La Guerra de los Enanos (30 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

BOOK: La Guerra de los Enanos
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—Estás en el límite de tus energías; necesitas descansar —se impuso Crysania.

—Pero he de llenar la fosa —se obstinó el joven, puesta la vista en la sombría bóveda celeste donde planeaban, expectantes, las carroñeras—. Esas aves mutilarán los cadáveres.

—Sus almas han volado junto a Paladine; eso es lo que importa —le atajó la sacerdotisa quien, pese a su aplomo, hallaba dificultad en controlar la náusea que le inspiraba la anticipación del festín que no tardaría en comenzar—. Sólo sus esqueletos yacen en esa tumba; incluso ellos comprenden que los vivos tienen prioridad.

Suspirando, demasiado frágil para argumentar, el muchacho enterró la cabeza en el pecho y se agarró al hombro de la sacerdotisa. Tal era su delgadez, que ella casi no notó su peso. No pudo por menos que preguntarse cuántas horas hacía que no ingería una comida sustancial.

Despacio, a trompicones, partieron del improvisado cementerio.

—Aquélla es mi morada —anunció el quebrantado humano, a la vez que señalaba un cobertizo erguido en las afueras del pueblo.

Crysania asintió y le invitó a relatar los sucesos, con el único objetivo de sustraerse al sordo batir de alas que retumbaba en sus oídos.

—No hay mucho que contar —susurró él, víctima de pertinaces escalofríos—. Las fiebres sobrevienen súbitamente, sin dar opción a combatirlas. Ayer los niños jugaban en los patios y, antes del anochecer, morían en brazos de sus madres. Había mesas dispuestas para una cena que nadie probó. Esta mañana los que aún podían moverse cavaron ese pozo, un sepulcro que, como bien sabían, habría de recibir también sus despojos.

Ahogó su voz un espasmo de dolor. Su acompañante se apresuró a consolarlo.

—Todo irá bien, no temas —le dijo—. Te acostaré, te daré agua fresca y dejaré que duermas. Mientras velo tu sueño, rezaré.

—¡Plegarias! —exclamó el otro con amargo acento—. Las he agotado todas. Yo era el clérigo de la aldea —explicó a su asombrada oyente—, y ya ves el efecto que han surtido mis oraciones —se lamentó, torcido el rostro hacia la fosa.

—No malgastes tus fuerzas —le conminó la sacerdotisa.

Habían llegado a la cabaña. Tras depositar al paciente en el lecho, la dama cerró la puerta y, acercándose a la chimenea, prendió una fogata con los leños que ya había dispuestos y la llama de su farolillo. Una vez se hubo asegurado de que ardía, encendió algunas velas y volvió junto al joven, que había espiado todos sus movimientos.

Conocedora de los cuidados que aquella criatura precisaba, Crysania instaló una silla al lado de la cama, vertió agua en una jofaina y, ya sentada, hundió un paño en el líquido para extenderlo sobre su frente. De este modo pretendía refrescar sus sienes, que parecían a punto de estallar.

—También yo pertenezco a una orden clerical —declaró, al mismo tiempo que palpaba el talismán de su cuello—. Voy a rogar a mi dios que te cure.

Posó el recipiente en una mesa que había cerca del lecho, extendió ambas manos y aferró los hombros del joven.

—Paladine —musitó—, yo te invoco...

—¿Cómo? —la interrumpió el muchacho—. ¿Qué haces?

—Intento sanarte —contestó la aludida, dedicándole una sonrisa cargada de paciencia—. Soy una sacerdotisa de la divinidad que me has oído mencionar.

—¿De Paladine? —En el demudado rostro del muchacho se hacía ostensible su incredulidad. Contuvo el resuello y, con la mirada prendida de la mujer, protestó—: ¡Eso es imposible! Todos sus siervos desaparecieron poco antes del Cataclismo, o al menos así lo ha transmitido el rumor popular.

—Se trata de una larga historia —confesó la dama, ocupada en arroparlo con las mantas— que reservo para cuando te encuentres restablecido. De momento, conténtate con saber que soy una de las Hijas Venerables de ese gran dios y que, a través de mí, él te devolverá la salud.

— ¡No! —vociferó el doliente, quien, para impedir que prosiguiera, asió la mano femenina con una firmeza impensable en sus condiciones—. Yo mismo soy un ministro al servicio de los buscadores, y oré fervientemente por el bienestar de los fieles que me fueron asignados. No pude hacer nada. Todos sucumbieron —agregó en un murmullo agónico—. Mis súplicas no obtuvieron respuesta.

—Porque rindes culto a ídolos falsos —dictaminó Crysania, aleccionadora.

Con suavidad, la sacerdotisa apartó del semblante del enfermo los desordenados mechones que, saturados de sudor, se adherían a su piel. Él alzó los párpados y la observó sin pestañear. Era un hombre atractivo, percibió Crysania desde su distante superioridad. Tenía los ojos azules y el cabello dorado.

—Agua —pidió el muchacho a través de sus labios cuarteados.

Solícita, la sacerdotisa lo ayudó a incorporarse y lo sostuvo mientras saciaba su sed. Cuando hubo reclinado de nuevo la cabeza en la almohada, el clérigo la escrutó aún unos segundos antes de relajar, extenuado, sus músculos.

—¿Conoces a Paladine, el antiguo dios del Bien? —indagó Crysania.

—Sí, le conozco a él y también a los otros dos —balbuceó el interpelado con un extraño brillo en sus ojos—. He tenido noticia de sus acciones, de cómo nos trajeron tempestades, plagas y un sinfín de desastres de todo género hasta devastar el mundo. Luego, cumplido su propósito, se desvanecieron, desoyendo nuestros clamores en el momento en que más los necesitábamos.

Ahora fue la mujer la que fijó su vista en el yaciente. Estaba preparada para enfrentarse a la negación, incluso la absoluta ignorancia de su divinidad. Podía vencer mediante sus pláticas la irracionalidad de una turba supersticiosa, pero no el resentimiento que destilaba el enfermo. Había huido en pos de seres incultos, desorientados, y se tropezaba con una tumba colectiva y un clérigo moribundo.

—Los dioses no nos abandonaron —bramó, autoritaria, tanto que su voz temblaba—. Están aquí. Sólo aguardan los ecos de una plegaria sincera. La perversidad que azota Krynn procede del hombre; él la llamó con su arrogancia y su obstinación.

Mientras hablaba le vino a la memoria el episodio, aún futuro, en el que Goldmoon salvaría a Elistan y lo convertiría a la auténtica fe. Tales imágenes la llenaron de júbilo. Ahora se le ofrecía a ella la oportunidad de adelantarse a la princesa bárbara en la persona de aquel enfermo.

—Primero conjuraré el mal que te consume —decidió—; más tarde habrá tiempo de dialogar e inducirte a comprender.

Se arrodilló en el flanco del camastro, asió el Medallón y reanudó su demanda al hacedor que veneraba. No obstante, antes de que pronunciara el nombre de Paladine una mano se cerró en torno a su muñeca y, violenta, la obligó a soltar el talismán. Sobresaltada, levantó los ojos. Era el joven clérigo quien, pese a su fragilidad y a las convulsiones de la fiebre, la estudiaba con una paz que parecía brotar de sus entrañas.

—Estás en un error —la corrigió—; eres tú quien debe comprender. No has de persuadirme de nada, te creo. —Hizo una pausa para explorar las sombras circundantes y, con una amarga sonrisa, concluyó—: Paladine te acompaña. Siento su inefable presencia. Quizás en el umbral de la muerte me ha sido otorgada la gracia de vislumbrarle a través de las tinieblas.

—¡Eso es magnífico! —se regocijó la sacerdotisa, casi en éxtasis—. Puedo...

—¡Aguarda! —consiguió intercalar el clérigo antes de enmudecer, forzado a tomar aliento por tan agotador despliegue de energías. Ya más tranquilo, sin liberar la mano de la dama, continuó su discurso—. Te creo, sí, y ése es precisamente el motivo de que rehuse ser curado.

—¿Cómo? —Crysania lo examinó confundida hasta que, transcurridos unos segundos, sentenció—: Deliras, no sabes lo que dices.

—¿De verdad? —la desafió el joven—. Fíjate bien en mí. ¿Descubres algún signo de demencia?

La sacerdotisa obedeció; hubo de guardar silencio al no detectar tales síntomas.

—Admítelo, estoy tan cuerdo como tú. Tengo plena conciencia de cuanto sucede.

—Entonces, ¿por qué...?

—Porque —la atajó el muchacho—, si Paladine se halla en esta cabaña, y no dudo de que así sea, aún me indigna más que haya permitido la ruina de mi pueblo. Les ha dejado morir, no se inmuta frente al sufrimiento de sus criaturas. —Cada sílaba surgía en un jadeo que delataba su desgarro, pero no por ello desistió—. Él provocó esta calamidad o, peor aún, la consintió. ¿Por qué? —preguntó a su vez—. Contéstame, ¿por qué?

Crysania se hundió en el desaliento, en una oscuridad más negra que la noche. El clérigo acababa de formular sus propios titubeos, los que Raistlin le atribuyera en una de sus conversaciones en Istar. ¿Cómo iba a iluminarle si ella era la primera que buscaba ansiosa una respuesta?

Tumefactos los labios, la dama se limitó a repetir los axiomas de Elistan.

—Debemos conservar la fe; los caminos de los dioses son inescrutables.

Su oyente meneó la cabeza y, lánguido, reposó unos minutos. También la sacerdotisa se inmovilizó, inerme ante la manifestación de ira que acababa de presenciar. «Lo sanaré de todos modos —determinó—. Está enfermo, débil de cuerpo y de alma. En tal estado es imposible hacerle entrar en razón.»

No; era consciente de que no lo lograría, de que la divinidad no atendería a su ruego. Quizás en otras circunstancias le habría concedido su favor, pero ahora, en su infinita sabiduría, llevaría al clérigo hasta su seno y despejaría allí todas las incógnitas.

De pronto, junto a esta certidumbre, la asaltó otra no menos inquietante: no podía alterarse el tiempo. Sería Goldmoon quien instaurara la antigua religión en el mundo, en una época en que se hubiera mitigado la inquina en el espíritu de los hombres y éstos se hallaran dispuestos a escuchar y aceptar. No antes.

Se sintió abrumada por su fracaso. Arrodillada todavía al lado del lecho, ocultó el rostro entre las manos y pidió perdón por su incapacidad para acatar los designios del destino.

Alzó los ojos al notar el contacto de una mano en su cabello. El agonizante la observaba con una expresión mezcla de placidez y arrepentimiento.

—Lamento haberte defraudado —susurró, torcidos sus labios resecos.

—Me hago cargo —le aseguró ella—. Respetaré tus deseos.

—Gracias.

Ambos permanecieron callados largo rato, en el que sólo alteró la quietud la dificultosa respiración del enfermo. Cuando Crysania hizo ademán de levantarse, el infortunado clérigo masculló:

—¿Harías algo por mí?

—Lo que quieras —ofreció la sacerdotisa, esforzándose en sonreír, pese a que apenas podía verlo a través de las lágrimas.

—Quédate junto a mí esta noche. Así la muerte se me antojará más liviana.

6

La insistente pesadilla

«Asciendo la escalera que conduce al cadalso. Tengo la cabeza inclinada, me han atado las manos a la espalda. Forcejeo para liberarme mientras subo, pero sé que es inútil. Durante días, semanas, me he debatido sin éxito.

»Tropiezo con el repulgo de mi túnica. Alguien impide mi caída, me sostiene y, sin embargo, me obliga a seguir. Alcanzo la cúspide. El tajo, manchado de sangre, se yergue ante mí. Realizo un supremo esfuerzo, he de soltar mis manos. Tan sólo aflojar las ligaduras, utilizar mi magia y ¡huir!

»—No hay escapatoria —brama mi verdugo entre risas, y constato que soy yo quien ha hablado. Reconozco mi voz, mi sarcasmo—. Arrodíllate, patético hechicero. Coloca tu cabeza en la fría y ensangrentada almohada del sueño eterno.

»¡No! Lanzo aullidos de terror, de furia, y entablo una lucha desesperada, mas unas garras me atenazan. Me hacen hincar las rodillas, y mi carne roza la gélida superficie del tajo. Me convulsiono, me retuerzo, vocifero sin que nadie me preste atención.

»Me cubren con una capucha negra y, aunque amortiguados, oigo los pasos del ejecutor. Sus oscuros ropajes crujen alrededor de sus tobillos cuando enarbola el hacha...»

—¡Raistlin, despierta!

El nigromante abrió los ojos; pero cegado por el terror, de momento no adivinó dónde estaba ni quién le había llamado.

—Raistlin, ¿qué te sucede? —inquirió la misma voz.

Unos poderosos brazos lo sujetaron, un timbre familiar, teñido de preocupación, se impuso al zumbido del arma que descargaba el verdugo.

—¡Caramon! —suplicó el mago a su hermano, abrazándose a él—. ¡Socórreme! Deténles, no permitas que me asesinen. ¡Vamos, actúa!

—Tranquilízate, no osarán lastimarte si yo estoy a tu lado —murmuró el hombretón y, protector, acarició su cabello—. Silencio, ya ha pasado todo.

Apoyada la cabeza en el pecho del guerrero, acunado por su palpito regular y sosegado, Raistlin emitió un hondo suspiro. Entornó entonces los párpados y, en la beatífica penumbra, prorrumpió en llanto.

—Resulta paradójico, ¿no te parece? —comentó el hechicero unas horas más tarde, mientras su gemelo avivaba el fuego y ponía a calentar una marmita llena de agua—. Soy el nigromante más dotado de cuantos pisaron Krynn, y una pesadilla me convierte en un niño desvalido.

—Eso significa que eres humano —rezongó Caramon, inclinado sobre la olla a fin de vigilar la ebullición como si, de esta manera, pudiera precipitarla—. Tú mismo lo dijiste.

—Sí, humano —repitió Raistlin salvajemente, arrebujado en su atuendo de campaña para contener los escalofríos.

Al percibir su acento el hombretón le lanzó una furtiva mirada. Aquella rabia le recordó las revelaciones que le hicieran Par-Salian y sus colegas en el cónclave celebrado en la Torre de la Alta Hechicería. Según la egregia asamblea, su hermano se proponía desafiar a los dioses e instituirse en uno de ellos.

Bajo el atento escrutinio del guerrero, el mago dobló las piernas y, una vez levantadas las rodillas, posó las manos en ellas para reclinar, a su vez, la cabeza encima de las palmas. Una singular sensación de asfixia aprisionó la garganta del observador quien, al evocar las tiernas emociones que experimentara cuando su enteco gemelo buscó cobijo en su cuerpo, trató de concentrarse en el burbujeante líquido, próximo ya al hervor. De pronto, Raistlin irguió la cabeza.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó al mismo tiempo que el general, que también había percibido un ruido, se ponía en pie.

—No lo sé —confesó el hombretón aunque con voz queda, aguzados todos sus sentidos.

De puntillas, sigiloso, el guerrero avanzó hacia su cama de campaña y, con sorprendente rapidez, asió su espada y la desenvainó. El hechicero, no menos raudo, agarró el Bastón de Mago que yacía en su proximidad y, deslizándose como un gato, volcó la marmita y apagó la fogata. La negrura se cernió sobre ellos en medio de los siseantes sonidos producidos por las brasas al extinguirse.

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