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Authors: Frederik Pohl

Tags: #Ciencia Ficción

La guerra de los mercaderes (31 page)

BOOK: La guerra de los mercaderes
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Lo sabíamos, en efecto.

Cuando no realizábamos saltos, contorsiones o ejercicios abdominales, comíamos, a mí me parecía que cada diez minutos. Alimentos sencillos y saludables, del tipo Biscots, Ramboburgers, VitaFrut, que había que ingerir sin chistar. Yo dejaba limpio el plato cada vez porque de lo contrario, como era de esperar, de postre tocaban cincuenta abdominales. No es que los cincuenta que nos acababan de imponer constituyesen una significativa diferencia. Hacía de promedio cuatrocientos o quinientos al día, además de flexiones, carreras, extensiones, rotaciones y cuarenta vueltas diarias a la piscina. Tenía ésta una anchura capaz solamente para nadar tres en fila y nos habían dividido en grupos de categoría similar... Al que perdía le ocurría... sí, lo que todo el mundo está pensando. Así, de cuarenta pasamos a ser treinta y uno, veinticinco, veintidós... La que más me afectó fue Marie. Había perdido casi veinte kilos y empezaba a poder «comer» —vitaminas y barritas de proteínas en limitada cantidad— sin lamentarse, cuando al duodécimo día, al trepar por las redes, dio una boqueada, empezó a asfixiarse y cayó al suelo. Estaba muerta. No del todo porque sacaron el reanimador y se la llevaron en una ambulancia-triciclo neumática, pero en fin, ya no regresó al grupo.

Y durante todo aquel tiempo notaba el hormigueo de los nervios bajo la piel y lo que más ansiaba del mundo era partirle el cráneo a la enfermera encargada de la farmacia, arrebatarle las llaves y abrir el armario que contenía las pastillitas verdes cuadradas.

Pero no lo hice.

Lo curioso del caso fue que al cabo de dos semanas, cuando ya no tomaba más que un cuarto de pastilla al día, empecé a encontrarme un poquito mejor. No bien: simplemente algo menos mal, menos agotado, menos ansioso.

—Falso malestar —diagnosticó prudentemente Paleólogo cuando se lo conté al salir de la piscina para iniciar la prueba de los mil quinientos metros—. A veces se alcanza esa sensación, pero es temporal y no significa nada. No eres la primera persona que veo afectada por el síndrome de Campbell...

Pero no le hice caso. Se trataba de mi cuerpo y el mejor juez era yo. Ahora hasta encontraba momentos para pensar en algo que no fuesen las pastillitas verdes, y hasta me puse en la cola del único teléfono público con la intención de llamar a Mitzi. Y lo hubiera hecho de no ser por un violento acceso de náuseas que me obligó a correr hacia las letrinas, por lo cual perdí el turno y no me quedó tiempo para telefonear.

Transcurrieron otras dos semanas, al término de las cuales llegó el final de la primera fase. La desagradable.

Tonto de mí. No pensé en preguntarle al monitor cómo iba a ser la segunda. Deduje que si la primera se describía como desagradable, a la segunda debía definírsela como relativamente normal.

Eso fue antes de saber lo que era la terapia de aversión y el rechazo, averiguando que la segunda fase no se acercaba ciertamente a nada que pudiera denominarse desagradable. El término más exacto que se me ocurre para describirlo es el tan vulgar y tantas veces mencionado infierno.

Creo que no quiero seguir hablando de la segunda fase porque cada vez que lo hago me pongo a temblar; baste decir que la superé. A medida que las sustancias nocivas salían de mi organismo, se disiparon también los vapores de mi mente. Y cuando el director del centro me estrechó la mano y me metió en una nave de regreso al mundo, esta vez consciente, me sentía... aún no bien del todo... más triste que restablecido... más irritado que triste... pero quizá por primera vez en mi vida, racional.

EL VERDADERO TENNISON TARB
1

En la segunda fase se pierde la noción de las estaciones porque todas son igualmente espantosas. Por ello, al regresar a Nueva York me sorprendió descubrir que todavía era verano, aunque el árbol de Central Park había empezado a cambiar el color de sus hojas. El sudor empapaba la espalda de la muchacha que conducía mi taxi-triciclo. El estrépito del tráfico, con su barahúnda de gritos, insultos, chillidos y frenazos, quedaba puntuado por los accesos de tos seca y violenta de la conductora. La ciudad, como de costumbre, se hallaba bajo mínimos de contaminación y la muchacha no usaba mascarilla protectora porque el filtro reducía el volumen de respiración y no podía mantenerse el ritmo de pedaleo en horas de densidad de tráfico. Al rodear el Circle para enfilar Broadway, una furgoneta blindada de transporte bancario tirada por seis hombres giró bruscamente a la derecha delante de nosotros; para evitar la colisión, la conductora resbaló en el grasiento polvillo radioactivo que cubría la calzada y por un momento creí que íbamos a volcar.

—Dispense, señor —jadeó volviéndose hacia mí asustada—. ¡Esos malditos camiones se creen los amos de la circulación!

—Oiga —repliqué—, hace un día tan bonito que he decidido hacer a pie el resto del trayecto.

Me miró como si me hubiera vuelto loco, sobre todo cuando le ordené que me siguiera a corta distancia, por si me cansaba de pasear y cambiaba de idea. Y cuando ante el portal de Haseldyne & Ku le pagué con una espléndida propina, mi locura le resultó una certeza de claridad meridiana. Se la veía impaciente por marcharse. Pero el sudor ya no le empapaba la espalda y apenas tosía.

Era la primera vez en mi vida que hacía una cosa así.

Saludé distraído a los antiguos compañeros que reconocí al entrar en el edificio. Me miraban todos con diversos grados de asombro, pero yo bastante ocupado estaba con mi propia sorpresa. Algo me había ocurrido en el Centro de Desintoxicación, alguna cosa más aparte de los cardenales que recordaban las innumerables inyecciones de complejos vitamínicos, alguna cosa más además del rechazo de las pastillas verdes. Regresaba con la mente provista de nuevos accesorios, cuya naturaleza todavía me era desconocida pero que parecían responder, al menos uno de ellos, al nombre de «conciencia».

Al entrar en mi despacho Dixmeister se quedó tan boquiabierto como los demás.

—!Señor Tarb —exclamó estupefacto—, qué buen aspecto tiene! Estas vacaciones le han sentado de maravilla.

Hice un gesto de asentimiento con la cabeza. Las palabras de Dixmeister confirmaban simplemente lo que la báscula y el espejo llevaban diciéndome varios días. Había recuperado casi diez kilos; ya no temblaba y los rutilantes anuncios que jalonaban el camino a la oficina no habían suscitado en mí la menor sombra de deseo.

—No interrumpa su trabajo, Dixmeister —le dije—. Tengo que informar a Mitzi Ku antes de reanudar mis actividades.

Ver a Mitzi no fue fácil. No estaba en su oficina la primera vez que lo intenté. Tampoco tuve suerte la segunda, y cuando por fin la atrapé, estaba a punto de marcharse.

—El señor Haseldyne la espera —le recordó su tercer secretario.

Pero Mitzi, hizo caso omiso. Cerró la puerta. Nos besamos. Luego retrocedió unos pasos.

—Qué buen aspecto tienes, Tenny —dijo con melancólica sorpresa.

—Tú también, Mitzi —le contesté, añadiendo para no faltar a la verdad—: A mí me lo parece.

Lo cierto es que el espejo de Mitzi no podía haberse mostrado tan amable como el mío. Se la veía terriblemente agotada, pero la verdad subjetiva latente bajo esa realidad objetiva era que me importaba un comino su aspecto mientras la tuviese cerca de mí. El color de su piel disimulaba un poco las ojeras, que eran, sin embargo, perceptibles: debía dormir mal y comer poco... pero para mí seguía siendo espléndida.

—¿Fue muy duro, Tenny?

—Medianamente duro.

Había habido muchos vómitos, mucho rebuscar frenético algo con que cortarme el cuello. Pero no encontré instrumento apropiado y las convulsiones sólo las sufrí dos veces. Corrí, pues, un tupido velo sobre lo pasado.

—Mitzi —declaré—, tengo dos cosas importantes que decirte.

—Sí, Tenny, pero no puedes ni imaginarte el trabajo que tengo en este momento...

La interrumpí.

—Mitzi, quiero que nos casemos.

Apretó los puños. Se le heló el cuerpo. Abrió tanto los ojos que creí que se le saltarían las lentillas.

—He tenido mucho tiempo para reflexionar en el Centro de Desintoxicación. Hablo en serio.

De fuera llegó el irritado rugido de Haseldyne.

—Mitzi, ¿nos vamos ya?

En silencio, con gestos automáticos volvió a la vida. Cogió el bolso y abrió la puerta sin dejar de mirarme un solo instante.

—¡Se hace tarde! —ladró Haseldyne.

—Ya voy —contestó ella. Ya de camino al ascensor me dijo—: Tenny querido, ahora no puedo hablar. Te llamaré.

Avanzó dos pasos y luego se volvió y se acercó a mí. Y allí, a la vista de todo el mundo, me besó. Justo antes de desaparecer en el ascensor murmuró:

—Me encantaría.

Pero no me llamó. No me llamó en todo el día.

Como era la primera vez que pedía en matrimonio a alguien, carecía de experiencia para saber si aquella era una respuesta razonable. A mí no me lo parecía. Me recordaba a lo que había sentido Mitzi, es decir no esta Mitzi sino la broncínea Mitzi de Venus, lo que aquella Mitzi me había dicho que sintió la primera vez que lo hicimos y yo terminé antes que ella, y ella me comunicó que procurara hacerlo mejor la próxima vez por que de lo contrario... En fin, no me parecía maravilloso. Me había dejado en suspenso.

Y además no le había dicho la segunda cosa importante.

Por fortuna me sobraba trabajo con que ocuparme. Dixmeister había hecho lo posible por mantener el ritmo de trabajo pero Dixmeister no era yo. Aquella tarde le obligué a permanecer en el despacho hasta altas horas, corrigiendo errores, ordenando modificaciones. Cuando le autoricé a marcharse a su casa, se le veía cansado y de mal humor. Yo, por mi parte, lancé una moneda al aire para decidir cómo emplear el tiempo. Perdí. Me instalé en un hotel de lujo a poca distancia de la agencia y a la mañana siguiente acudí a trabajar temprano. Cuando llegué al despacho de Mitzi, su tercer secretario me dijo que el segundo secretario le había dicho que la señorita Ku estaría fuera toda la mañana junto con su primer secretario. Pasé el intervalo entero de la comida, los veinticinco minutos que tenía libres, porque un día no había bastado para que las cosas funcionasen a mi gusto, haciendo antesala frente al despacho de Mitzi y utilizando el teléfono de su primer secretario para que Dixmeister no se me atrasara. Mitzi no apareció. Sus compromisos se habían prolongado.

Aquella noche me dirigí al piso de Mitzi.

El portero electrónico me dejó entrar, pero Mitzi no estaba. No estaba a las diez, cuando llegué, ni a medianoche, ni a las seis, cuando me desperté y esperé un poco y me vestí y acudí de nuevo a la oficina.

—En efecto, señor Tarb —me dijo su tercer secretario—, la señorita Ku ha telefoneado esta noche diciendo que tendrá que permanecer fuera de la ciudad durante un período indeterminado. Se pondrá en contacto con usted. Pronto.

Pero no lo hizo.

Una parte de mi mente archivó ese detalle sin comentario y continuó con la tarea que tenía entre manos, esto es, cumplir las órdenes recibidas. Mitzi quería que me encargase de la selección de candidatos. Estábamos ya en septiembre y las «elecciones» se hallaban a pocas semanas de distancia. Tenía muchísimo trabajo y esa parte de mi mente aprovechaba todos los minutos de que disponía. Aprovechaba también todos los minutos de Dixmeister y de todo el personal del Departamento de Intangibles (Política). Cuando iba por los pasillos, el personal de los restantes departamentos me rehuía, por temor, supongo, a que les embarcara en jornadas laborales de doce horas.

La otra parte de mi mente, la descubierta en el Centro de Desintoxicación, no funcionaba con tanta suavidad. Me hacía sufrir. Y no sólo por Mitzi sino por el dolor de aquella otra cosa importante que no le había dicho. En aquel momento entró como una flecha en mi oficina el correo interno de la agencia, sin detenerse más que para dejar caer en la mesa un sobre especial y desaparecer.

La nota era de Mitzi. Decía así:

Querido Tenny: Apruebo tu idea. Si salimos con vida de esto, espero que sigas deseándolo, porque yo lo deseo muchísimo. Ahora, sin embargo, no es momento para hablar de amor. Me encuentro bajo disciplina revolucionaria, Tenny, y tú también. Por favor, conserva viva tu idea... Con todo el amor que de momento sólo puedo expresar.

Mitzi

El papel se incendió y otra vez me quemó los dedos antes de que pudiera soltarlo. Pero no me importó. ¡Era una respuesta, y la que esperaba!

Quedaba, no obstante, la cuestión de la otra cosa que tenía que decir.

De modo que seguí hostigando al tercer secretario y cuando por fin me dijo que, en efecto, la señorita Ku se hallaba esa mañana en la ciudad para asistir a una urgente reunión fuera de la agencia, no pude esperar más.

Además, sabía dónde encontrarla.

—¡Tarb! —exclamó Semmelweiss—. Quiero decir, señor Tarb, ¡cuánto me alegro de verle! ¡Tiene usted un aspecto excelente!

—Gracias —respondí contemplando la fábrica de ojetes y arandelas. Las prensas traqueteaban con estrépito produciendo sus millones de redondeles. El estruendo era el mismo, la suciedad idéntica, pero faltaba algo.

—¿Dónde está Rockwell —pregunté.

—¿Quién? Ah, sí, Rockwell —contestó—. Es verdad, trabajaba aquí. Tuvo un accidente, creo. Tuvimos que darle de baja. —Su sonrisa se tornó nerviosa al observar mi expresión—. Mire, no podía seguir trabajando: dos piernas rotas y luego aquella cara... En fin, qué se le va a hacer. Supongo que querrá subir, ¿no, señor Tarb? Creo que están arriba, aunque con tantas entradas y salidas nunca se sabe... De todos modos, es lo que siempre digo, si pagan el alquiler ¿para qué molestar con preguntas?

Le dejé al concluir esa frase. No había más que decir acerca de Nelson Rockwell y no tenía ganas de satisfacer la curiosidad que le inspiraban a Semmelweiss sus inquilinos. ¡Pobre Rockwell! Así que al final la agencia de cobros no había tolerado más esperas. Prometí hacer algo en favor de Nelson Rockwell mientras empujaba la puerta...

Y luego ya no volví a pensar en Nelson Rockwell, porque la puerta que antaño condujera al mugriento primer piso daba ahora a un descansillo inexpugnable protegido con toda clase de medidas de seguridad. A mis espaldas se cerró la puerta de las escaleras. Ante mí había una puerta asegurada con barras; a mi alrededor se alzaban paredes de acero. Un potente haz de luz iluminaba la estancia. No oía nada pero sabía que se me observaba.

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