—No sé adonde quieres ir a parar, Tenny.
—A la fabricación de un producto permanente que sustituya, digamos, a los pañuelos de celulosa. He realizado una pequeña investigación sobre el tema. Antes existían; eran de tejido lavable. Habría que promocionarlos como artículo de lujo, ¿no te das cuenta? Un detalle distinguido, de prestigio personal.
—Pero con ello se pierde el negocio de repetición —contestó dubitativa—. Es decir, si son permanentes...
—Permanentes solo hasta el punto que el cliente quiera conservarlos —repliqué agitando la cabeza—. La clave del asunto es la moda. El primer año los promocionamos cuadrados. El siguiente, triangulares; luego, con diferentes diseños, estampados, colores, tal vez incluso con bordados. Las cifras demuestran que hay más beneficios con este tipo de productos que con los desechables.
—No es mala idea, Tenny —reconoció colocando ante mí una taza de aquel peculiar café. Debo admitir que no tenía mal sabor.
—Y eso es sólo una campaña de poca monta —dije después de tomar el primer sorbo—. Tengo preparadas otras importantes, muy importantes. Val Dambois me robó la idea de los grupos de sustitución, pero sólo las cuatro coordenadas principales.
—¿Hay algo más referente a esa campaña? —preguntó mirando al reloj de pulsera.
—¡Claro que sí! Nunca me dejaron desarrollarla por completo. Mira, después de formarse los grupos, los socios tienen la obligación de enrolar a otros nuevos. Por cada nuevo socio que se consiga, se obtiene una comisión. Digamos que un socio recluta a diez, cada uno de los cuales paga cincuenta dólares al año; como la comisión es del diez por ciento por cada uno, con eso ya tiene pagada su cuota anual.
—Para fomentar la expansión parece buena idea —concedió frunciendo los labios.
—¡No es sólo para fomentar la expansión! —repliqué—. Verás, ¿cómo se recluta a los nuevos socios? Pues dando una fiesta en casa. Se invita a los amigos. En la fiesta se les agasaja con comida, bebida y pequeños regalos. Los regalos, desde luego, los vendemos nosotros. Y luego —añadí efectuando una profunda inspiración—, lo mejor de todo es que el socio que consigue enrolar a varios nuevos, además de la comisión, asciende dentro de la jerarquía de la asociación. Se convierte en jefe de grupo, lo cual significa que la cuota, en lugar de ser de cincuenta dólares al año, aumenta a setenta y cinco. Si recluta a veinte nuevos socios se convierte en consejero; cuota, cien dólares. Si consigue treinta, pasa a ser, qué sé yo, gran maestro de la orden en posesión de la cruz del mérito, o algo así. Como verás, nosotros siempre llevamos la delantera, de modo que por más socios nuevos que reclute, la mitad del dinero revierte para la agencia y desde luego somos nosotros quienes vendemos las insignias, distintivos y demás mercancías que acompañan a los ascensos.
Me hundí en mi asiento saboreando el café y observando atento la expresión de la cara de Mitzi. Era una expresión enigmática; de momento creí que de admiración, pero al cabo de un instante ya no estuve tan seguro.
—Tenny —exclamó con un suspiro—, eres un verdadero propagandista comercial, perseverante y leal a tu profesión hasta la médula de los huesos.
Esas palabras minaron la resistencia que el hábito y la educación habían prestado a mis reflejos. Deposité la taza de café con tal violencia que la mitad del contenido se derramó en el plato. Una vez más escuché las palabras que salían de mis labios y aunque no había proyectado decirlas, una vez más admití que eran verdad.
—No, Mitzi, no lo soy. No soy perseverante ni leal a nada. Creo que deseo volver al mundo de la publicidad porque algo me dice vagamente que debo desearlo. En realidad lo único que deseo...
Y me interrumpí porque temí terminar la frase con las palabras «eres tú»... y porque además noté que me temblaba la voz.
—Quisiera —exclamé desesperado, reflexionando empero un instante antes de añadir—: Quisiera que este mundo en que vivimos fuese distinto.
¿Qué podía significar esa exclamación mía? Me apresuro a aclarar que no huelga tal pregunta, puesto que ni pude contestarla entonces ni consigo hacerlo ahora; sólo sé que el corazón me impulsó a decir algo que la mente no había ni siquiera considerado. Creo sinceramente que poco importa el significado de la pregunta. Lo importante eran los sentimientos, que alcanzaron a Mitzi con toda su fuerza.
—Tenny, por favor —murmuró bajando los ojos. Cuando los levantó, me miró fijamente unos instantes antes de añadir, curiosamente, tanto para ella como para mí—: ¿Sabes que por las noches no me dejas dormir?
—Mitzi, no tenía idea... —repliqué desconcertado.
Ella ignoró mi interrupción y prosiguió diciendo por lo bajo:
—Es una locura. Eres un propagandista comercial de pura cepa. Claro que ahora, que estás en la miseria, piensas cosas que pocos meses atrás ni se te hubieran ocurrido, pero eso no impide que seas un maldito propagandista comercial.
Sin pretender iniciar una pelea pero, eso sí, defendiendo mi postura, repliqué:
—Sí, Mitzi, soy un publicitario —extrañado de que ella, en contra de su costumbre, empleara tan despectivo lenguaje.
Escaso efecto obtuvo mi réplica.
—Cuando era pequeña, mi padre siempre me decía que cuando me enamorase sería una calamidad. Siempre me repetía que anduviese con cuidado porque de cierto tipo de hombre no sabría defenderme. Cuántas veces lamento no haber hecho caso de sus consejos.
Sentí que el corazón me saltaba en el pecho.
—Mitzi —exclamé con voz enronquecida, tendiendo la mano para tomar la de ella.
No llegué, sin embargo, a tocarla. Sin brusquedad alguna pero con la suficiente rapidez para que mi mano no llegase a rozarla, se puso de pie y retrocedió.
—Quédate aquí, Tenny —me ordenó con toda calma mientras desaparecía hacia su dormitorio.
Oí cerrase la puerta, deslizarse el pestillo y al cabo de un instante el sonido de la ducha, mientras observaba distraído los peculiares gustos de Mitzi en cuanto a decoración, preguntándome qué tendría de atractivo el cuadro de Venus que adornaba la pared, cavilando cuál sería el sentido de las palabras que Mitzi acababa de pronunciar.
A pesar de que me concedió tiempo sobrado para descifrar el enigma, no conseguí resolverlo. Regresó vestida para salir, bien peinada, maquillada, convertida enteramente en otra persona.
—Tenny —me dijo sin preámbulos—, escúchame bien. Creo que estoy loca y estoy segura de que esto va a causarme problemas pero quiero decirte tres cosas. Primero, no me interesan lo más mínimo tus ideas para promocionar nuevos productos ni tus mejoras a la campaña de Consumidores Anónimos. La agencia que dirijo no se dedica a proyectos de este tipo. Segundo, en este momento no puedo hacer nada por ti. Probablemente aunque pudiera echarte una mano no debería hacerlo; es posible que dentro de un par de días recupere el juicio y decida que no quiero verte nunca más, pero en este momento en nuestras oficinas no hay espacio para otro publicitario, y en mi vida tampoco. Y tercero... —añadió tras vacilar y encogerse de hombros—, tal vez haya algo que podamos discutir dentro de unos días, Tenny. Se trata de Intangibles, una campaña política, algo muy especial que ha de mantenerse en absoluto secreto, tanto que ni debería hablarte de ello. A lo mejor nunca se lleva a la práctica, porque antes es preciso solventar una serie de dificultades, entre otras la de encontrar un local donde organizar la campaña; ya te he dicho que se trata de un proyecto realmente secreto. Y aun así, es posible que luego decidamos que el momento no es el adecuado para llevar a cabo dicho proyecto. Todo eso te lo digo para recalcar lo incierto del asunto, Tenny, pero si decidimos ponerlo en práctica, es posible, aunque no te aseguro nada, que pueda encontrar un sitio para ti. Llámame dentro de una semana.
Y avanzó enérgica hacia mí. Con inmensa ternura en los ojos tendí la mano hacia Mitzi pero ella se apartó, depositó en mi mejilla un beso firme y casto y se dirigió a la puerta.
—No bajes conmigo —me ordenó—. Espera diez minutos antes de salir. —Y se marchó.
Aunque las cuadradas pastillas verdes parecían ejercer un efecto clarificador sobre mis pensamientos, no iluminaron en absoluto la maraña de reflexiones que suscitó el comportamiento de Mitzi. Una y otra vez, dando vueltas inquieto en el saco de dormir, mientras los críos lloriqueaban y los padres roncaban o se peleaban en voz baja en la misma habitación, repetía mentalmente todas las palabras de nuestra conversación. No lograba comprender el sentido. No acertaba a descifrar qué sentía Mitzi por mí: casi había pronunciado la palabra «amor», aunque, desde luego, no había dado el menor paso para hacerlo. Cada vez me sentía más confuso. La Mitzi de Venus, que no tenía para mí más secretos que los estrictamente concernientes a la agencia y a quien me uniera una relación tan libre, despreocupada y carnal, no encajaba en absoluto con la imprevisible y cada vez más misteriosa Mitzi de la Tierra.
No entendía nada, salvo una cosa que me quedó claramente grabada en la memoria. De modo que al día siguiente, al terminar el turno en la fábrica de ojetes y arandelas, me lavé, me peiné y me presenté en la garita de vidrio, sede de la oficina del director. Semmelweiss no estaba solo; el hombre que le acompañaba acostumbraba a visitarle al menos una vez por semana y, en general, prolongaba la visita hasta el punto de salir a comer juntos y regresar después dando bandazos a consecuencia de los tres martinis ingeridos. Sabía perfectamente de qué estaban hablando: de nada. Tosí, pues, discretamente desde la puerta.
—Dispense, señor Semmelweiss —dije.
Me lanzó una mirada destinada a fulminar al osado que se atrevía a interrumpir tan importante reunión.
—¡Espere un momento, Tarb! —ladró y continuó hablando con su amigo.
El tema de la importante reunión eran los respectivos vehículos que poseían.
—¿Aceleración, dices? Escucha, yo tenía un viejo Ford con propulsión externa, el primer coche que tuve, de segunda mano, un verdadero cacharro, pero al caer el verde en un semáforo, sacaba el pie derecho y arrancaba como una flecha. No me alcanzaban ni los taxis-triciclos.
Volví a toser. Semmelweiss, desesperado, alzó los ojos al cielo y volviéndose hacia mí me espetó:
—¿Por qué no está usted en su sitio, Tarb?
—He terminado el turno, señor Semmelweiss. Quería preguntarle una cosa.
—Vaya —replicó mirando a su amigo y enarcando las cejas con desprecio, desprecio hacia mí, que en tiempos poseyera una bicicleta propulsada con baterías—. Dígame ya qué es lo que quiere.
—Es sobre el espacio vacío que hay en los pisos de arriba, señor Semmelweiss. Conozco a alguien que pudiera estar interesado en alquilarlos. Se trata de una agencia.
—¡Vaya por Dios, Tarb! —exclamó con los ojos saliéndose de las órbitas—. ¿Cómo no me lo ha dicho antes?
A partir de aquel momento todo anduvo sobre ruedas. Claro que podía enseñarles el local a Mitzi y a Haseldyne. Desde luego que podía faltar al trabajo a la mañana siguiente para traerles aquí. Evidentemente que había hecho bien en interrumpirle, claro que sí, Tarb, para una cosa así en cualquier momento. Todo era fácil, todo funcionaba a las mil maravillas... todo menos yo y las múltiples inquietudes, enigmas y temores que me asaltaban sin cesar y a los que no lograba ni siquiera poner nombre.
Cuando por fin conseguí hablar con Mitzi por teléfono se mostró sumamente irritada, como si se reprochase por haberme dado aliento, cosa que, estoy seguro, era lo que le ocurría. Empezó a poner objeciones y a vacilar, hasta que al fin reconoció que, efectivamente, me había dicho que necesitaban un local adecuado y secreto. De todos modos, tendría que comunicárselo a Des Haseldyne para que diera su aprobación.
No obstante, cuando siguiendo sus instrucciones volví a telefonearla al cabo de diez minutos, me dijo terminante:
—Salimos ahora mismo para allá.
Salí a recibirles a la puerta de la fábrica. Les vi llegar por la sucia acera que bordeaba el edificio. Haseldyne parecía mucho más irritado de lo que sonara Mitzi por teléfono.
—Hola, Des —le dije cortés tendiéndole la mano.
Ignoró mi gesto de saludo y extremó su descortesía declarando sin el menor rastro de cordialidad en la voz:
—Tienes un aspecto atroz —para añadir acto seguido—: ¿Dónde está esa madriguera que quieres vendernos?
—Por aquí, tengan la bondad —contesté con palabras de acomodador e intensificando esa actitud haciéndoles pasar con una leve reverencia.
No les dije que procuraran no mancharse a causa de la suciedad. Ya se las apañarían. No me excusé por el estado de abandono del local, ni por las toses, ladridos y ametrallamientos de las máquinas que escupían sus millones de ojetes y arandelas por hora, ni por el seboso saludo de Semmelweiss desde su garita, ni por el mal olor, ni por el barrio. No me excusé por nada. Que tomaran la decisión ellos mismos. Yo no iba a pedir limosna.
Una vez en el piso de arriba las cosas mejoraron. Esos antiguos edificios estaban construidos con solidez, y a pesar de oírse las máquinas, su sonido era un rumor distante y no desagradable. Y aunque los fluorescentes seguían parpadeando con molesta perseverancia y el polvo hacía carraspear y estornudar a Mitzi, ninguno de los dos parecía advertir esos detalles. Les interesaban más las escaleras de incendios, el montacargas y los numerosos portillos de emergencia que llevaban decenios sin abrirse.
—No puede negarse que abundan las entradas y salidas —comentó Desmond con escasa gracia.
Asentí mecánicamente, sin enterarme en realidad de su comentario. Estaba absorto en mis propias reflexiones. Era curioso. Me hallaba en la misma estancia que Mitzi y sin embargo me sentía más lejos de ella que nunca. Supuse que debía ser consecuencia de la tensión y la fatiga sufridas en las últimas semanas. Las pastillas se cobraban un alto precio y a pesar de que la pérdida de peso había disminuido, no se había detenido y el insomnio seguía privándome de descanso. De todos modos, intuía que había algo muy extraño...
—¡Tarb! —vocifero Haseldyne malhumorado—. ¿Estas dormido o qué? Te he preguntado cómo está esto de transportes.
—¿Transportes? —repetí mientras empezaba a enumerar contando con los dedos—. Vamos a ver, hay dos líneas de metro, la línea de autobuses norte-sur, los autobuses del centro, el cinturón periférico si se viene en vehículo privado v los taxis-triciclo, claro.