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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

La Guerra de los Enanos (16 page)

BOOK: La Guerra de los Enanos
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Calló abruptamente y, transcurrido un lapso de silencio, vociferó:

—¡Ya lo tengo!

Saltó del lecho, presa de un frenesí tal que causó la aparición de un bosque de percheros en su derredor, con gran alarma por parte del gnomo. Se deslizó este último de su banqueta para, desconcertado, acercarse a Tas.

—¿Qué ocurre? —inquirió, tropezando contra uno de aquellos inútiles objetos hijos de la desordenada mente de su compañero.

— ¡Mira! —le urgió el kender, al mismo tiempo que rebuscaba en sus bolsas. Tras abrir varias de ellas, exclamó en actitud triunfal—: ¡Aquí está!

Cuando el gnomo se asomaba al interior del saquillo a fin de inspeccionar su contenido, Tasslehoff lo cerró en un alarde de cautela.

—¿Nos vigilan? —susurró—. ¿Se enterarán?

—¿De qué?

— ¡Oh, vamos! Ya me entiendes.

—No lo creo —apuntó Gnimsh—. Aunque no puedo garantizártelo, pues te aseguro que no acabo de comprender qué es lo que debemos ocultarles —protestó—. Sea lo que fuere, he advertido un ajetreo anormal entre los clérigos durante los días pasados. Al parecer, despertar a los Dragones del Mal es una ardua tarea.

—Arriesguémonos —decidió el kender—. Fíjate bien en lo que voy a mostrarte—indicó al gnomo, a la vez que abría de nuevo la bolsa y volcaba sobre la cama un cúmulo de piezas rotas—. Guarda semejanza con algo que te resulta más que familiar.

—Sí, la visión de estos fragmentos me trae a la memoria el año en que mi madre inventó un artilugio para lavar los platos —aseveró Gnimsh—. La cocina quedó atestada de restos de vajilla, desmenuzados en un montículo que nos cubría hasta la altura de la rodilla. Tuvimos que...

—¡No es eso! —lo atajó el otro, exasperado—. Separa estas joyas, intenta ensamblarlas.

—¡Mi artefacto para viajes dimensionales! —lo reconoció, al fin, el gnomo—. Es cierto, su aspecto era muy similar al de éste, aunque el mío no tenía tanta quincalla. ¡Qué caos! —amonestó al kender al entresacar las partes de una amalgama inextricable de bagatelas—. Nada encaja. El dispositivo de la derecha debería colocarse en el lado opuesto, la cadena se engarza en ese otro punto para enrollarla sin que se enrede. No, no es así —se corrigió al ver que no conseguía darle la vuelta—. Me temo que es un poco complicado, he de estudiarlo con calma. Primero ensartaré esta piedra —decidió, sentándose en el lecho y presionando una de las alhajas sobre el alvéolo que le estaba destinado—. Ahora necesito otra gema colorada, si la encuentro en semejante galimatías. ¿Qué hiciste con tu ingenio, aplastarlo bajo el filo de un trinchante?

Absorto en su labor, ignoró la respuesta de Tas, quien, mientras su nuevo amigo manipulaba las piezas, aprovechó la oportunidad para relatar de nuevo su historia. Se encaramó en el taburete y disertó en tono jovial, sin interrupciones, ya que Gnimsh se había desentendido por completo de su presencia con el afán de clasificar las multicolores joyas, cadenas, accesorios de oro y plata, que agrupaba por secciones.

Aunque hablaba con vehemencia de los sucesos acaecidos en sus viajes, el kender no dejó de contemplar las evoluciones del artesano. Sentía renacer la esperanza en sus entrañas, enturbiada tan sólo por un pensamiento: había solicitado el auxilio de Fizban de modo que, si el pequeño gnomo conseguía recomponer el artilugio arcano, existían múltiples posibilidades de que ambos salieran despedidos hacia una de las lunas o, más grave aún, de que se convirtieran en pollos. No obstante, era un riesgo que estaba resuelto a asumir. Después de todo, había prometido enderezar la situación que él mismo enmarañara y, si bien toparse con un miembro fracasado de las razas enaniles no era precisamente lo que proyectaba, resultaba más halagüeño que hundirse en la inactividad y aguardar la muerte.

Mientras el kender cavilaba así, Gnimsh imaginó una pizarra y una punta de tiza para elaborar diagramas y planos.

—Deslícese la joya A en el engarce dorado B...

9

La emboscada de Pata de Acero

—Un lugar siniestro, hermano —comentó Raistlin a la vez que despacio y con el cuerpo rígido desmontaba del equino.

—Los hemos frecuentado peores —respondió el guerrero, ayudando a la sacerdotisa a descabalgar—. En el interior el ambiente será seco y caldeado, y eso lo hace infinitamente más acogedor que estos páramos. Además —añadió con tono áspero, puesta la mirada en su gemelo, quien, apoyado en el flanco del animal, tosía y tiritaba—todos nosotros necesitamos descansar antes de proseguir. Yo me ocuparé de los caballos. Entrad sin demora.

La Hija Venerable, arropada en su capa saturada de agua, se detuvo en el fango y observó la posada. Como afirmara el hechicero, ofrecía un aspecto ominoso.

Era imposible averiguar el nombre del establecimiento, pues ninguna enseña esclarecedora pendía del muro. Lo único que lo designaba como local público era un desvencijado rótulo adherido a la ventana principal en el que podía leerse, en toscos caracteres, «Bienvenidos, viajeros». El edificio mismo estaba construido en burda piedra y, aunque robusto en general, su tejado amenazaba ruina, con diferentes agujeros que habían tratado de taponar mediante ramas de brezo. Uno de los ventanales aparecía roto y dos retazos de fieltro a guisa de cortina lo resguardaban a duras penas de la lluvia. En cuanto al patio, era un sucio lodazal salpicado de hierbajos.

Raistlin, que había tomado la delantera, se erguía en el umbral con la vista fija en Crysania. A través de la puerta entreabierta se filtraba un haz de luz, y el olor a leña quemada prometía una fogata reconfortante. Al endurecerse el rostro del mago en una expresión de impaciencia, una ráfaga de viento retiró la capucha de la sacerdotisa y su faz, ahora descubierta, fue azotada por la turbulenta llovizna. Tras emitir un suspiro, la dama salvó los charcos a fin de alcanzar la entrada.

—Es un honor recibiros, señores.

La sacerdotisa dio un respingo al oír la voz que resonó a su lado pese a no haber visto a nadie al atravesar el umbral. Al girar la cabeza, distinguió a un hombre agazapado en las sombras de la puerta, que en aquel mismo instante se cerró con violencia.

—Hace un tiempo de todos los diablos, maestro —dijo el individuo, tan repulsivo por sus facciones como por la manera servil en que se frotaba las manos.

Su actitud, un mandil manchado de grasa y un ajado paño en su hombro delataban en él al posadero. Era una digna representación del lugar que regentaba, y así se le antojó a Crysania al inspeccionar la polvorienta y destartalada sala. El humano se acercó a ellos, sin cesar de entrechocar las palmas, hasta situarse a una proximidad tal que la sacerdotisa percibió los efluvios de su aliento, impregnado de los hedores etílicos de la cerveza y, tras embozarse el semblante con la capa, se apartó. Él exhibió una sonrisa, una mueca de beodo que le habría conferido la apariencia de un imbécil de no contrarrestar sus efectos la astucia que reflejaban sus ojos.

Mientras le estudiaba, la mujer pensó que casi prefería someterse a los rigores de la tormenta antes que permanecer en su proximidad. Pero Raistlin acalló su impulso de huida al ordenar fríamente al hospedero:

—Una mesa junto al fuego.

—Vuestros deseos son órdenes —repuso el obsequioso individuo—. Es lo que más apetece en un día tan borrascoso, un rincón caliente donde reponer fuerzas. Seguidme, señores.

Haciendo una torpe e insulsa reverencia que, una vez más, desmentía la luz de sus pupilas, el posadero se encaminó hacia una mesa colocada frente a la chimenea. Avanzaba de costado y ni un solo segundo dejó de observar a sus clientes.

—¿Sois mago, maestro? —inquirió en el trayecto, al mismo tiempo que estiraba una mano para acariciar los ropajes de Raistlin y, sin intervalo, la retiraba al reparar en la penetrante mirada que éste le dirigía—. Y de los Negros —se contestó él mismo—. Hacía años que no me visitaba un miembro de vuestra Orden.

El interpelado no hizo ningún comentario. Abrumado por un nuevo acceso de tos, tenía que emplear sus menguadas energías en apoyarse en el cayado y, ya en el radio de acción de las llamas, permitió que Crysania lo ayudara a acomodarse en una silla. Cuando se hubo sentado, se inclinó hacia el anhelado calor.

—Agua caliente —pidió, imperativa, la sacerdotisa, liberándose de su empapada capa.

—¿Qué le sucede? —indagó el posadero, receloso—. No padecerá fiebres infecciosas, ¿verdad? Si es así, tendré que rogaros que salgáis por donde habéis entrado.

—No —lo atajó Crysania—, su enfermedad tan sólo le afecta a él. El peligro de contagio es nulo —apostilló sin poder sustraerse a la contemplación del hechicero—.¿Vas a traer el agua? —insistió, una vez más con acento perentorio, al desagradable hospedero.

—Enseguida os sirvo.

Ocultas las manos bajo el grasiento delantal, olvidada su obsesión por frotárselas, el humano se alejó a toda prisa.

La repugnancia que éste le inspiraba se desvaneció en la mente de Crysania, preocupada como estaba por Raistlin. Deseosa de que el mago se sintiera lo mejor posible, desanudó su capa de viaje y lo ayudó a quitársela para, acto seguido, extenderla delante de la fogata. Luego registró la sala hasta descubrir unos cojines andrajosos y polvorientos que, tras sacudir sin demasiado éxito, dispuso en torno a los riñones del enfermo al objeto de que, más incorporado, pudiera descargar sus pulmones.

Cuando le hubo prodigado todas estas atenciones, la dama se arrodilló junto al nigromante para librarlo de sus humedecidas botas.

—Gracias —susurró Raistlin, jugueteando con su despeinado cabello.

Al percibir tan delicada caricia, Crysania se ruborizó. Alzó los ojos y topó con unos iris pardos que destilaban más calor que las llamas. Raistlin bajó los dedos hasta su frente, que despejó de los apelmazados mechones, y ella no acertó a hablar, ni siquiera a moverse. El mago tenía el don de atraparla, de hipnotizarla.

—¿Eres su manceba?

Era el posadero quien así se interfería en su mudo intercambio. La sacerdotisa se sobresaltó, pues no había oído sus pisadas ni el roce de sus vestiduras. Se puso de pie e incapaz de buscar el auxilio de Raistlin ante semejante afrenta, se giró bruscamente hacia el fuego.

—Esta dama pertenece a una de las familias más aristocráticas de Palanthas —reivindicó una voz cavernosa desde el umbral—. Haz el favor de tratarla con el respeto que merece, bribón.

—Sí, maestro. Disculpadme —titubeó, impresionado por la maciza figura de Caramon, quien, al entrar, trajo consigo un torbellino de viento y de lluvia—. Os aseguro que no pretendía ofenderla; perdonad mi impertinencia.

La Hija Venerable no se dignó responder. En altiva postura, se limitó a indicar al infame individuo:

—Deja el agua en la mesa.

Mientras el guerrero cerraba el acceso y procedía a reunirse con sus compañeros, el mago extrajo de los pliegues de su atuendo la bolsa con la mixtura de hierbas de su infusión y, tras depositarla sobre la tabla de madera, hizo señal a la dama para que preparara su pócima. Con el resuello de un asmático, se arrellanó entonces entre los almohadones a fin de acunarse en el crepitar de las llamas. Sabedora de que Caramon la escrutaba, la sacerdotisa optó por eludirlo y volcarse en la tarea que le habían encomendado.

—He alimentado y abrevado a los caballos —anunció el hombretón—. Como no los hemos hostigado en exceso durante la cabalgada, creo que dentro de una hora podrán reanudar la marcha. Nos conviene que así sea, ya que me gustaría llegar a Solanthus antes del crepúsculo. —Le gustaba hacer planes porque, de ese modo, rompía el turbador silencio. Puso, también él, su capa a secar frente a la chimenea, y el vapor que exhalaba la humedad se elevó hacia el techo en densas volutas—. ¿Habéis encargado algún refresco para nuestros estómagos? —preguntó.

—No, tan sólo este tazón donde elaborar el brebaje de Raistlin —contestó Crysania quien, una vez teñido el líquido con las dimanaciones de las hierbas, se lo tendió al nigromante.

—Posadero, vino para la dama y el mago. Yo tomaré agua. Sírvenos además una fuente de comida con la que saciar nuestro apetito; cualquier manjar nos parecerá estupendo después del fatigoso periplo.

Impartidas sus instrucciones, Caramon se sentó delante del hogar, frente a su hermano. Tras deambular durante varias semanas por un territorio desolado, hacia las llanuras de Dergoth, los tres habían aprendido a conformarse con ingerir lo que hubiera disponible en las ventas del camino, si tenían la fortuna de hallar algo comestible.

—Éste es sólo un heraldo de las turbonadas que van a asediarnos en los días venideros —dijo el guerrero a Raistlin cuando el dueño del albergue abandonó la sala en dirección a la cocina—. Cuanto más al sur viajemos, más arreciarán. ¿Estás resuelto a seguir este curso de acción? Podría acarrearte graves consecuencias.

—¿A qué te refieres? —lo imprecó el aludido, entrecortada su voz y tan nervioso que, al erguir la espalda, derramó unas gotas de su brebaje.

—No te alteres, Raistlin —lo apaciguó el hombretón al detectar su creciente resquemor—. Me inquieta tu salud, eso es todo. La falta de sol siempre la ha perjudicado, y pronto nos veremos inmersos en un clima incierto.

Observando meticulosamente a su gemelo, y convencido de que sus frases no encerraban un doble sentido, el nigromante volvió a acomodarse en los cojines.

—Nada me detendrá —declaró—, y espero que a ti tampoco. Es el único medio a tu alcance para regresar a tu añorado hogar.

—No me causa placer tal perspectiva si tú has de morir en el empeño —gruñó el guerrero.

Crysania miró perpleja a Caramon, si bien Raistlin se contentó con sonreír y, ribeteada su voz de amargura, le aseguró:

—Me conmueven tus buenos sentimientos, hermano, pero no abrigo ningún temor respecto a mi estado físico. Conservo la fuerza suficiente para llegar a mi destino e invocar el hechizo definitivo, si no sufro reveses inesperados en el ínterin.

—Alguien velará por ti y evitará que nada te suceda —replicó el hombretón a la vez que, con grave ademán, examinaba a la sacerdotisa.

La dama se sonrojó; pero cuando se disponía a intervenir, regresó el hospedero. Éste se inmovilizó al lado del trío sosteniendo en una mano una marmita donde bullía un guiso humeante y, en la otra, una jarra, sin decidirse a posarlas sobre la mesa.

—Excusad mi atrevimiento, señores —balbuceó—, pero debo ver el color de vuestro dinero. Corremos tiempos difíciles, y...

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