La Guerra de los Enanos (34 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Juvenil, Fantastico

BOOK: La Guerra de los Enanos
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—¿Qué hace? —indagó al guerrero.

—Duerme —afirmó el general, en un tono ronco que enmascaraba una emoción ignota para la desconcertada sacerdotisa.

Las ruinas del pueblo apenas se dibujaban tras el manto de niebla. Los armazones de los edificios se habían venido abajo hasta amontonarse en cúmulos de blanca ceniza, los árboles no eran sino columnas humeantes cuyas ramificaciones se elevaban en densas volutas. Bajo el atento escrutinio de la mujer, el chaparrón volatilizó los restos al fundirlos con el fango y dispersarlos en un sinfín de riachuelos. Y no fue esto todo: la ventolera, que había amainado al extinguirse el sortilegio, reanudó su embate y, tras hacer jirones la neblina, transportó sus vapores hacia rincones inexplorados. El caserío se desvaneció como si nunca hubiera existido.

Yerta de frío, Crysania se recogió en su capa y giró el rostro en dirección a Caramon, quien se afanaba en colocar a Raistlin sobre la silla y lo zarandeaba a fin de ponerlo en condiciones de cabalgar.

—Hay algo que deseo preguntarte —dijo la dama al luchador mientras la ayudaba a montar—. ¿Qué prueba es esa que ha mencionado tu hermano? He advertido la expresión que adoptabas al oírle. ¿De qué se trata? Intuyo que tú le has comprendido.

El interpelado no contestó de inmediato. A su lado, el nigromante se balanceó incierto hasta que, inclinando la cabeza, se extravió en sus sueños. Tras asistir a Crysania, el corpulento humano fue hacia su caballo y se encaramó a la grupa; una vez instalado, se hizo con las riendas que se deslizaban entre los dedos del amodorrado hechicero. Ascendieron a continuación la montaña, sin que el luchador oteara ni una sola vez el panorama que dejaban a su espalda.

En silencio, guió a los corceles por la senda pendiente del mago que, relajados sus músculos en su inoportuno descanso, se reclinó en la crin del equino. Al ver que daba tumbos, el solícito guerrero lo enderezó con mano enérgica pero sin brusquedad.

—Caramon, aguardo una explicación —persistió la mujer ya en la cumbre del cerro.

Él la espió antes de contemplar, entre suspiros, el paisaje. Al sur, lejos de ellos, se erguía Thorbardin bajo una masa de nubes que encapotaba el horizonte.

—Afirma la leyenda que, antes de enfrentarse a la Reina de la Oscuridad, Huma fue puesto a prueba por los dioses. El Gran Caballero hubo de luchar contra el viento, el fuego y el agua. Su última conquista, la más difícil —apostilló quedamente—, fue la de la sangre.

CÁNTICO DE HUMA (continuación)

Sobre cenizas y sangre, cosecha de los Dragones,

viajó Huma, mecido por los sueños del Dragón Plateado,

con el ciervo perpetuo como guía.

Al final, el último puerto, un templo que quedaba

tan al este que yacía donde el este acababa.

Allí apareció Paladine, en un estanque de

estrellas y gloria, anunciando que,

de todas las alternativas,

la más terrible había caído sobre Huma.

Pues Paladine sabía que el corazón es un nido de

anhelos, que podemos viajar hacia la luz eternamente,

convirtiéndonos en lo que nunca podremos ser.

LIBRO III

Huellas en la arena

El ejército de Fistandantilus prosiguió su avance hacia el sur, llegando a Caergoth cuando las últimas hojas se desprendían de los árboles y la gélida mano del invierno se cernía sobre la tierra.

La orilla del Mar Nuevo detuvo a la tropa, pero Caramon, sabedor de que tendría que atravesarlo, había forjado ciertos planes de antemano. Tras dejar al mando del grueso de sus seguidores a su hermano y sus subordinados de confianza, el general condujo a un destacamento de sus hombres mejor adiestrados hasta el mar. La acompañaban asimismo todos los herreros, leñadores y carpinteros que se habían unido a él durante la larga marcha.

Estableció el guerrero su cuartel general en la ciudad de Caergoth. Eran innumerables las ocasiones en que había oído mencionar este puerto en su vida anterior, o quizá debería decirse futura. Tres siglos después del Cataclismo, el lugar se convertiría en un burgo costero bullente de animación, próspero y alegre. Ahora, sin embargo, cuando acababan de cumplirse cien años de la caída de la montaña ígnea sobre Krynn, Caergoth era sinónimo de desconcierto. De ser una comunidad de granjeros en medio de los llanos de Solamnia, había pasado a recibir la inesperada visita del mar y, claro, sus habitantes luchaban contra lo que se les antojaba una terrible amenaza.

Al contemplar desde un punto elevado el lugar donde se terminaban las calles, un abrupto acantilado que caía aplomado hasta las lejanas y recientes playas, Caramon pensó en Tarsis. La hecatombe había privado a esta última ciudad del mar, dejando las embarcaciones embarrancadas en la arena cual peces moribundos, mientras que aquí el oleaje cubría los que en un tiempo fueran campos de cultivo.

El hombretón recordó con añoranza las naves varadas de la antigua urbe, al advertir que en Caergoth apenas había unas pocas, del todo insuficientes para sus necesidades. Ordenó a algunos de sus soldados que recorrieran la franja litoral en ambos sentidos y adquirieran o requisaran, de hallar oposición, cuantos barcos pudieran hacerse a la mar, contratando también a sus respectivas tripulaciones. Obedientes a su mandato, los enviados regresaron a Caergoth a bordo de desvencijados cascarones, que los artesanos remozaron y armaron de tal manera que fueran capaces de transportar pesadas cargas en la travesía del Estrecho de Schallsea, rumbo a Abanasinia.

Caramon recibía cotidianamente noticias sobre los progresos de los ejércitos enaniles, de cómo había fortificado Pax Tharkas, cómo habían importado mano de obra —enanos gully, por supuesto— para trabajar sin descanso en las minas y fraguas donde, día y noche, se confeccionaban pertrechos que luego eran llevados a Thorbardin en sólidos carros, a fin de engrosar los arsenales ocultos en la montaña.

Los emisarios de los Enanos de las Colinas y los bárbaros no sólo le informaron acerca de sus rivales. El general averiguó que se había producido una gran concentración tribal en Abanasinia, cuyos moradores optaron por arrinconar sus feudos para luchar juntos en pro de la supervivencia. Sus pequeños aliados le comunicaron también que, al igual que sus primos, estaban manufacturando nuevas armas con el concurso de legiones gully, dedicados en exclusiva a esta tarea.

Caramon decidió incluso solicitar la ayuda de los elfos, mediante una discreta misiva a su cabecilla. Tal empeño le causó una sensación extraña, ya que el dignatario a quien dirigió sus súplicas no era otro que Solostaran, el Orador de los Soles, quien había muerto unas semanas antes en su propio tiempo. Raistlin se mofó de su intento de inducir a los qualinesti a guerrear, conocedor de la respuesta. Mas, pese a su aparente desdén, el archimago abrigaba secretas esperanzas, alimentadas en las largas horas nocturnas, de que esta vez su actitud fuera distinta.

No fue así, los mensajeros del general no tuvieron ni siquiera la oportunidad de entregar el pergamino. Antes de que desmontaran de sus caballos, surcó el aire una lluvia de zigzagueantes flechas, que, al clavarse en el suelo, formaron un mortífero círculo en su derredor. Los atacados otearon los bosques de álamos que configuraban la zona y vieron a centenares de arqueros, todos ellos con la cuerda tensa y un dardo presto a traspasarles. No intercambiaron el menor diálogo. Tuvieron que regresar sin más contestación que uno de aquellos proyectiles de inequívoco significado.

No sólo el hecho de invocar el auxilio de un elfo muerto provocaba en el luchador sentimientos desestabilizadores; la guerra misma lo abrumaba como algo que escapaba a su voluntad. Al recapacitar sobre lo que había oído discutir a Raistlin y Crysania, el hombretón sospechó que todas sus acciones ya habían sido realizadas con anterioridad. Tal pensamiento se le antojó una pesadilla, se transformó en una obsesión no menos pavorosa que la de su gemelo, aunque sus motivos eran distintos.

«Es como si la argolla de hierro que ceñía mi cuello en Istar volviera ahora a apretarlo —reflexionó una noche en la posada de Caergoth, donde había ocupado posiciones—. Soy un esclavo, lo mismo que entonces, si bien la situación ha empeorado. En el circo tenía, al menos, albedrío para elegir mi propio destino. De haberlo querido, en mi época de gladiador me habría bastado con hundir en mi carne la espada de adiestramiento y poner fin a mi vida. Ahora, por el contrario, no se me ofrece esta alternativa. »

Tan singular concepto, que le privó del reparador sueño durante numerosas veladas, poseía una cualidad terrorífica en su misma imprecisión. No era capaz de concretarlo, pese a su punzante realidad, y a nadie podía consultar. Le habría gustado comentarlo con su hermano, pero éste se hallaba en el campamento interior al mando del ejército y, por otra parte, aunque hubieran estado juntos habría rehusado departir sobre una cuestión tan espinosa.

Raistlin, en este lapso de espera, había recuperado a ojos vistas sus energías. Tras formular los hechizos que consumieran la aldea del valle hasta volatilizarla en una inmensa pira funeraria, el archimago permaneció dos días en estado comatoso. Al despertar de su letargo febril, anunció que tenía hambre y, en las horas siguientes, ingirió más alimento del que en otra circunstancia habría tolerado en varios meses. Se esfumó la tos, nuevas capas de carne revistieron sus huesos y, en definitiva, se restablecieron sus fuerzas.

Sin embargo, tales progresos no mitigaron sus pesadillas. Hasta tal punto le atormentaban que sus poderosas pociones se revelaron inútiles.

Dormido o despierto, un único problema azuzaba la mente del hechicero. Si lograba descubrir el error fatal de Fistandantilus, quizá lo enmendaría.

Un sinfín de proyectos se dibujaron en su imaginación. Incluso acarició la idea de viajar a su verdadero presente para investigar, pero, tras meditarlo mejor, desistió. Si incendiar un pueblo le había sumido en una fatiga inenarrable, un desplazamiento mágico supondría el descalabro absoluto de su salud. Además, mientras en su tiempo sólo transcurrían dos días —los necesarios para recobrarse del periplo—, en esta era pasarían varios eones. Y, por último, aunque regresara, no estaría en condiciones de enfrentarse a una adversaria como la Reina de la Oscuridad.

Cuando, desesperado, abandonaba sus intentos, obtuvo la anhelada respuesta.

1

Confrontación de poderes

Raistlin alzó la cortinilla de la tienda y salió al exterior. El centinela que estaba de servicio se sobresaltó e, incómodo, hizo un torpe movimiento. La presencia del archimago siempre crispaba los nervios, incluso los de su guardia personal, ya que no se le oía venir, parecía materializarse de la nada. La primera muestra de su proximidad era el contacto de unos dedos ardorosos en el brazo del soldado al que pillaba desprevenido, un siseo apenas articulado o, también, el crujir de sus negras vestiduras.

La tienda del hechicero era espiada con sobrecogimiento, con la temerosa fascinación que provocan los fenómenos de ultratumba, aunque nadie había visto dimanar prodigios de su urdimbre. Eran muchos, inevitablemente, los que la vigilaban con la remota esperanza de asistir a la rebelión de un monstruo de los abismos frente a su arcano dueño. ¡Cuánto placer habría causado a los imaginativos niños contemplar cómo semejante criatura deambulaba entre rugidos por el campamento, devorando a quien se interpusiera en su camino hasta que ellos lo domesticasen sin más armas que un pan de jengibre!

Nunca sucedió un hecho de esta índole. El archimago, al sobreponerse de su quebranto físico, incrementó el predominio que su misterio le confería ante la plebe sin necesidad de exhortar a los entes de las tinieblas. Alimentó sus fuerzas, las conservó con sumo celo.

«Esta noche será diferente —pensó, entre suspiros y gruñidos—. Pero no puedo alterar los acontecimientos. »

—Centinela —murmuró.

—¿M... me has llamado, señor? —balbuceó el interpelado.

Estaba, además de asustado, perplejo. El gran maestro rara vez se dignaba hablar con alguien, menos aún con un simple soldado.

—¿Dónde está Crysania?

El guardián no acertó a reprimir la mueca que retorció su labio al contestar que la «bruja» se encontraba en la tienda del general Caramon, pues se había retirado temprano.

—¿Mando a alguien en su busca, señor? —ofreció a Raistlin con tan tangible resquemor, que éste no pudo evitar que esbozar una sonrisa, aunque cuidó de disimularla entre las sombras de su capucha.

—No —susurró el nigromante, meneando la cabeza como si le complaciera esta información—. Y mi hermano, ¿tienes noticias de él? ¿Cuándo está previsto que regrese?

—El general Caramon nos ha comunicado a través de un mensajero que llegará mañana —explicó el aludido sin saber a qué atenerse, pues estaba convencido de que el mago no ignoraba la inminente vuelta de su gemelo y le extrañaba tal pregunta—. Debemos aguardar aquí su venida y, al mismo tiempo, recoger los abastos. Los primeros carromatos arribaron esta tarde, señor, y el resto de la caravana se presentará poco después del alba. —Se interrumpió en su discurso, asaltado por una súbita idea—. Si quieres dar alguna contraorden, llamaré de inmediato al capitán de la guardia, maestro.

—No, nada de eso —se apresuró a atajarlo Raistlin en actitud tranquilizadora—. Lo único que deseo es asegurarme de que no seré importunado esta noche, por nada ni por nadie. ¿Está claro...? Lo siento, no recuerdo tu nombre.

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