La guerra de los mercaderes (33 page)

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Authors: Frederik Pohl

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: La guerra de los mercaderes
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—Me quedo en tu piso, ¿de acuerdo?

No me contestó. Se limitó a mirarme y a alzarse de hombros. Val Dambois aniquiló la posibilidad de continuar la conversación, pues apareció detrás de mí y me agarró del hombro.

—Quiero hablar un instante contigo, Tenny —anunció rechinando los dientes y conduciéndome hacia el despacho de Mitzi, el suyo a partir de ese momento. Cerró la puerta de golpe, accionó la cortina de seguridad y me advirtió—: No actúes con excesiva independencia, Tarb. Recuerda que yo estoy aquí y que no voy a quitarte ojo de encima. —Sobraba la advertencia, y al ver que yo no contestaba, mirándome fijamente me preguntó—: ¿Serás capaz de manejar este asunto? ¿Cómo te sientes?

Le contesté por orden.

—Soy perfectamente capaz de manejarlo —repuse con una declaración que comportaba, aunque sin revelarlo, más esperanza que convicción—, y me siento como si llevara en los hombros el peso de dos planetas —lo cual era absolutamente cierto.

—Me lo figuro —replicó—, pero permite que te dé un consejo. Si ha de caerse alguno, asegúrate de que sea el adecuado.

—Desde luego, Val —contesté.

Pero ¿cuál era el adecuado?

Ya que Mitzi no me había dicho que no podía quedarme en su piso, me quedé. No esperaba que estuviera ella aquella primera noche, y no estuvo. Sin embargo, no me encontré totalmente a solas. Val Dambois se encargó de proporcionarme una dudosa compañía. Al detener a un taxi-triciclo cuando salía de la agencia, observé que me seguía un musculoso sujeto, al que volví a ver merodeando por la acera cuando a la mañana siguiente salí del piso de Mitzi. Presté poca atención a esa presencia. En la oficina me dejaban completamente en paz, aunque de no ser así tampoco lo hubiese notado. Tenía muchísimo trabajo. Ansiaba aliviar mis hombros del agobiante peso de dos mundos, y la única forma de lograrlo era ganando la guerra para los venusianos.

Había doce temas principales de campaña que preparar para las elecciones y escasos días para rematarlos. Encargué a Dixmeister la distribución horaria, el estudio de la reacción masiva y otros temas propios del departamento de producción y yo me dediqué por entero a talento y guión.

Ahora bien, cuando un jefe de departamento declara que se encarga personalmente de talento y guión, quiere decir que pone en acción a media docena de cazatalentos y a otros tantos redactores para que compongan el guión; su tarea específica consiste básicamente en azuzar a sus subalternos para que cumplan su cometido. En mi caso la situación era ligeramente distinta. Disponía de lacayos y les azucé a base de bien. Pero también tenía proyectos propios que aún no distinguía con absoluta claridad y que lejos estaban de parecerme satisfactorios. Por otra parte, no contaba con nadie a quien confiárselos para saber si resultaban acertados. Pero eran esos proyectos los que me obligaban a permanecer dieciséis horas en la oficina en vez de las diez o doce que sin ellos hubiera pasado. Poco me importaba. ¿Qué otra cosa me quedaba para emplear el tiempo?

Sabía bien lo que hubiese querido hacer con mi tiempo, pero Mitzi se hallaba, ¿cómo decirlo? ¿fuera de mi alcance? No exactamente, puesto que dormíamos juntos todas las noches que ella se encontraba en la ciudad. ¿Inasequible?, sí porque la cama era el único sitio donde la veía, y aún pocas veces. Mis noticias habían espabilado a la colmena venusiana cuyas abejas zumbaban en múltiples direcciones. Cuando Mitzi se hallaba en la ciudad, constantemente asistía a reuniones secretas de alto nivel y si no estaba reunida se hallaba en la otra punta del mundo. Incluso fuera de él, porque pasó una semana entera en la Luna intercambiando mensajes cifrados con un consignatario y agente de aduanas de Port Kathy, la capital de Venus.

Una noche, perdida la esperanza de verla, me acosté y en medio de una horrenda pesadilla en la que veía a un miembro de las brigadas del Departamento de Prácticas Comerciales Ilícitas acostándose a mi lado, desperté y descubrí que alguien había en la cama y que ese alguien era Mitzi.

Estaba tan agotado que tardé un buen rato en despertarme; cuando lo conseguí, Mitzi se había dormido. Vi que estaba más exhausta aún que yo. Si hubiera tenido un mínimo de compasión, la hubiese rodeado con mis brazos dejando que la noche y el silencio nos procurasen a ambos un poco de reposo. Pero no pude. Me levanté, preparé para ella un poco de aquel café auténtico de extraño sabor que tanto le gustaba y me senté al borde de la cama, hasta que el penetrante aroma del brebaje la hizo agitarse en sueños. No quería despertarse. Estaba acurrucada bajo las sábanas sin asomar más que la cabeza y la punta de la nariz, y en el cuarto, mezclado con los efluvios del café, flotaba un cálido olor a mujer dormida. Se dio media vuelta hacia el otro lado de la cama murmurando alguna cosa de la que sólo logré captar las palabras «cambiar fusibles». Esperé en silencio. Luego el ritmo de la respiración se alteró y supe que estaba despierta.

Abrió los ojos.

—Hola, Tenny —me dijo.

—Hola, Mitzi.

Le tendí la taza de café, pero ella, ignorándola, me miró con frialdad.

—¿Sigues queriendo casarte conmigo?

—No hay otra cosa en el mundo que...

No aguardó a que terminara esa frase.

—Yo también —dijo, corroborando su afirmación con un asentimiento de cabeza—. Si salimos de ésta. —Se incorporó, se apoyó en las almohadas y tomó la taza que yo aún sostenía—. Bueno —dijo, como posponiendo el tema—, ¿cómo van las cosas?

—Tengo listos unos cuantos anuncios de gran impacto —aventuré—. No estaría de más que los revisásemos juntos y me dieras tu opinión.

—¿Para qué? El director de la campaña eres tú.

También a aquel tema le dio carpetazo. La cogí por los hombros. Ella no rechazó el contacto pero no respondió a él. Había otros muchos temas que me hubiese gustado hablar con ella. Donde viviríamos, por ejemplo. Si queríamos tener hijos, y de qué sexo. Como pasaríamos los fines de semana y, tema siempre inagotable para los enamorados, cuánto nos queríamos y de qué forma se manifestaría nuestro amor...

No hablé, sin embargo, de ninguna de esas cosas.

—¿Qué has querido decir con eso de «cambiar fusibles», Mitzi? —le pregunté en cambio.

Dio tal respingo que derramó café en el plato.

—¿Qué diantre estás diciendo, Tenny? —me preguntó furiosa.

—Me suena que te referías a material de sabotaje. Proyectores campbellianos, ¿me equivoco? ¿Estáis infiltrando a terroristas en las unidades límbicas para desbaratar la artillería?

—¡Cállate la boca, Tenn!

—Porque si es eso lo que estáis haciendo —seguí diciendo con toda calma—, en mi opinión no dará resultado. Mira, el viaje a Venus es largo, y seguro que cuentan con tripulaciones de relevo cuya única misión forzosamente habrá de consistir en revisar el material hasta el último detalle. Tendrán tiempo sobrado de reparar todo lo que saboteéis.

Mi explicación la perturbó. Mirándome fijamente dejó la taza en el suelo, al lado de la cama.

—El otro detalle que me preocupa de ese asunto —continué— es que cuando se descubra que ha habido sabotaje, empezarán a buscar a los autores. Ya sabemos que los servicios de seguridad de este planeta, como no han tenido en qué ocuparse durante tanto tiempo, están medio adormilados. Pero vuestras estratagemas podrían despertarlos.

—¡Tenny —gritó— cállate de una vez! ¡Dedícate a lo tuyo! ¡La seguridad es asunto nuestro!

Hice, pues, lo que hubiera debido hacer desde el principio. Apagué la luz, me acosté a su lado y la estreché entre mis brazos. No hablamos más. Empezaba a dormirme cuando descubrí que lloraba. No me extrañó. Para unos enamorados era una forma espantosa de pasar el rato juntos, pero no teníamos alternativa. No podíamos hablar con libertad porque ella tenía unos secretos que estaba obligada a proteger.

Y yo tenía los míos.

El dieciséis de octubre aparecieron en los escaparates los primeros adornos navideños, en cumplimiento del decreto que obligaba a anunciar las fiestas durante un período preliminar de diez semanas. El día de las elecciones se aproximaba.

Son los diez últimos días de la campaña electoral los que cuentan. Me sentía preparado para afrontarlos. Había realizado todo lo que me había propuesto, con la satisfacción de saber que todo estaba bien hecho. Me encontraba en plena forma, exceptuando una leve propensión a sufrir temblores cada vez que hubiese una lata de Moka-Koka en las inmediaciones (consecuencia de la terapia de aversión), y una considerable pérdida de peso. La gente se paraba para felicitarme por mi buen aspecto. Estaba todo lo bien que puede esperarse de alguien que todas las noches veía su sueño mutilado por pesadillas relativas a las atroces torturas del quemado de cerebro. Dixmeister entraba y salía de mi despacho, entusiasmado con sus nuevas responsabilidades y un tanto amedrentado por la naturaleza de los temas de campaña que yo le iba revelando.

—Qué gran impacto, señor Tarb —me dijo un día con inquietud—. ¿No estará usted yendo un poco demasiado lejos?

—Si así fuera —le contesté con una sonrisa—, ¿no cree usted que la señorita Ku hubiera vetado los proyectos?

Tal vez la señorita Ku los hubiese efectivamente vetado si yo le hubiese dicho de qué se trataba. Pero el momento había pasado y no podía echarme atrás. Me hallaba comprometido.

Le detuve cuando se apresuraba a marcharse.

—Dixmeister —le dije—, he recibido algunas quejas de las cadenas de difusión que señalan deficiencias en nuestras transmisiones.

—¿Interferencias? ¿Imágenes borrosas? Vaya, señor Tarb, no he recibido ningún informe.

—Se los traerán dentro de un rato. Me he enterado directamente por los responsables de difusión. Y quiero comprobarlo inmediatamente, de modo que tráigame un esquema de las instalaciones eléctricas de este edificio. Quiero seguir la trayectoria exacta de cada emisión, desde el punto de partida hasta las terminales exteriores y las líneas principales de la compañía telefónica.

—En seguida, señor Tarb. Se refiere usted exclusivamente a las transmisiones comerciales, ¿verdad?

—Evidentemente, no. Quiero un plano de todo. Y ahora mismo.

—Me llevará muchas horas, señor Tarb —gimió. Era padre de familia e imaginaba la reprimenda que recibiría de su mujer si llegaba tarde a casa la Noche del Primer Regalo.

—Tiene usted muchas horas por delante, Dixmeister.

Así era, y no quería que las dedicase a esperar la llegada de informes inexistentes o charlando con cualquier empleado de lo que el señor Tarb se traía entre manos. Cuando puso ante mis ojos el plano completo y detallado de todo el circuito electrónico, saqué una fotocopia, me la metí en el bolsillo y le ordené acompañarme a realizar una inspección física de la terminal donde convergían todas las líneas, la sala de comunicaciones situada en el sótano.

—No he estado nunca en el sótano, señor Tarb —gimoteó—. ¿No podríamos dejar ese trabajo en manos de la compañía telefónica?

—Si queremos ascender, no, Dixmeister —repliqué con dulzura.

De modo que bajamos en el ascensor hasta la última planta y tomamos luego un montacargas que nos llevó dos pisos más abajo. El sótano estaba húmedo, sucio, mal iluminado, desolado y desierto. Poseía centenares de metros cuadrados de espacio vacío pero era demasiado lóbrego hasta para alquilárselo a inquilinos nocturnos. Era exactamente lo que yo necesitaba.

La sala de comunicaciones se encontraba al extremo de un largo pasillo inundado de polvo y a continuación había tres archivos destinados a almacenar documentos microfilmados, en su mayor parte notificaciones urgentes del Departamento Federal de Comunicaciones y ordenanzas del Departamento de Comercio que, naturalmente, jamás se habían leído. Examiné minuciosamente cada uno de los archivos y luego desde la puerta lancé una rápida ojeada a la sala de comunicaciones. Toda llamada telefónica, mensaje informatizado o transmisión en vídeo de la agencia pasaba por esta habitación, cuyas instalaciones eran, desde luego, totalmente automatizadas, y electrónicas por más señas: ni un solo aparato se movía, centelleaba o efectuaba el menor ruido. Existían, por supuesto, controles manuales para desviar mensajes de un circuito averiado, o interceptarlos, pero realmente la presencia humana estaba de más.

—Todo está en orden, diría yo —comenté.

—Supongo que querrá comprobar todos los circuitos —dijo Dixmeister con una sombría mirada.

—No, ¿para qué? La avería ha de estar fuera de aquí.

Abrió la boca con intención de proferir una protesta pero se la cerré con un terminante:

—Escuche, haga desalojar todos esos trastos de los archivos. Necesito las tres habitaciones para instalar un departamento de investigación.

—¡Pero, señor Tarb!

—Dixmeister —respondí con suavidad—, cuando sea usted jefe de departamento comprenderá que existen situaciones en las que el secreto es vital. De momento ni lo intente. Limítese a cumplir lo que le he ordenado.

Le dejé sumido en esa tarea y me dirigí al apartamento de Mitzi deseando inconteniblemente encontrarla allí. Aún me quedaban por resolver un par de problemas. No es que Mitzi fuese la persona adecuada para solucionarlos pero podía proporcionarme, al menos, la dulzura del contacto de su piel y solaz para el calor de mi cuerpo... si por casualidad era ésta una de las noches que pasaba en casa.

No lo era. El único rastro de su presencia era una nota escrita en la almohada en papel destructivo comunicándome que estaría en Roma unos cuantos días.

No era exactamente lo que más ansiaba, pero mientras contemplaba la sucia y dormida ciudad con un vaso de alcohol de bajo contenido de etanol pensé que quizá fuese lo que necesitaba.

3

Mis eslogans y guiones estaban a punto. También se habían seleccionado los candidatos que debían interpretarlos, que aguardaban el momento de la actuación ocultos en diversos escondrijos de la ciudad. La selección no había resultado difícil porque sabía exactamente lo que quería; traerlos a la ciudad y tenerlos a punto ya había sido más complicado. Pero, en fin, ahí los tenía. Desde el piso de Mitzi telefoneé a la agencia ordenando que una pareja de agentes de seguridad pasase a recogerlos y los acompañase a los estudios de filmación. Cuando llegué a la oficina ya me esperaban allí.

La filmación resultó fácil, es decir, relativamente fácil comparándola, digamos, a una intervención de neurocirugía de seis horas de duración. Exigió, no obstante, toda mi habilidad y mi exclusiva concentración vigilar los ensayos de los actores, controlar la tarea de los maquilladoras que los preparaban para salir ante las cámaras, acuciar a los equipos de producción, dirigir todas las palabras y orquestar todos los movimientos. El aspecto fácil de la tarea fue que los actores interpretaron su papel a la perfección pronunciando los textos con convicción y fluidez, puesto que los escribí sabiendo cuáles eran sus mejores aptitudes. La parte difícil fue que sólo pude utilizar equipos de filmación reducidos al mínimo, porque cuantas menos personas estuvieran enteradas del asunto, mejor. Al terminar el último anuncio envié a todo el equipo, cámaras, maquilladores y demás, a filmar un anuncio ficticio a San Antonio, Texas, con órdenes de esperarme allí hasta mi llegada.

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