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Authors: Frederik Pohl

Tags: #Ciencia Ficción

La guerra de los mercaderes (28 page)

BOOK: La guerra de los mercaderes
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Salí del despacho dejando en él al iracundo Haseldyne, sintiéndome tan próximo al bienestar como no me había sentido en muchos meses. Aquella misma tarde salí de compras y me gasté un buen pellizco del anticipo en ropa nueva. Elegí todas las prendas con ilusión y esmero, como si estuviese seguro de seguir con vida para poder lucirlas.

Cuando a la mañana siguiente recibí aviso de presentarme en el despacho de Mitzi, me recibió ella en persona. Tenía los ojos enrojecidos, como de haber dormido mal, y las líneas gemelas del ceño más acentuadas que nunca. Me señaló en silencio una butaca, oprimió el botón que accionaba la cortina de seguridad y apoyando los codos en la mesa y la barbilla en las manos se quedó mirándome fijamente. Al cabo de un rato dijo:

—¿Cómo he podido meterme en este lío contigo, Tenny?

—Será que tengo suerte —le contesté con un guiño.

—¡No te hagas el gracioso! —me espetó—. Nunca lo he querido. Yo no quería ena... ena... —realizó una profunda inspiración y se forzó a decir—: enamorarme de ti, maldita sea. ¿Te das cuenta de lo peligroso que es?

Me puse de pie y la besé en la frente antes de responder con absoluta seriedad:

—Me doy tanta cuenta, Mits, que creo que no vale la pena preocuparnos.

—¡Siéntate en tu sitio! —me gritó. Pero luego, ablandándose al ver que me retiraba a mi butaca, me dijo—: No es culpa tuya que mis glándulas se hayan trastornado. No quiero hacerte daño. Pero de antemano te digo, Tenn, que si alguna vez me viera en la situación de tener que escoger entre ti o la causa...

Alcé la mano interrumpiéndola.

—Ya lo sé, Mits. Nunca llegará ese momento. Ya verás, Mitzi, te alegrarás de tenerme a tu lado, porque sinceramente sois un par de botarates que no tenéis ni idea de manejar lo que os traéis entre manos.

Mirada dura. Luego ya más taciturna replicó:

—Es verdad. Este asunto nos repugna demasiado para dirigirlo con eficacia. Si tú con tus conocimientos y experiencia pudieras ayudarnos...

—Lo haré. Sabes que puedo y quiero hacerlo.

—Sí —contestó como de mala gana—, me figuro que sí. Le dije a Des que lo del material límpico era una excusa insostenible pero él no quería de ninguna manera informarte de nuestro de nuestro verdadero proyecto. Muy bien. Asumo toda la responsabilidad. Nuestro objetivo es político y vas a ser tú quien se encargue de llevarlo a cabo. Serás tú quien dirija la campaña, bajo mi supervisión y la de Des.

—Muy bien —contesté con entusiasmo—. ¿Aquí? O...

—Al menos de momento tendrá que ser aquí —respondió bajando los ojos—. ¿Alguna pregunta?

En realidad, la primera pregunta era por qué iba a tener que realizarse aquí en lugar de en la fábrica de ojetes y arandelas, pero como me daba la impresión de que era una de las que Mitzi no parecía dispuesta a contestar, respondí con lentitud:

—Si pudieras empezar por informarme de qué es exactamente lo que os proponéis...

—Desde luego —me contestó como si en vez de eso le hubiese rogado que me indicase dónde se hallaban los aseos—. En líneas generales nuestro propósito es hundir la economía de la Tierra, para lo cual hemos decidido asumir el poder a través de los gobiernos.

Asentí con la cabeza esperando la frase siguiente que acabaría de aclarar el asunto.

—¿Cómo dices? —pregunté al ver que no llegaba ninguna frase más.

—Los gobiernos —repitió con firmeza—. Te sorprende, ¿verdad? Evidente, y sin embargo no se le ha ocurrido a ningún maldito propagandista comercial, ni siquiera a los conservaduristas.

—¡Pero Mits! ¿Para qué queréis asumir el poder a través de los gobiernos? Nadie hace el más mínimo caso de esos monigotes. El verdadero poder lo detentan las agencias.

—Efectivamente, de hecho es así. Pero de derecho, el gobierno juega todavía un papel preponderante. Las leyes nunca se han cambiado. Lo que ocurre es que sencillamente las agencias son los amos de quienes las promulgan. Estos reciben instrucciones que jamás se cuestionan. La única diferencia será que ahora los amos seremos nosotros. Los monigotes seguirán recibiendo órdenes, las nuestras, y lo que ordenemos sumirá a este planeta en la peor y más profunda depresión jamás conocida en la historia de la humanidad. ¡Y entonces veremos quién se atreve a seguir burlándose de Venus!

La miré con los ojos saliéndoseme de las órbitas. Era la idea más descabellada que había oído en mi vida. Aun suponiendo que diese resultado, y toda la sabiduría convencional se conjuraba para convencerme de lo contrario, ¿era eso lo que yo deseaba? ¿Una depresión económica? ¿Desempleo masivo? ¿La destrucción de cuanto me habían enseñado a respetar?

Y sin embargo, la humildad me forzaba a planteármelo, ¿quién era yo, fracasado y drogadicto, para atreverme a formular críticas? Bien sabía Dios que en la vorágine de los últimos meses mis principios habían sufrido tales conmociones, tales sacudidas que no podía afirmar estar seguro de nada. Me sentía vacilante, mientras que Mitzi era la seguridad personificada.

De todos modos, intenté tantearla diciendo:

—Escúchame, Mits. Como muchas de nuestras costumbres te son desconocidas...

—¡Desconocidas, no! —replicó furiosa—. ¡Corrompidas! ¡Criminales! ¡Malsanas!

Abrí las manos, indicando con mi gesto que no quería discutir, deseo sincero porque en el fondo era consciente de poder cambiar de opinión respecto al tema que discutíamos.

—El nudo de la cuestión es ¿qué garantías tienes de que el plan vaya a dar resultado?

—¿Acaso nos tienes por bárbaros y analfabetos? —replicó con fiereza—. Se han estudiado todos los detalles e incluso se han ensayado centenares de veces. En el proyecto han colaborado las mentes más preclaras de Venus, psicólogos, antropólogos, ideólogos, políticos, estrategas... aunque en realidad —añadió sombría—, no, no tenemos garantías de que funcione. Pero es lo único que nos parece que podría funcionar.

Me apoyé en el respaldo de la butaca y me quedé contemplando a la atrevida dama de mis pensamientos. De modo que a eso me había comprometido: a una conspiración gigantesca y mortífera, proyectada por intelectuales y dirigida por fanáticos. Era como una farsa desesperada, un imposible saínete, sólo que su significado borraba lo cómico de la situación: traición, incumplimiento de contrato, prácticas comerciales ilícitas. Si las cosas salían mal, mi futuro más risueño era un viaje de regreso a la Colonia Penal Polar, pero esta vez del otro lado de las rejas.

La expresión que iluminaba el rostro de Mitzi podía equipararse a la que debió inflamar al de Juana de Arco. Con los ojos levantados al cielo emanaba un ferviente resplandor que tornaba las bronceadas facciones en oro puro, cálido, hondas las líneas gemelas del ceño...

—Cirugía plástica, supongo —murmuré.

Salió del éxtasis en que se hallaba sumida, me miró encolerizada (reforzadas las arrugas del ceño con otras auténticas), y frunció los labios.

—Sí, Tenny, claro que hubo cirugía plástica. Me parecía relativamente poco a Mitsui Ku.

—Ya —dije asintiendo con la cabeza—, ya me lo figuraba. Así que la idea era —añadí en tono despreocupado— matarnos a los dos en la estación de tranvías, ¿verdad? Y luego anunciar que tras ímprobos esfuerzos y gracias a la habilidad de los cirujanos venusianos habíais conseguido salvar al menos a Mitzi, ¿no es eso? Sólo que en realidad Mitzi serías tú.

—Algo así —contestó con voz enronquecida.

—Ya. Dime —le pregunté con interés—, ¿cuál es tu verdadero nombre?

—¡Tenny, por favor! ¿Qué importa eso? —Calló unos instantes malhumorada y luego dijo—: Sofía Yamaguchi, suponiendo que importe.

—Sofía Yamaguchi —repetí paladeando el nombre. No tenía buen sabor—. Creo que seguiré llamándote Mitzi, si te da igual.

—¿Si me da igual? ¡Soy Mitzi Ku! Pasé siete meses ensayando a diario para convertirme en ella, estudiando las filmaciones, imitando sus gestos, memorizando su pasado. Hasta logré engañarte a ti. Ahora ya casi ni recuerdo a Sofía Yamaguchi. Fue Sofía la que murió en vez de...

Se interrumpió bruscamente.

—Deduzco, pues, que Mitzi ha muerto —dije.

—Pues... sí, ha muerto —contestó la falsa Mitzi de mala gana—. Pero no murió en el accidente del tranvía. Y créeme, Tenny, me alegro de que no muriera entonces. Aunque te cueste creerlo, no somos una panda de asesinos, ¿sabes? No queremos hacer daño a nadie, innecesariamente, sólo que la realidad objetiva de la situación... En fin, a Mitzi la apartaron de la circulación para someterla a un período de reeducación.

—Ah, ya —dije asintiendo con la cabeza—. El Antioasis.

—¡Claro que la llevaron allí! Y la hubieran tratado con toda deferencia. O se hubiera adaptado a nuestra forma de pensar, o hubiera seguido con vida aunque separada del mundo. Pero intentó escapar y se le terminó la reserva de oxígeno en el desierto. Tenny —añadió con seriedad—, no fue culpa de nadie.

—No recuerdo haber dicho que fuese culpa de alguien —declaré—. Bueno, hablando de lo que quieres que haga...

Pensándolo bien, creo que en el fondo nada es nunca culpa de nadie, o por lo menos nadie piensa que lo sea. Al final todo se reduce a hacer lo que se tiene que hacer.

Y, sin embargo, al regresar aquella noche a Bensonhurst, iba mirando las caras tristes y fatigadas de los consumidores que volvían a sus casas después de una dura jornada de trabajo, con el telón de fondo de las sucias paredes de los túneles, las mortecinas bombillas que quedaban atrás con un fugaz parpadeo, el viento pegajoso alborotándonos los cabellos. Y me preguntaba si realmente quería aumentar las dificultades de la ya ardua existencia de aquellos seres. Hundir la economía de la Tierra no era una abstracción; significaba hechos concretos, la pérdida concreta del puesto de trabajo de un oficinista o de un guardia de tráfico, la reducción concreta del presupuesto alimenticio de la familia con quien me alojaba. Claro que yo no albergaba duda alguna de la injusticia que cometía la Tierra al sabotear y tratar de dominar a Venus, por lo cual lo justo era unir fuerzas con Mitzi, es decir la falsa Mitzi, y poner fin a tanta perfidia. Pero ¿qué grado de perfidia era el correcto para conseguir aquel fin justo?

A todos mis problemas, preocupaciones y dilemas no quería añadir el único que todavía no me torturaba: el sentimiento de culpabilidad.

Y, sin embargo...

Sin embargo, llevé a cabo la tarea que Mitzi me había encomendado. Y con extraordinaria eficiencia.

—Tu tarea, Tenny —me ordenó— va a ser preparar las elecciones. No te metas en situaciones complicadas ni intentes introducir principios o convicciones en las campañas. Limítate a utilizar tus malditos conocimientos publicitarios para lograr que gane nuestro pueblo.

De acuerdo, Mitzi. Así lo hice, utilizando a fondo todos mis conocimientos y experiencia y procurando al mismo tiempo no sentirme condenado. Uno de los técnicos que Mitzi había robado al marcharse de Taunton, Gatchweiler y Schocken era mi antiguo acólito, Dixmeister. Le habían ascendido, porque ocupaba mi puesto, y se mostró alicaído pero resignado al enterarse de que le había tocado descender. Se animó, no obstante un poco, al comunicarle yo que esta vez disfrutaría de mayor autoridad; le dejé organizar a su modo las sesiones de Reparto e incluso seleccionar a la primera criba de posibles intérpretes. No le dije que yo supervisaba desde mi oficina las entrevistas de selección por el circuito cerrado de televisión. No fue necesario; habiendo disfrutado el pobre de mi adiestramiento, he de reconocer que se las arreglaba muy bien.

Yo, por mi parte, tenía cosas más importantes en que concentrarme. Necesitaba temas, eslogans, combinaciones de palabras que significasen mucho o poco (ese detalle era irrelevante), pero que fuesen cortos y fáciles de recordar. Puse a trabajar en ello a todo el departamento de investigación, desenterrando todos los lemas y eslogans utilizados en todas las campañas políticas de la historia, que inundaron la pantalla de mi ordenador. «El Gran Reto.» «Juego Limpio.» «La Mayoría Moral.» «El Hombre Olvidado.» «Sangre, Sudor y Lágrimas.» «Libremos al Pueblo Americano de la Opresión del Gobierno.» «Cuba a noventa millas de distancia.» «Quiero luchar en Corea.» «Publicidad Verdadera», en fin, no, ése no sonaba exactamente como tenía que sonar. «Estafas, no gracias», ése no había dado resultado. «Guerra contra la Pobreza», mejor, aunque a la vista estaba que no se había ganado la guerra. Los había a centenares. La mayoría de ellos, desde luego, no tenían relación alguna con el mundo en que vivíamos. ¿De qué servía actualmente proclamar «Consumir es cosa de Todos»?, pero como les decía yo a mis ayudantes, lo importante no es lo que dice un eslogan sino lo que la gente recibe de él a través del subconsciente. Era un trabajo duro y lento, dificultado por la circunstancia de sentir que me faltaba algo. Me faltaba la convicción de que ganar la partida era un fin en sí mismo. En este caso lo era, Mitzi así me lo había dicho. Pero yo no lo sentía.

De todos modos, confeccioné algunas maravillas y llamé a Dixmeister para que me diera su opinión. Cuando las vio en la pantalla, minuciosamente caligrafiadas por el departamento artístico y acompañadas por la música y fondo multisensual elegidos por el departamento de producción, permaneció boquiabierto y presa de un evidente desconcierto.

—¿«Manos fuera de Hiperión»? Magnífico, señor Tarb —declaró automáticamente, para añadir con un leve titubeo—, pero ¿no es más bien lo contrario? Es decir, muestra intención no es perder el mercado de Hiperión, ¿no es verdad?

—No son nuestras manos las que han de quedarse fuera, Dixmeister —repliqué con afabilidad—, son las de los venusianos. Queremos que los venusianos dejen en paz a Hiperión.

Sus dudas se disiparon.

—Es una obra maestra, señor Tarb —comentó extasiado—. Y este otro: «Libertad de Información»; con ello queremos decir que no ha de existir censura para la publicidad, ¿no es cierto? ¿Y «Libremos al Pueblo de la Opresión del Gobierno»?

—Significa que debe abolirse el precepto de señalizar mediante carteles las zonas comerciales campbellianas —expliqué.

—¡Genial!

Y le envié a que probase los eslogans con la cosecha de día de candidatos, para elegir a los que lograsen pronunciarlos sin tartamudeos que revelasen incredulidad o extrañeza, mientras yo me dedicaba a organizar un sistema de espionaje para investigar a los candidatos de las restantes agencias, ¡Había tanto que hacer! Trabajaba doce, catorce horas diarias, perdía peso lenta pero paulatinamente y a veces me sentía tan cansado que en el metro, de regreso a Bensonhurst, casi me dormía y se me soltaba la mano de la barra a la que me agarraba. No me importaba el esfuerzo. Me había comprometido y estaba dispuesto a llegar hasta el final, costase lo que costase. Al menos las pastillitas verdes seguían dando resultado; hacía mucho tiempo que ni deseo sentía de tomar Moka-Koka.

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