Galia, no se habían hecho aquí provisiones para el invierno.
XXX. Los señores de Bretaña que después de la batalla vinieron a tomar las órdenes de César, echando de ver la penuria en que se hallaban los romanos de caballos, naves y granos, y su corto número por el recinto de los reales mucho más reducido de lo acostumbrado, porque César condujo las legiones sin los equipajes, conferenciando entre sí, deliberaron ser lo mejor de todo, rebelándose, privar a los nuestros de los víveres, y alargar de esta suerte hasta el invierno
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la campaña; con la confianza de que, vencidos una vez éstos, o atajado su regreso, no habría en adelante quien osase venir a inquietarlos. En conformidad de esto, tramada una nueva conjura, empezaron poco a poco a escabullirse de los reales y a convocar ocultamente a la gente del campo.
XXXI. César en tanto, bien que ignorante todavía de sus tramas, no dejaba de recelarse, vista la desgracia de la armada y su dilación en la entrega de los rehenes, que al cabo harían lo que hicieron. Por lo cual trataba de apercibirse para todo acontecimiento, acarreando cada día trigo de las aldeas a los cuarteles, sirviéndose de la madera y clavazón de las naves derrotadas para carenar las otras y haciendo traer de tierra firme los aderezos necesarios. Con eso y la aplicación grande de los soldados a la obra, dado que se perdieron doce navíos, logró que los demás quedasen de buen servicio para navegar.
XXXII. En este entretanto, habiendo destacado la legión séptima en busca de trigo, como solía, sin que hasta entonces hubiese la más leve sospecha de guerra, puesto que los isleños unos estaban en cortijos, otros iban y venían continuamente a nuestras tiendas, los que ante éstas hacían guardia dieron aviso a César que por la banda que la legión había ido se veía una polvareda mayor de la ordinaria. César, sospechando lo que era, que los bárbaros hubiesen cometido algún atentado, mandó que fuesen consigo las cohortes que estaban de guardia; que dos la mudasen, que las demás tomasen las armas y viniesen detrás. Ya que hubo andado una buena pieza, advirtió que los suyos eran apremiados de los enemigos, y a duras penas se defendían, lloviendo dardos por todas partes sobre la legión apiñada. Fue el caso que como sólo quedase por segar una heredad, estándolo ya las demás, previendo los enemigos que a ella irían los nuestros, se habían emboscado por la noche en las selvas; y a la hora que los nuestros desparramados y sin armas se ocupaban en la siega, embistiendo de improviso, mataron algunos, y a los demás antes de poder ordenarse los asaltaron y rodearon con la caballería y carricoches.
XXXIII. Su modo de pelear en tales vehículos es éste: corren primero por todas partes, arrojando dardos; con el espanto de los caballos y estruendo de las ruedas desordenan las filas, y si llegan a meterse entre escuadrones de caballería, desmontan y pelean a pie. Los carreros, en tanto, se retiran algunos pasos del campo de batalla y se apostan de suerte que los combatientes, si se ven apretados del enemigo, tienen a mano el asilo del carricoche. Así juntan en las batallas la ligereza de la caballería con la consistencia de la infantería; y por el uso continuo y ejercicio es tanta su destreza, que aun por cuestas y despeñaderos hacen parar los caballos en medio de la carrera, cejar y dar vuelta con sola una sofrenada; corren por el timón, se tienen en pie sobre el yugo, y con un salto dan la vuelta al asiento.
XXXIV. Hallándose, pues, los nuestros consternados a vista de tan extraños guerreros, acudió César a socorrerlos al mejor tiempo, porque con su venida los enemigos se contuvieron, y se recobraron del miedo los nuestros. Contento con eso, reflexionando ser fuera de sazón el provocar al enemigo y empeñarse en nueva acción, estúvose quieto en su puesto, y a poco rato se retiró con las legiones a los reales. Mientras tanto que pasaba esto, y los nuestros se empleaban en las maniobras, dejaron sus labranzas los que aun quedaban en ellas. Siguiéronse un día tras otro lluvias continuas, que impedían a los nuestros la salida de sus tiendas y al enemigo los asaltos. Entre tanto los bárbaros despacharon mensajeros a todas partes ponderando el corto número de nuestros soldados, y poniendo delante la buena ocasión que se les ofrecía de hacerse ricos con los despojos y asegurar su libertad para siempre, si lograban desalojar a los romanos. De esta manera, en breve se juntó gran número de gente de a pie y de a caballo con que vinieron sobre nuestro campo.
XXXV. Como quiera que preveía César que había de suceder lo mismo que antes, que por más batidos que fuesen los enemigos se pondrían en cobro con su ligereza, no obstante, aprovechándose de treinta caballos que Comió el Atrebatense había traído consigo, ordenó en batalla las legiones delante de los reales. Trabado el choque, no pudieron los enemigos sufrir mucho tiempo la carga de los nuestros, antes volvieron las espaldas. Corriendo en su alcance los nuestros hasta que se cansaron, mataron a muchos, y a la vuelta quemando cuantos edificios encontraban, se recogieron a su alojamiento.
XXXVI. Aquel mismo día vinieron mensajeros de paz por parte de los enemigos. César les dobló el número de rehenes antes tasado, mandando que se los llevasen a tierra firme, pues acercándose ya el equinoccio,
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no le parecía cordura exponerse con navíos estropeados a navegar en invierno. Por tanto, aprovechándose del buen tiempo, levó poco después de medianoche, y arribó con todas las naves al Continente. Sólo dos de carga no pudieron tomar el mismo puerto, sino que fueron llevadas un poco más abajo por el viento.