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Authors: Elaine Cunningham

La hija de la casa Baenre (12 page)

BOOK: La hija de la casa Baenre
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Con una sonrisa traviesa, Liriel imaginó la reacción de Kharza-kzad ante su última travesura. Sus manos se movieron veloces realizando los gestos del hechizo y no le costó hacer aparecer el portal. No obstante, permaneció un tiempo en el borde del pozo, y sus ojos escudriñaron el amado paisaje de la salvaje Antípoda Oscura. Sospechaba que podría pasar mucho tiempo antes de que volviera a verlo.

Si alguna vez existió un momento en el que Fyodor necesitara la energía de su furia de enloquecido, era ahora. Sin embargo, el familiar calor y la furia no se apoderaron del joven rashemita, pues ya había combatido demasiado por aquel día. Así pues, desenvainó su espada y despacio, con cuidado, empezó a retroceder para apartarse del enorme escorpión-araña.

Pero la criatura parecía fascinada por la luz de la antorcha. No hizo el menor movimiento para atacar, pero en cuanto Fyodor quedó fuera de su alcance, correteó al frente hasta volver a hallarse dentro del círculo de luz. El hombre intentó escapar varias veces, no sabiendo qué otra cosa hacer y esperando que el ser se cansara de aquel juego.

Dio la casualidad de que el monstruo hizo justamente eso pero el resultado no fue lo que Fyodor esperaba.

Una de las antenas del ser se enrolló hacia atrás, luego salió disparada hacia lo alto en dirección al rostro del joven. Automáticamente, éste alzó la antorcha para desviar el ataque; la antena topó con la llama con un abrasador siseo. El gigantesco arácnido retrocedió vacilante, pero no antes de que su segunda antena saliera despedida al frente, veloz y a baja altura. El apéndice golpeó el tobillo de Fyodor y el extremo se enrolló a su alrededor como si fuera un látigo. Tan veloz fue el segundo golpe que Fyodor cayó derribado al suelo de un tirón cuando la criatura retrocedió ante la llama de la antorcha. La espalda del muchacho se estrelló sobre el rocoso suelo y un centenar de diminutas luces brillantes se encendieron tras sus párpados.

La dolorosa luz centelleó y se apagó en un instante, y Fyodor volvió a encontrarse sumido en una total oscuridad. La caída le había hecho soltar la antorcha. Tanteó el suelo en busca de su espada; también ésta había ido a parar fuera de su alcance.

El rashemita no se desanimaba con facilidad, pero empezaba a no gustarle el sesgo de aquella pelea. Extrajo un cuchillo de su faja y se incorporó en posición acuclillada. No necesitaba luz para saber dónde estaba una de las antenas del ser.

Como si percibiera las intenciones de Fyodor, el insecto aflojó el apéndice a modo de látigo. El riego sanguíneo se reanudó en el pie entumecido del hombre, y el sentido del tacto regresó en una hormigueante oleada. Tal vez, se aventuró a esperar, la criatura había perdido el interés por él ahora que ya no había luz.

Pero entonces se oyó un precipitado tintineo de innumerables patas y sintió una aguda y desgarradora puñalada cuando las pequeñas mandíbulas en forma de pico de la criatura localizaron la pierna del joven. El herido siseó de dolor y hundió con fuerza su cuchillo. El arma rebotó en el óseo caparazón del ser, y él volvió a clavarla otras dos veces, sin éxito. El monstruo se aferró a él, y sus mandíbulas laterales empezaron a rechinar en un intento de arrancar un pedazo de carne. La siguiente cuchillada del joven fue dirigida a su propia pierna.

Usando el cuchillo como palanca, Fyodor consiguió abrir por la fuerza el pico de la criatura, y luego rodó lejos de las atenazantes mandíbulas, varias veces y tan deprisa como pudo. Mientras se retiraba apresuradamente fue a rodar sobre un objeto duro y familiar.

La mano del guerrero se cerró sobre su garrote y el joven se puso en pie. La siguiente vez que la antena restalló al frente para atraparle el tobillo, lo encontró preparado para defenderse. Mientras la antena lo sujetase, tenía una buena idea de dónde debía estar el resto del cuerpo, de modo que se abalanzó al frente y empezó a golpear violentamente al arácnido. Muchos, puede que la mayoría, de sus golpes resonaron con el sonido de la madera al golpear roca, pero unos cuantos de ellos dieron en el caparazón del monstruo. En una ocasión, la criatura atrapó su tobillo con una pinza; Fyodor aporreó el afilado apéndice hasta que éste se soltó. La tirante antena también se aflojó, y pareció como si aquella especie de escorpión fuera a soltarlo por completo; pero Fyodor no se sentía nada generoso en aquellos instantes.

El luchador plantó una pesada bota sobre la antena de la criatura, inmovilizándola en el suelo. No se atrevía a dejar que el monstruoso insecto quedara fuera del alcance de su garrote de madera, por temor a no ser capaz de prever o rechazar el siguiente ataque. El joven redobló sus esfuerzos y apaleó el caparazón protector de su adversario con todas sus fuerzas una y otra vez.

Finalmente, se vio recompensado con un chasquido y la repentina sensación de algo pulposo que cedía, indicando que la victoria estaba a su alcance. Siguió aporreando a la criatura hasta dejarla reducida a una masa informe.

Respirando con dificultad, Fyodor alargó la mano hacia el frasco guardado en su faja. La pierna le ardía con un despiadado calor allí donde la gigantesca especie de escorpión le había mordido y sabía que lo que sentía ahora no sería nada comparado con lo que iba a sentir a continuación. Extrajo el corcho del frasco y derramó un poco de líquido en la herida.

Algo más tarde —puede que poco tiempo después, o tal vez no— Fyodor recuperó el conocimiento y descubrió que había estado durmiendo sobre un lecho de fría roca. Durante varios minutos permaneció donde había caído, juntando fragmentos de recuerdos hasta que pudo rememorar todo lo que había sucedido para traerlo a aquel lugar. El terror que era la Antípoda Oscura regresó a él pero se le había añadido algo más.

Ya no oía los pasos de los drows que buscaba.

5
Fuegos fatuos

L
a expresión de Kharza-kzad Xorlarrin cuando Liriel entró tranquilamente en sus aposentos cumplió todas las expectativas de la joven. El rostro delgado del hechicero se tensó por el sobresalto, enviando una serie de ondulaciones a la telaraña de arrugas de preocupación que cubría su frente y se agrupaba alrededor de sus ojos. También tenía un aspecto culpable, y sus ojos rojos y ligeramente saltones escudriñaron la cámara de la torre como si temiera lo que pudiera seguir a la muchacha al interior de la habitación.

—He venido a recibir mi clase —anunció ésta con aire satisfecho.

El hechicero se acercó más para examinar la delicada telaraña de relucientes luces entretejidas que enmarcaba la mágica puerta.

—¡Yo no te he enseñado cómo tener acceso a un portal! —protestó con su quejumbrosa voz—. ¿Cómo lo has hecho? Nadie conoce ningún portal que conduzca a mis aposentos excepto... —Se interrumpió bruscamente, y con un veloz y nervioso movimiento se pasó ambas manos por lo que quedaba de sus cabellos.

Liriel sonrió y rodeó con sus brazos el cuello del hombre. Tendría su clase de magia, pero también tenía cierta leve venganza que obtener.

—Ya sé que no me has enseñado este truco —ronroneó—, y sólo piensa en todas las oportunidades perdidas. Imagina, podría pasarme por tu estudio privado siempre que me viniera en gana...

El hechicero Xorlarrin carraspeó varias veces y retrocedió.

—Sí. Bueno. Tal vez en otra ocasión, seguro, pero en este momento estoy ocupado en otras cosas.

—No, no lo estás —repuso ella, y su voz sonó repentinamente inflexible—. Es hora de mi clase práctica.

—Muy bien. —Kharza suspiró y alzó las manos—. Pero primero debes decirme cómo aprendiste a conjurar un portal y quién te dio el hechizo. Por tu propia seguridad debo saberlo. Los hechiceros son traicioneros y la mayoría de portales tienen requisitos ocultos, limitaciones secretas. No puedes entrar y salir de ellos a capricho.

La muchacha sacó su nuevo libro de conjuros y aseguró a su tutor que «su padre el archimago» consideraba que estaba lista para estudiar y lanzar tal magia. Liriel había descubierto siendo muy joven que el nombre de Gomph Baenre era capaz de poner fin a cualquier conversación y lo dejaba caer siempre que le daba la impresión de que podía agilizar las cosas. Como había previsto, las protestas de Kharza-kzad se evaporaron al instante y pudieron dedicarse a lo que la había llevado allí con un mínimo del acostumbrado ceremonial que usaba el hechicero.

Juntos repasaron el nuevo libro de conjuros de la muchacha, probando palabras y gesticulaciones arcanas, explorando los límites y secretos de los distintos portales mágicos. Liriel se sumergió en la lección con su acostumbrada concentración y ésta no vaciló hasta que se acercaron a la mitad del libro.

—Este portal lleva a la superficie —murmuró, y los ojos que alzó hacia el rostro de su maestro estaban abiertos de hito en hito por la sorpresa y la admiración—. ¡Este portal lleva a la superficie! ¡No tenía ni idea de que existieran tales cosas!

—Claro que sí, querida —respondió él—. Hay muchos hechizos parecidos. Algunos grupos de asalto los utilizan, igual que los comerciantes. ¿No te has preguntado nunca cómo es que el pescado del mar de las Estrellas Fugaces, que se encuentra a tantos miles de kilómetros de aquí, aparece fresco en tu plato?

—No tengo idea ni de cómo llega del mercado a mi plato —respondió ella distraídamente—. Pero ¡imagínate, Kharza! ¡Ver las Tierras de la Luz con tus propios ojos!

El hechicero frunció el entrecejo, inquieto por la expresión extasiada de su alumna.

—Si tienes que hablar de tales cosas, Liriel, ten cuidado con quien pueda estar escuchando. Estos conjuros son atesorados como raras gemas y su enseñanza está cuidadosamente regulada por los maestros de Sorcere. Si se supiera que estás aprendiendo el acceso a tales portales, pondrían fin a tus estudios conmigo.

—Ya está sucediendo —se lamentó ella, y la luz se apagó en sus ojos—. Ésta será mi última clase. Mañana por la mañana debo presentarme en Arach-Tinilith.

—¡Tú, una sacerdotisa! —Su maestro estaba horrorizado ante la idea.

—No empecemos —refunfuñó ella, y desató los cordones que sujetaban una pequeña bolsa de cuero a su cinturón—. Pero te he traído un regalo de despedida. Esta bolsa contiene la última cosecha de escamas de dragón de las profundidades. Puedes enviar la acostumbrada mitad de los beneficios a mi nueva dirección. O mejor aún —añadió maliciosamente—, podrías traérmelos, durante una de nuestras pequeñas citas. No soportaría que terminaran, sólo porque me hayan enviado a la Academia... Y piensa en todos aquellos que se han divertido con tus jactanciosos relatos. Sin duda esperarán una continuación.

Una expresión de auténtico pánico apareció en el rostro del hechicero y éste puso rápidamente una cierta distancia entre él y su alumna. Liriel podría ser joven, pero poseía ya un considerable dominio de la magia y un talento creativo para la venganza.

—No quería hacer ningún daño —farfulló.

—Y no se ha hecho ningún daño, querido Kharza. Pero creo que deberías saber —murmuró al tiempo que se balanceaba acercándose seductoramente— que tus insignificantes cuentos no consiguieron hacerme justicia. Fracasaron miserablemente. Es una vergüenza, que no llegues a aprender jamás los auténticos límites de tu imaginación.

Con aquella indirecta como despedida, la joven drow penetró en el aún reluciente portal y desapareció. Su alegre carcajada burlona se quedó en la sala de la torre, y seguía resonando todavía cuando un delgado drow de cabellos rojos entró en la habitación desde una antecámara.

—Es una tigresa que puede derramar sangre con zarpas de terciopelo —comentó socarrón. Nisstyre, capitán comerciante de El Tesoro del Dragón se acomodó en el sillón de Kharza y dirigió una larga y especulativa mirada al hechicero de más edad—. Parece muy interesada en la Noche superior. Deberíamos alentarlo.

—Incluso aunque quisiera, no podría hacer nada —respondió Kharza muy envarado.

—Oh, pero ya lo creo que puedes. —Nisstyre tiró violentamente sobre el escritorio un volumen encuadernado en piel—. Este libro contiene oscuras tradiciones humanas, nada demasiado importante, pero puede servir para despertar su gusto por los temas prohibidos. Encuentra un modo de hacérselo llegar. A menos que me equivoque respecto a esa chica, lo devorará y querrá más. Entonces, nos presentarás. Puede regresar aquí a menudo, usando ese portal que conjura con tanta rapidez, y ella y yo podemos conversar.

—Es arriesgado.

—Los hechiceros que siguen a Vhaeraun corren muchos riesgos —replicó el comerciante con voz maliciosa, e interrumpió las farfulladas protestas del otro con una feroz mirada—. Dices que no eres de mi misma religión. Tal vez sea cierto. Pero sigues comerciando conmigo, sabiendo lo que sabes sobre mí y mi trabajo. En muchos círculos, eso haría que se alzaran unas cuantas cejas. —Rió entre dientes por un breve instante—. Por no decir unos pocos cueros cabelludos. ¿Se entregan aún las matronas de Menzoberranzan a ese pasatiempo? He oído la historia de una matrona menor que, de manera rutinaria, arrancaba el cuero cabelludo a sus amantes cuando se cansaba de ellos. Creo que hacía curtir y coser entre sí los cueros cabelludos, y tejer los cabellos en una especie de tapiz. Espero que tuviera el buen gusto de no colgarlo en su dormitorio —añadió pensativo—. Podría resultar un poco desalentador para el favorito del momento.

Kharza tragó saliva con fuerza, si bien sabía por la expresión astuta de Nisstyre que éste intentaba provocarlo. El hechicero Xorlarrin se arrebujó en su astrosa dignidad lo mejor que pudo e intentó tomar el control de la situación.

—Te pagué un sustancioso adelanto por las varitas rashemitas que me prometiste —indicó severo—. Y sin embargo regresas ante mí sin ellas.

—Un retraso temporal. —Nisstyre hizo a un lado su protesta con un sencillo ademán—. El grupo de asalto me precedió por otro portal, si bien por uno que los condujo a un punto situado a cierta distancia de aquí. Llegarán a la ciudad en cualquier momento.

Aquella parte era cierta, aunque algo engañosa. Nisstyre se vanagloriaba de no decir mentiras categóricas. Si Xorlarrin entendía con aquellas palabras que las mercancías por las que había pagado le serían entregadas, bien, no era culpa del comerciante que el viejo drow oyera lo que quería oír.

Concluida su transacción, el comerciante de rostro zorruno se alzó para marchar.

—No olvides dar ese libro a la muchacha Baenre. Con el tiempo, esa princesita se convertirá al culto a Vhaeraun, de eso estoy seguro. —Sus finos labios se torcieron en una parodia de una sonrisa—. ¡Jamás pensé que lloraría la muerte de la vieja bruja Baenre, pero lamento hasta cierto punto que no viviera el tiempo suficiente para presenciar la deserción de su nieta!

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