La hija del Nilo (16 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

BOOK: La hija del Nilo
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—No eres ningún gafe, si eso es lo que te inquieta. Lo que tengan los dioses, lo tienen contra mí —dijo César.

—Gracias, domine —respondió León.

César no creía en los dioses tradicionales, aunque como pontífice máximo se cuidaba mucho de no manifestarlo delante de nadie. Siguiendo a Demócrito, opinaba que todo lo que existía en el universo era fruto del azar y la necesidad.

Y el azar siempre había estado a su favor.

Hasta que dejó de estarlo.

17

Todo había empezado a torcerse meses atrás. César regresaba de Hispania después de derrotar a Petreyo y Afranio, los legados de Pompeyo. Las cosas parecían ir bien en aquel momento. Masalia, tras un largo asedio, por fin se había rendido, lo que proporcionaba a César barcos y acceso al mayor puerto de la costa noroeste del Mediterráneo.

Fue entonces cuando un mensajero llegó de la Galia Cisalpina con la noticia.

—César, tus legiones se han amotinado.

Se había preparado para muchas contingencias. Pero todas ellas dependían de sus enemigos, no de sus propios hombres, a los que consideraba un factor fijo y conocido en sus cálculos. ¡Craso error!

Sin perder tiempo, César galopó hasta Placentia, una colonia situada a orillas del Po donde se habían acantonado parte de sus tropas. Al principio sospechó que el motín podía haberse iniciado en las legiones nuevas que sus oficiales andaban reclutando en la Galia Cisalpina. Pero no era así. Para su consternación, al llegar a Placentia se enteró de que los sediciosos eran hombres de la IX legión, veteranos que habían combatido con él en todas sus campañas.

Tan sólo una vez se había enfrentado con un problema similar. Pero aquello había ocurrido hacía casi diez años, al principio de la guerra de las Galias. En aquella ocasión, César y sus tropas se encontraban en la ciudad de Vesontio, a punto de combatir contra Ariovisto y sus germanos. Sus hombres todavía no se habían acostumbrado a él, César no se había acostumbrado a ellos, y la reputación que tenían los germanos de gigantes devorahombres sembró el miedo entre los legionarios. Aun así, gracias a la colaboración de sus centuriones, César consiguió convencerlos para combatir, y juntos cosecharon una resonante victoria sobre aquel enemigo que muchos creían invencible.

En Placentia fueron precisamente centuriones quienes presentaron la larga lista de agravios de los soldados. Éstos se quejaban de que las provisiones escaseaban, mientras que al enemigo le sobraban, y de que César no les había pagado todavía los quinientos denarios que les prometió al empezar la guerra contra Pompeyo. Por otra parte, su política de clemencia con las ciudades conquistadas les impedía enriquecerse con el saqueo.

—Pero ¿es que no entendéis que esas ciudades enemigas son también nuestras ciudades? —alegó César.

Lo que más le dolió fue que los legionarios de la IX le comunicaran que ya habían luchado bastante por él, y que había llegado el momento de que los licenciara y les concediera tierras. Aquellos hombres, junto con los de la X, constituían el corazón y la espina dorsal de su ejército.

Ellos lo sabían, claro. No pretendían licenciarse: no eran tan viejos como para eso. Lo que querían era simplemente chantajear a César. Le estaban diciendo: «Sin nosotros no eres nadie».

Y tenían razón. César se había hecho como general al mismo tiempo que ellos crecían como soldados. En los primeros tiempos, como en Vesontio o cuando cometió el error en el Sabis que casi les cuesta ser aniquilados por la tribu de los nervios, general y ejército todavía eran como unos pies calzados en zapatos nuevos y no terminaban de adaptarse. Pero justo en aquella contienda, al borde de la aniquilación, César consiguió por primera vez la comunión con sus hombres, esa maravillosa sensación de que podía controlar lo que ocurría en el campo de batalla, de que se había transfigurado en un dios de la guerra y contagiaba su energía a sus soldados.

La IX legión era básica en esa comunión. Por eso César no podía aceptar su chantaje. Si no se había plegado a las presiones de sus enemigos del senado, no iba a rendirse ante los hombres que le habían jurado disciplina y lealtad.

Bien sabían los dioses que no era cruel por naturaleza. A pesar de todo, en aquella ocasión la ira le pudo tanto que algunos testigos le contaron después que las venas de la frente se le habían hinchado como cordones. César recordaba que durante un momento lo vio todo blanco y oyó un fuerte chasquido dentro de su cabeza. Después, nada más.

Cuando despertó en el edificio del pretorio, su liberto Menéstor le contó que había tenido uno de sus ataques. Desde que lo nombraron procónsul de la Galia, César no había vuelto a sufrir ninguno, lo cual le había hecho pensar que se trataba de una enfermedad de juventud y que el ejercicio y los rigores de la vida militar la habían curado definitivamente. Recaer en la epilepsia le provocó tanta inquietud y enojo como el mismo motín. ¡Fortuna se estaba volviendo en su contra!

En tal estado de ánimo, decidió que para sofocar el motín recurriría a una práctica disciplinaria muy antigua. Antes que él la había usado su difunto amigo Craso para castigar la cobardía de sus tropas durante la guerra contra los rebeldes de Espartaco. La decimatio.

Poco después de recuperarse del ataque, César ordenó que la IX formara delante de las demás legiones, y les anunció cuál iba a ser el castigo y cómo se llevaría a cabo.

—¡Mañana os repartiréis en grupos de diez hombres! ¡Dentro de cada grupo, sortearéis quién será ejecutado! ¡Los verdugos serán los otros nueve hombres, que golpearán con palos y piedras a su compañero hasta cerciorarse de que está muerto!

Diezmar a una unidad constituía un castigo terrible tanto para los condenados como para quienes se salvaban, pues no era lo mismo clavar una espada en el cuerpo de un enemigo desconocido durante el calor del combate que aplastar el cráneo de un camarada, oír el crujido de sus huesos al astillarse y salpicarse con su sangre y sus sesos.

La primera intención de César era llevar la decimatio hasta el final. También habría supuesto un castigo para él. Conocía a muchísimos de los legionarios de la IX por su rostro y su nombre, los había condecorado, había compartido con ellos batallas, marchas interminables, nevadas, ventiscas, calores abrasadores, agua turbia y pan mohoso. Sabía que ordenar su muerte lo torturaría el resto de sus días, pero ese tormento serviría para recordarle que había cometido un error siendo demasiado indulgente y fiándose de hombres que no lo merecían.

No obstante, tras unas horas de sueño pensó que su decisión era demasiado brutal, impropia de él. Ahora bien, ¿cómo echarse atrás sin parecer blando?

Sus propios hombres le brindaron la respuesta. Al amanecer, los legionarios de la IX estaban desarmados rodeando el pretorio, arrastrándose por el suelo y arrojándose puñados de polvo y cenizas sobre los cabellos. No suplicaban por sus vidas, sino por el perdón de César. Querían seguir adelante con él aunque no les entregara aquellos quinientos denarios, aunque no les pagara tan siquiera la soldada.

César comprendió que eran sinceros, al menos la mayoría, pues los soldados son propensos a pasiones rápidas y cambiantes tanto para lo bueno como para lo malo. Por eso los perdonó.

Mas sólo hasta cierto punto. Ordenó que le entregaran a ciento veinte hombres para que de ellos salieran doce condenados. Después hizo la vista gorda ante el procedimiento del sorteo, con lo cual los mismos soldados escogieron a los más involucrados en el motín, y a su vez éstos eligieron a los doce cabecillas principales para darles muerte.

Pero había entre esos doce un inocente, un tal Tito Furio. Cuando sus compañeros estaban a punto de aplastarle la cabeza, un teserario logró abrirse paso hasta César.

—¡General! —le informó, jadeando y con el rostro arrebolado—. ¡Furio no ha hecho nada! Ni siquiera estaba en el campamento cuando estalló el motín. Yo mismo apunté su nombre en la lista de permisos.

César detuvo la ejecución al momento. Después averiguó que el culpable de amañar el sorteo para condenar a Furio era un centurión que se había peleado con él en una riña de taberna y había perdido, pues Furio era hombre de gran fuerza física. César hizo que el centurión fuera arrestado, y minutos después era él quien yacía muerto en el suelo.

18

De esa manera había sofocado el motín. Pero la perfección anterior se había estropeado, había sufrido un deterioro irreparable. Él, que había llegado a creerse único, que mantenía una relación especial con sus hombres, era simplemente un general más.

A partir de este momento, todo había ido a peor. A finales del verano, en África, las dos legiones de su legado Curión fueron derrotadas por los pompeyanos con la ayuda del rey númida Juba, y el propio Curión pereció. En otoño, una epidemia de peste diezmó, ahora sí, a sus hombres en Italia, y a muchos a los que no mató los dejó convertidos durante meses en piltrafas humanas incapaces de blandir una lanza o empuñar una espada.

Ahora, a bordo de la Hermes, recordando aquellos reveses y pensando en cómo acababa de fracasar su intento de cruzar a Brindisi, César reflexionó: «Quizá llega un momento en que la estrella de todo hombre empieza a declinar».

¿Se resignaría a esa decadencia? César veía la sociedad y el mundo entero como una gran pirámide, y desde muy pronto había comprendido que estaba destinado a ocupar su cima. Otros romanos ambiciosos se contentaban con llegar a formar parte del senado o con obtener al menos una vez en su vida el mando de una legión. Al mirar hacia abajo en la pirámide esos individuos veían más hombres a sus órdenes que por encima, y con eso se conformaban.

Él no era así. Nunca había sido así. Al menos, desde que podía recordar. Siempre había querido forjar su propio destino. No sólo por ambición, sino también por convicción de que sabía y podía hacer las cosas mejor que los demás.

Pero ¿y si se había equivocado? ¿Y si no era tan especial como él creía, y Fortuna, que hasta entonces lo había cuidado como un hijo predilecto, había jugado con él para que la caída fuese más cruel?

—¡César! Domine!

León le estaba llamando. Habían llegado ya al lugar donde embarcaron. Varios de los marineros habían bajado a tierra para amarrar la Hermes. César, ensimismado en hurgar en los recuerdos de la alforja trasera, apenas se había dado cuenta.

Se dirigió a la pasarela y salió de la nave. Un poco más allá, al borde del camino, vio a los dos lictores que había dejado al cargo de los caballos. «A la hora nona de la noche —les había dicho—, regresad al campamento». Obviamente, aún no debía ser la nona.

—Por cierto, ¿cómo he de dirigirme a ti?

César se volvió. León acababa de bajar por la plancha y se aproximaba a él.

—César está bien —respondió—. No necesito más tratamiento.

León llamó a uno de sus remeros, que le trajo la bolsa con el dinero que le había entregado Saxnot. El joven la cogió con ambas manos y la sacudió arriba y abajo como si fuera una pelota, haciendo que las monedas tintinearan en su interior. Después se la tendió a César.

—Toma pues, César.

—¿Qué haces?

Por el gesto del remero, debía de sentirse tan extrañado como César y bastante más alarmado.

—Dicen que los comerciantes son gente pícara, pero algunos somos honrados —respondió León—. No me gusta cobrar por mercancías que no vendo ni por trabajos que no termino.

—No ha sido culpa tuya —respondió César con los brazos pegados al costado, sin hacer el menor ademán de que fuera a aceptar el reembolso—. Tú y tus hombres habéis hecho todo lo que habéis podido. Incluso más.

León meneó la cabeza.

—Bien saben los dioses que después de perder tres barcos me vendría bien el dinero, pero no puedo aceptarlo.

César le plantó la mano en el antebrazo extendido y le obligó a bajarlo. León opuso resistencia, pero una cosa que había aprendido en su vida César era a graduar su fuerza para ejercer siempre un poco más que el contrario. Excepto que dicho contrario fuese un gladiador o un gigante germano como Saxnot, obviamente.

—No sólo quiero que te quedes con ese dinero, León, sino que te pagaré el resto de lo que te prometí.

El joven enarcó las cejas, tan sorprendido como los marinos que, sin disimulo alguno, se habían acercado para escuchar la conversación y que ahora se frotaron las manos.

Era evidente que César había colocado a León ante un dilema moral. Una cosa era rechazar dos mil sestercios y otra bien distinta renunciar a cien mil, cifra más que considerable.

—Mañana —dijo César, sin permitir que el joven pusiera más objeciones— preséntate ante mi ayudante Menéstor.

—¿Busco a un esclavo jorobado?

César soltó una carcajada.

—¡No! Menéstor tiene la espalda bastante recta, considerando su edad y las cargas que tiene que sobrellevar por mí. Y es liberto, no esclavo. Él te entregará una carta de pago con mi sello. Podrás cobrarla en Rodas si te presentas de mi parte ante el banquero Timocares, hijo de Milón.

León se volvió con gesto irritado, pues prácticamente tenía la barbilla de uno de sus marineros encima del hombro. Lo apartó como si ahuyentara una mosca y dijo a los demás que se alejaran y se metieran en sus asuntos. César comprobó con satisfacción que le obedecían al momento sin que tuviera que repetir la orden. «Parece que no me equivoco con él», pensó.

Después, el joven se volvió hacia César.

—¿Puedo preguntarte por qué haces esto?

—Tengo buen ojo con las personas sobre todo para dos cosas —respondió César—. Sé cuándo alguien es bueno en lo que hace, y también sé cuándo me puede ser útil. En ti veo ambas cosas. Así que espero que, si más adelante tengo que recurrir a tus servicios y a tu amistad, estés a mi lado.

—¿En qué puede resultarle útil un humilde mercader a un cónsul de Roma?

—¿Hasta qué punto eres un humilde mercader, León? Alguien a quien le hunden tres naves y no dice «he perdido mis barcos» sin duda tiene más.

El joven bajó la mirada un instante.

—Es mi padre, Eufranor, quien posee más naves. Sin contar con esas tres que tus enemigos han hundido, tenemos una flota de veinticuatro.

«Que podrían serme muy útiles llegado el momento», pensó César. Por supuesto, se había informado sobre León antes de fletar la Hermes, y ahora comprobaba satisfecho que sus datos eran correctos.

—Me gusta tu ciudad, León. Rodas es muy hermosa —dijo César, cambiando de tema aparentemente al azar—. Los restos del Coloso siguen siendo impresionantes.

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