La Guerra de los Enanos (15 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

BOOK: La Guerra de los Enanos
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—Gracias —balbuceó, avanzando hacia el asiento—. También precisaré agua y comida.

Aguardó expectante que se materializaran al igual que los muebles, pero no fue así. El clérigo meneó la cabeza en ademán negativo y su melena se arremolinó, como una nube, en torno a su cuerpo.

—Las necesidades de tu cuerpo mortal no te perturbarán durante tu estancia en estos parajes. No sentirás hambre ni sed, e incluso he tomado la precaución de sanar tus heridas —le reveló.

En efecto, Tas advirtió que las costillas habían cesado de dolerle y su migraña se había esfumado. La argolla de hierro que le aprisionara el cuello, por su parte, se había desintegrado sin que él se apercibiera.

—No me des las gracias —se anticipó el oscuro personaje al ver que abría la boca—. No lo hice para aliviarte, sino porque de lo contrario te interferirías en mi trabajo. Adiós.

Levantó las manos, dispuesto a volatilizarse.

—¡Espera! —le rogó Tas, saltando de su banqueta y aferrando la vaporosa túnica—. ¿Vendrás a visitarme? No deseo quedarme solo.

Fue como tratar de palpar una voluta de humo. Los ropajes se deslizaron entre sus dedos, y el clérigo desapareció.

—Cuando hayas muerto, restituiremos tu cuerpo a los planos superiores y yo personalmente me encargaré de que tu alma arribe a su nuevo destino o se aposente aquí, según se determine en tu juicio. Hasta entonces, perderemos el contacto —declaró su voz hueca antes de evaporarse por completo.

—Me han abandonado —musitó el kender, más consciente que nunca del vacío hostil que lo circundaba—. No me resta sino morir en solitario, lo que no tardará en suceder —añadió conmocionado, a la vez que se sentaba en el taburete—. Ojalá esta pesadilla concluya pronto; constituirá un aliciente que me trasladen a un lugar distinto... si lo hacen.

Contempló el inmenso paraje y, desalentado hasta lo impensable, hizo recuento de su situación.

—Fizban —le invocó en un susurro—, quizá no me oigas con claridad desde tu lejana morada, o incluso es posible que no puedas hacer nada para socorrerme, pero antes de morir quiero que sepas que en ningún momento deseé crear problemas de tal envergadura. Ignoraba las consecuencias de mi acto al inmiscuirme en el hechizo de Par-Salian.

Exhaló un suspiro, enlazó sus manos y, con un pequeño temblor en los labios, continuó:

—Imagino que a estas alturas resulta vano lo que pueda decir pero, en honor a la verdad, admitiré que una de las motivaciones que me impulsaron a seguir a Caramon fue mi inextinguible afán de vivir emociones divertidas —confesó, al mismo tiempo que se secaba los torrentes de lágrimas de sus pómulos—. Sin embargo, no es menos cierto que otra parte de mí resolvió acompañarle porque, en su estado, se habría metido en mil atolladeros de no guiar yo sus pasos —agregó en su descargo—. El aguardiente enanil había causado estragos en su mente, y prometí a Tika cuidar de él. ¡Oh, Fizban! Si existiera alguna manera de salir de este embrollo, haría cuanto estuviera en mi mano para corregir mis errores. Soy sincero, honesto...

—Hola.

—¿Cómo?

Al oír que alguien lo saludaba, Tas casi se cayó del taburete.

Se apresuró el kender a dar media vuelta, convencido de que Fizban acudía a su llamada, pero se enfrentó a una figura achaparrada, más pequeña aún que la suya, ataviada con una túnica gris y un mandil de tonos pardos.

—He-dicho-hola —reiteró la voz. Hablaba tan deprisa que juntaba las palabras, sin articular apenas los sonidos.

—Hola —contestó Tas, perplejo.

Estudió a su oponente y decidió que no presentaba el aspecto de un clérigo oscuro o, cuando menos, nunca había visto a ninguno luciendo un delantal. Claro que, bien pensado, podía tratarse de una excepción, sobre todo si se tenía en cuenta que un mandil era una prenda de probada utilidad. En cualquier caso, la persona que así lo abordaba se asemejaba a alguien que conocía, aunque no lograba recordar a quién.

—¡Caramba! —exclamó el kender con un brusco palmoteo—. Eres un gnomo —lo identificó—. Discúlpame si te hago una pregunta tan personal: ¿estás muerto? —se atrevió a balbucear, sin poder disimular el rubor de sus mejillas.

—¿Y tú? —inquirió a su vez el gnomo, en actitud recelosa.

—No —le aseguró Tasslehoff.

—Pues-bien-yo-tampoco —farfulló el desconocido.

—Te ruego que te expreses más despacio, con mayor claridad —sugirió el kender—. Se que los de tu raza usáis el lenguaje atropelladamente, pero, aunque me esfuerzo, en ocasiones no consigo entenderos.

—Pues bien, yo tampoco —accedió a repetir el gnomo.

—Eres muy amable —le agradeció, cortés, el aún desconcertado Tas—. No soy sordo —le indicó, pues el otro había vociferado su última frase—. ¿No te es posible usar un tono más normal? Sin precipitarte, claro —se apresuró a comentar al ver que tragaba aire.

—¿Cómo te llamas? —indagó el recién llegado, ahora con exagerados intervalos, más lento que un caracol.

—Tasslehoff Burrfoot —repuso el aludido. Le tendió una mano, que el gnomo apretó calurosamente—. Ahora te toca a ti. ¿Cuál es tu nombre? No, aguarda —solicitó.

Demasiado tarde, el hombrecillo ya se había lanzado a recitarlo.

—Gnimshmarigongalesefrahootsputhturandotsamanella...

—Por favor, la forma abreviada —pudo intercalar Tas cuando el gnomo se detuvo para tomar aliento.

—Gnimsh —le espetó éste, defraudado.

—Estoy encantado de conocerte, Gnimsh —aseveró el kender con un suspiro de alivio. Había olvidado que el apelativo de los miembros de esta raza informaba al oyente desprevenido del árbol genealógico completo de su familia desde el primer antepasado, auténtico o supuesto.

—Yo también me alegro de conocerte, Burrfoot. Intercambiadas las fórmulas de rigor, volvieron a estrechar sus manos.

—¿Te apetece sentarte? —ofreció el anfitrión circunstancial, a la vez que se aposentaba en el lecho y señalaba la banqueta al invitado.

Después de escudriñar el taburete con evidente severidad, Gnimsh tomó asiento en una silla que se había materializado debajo de sus posaderas. Tas exhaló una exclamación al verlo y no le faltaban motivos, pues se trataba de un objeto extraordinario. Tenía un descanso para los pies que subía y bajaba a voluntad, y su calidad de balancín le permitía mecerse con tanto juego que caía por completo hacia atrás, de tal manera que uno podía tumbarse, si así lo prefería.

Desgraciadamente el gnomo, tan impulsivo de acción como de palabra, se reclinó con excesiva fuerza y la mecedora se descompensó, arrojándole por los aires en una curiosa pirueta. Tras rezongar un reniego, volvió a intentarlo. Una vez apalancado, presionó un dispositivo destinado a estabilizarla; algo falló, el descanso se alzó como si le empujara un resorte y le golpeó la nariz. No fue eso todo, el respaldo se volcó hacia adelante y, a los pocos segundos, Tas hubo de rescatar al infortunado Gnimsh de aquella silla, que parecía presta a devorarlo.

—Maldita sea —blasfemó el gnomo mientras, con un gesto de la mano, devolvía el balancín al reino de tinieblas de donde había salido. Desconsolado, se sentó en el taburete de Tasslehoff.

El kender, que había visitado a estos pueblos enaniles y contemplado sus inventos, hizo el comentario más adecuado que pudo ocurrírsele.

—Muy interesante —le alabó—, un diseño realmente audaz.

—No lo creas —le espetó el otro—. Nunca funcionó bien y, además, es una antigualla. Pertenecía al primo de mi esposa. He sido un necio al imaginar que me serviría; pero, aun a pesar mío, a menudo me dejo llevar por la nostalgia.

—No me extraña —repuso Tas con acento emotivo—. Si no es molestia, desearía que me explicaras qué haces aquí dado que, como antes me has comunicado, no estás muerto.

—¿Y tú, vas a contarme tu caso? Reconocerás que no es menos intrigante que el mío —contraatacó Gnimsh.

—Por supuesto —prometió Tasslehoff, mas se interrumpió al perturbarle una súbita idea. Tras otear el panorama, se encorvó a fin de cuchichear—: A nadie le importará, ¿verdad? Me refiero al hecho de que estemos aquí departiendo. Quizás están prohibidos los intercambios verbales.

—No debes preocuparte —respondió el gnomo, desdeñoso—. No les interesa lo que podamos hacer, lo único que desean es que les dejemos en paz. Tenemos plena libertad para deambular a nuestro antojo, aunque el paisaje es tan uniforme y aburrido que no merece la pena.

—Eso me temo —asintió el kender—. ¿Cómo se desplaza uno?

—Con la mente. ¿Todavía no lo has adivinado? No, claro —agregó el hombrecillo, despreciativo—, los de tu pueblo nunca se distinguieron por su intelecto.

—Los gnomos y los kenders son parientes próximos —le recordó el otro con una risa sarcástica.

—He oído tales rumores —replicó Gnimsh. Su tono era escéptico, resultaba ostensible que no daba crédito a esta afirmación.

Tasslehoff decidió, en aras del buen entendimiento, cambiar de tema.

—Así que, si quiero dirigirme a algún lugar, debo pensar en él y me catapultaré al instante.

—Sí, pero existen ciertas limitaciones —lo corrigió el gnomo—. Por ejemplo, no puedes introducirte en el recinto sagrado que frecuentan los clérigos.

—¡Oh! —Tas sintió una honda decepción, aquellos parajes encabezaban su lista de atracciones turísticas. Sin embargo, venció el desánimo para reanudar sus pesquisas— Hiciste surgir la mecedora de la nada, y yo hice lo mismo con la cama y la banqueta. ¿Significa eso que, al visualizar algo en mi cerebro, ese algo tomará cuerpo?

—Prueba suerte —le recomendó el interpelado.

El kender se concentró, y Gnimsh esbozó una mueca al perfilarse un perchero a los pies del lecho.

—Muy práctico —se burló.

—Sólo era un ensayo —le espetó Tas, herido en su amor propio ante semejante impertinencia.

—Debes ser cauteloso con lo que invocas —advirtió el docto instructor, temeroso por la manera en que se había iluminado el rostro del kender—. En ocasiones los objetos brotan distorsionados, engañosos.

—Sí, lo he comprobado. —El kender evocó el árbol y el enano, y se estremeció—. Tienes razón, conviene tomar precauciones. Bien, al menos ahora podremos charlar entre nosotros y ayudarnos a matar el tedio. Este lugar es un auténtico fastidio —dijo, al mismo tiempo que se proveía, prudente y conciso, de una almohada sobre la que descansar su cabeza—. Adelante, relátame tu historia.

—Tú primero —rehuyó Gnimsh, mirándolo de soslayo.

—Tú eres mi invitado, te cedo el privilegio.

—Insisto.

—También yo.

—Ni hablar. Después de todo, yo soy más veterano.

—¿Cómo lo sabes?

—Eso carece de importancia. ¿Acaso me equivoco? Vamos, te escucho.

—Pero...

De pronto Tasslehoff comprendió que, de seguir así, no llegarían a ninguna parte. Aunque disponían de toda la eternidad, no entraba en sus planes consumir su tiempo porfiando con un gnomo. Además, en el fondo de su corazón anhelaba explicar sus aventuras. Siempre había sido así, y sus últimas peripecias no encerraban ningún secreto digno de ser ocultado.

Tras hacerse tales reflexiones, el kender inició su plática. Su contertulio lo escuchó con vivo interés, si bien a Tas le irritó sobremanera que le interrumpiera para apremiarlo a continuar cuando se recreaba en los episodios más emocionantes. Al fin, pese a los tropiezos, concluyó.

—Por eso estoy en estos lares. Ahora te toca a ti—conminó a Gnimsh, feliz de poder hacer una pausa.

—De acuerdo —se sometió el gnomo, fiel a su pacto. Titubeó un instante y, como si intuyera la presencia inoportuna de algún espía, examinó el paraje—. Todo empezó hace ya muchos años, a causa de la misión vital de mi familia. ¿Sabes qué es una misión vital? —preguntó a Tasslehoff.

—Claro que sí —afirmó el otro—. Mi amigo Gnosh tuvo que cumplir la suya, un trabajo relacionado con los Orbes de los Dragones. Si no me equivoco, a cada miembro de tu raza se le asigna un proyecto específico que debe realizar a plena satisfacción si quiere gozar de una existencia en el más allá. No estás aquí por ese motivo, ¿verdad? —agregó al asaltarlo una súbita sospecha.

—No —contestó el gnomo, agitando su diminuta cabeza—. La misión de mi familia consistía en desarrollar un invento capaz de trasladarnos de un plano dimensional a otro. Y mi aportación surtió el efecto deseado.

—¿Funcionó? —se aseguró Tas, a la vez que se incorporaba excitado.

—Perfectamente —apostilló Gnimsh con ostensible abatimiento.

Tasslehoff no daba crédito a sus oídos. Nunca había tenido noticias de semejante prodigio, un invento gnomo que llegara a buen término en todos sus detalles.

—Imagino lo que piensas —musitó Gnimsh—, y no puedo reprochártelo. Soy un fracasado, y tu juicio no hará sino reafirmarse si te confieso que aún hay más. Todo cuanto concibo, todo, termina convirtiéndose en una realidad aplicable de inmediato. Sin excepciones.

—¿Cómo puede tildarse de fracasada a una criatura con tus dotes?

El kender no comprendía una palabra.

—¿De qué sirve crear algo si responde a nuestras aspiraciones? —repuso el gnomo, erguida ahora la cabeza—. Se pierde el desafío de lo ignoto y se marchita la necesidad de progresar, de exprimirse el cerebro. Si no me hubiera refugiado aquí mis compatriotas me habrían expulsado de nuestro territorio, por considerar que mis logros eran una amenaza para la sociedad. Provoqué una regresión de cien años en las experimentaciones científicas.

»Por eso no me importa mi destino actual —comentó—. Al igual que tú, lo merezco. De todos modos, antes o después ésta había de ser mi morada definitiva.

—¿Conservas el instrumento que te trajo? —indagó Tasslehoff, en la cumbre de su entusiasmo.

—No, me lo requisaron —fue la escueta respuesta.

—Quizá podrías invocar otro de idénticas propiedades, al igual que hiciste con la mecedora —le propuso Tas.

—Ya has visto el resultado —le recordó el compungido Gnimsh—. Lo más probable sería que arruinase toda la labor de mi padre. Él fue catapultado a otro plano de existencia, de modo que el Comité de Artefactos Explosivos resolvió estudiar el ingenio, o al menos ésa era su intención cuando me impuse el castigo de permanecer confinado en el Abismo. ¿Qué te propones, buscar un medio para recobrar la libertad?

—No tengo otro remedio que apurar las alternativas —explicó el kender—. Si no consigo salir de él la Reina de la Oscuridad ganará la guerra, y yo seré el culpable de la hecatombe. Además, algunos de mis amigos corren grave peligro. Bueno —rectificó—, uno de ellos no es exactamente un amigo, pero se trata de un mago admirable y, pese a que casi me destruyó al embaucarme hasta tal extremo que me hizo desarticular el artilugio arcano, no me cabe la menor duda de que lo movían razones poderosas.

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