La Guerra de los Enanos (32 page)

Read La Guerra de los Enanos Online

Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

BOOK: La Guerra de los Enanos
10.17Mb size Format: txt, pdf, ePub


Dulak
— musitó Raistlin con objeto de extinguir el halo luminoso del bastón.

Tras depositar el cayado al lado del lecho, el nigromante se arrebujó en sus mantas.

Acostado en la penumbra, volvió la pesadilla. En ningún momento había cesado de acecharle, sólo precisaba del ambiente propicio para reaparecer. El mago se estremeció. Los escalofríos se entremezclaban en su ser con un sudor gélido que se manifestaba en el goteo de sus sienes. No osaba entornar los párpados y abandonarse al sueño, pese a lo extenuado que se sentía. ¿Cuántas noches hacía que no lo visitaba un descanso reparador?

—Caramon —invocó a su hermano en un cuchicheo.

—¿Qué quieres? —indagó éste en la negrura.

—Caramon —repitió el hechicero después de una breve pausa—, ¿recuerdas que cuando éramos niños me asaltaban a menudo visiones espantosas en la madrugada?

Le falló la voz, irritadas sus cuerdas vocales por una molesta ronquera. Su interlocutor nada contestó, así que se aclaró la garganta a fin de continuar.

—Sólo tú podías ahuyentarlas, velando mi reposo.

—Cierto —confirmó el aludido, con un tono cavernoso que apenas disimulaba sus emociones.

—Caramon... —intentó proseguir Raistlin, mas no pudo concluir la frase

 El dolor y el agotamiento se hacían irresistibles, no lograba serenarse frente al implacable avance de la pesadilla agazapada en su imaginación.

Oyó un repiqueteo de piezas metálicas y una imponente sombra se materializó ante él, pero el mago salió de su espanto al reconocer al hombretón, quien, atento a su llamada de auxilio, se acomodó contra un tronco y depositó la espada atravesada sobre las piernas.

—Duerme, Raist —le invitó, y su áspera manaza le dio unas palmadas, toscas pero cariñosas, en el hombro—. Montaré guardia.

Relajado, el mago cerró los ojos y dejó que le invadiera un agradable sopor. Lo último que agitó su conciencia, en una suerte de ensoñación, fue la proximidad de sus fantasmas, el perfil de sus huesudas manos resueltas a asfixiarlo y obligadas a retirarse por el destellante pertrecho de su gemelo.

7

Crysania confiesa su fracaso

El caballo de Caramon piafaba desasosegado mientras éste, a horcajadas en su grupa, se inclinaba hacia adelante a fin de otear la arracimada aldea del valle. Con el ceño fruncido, el guerrero miró a su hermano si bien no distinguió su rostro, oculto bajo la negra capucha. Una lluvia pertinaz, que se había iniciado poco después del alba, caía monótona a su alrededor desde unas nubes aserradas que, inmóviles, parecían adherirse a los altos árboles. Aparte de los riachuelos que se formaban en las hojas, ningún sonido perturbaba la calma.

Raistlin meneó la cabeza antes de hostigar con suavidad a su equino. Caramon lo siguió a un vivo trotecillo para no quedar rezagado y desenvainó su espada que, al deslizarse, emitió un ruido chirriante.

—No necesitarás armas, hermano —le advirtió el mago sin volverse.

Los cascos chapoteaban en el barro del camino, sus amortiguados ecos resonaron con excesivo estruendo en el aire denso, saturado. Pese al aviso de su gemelo, el luchador mantuvo la mano sobre la empuñadura hasta que llegaron a los aledaños del pueblo. Desmontando, entregó al hechicero las riendas de su animal y se aproximó cauteloso a la posada que descubriera Crysania la noche anterior.

Al asomarse al interior vio la mesa preparada para la cena, la vajilla rota. Un perro acudió a su encuentro lleno de esperanza y le lamió la mano entre alegres cabriolas. Los gatos, en cambio, se camuflaron bajo las sillas para fundirse en las sombras furtivos, en una actitud casi de culpa. El hombretón acarició al can con aire ausente pero, cuando se disponía a entrar, Raistlin lo llamó.

—He oído un relincho cerca de aquí —le anunció.

Esgrimiendo su espada, el fornido luchador dobló la esquina del edificio en dirección a la cuadra. Regresó unos segundos más tarde, bajada la guardia y visiblemente preocupado.

—Es el caballo de la sacerdotisa —informó—. Desensillado y alimentado. El nigromante asintió como si esperara esta noticia, mas nada dijo. Se limitó a ajustarse la capa encerrado en su mutismo.

El guerrero examinó la aldea. El agua fluía por los tejados y se derramaba profusa, en torrentes, a través de los aleros, mientras que la puerta del albergue se balanceaba en sus oxidados goznes, rechinando de manera discorde. Ninguna luz brotaba de los hogares, ningún niño henchía el aire de alegres risas, ninguna mujer fisgaba junto a su vecina a los recién llegados ni tampoco se divisaba, en el desolado paraje, a grupos de hombres que se quejaran del mal tiempo camino del trabajo.

—¿Qué sucede aquí, Raist? —inquirió Caramon a su acompañante.

—Han sufrido una epidemia.

Al escuchar tal revelación, el musculoso humano contuvo el aliento y se cubrió la boca y la nariz con el embozo. Entre los pliegues del suyo, el hechicero torció los labios en una sonrisa irónica.

—No temas, hermano —lo tranquilizó—. ¿Has olvidado que nos protege una sacerdotisa auténtica?

—¿Dónde está? —gruñó el interpelado a la vez que asía las riendas de sus corceles y, tras ayudar a apearse a su gemelo, los ataba a un poste.

Ahora fue el archimago quien contempló las hileras de casas que les flanqueaban.

—Supongo que allí —dictaminó al fin.

De nuevo Caramon siguió con la mirada el lugar que señalaba, y atisbo un oscilante resplandor tras la ventana de una cabaña que se erguía en el otro extremo de la calle.

—Preferiría adentrarme en una cueva de ogros antes que en este desierto —balbuceó sin por ello dejar de escoltar al impasible Raistlin, a quien no parecía afectarle la fantasmal atmósfera.

Avanzaron por el lodazal en que se había convertido la vía principal, el guerrero con un miedo que no conseguía disimular. Era capaz de enfrentarse a la muerte en forma de un acero clavado en su vientre, mas la idea de perecer bajo las garras de algo que no podía combatirse le causaba un terror insuperable.

El arcano personaje permaneció semioculto en su enlutado hábito, inmerso en unos pensamientos que su hermano no acertó a adivinar. Arribaron al punto en que se terminaban los edificios, cercados por la cortina de lluvia que, más tormentosa, les azotaba el cuerpo. Cuando se hallaban cerca de la luz, Caramon desvió, de modo accidental, la vista hacia la izquierda.

—¡En nombre de los dioses! —susurró, deteniéndose abruptamente y agarrando al hechicero por el brazo.

En medio de una calleja se dibujaba, tras el acuoso manto, la tumba colectiva. Ninguno de ellos pronunció una palabra. Tan sólo retumbaba en el silencio el graznar de las aves carroñeras que, disgustadas por la inoportuna presencia de aquellos extraños, alzaron el vuelo en un tétrico aleteo.

El hombretón sofocó una náusea y, pálido, volvió la espalda a la escena. Raistlin, por su parte, la observó unos momentos y comprimió los labios en una línea delgada, recta.

—Procedamos, hermano —instó al amedrentado fortachón a la vez que, en además resuelto, reanudaba la marcha.

Tras espiar el interior de la casucha a través de la ventana, cerrada la manaza en torno a la empuñadura de su espada, Caramon suspiró e hizo al mago la señal convenida. El nigromante empujó la puerta sin violencia, y ésta cedió a su contacto.

Un hombre joven yacía en un camastro desvencijado. Tenía los ojos cerrados, las manos enlazadas sobre el pecho y una expresión de beatitud en su faz cenicienta que se contradecía con sus cuencas hundidas, amoratadas, con los huesudos pómulos y los labios tensos, todos ellos símbolos de una muerte precedida por un dolor atroz. Una sacerdotisa, cuya túnica conservaba leves vestigios de su antigua blancura, estaba arrodillada a sus pies, enterrado el semblante entre las manos. Caramon quiso saludarla, pero Raistlin lo detuvo mediante un gesto inconfundible. Era obvio que no deseaba interrumpirla.

Sin mover un músculo, los gemelos aguardaron en el umbral de la humilde vivienda a pesar de estar empapados.

Crysania conferenciaba con su dios. Concentrada en sus plegarias, no advirtió la intromisión de los hermanos hasta que el tintineo y el crujir del atavío del guerrero la devolvieron a la realidad. Alzó entonces la cabeza, y su melena azabache se esparció en cascada sobre sus hombros. Contra todo pronóstico, no dio muestras de sorprenderse.

Aunque lívida por el agotamiento y el pesar, mantuvo una perfecta compostura. No había suplicado a Paladine que le enviase a los dos hombres, pero el hacedor respondía tanto a los anhelos del corazón como a aquellos que se manifestaban abiertamente. Ladeando de nuevo la cabeza para agradecerle su clemencia, se recogió unos instantes más antes de incorporarse y enfrentarse a sus perseguidores.

Sus pupilas tropezaron con las de Raistlin, donde se reflejaba la llama de la solitaria vela incluso a través de las profundidades de su capucha. Cuando la dama habló, tuvo la sensación de que su acento se diluía en los murmullos de la persistente lluvia.

—He fracasado —admitió.

El mago no se inmutó. Dirigió una fugaz mirada al inerte joven e inquirió:

—¿Rechazó tu fe?

—Peor aún, era creyente —contestó Crysania, puestos también los ojos en el pacífico cadáver—. No permitió que lo curase, justamente por ese motivo. Su ira le dictó tal decisión. —Calló unos segundos para extender un lienzo sobre él, y apostilló—: Paladine le ha llevado a su seno. Estoy convencida de que allí se ha iluminado su alma.

—Sin duda —apuntó Raistlin—. Y tú, ¿has comprendido?

La aludida bajó de nuevo la cabeza y quedó como petrificada, tanto rato que Caramon, ignorante de la auténtica situación, se aclaró la garganta con objeto de poner fin al silencio.

—Hermano... —invocó en un titubeo.

—Chitón —le atajó éste.

La sacerdotisa retornó al presente inmediato, aunque ni siquiera había oído al hombretón. Sus iris habían tomado unas tonalidades grisáceas, oscuras, parecían absorber el negro terciopelo de la túnica arcana.

—He comprendido —repitió con voz firme—. Por primera vez en toda mi existencia sé lo que debo hacer. En Istar me cercioré del deterioro de la Iglesia, y Paladine, en su infinita bondad, me otorgó la gracia de mostrarme la fatal flaqueza del príncipe, su más alto ministro: la arrogancia. También me dio a conocer el medio de liberarme de esta falta y me comunicó que, si preguntaba, él me atendería.

»Pero, además, Paladine me mostró mi propia debilidad. Cuando abandoné la malhadada ciudad y te acompañé en tu viaje a esta época era poco más que una niña asustada, que se aferraba a ti en la noche eterna. Ahora he recobrado mi fuerza, la visión de esta calamidad ha encendido mi espíritu.»

Mientras pronunciaba tales palabras, Crysania se acercó a Raistlin. Las refulgentes pupilas del hechicero la atrapaban en una mirada sin pestañeos, y la dama columbró su efigie en aquellos espejos a la vez opacos y translúcidos. Atisbo asimismo el Medallón que se ceñía a su cuello, iluminado por una aureola blanca, fría. Su voz adquirió un nuevo fervor, sus manos entrechocaron al añadir, situada frente al archimago:

—Este espectáculo pervivirá en mi memoria el día en que atraviese el Portal junto a ti, armada con mi fe y provista de la energía que ha de proporcionarme la certeza de desterrar la negrura para siempre de la faz del mundo.

Raistlin alargó los brazos en busca de sus manos ateridas, tumefactas, para prestarles el cobijo de sus palmas y caldearlas con aquella cualidad ardiente que dimanaban.

—No necesitamos alterar el tiempo —le aseguró la mujer—. Fistandantilus era una criatura perversa, ocupada únicamente en forjar su gloria personal. Pero tú y yo no somos egoístas, nos inquieta el destino de nuestros semejantes y por eso rectificaremos el desenlace. Lo sé, mi dios me ha hablado.

Despacio, ensanchada su boca en una ambigua mueca, el hechicero cogió los dedos de la dama y los besó, sin apartar los ojos de ella. Crysania se ruborizó, inhalando un hondo suspiro y Caramon, que había presenciado su intercambio con creciente disgusto, lanzó un gruñido inarticulado, dio media vuelta y salió del cobertizo.

De pie en el desolado paraje, con el enojoso tamborileo de la lluvia en su cráneo, el guerrero oyó un zumbido en su cerebro, una sentencia emitida en un tono tan monótono como las gotas que caían en su derredor.

«Pretende convertirse en un dios. ¡Pretende convertirse en un dios!»

Mareado y lleno de espanto, agitó la cabeza para desembarazarse de la angustia que embargaba todo su ser. Su interés en el ejército, la fascinación que ejercía sobre él el cargo de general, el seductor atractivo de Crysania y, en fin, sus innumerables cuitas habían borrado de su pensamiento el auténtico objetivo de su empresa. Ahora, las palabras de la sacerdotisa le habían despertado cual el flagelo de una oleada en los fríos mares del norte.

Sin embargo, y pese a sentirse azuzado por tal conciencia, sólo podía visualizar al Raistlin de la víspera. ¿Cuánto tiempo hacía que no lo oía reír de buen grado, cuánto que no compartían el placer de la mutua compañía? Recordó haber observado el rostro de su gemelo mientras velaba su sueño y advertido que se difuminaban los surcos de su malévola astucia, los acerbos pliegues de sus comisuras. El archimago parecía el adolescente de antaño y este hecho trajo al hombretón remembranzas de sus años mozos, de aquellos días que habían sido los más felices de su existencia.

Pero, destacándose sobre estas gratas escenas, lo asaltó otra espeluznante, como si su alma se deleitase en torturarlo. Se vio de nuevo a sí mismo en aquella lóbrega celda de Istar, obligado a contemplar la ingente capacidad del mago para convocar a las fuerzas del Mal. Entonces había tomado la determinación de matarlo, convencido además de que había provocado la destrucción de Tasslehoff...

Sin embargo, Raistlin le había dado toda suerte de explicaciones. En la malhadada ciudad había malinterpretado sus acciones, y él no había dudado más tarde en sacarlo de su error. Estaba confundido. Se debatía en un dilema de emociones encontradas.

«¿Y si Par-Salian se equivoca? Quizá sea verdad que Crysania y el hechicero pueden salvar al mundo de sufrimientos tan espantosos como el que ha devorado esta aldea.»

—Soy un estúpido, los celos me corroen —se reprendió en voz alta, al mismo tiempo que se enjugaba los riachuelos de la frente con el dorso de la mano—. Y no descarto la posibilidad de que a los ancianos del cónclave les moviera un sentimiento de envidia similar al mío.

Other books

Henry Huggins by Beverly Cleary
Mind Trace by McCaghren, Holly
Execution Style by Lani Lynn Vale
The Norths Meet Murder by Frances Lockridge
Cast Me Gently by Caren J. Werlinger
The Rose Garden by Marita Conlon-McKenna
Devoradores de cadáveres by Michael Crichton
Dead Pulse by A. M. Esmonde