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Authors: Irving Wallace

La isla de las tres sirenas (13 page)

BOOK: La isla de las tres sirenas
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Mientras tomaba la sopa, empezó a examinarlas. Ninguna parecía de interés hasta que llegó al último sobre. Las señas al dorso rezaban: "Dra. Maud Hayden. Colegio Raynor, Santa Bárbara, California". Esto resultaba sorprendente. Si bien Rachel conocía muy bien a Maud Hayden, sólo la consideraba una amiga-conocida, y sus relaciones eran puramente profesionales. Nunca había estado en casa de Maud Hayden ni ésta la había visitado en su apartamento. Anteriormente nunca se habían escrito. No podía imaginar por qué le escribiría Maud Hayden, pero la admiración que experimentaba por aquella mujer entrada en años a quien consideraba una de las grandes figuras de la antropología mundial era tan grande que se apresuró a abrir el sobre. Desplegó la carta ante sí y al instante penetraba en el remoto mundo de Las Tres Sirenas. Mientras terminaba la sopa y masticaba despacio el bocadillo de jamón con queso, siguió leyendo. Continuó leyendo también mientras tomaba el café. Después de leer una pagina, luego dos y devorar con avidez los extractos del informe de Easterday, su mundo privado, lleno únicamente, hasta entonces, de sus propios problemas, de Joseph Morgen, de Ms. Mitchell, se fue poblando de otros personajes:

Alexander Easterday, el capitán Rasmussen, Thomas Courtney, un polinesio llamado Moreturi y su padre, el jefe Paoti Wright.

El impacto que le produjo la carta de Maud Hayden y sus documentos anexos, la lanzó, vibrante y emocionada, por el espacio, para hacerla aterrizar en un sereno y extraño planeta que era una mezcla de la Boyawa de Malinowski, el país de ensueño que Tully sitúa en los Mares del Sur en Ave del Paraíso y el Wragby Hall de D. H. Lawrence.

Trató de verse a sí misma en el panorama de Las Tres Sirenas y encontró que su yo sensible experimentaba una gran fascinación ante aquella cultura, mezclada con cierta repulsión por el evidente erotismo de la misma.

En una época anterior, cuando no tenía los nervios tan de punta y sus represiones se hallaban aún bien enterradas, sabía que aquello la hubiese interesado hasta llegar a telefonear instantáneamente a Maud Hayden.

Rachel se acordó que, en efecto, como Maud recordaba en su carta, hacía un año que se ofreció para participar en una expedición científica bajo la guía de un mentor cuyas enseñanzas pudiese aprovechar. Sentía a la sazón un vivo interés por las costumbres relativas al matrimonio. Pero esto fue en otro tiempo, cuando su espíritu, su trabajo y su vida social (fue cuando empezaba a salir con Joe) estaban organizados y reprimidos. En la actualidad, semejante viaje sería una locura. Un estudio de las relaciones sexuales libres y de un afortunado sistema de matrimonio le resultaría insoportablemente doloroso. Ya no poseía la objetividad ni el aplomo necesarios para emprenderlo. Además, ¿cómo podía irse, dejando en el aire sus relaciones con Joe? ¿Cómo podía dejar durante seis semanas a Ms. Mitchell y otros treinta de sus pacientes? Desde luego, en otras varias ocasiones había abandonado a sus pacientes durante períodos prolongados y nada indicaba que quedándose consiguiese resolver sus relaciones con Joe. Sin embargo, tal como estaban las cosas, Las Tres Sirenas eran pura fantasía, un capricho imposible, que debía olvidar sin tardanza.

La llegada de la camarera con la nota la arrancó de aquel país de nunca jamás. Consultó su reloj. Era la una menos dieciocho minutos. Tendría que darse prisa para llegar con puntualidad al coloquio.

Salió del bar corriendo para ir en busca de su coche y dirigirse a la Escuela Superior de Beverly Hills. Llegó al hemiciclo cuando el mantenedor la estaba llamando. El público esperaba, todo el paraninfo estaba lleno y a los pocos instantes se sentó ante la mesa, entre los doctores Samuelson y Lynd, para participar en una animada discusión acerca de los matrimonios entre adolescentes, pese a que aquella tarde todo tenía para ella un aire ausente y sonámbulo.

Los minutos fueron transcurriendo y Rachel comprendió que representaba un papel pasivo en el debate, permitiendo que los doctores Samuelson y Lynd llevasen la voz cantante, sosteniendo el peso del diálogo, mientras ella se limitaba a hablar sólo cuando le preguntaban. Por lo general, salía siempre muy airosa de estas polémicas públicas. Sin embargo, se daba cuenta de que aquella tarde su actuación era menos que mediana, limitándose a utilizar la jerga del oficio, a decir cuatro palabras vacías y a hacer citas rutinarias… aunque, en realidad, esto no le importaba en absoluto.

Rachel apenas se dio cuenta de que la exposición del tema había terminado y que el público empezaba a hacer preguntas, ella fue el blanco de dos interpelaciones y sus colegas tuvieron que responder otra docena de preguntas. El reloj de la pared indicó que la prueba tocaba casi a su fin. Se recostó en la silla, pensando en que acaso tendría que hacer una escena con Joe.

De pronto oyó pronunciar su nombre, lo cual indicaba que alguien deseaba hacerle una pregunta. Se irguió en la silla de madera y se esforzó en comprender bien de qué se trataba.

Una vez hecha la pregunta, su semblante asumió una expresión pensativa —que no hubiera engañado a Joe— y empezó a contestar:

—Sí, la comprendo, señora —dijo—. No he leído esta pieza popular del autor que usted menciona. Pero si su contenido es el que usted afirma, le aseguro muy sinceramente que yo no tocaría el pene popular de este autor por nada del mundo…

Rachel se interrumpió, desconcertada. Un grito histérico rasgó el susurro del auditorio, seguido por risitas, animados murmullos y divertidos comentarios después.

Rachel vaciló, aturrullada, y concluyó con voz temblorosa:

… Bien, estoy segura de que usted me comprende.

De pronto, una tempestad de carcajadas estalló en el paraninfo.

Mientras aún duraba el tumulto, Rachel se volvió desvalida al Dr. Lynd, que se había puesto muy colorado y miraba fijamente al aire como si fingiese no haber oído aquel lapsus linguae. Después Rachel se volvió hacia el Dr. Samuelson, cuyos labios estaban plegados en una sonrisa, mientras miraba directamente al público.

—¿Qué les pasa? —susurró Rachel, tratando de hacerse oír en medio del barullo— ¿De qué se ríen?

Trató de recordar qué había dicho… algo de no tocar aquella pieza para nada… para nada… aquel artículo… aquella pieza popular… aquella pieza… aquella cosa…

De pronto se quedó boquiabierta y susurró al Dr. Samuelson:

—¿Acaso dije…?

Y él, sin dejar de mirar al frente, le respondió con tono risueño, apenas audible:

—Mucho me temo, Dra. DeJong, que su lapsus freudiano no haya pasado desapercibido.

—Oh, Dios mío —gimió Rachel—. þ De veras dije eso?

El mantenedor golpeó con el mazo sobre la mesa y no tardó en restablecerse el orden. El lapsus no tardó en quedar olvidado entre las preguntas y respuestas que siguieron. Rachel no se atrevía a hablar de nuevo. Para su carácter era una verdadera prueba seguir allí sentada como si tal cosa, exhibiéndose muy seria y con cara inexpresiva.

Mientras las preguntas y respuestas levantaban una empalizada de palabras a su alrededor, volvió en espíritu a sus días de estudiante y a lo que había leído acerca de los lapsus linguae en la Sicopatología de la vida diaria, de Sigmund Freud: Una señora se expresó del modo siguiente en una reunión. Las mismas palabras que escogió demuestran que las pronunció con fervor y bajo la presión de numerosas y fuertes emociones secretas: "Sí, una mujer tiene que ser bonita si desea agradar a los hombres. A este respecto, la situación de los hombres es más ventajosa. "Mientras posean cinco miembros bien proporcionados, ya no necesitan más…!". En el método psicoterapéutico que yo utilizo para resolver y suprimir los síntomas neuróticos, tengo que enfrentarme a menudo con la tarea consistente en descubrir el pensamiento oculto tras las frases pronunciadas casualmente por el paciente y que, pese a que intenta permanecer oculto, revela su existencia de manera no intencionada" Rachel estaba pensando aún en esto y en el lapsus que ella misma había cometido, cuando se dio cuenta de que la discusión había terminado algunos segundos antes y que todo el mundo se levantaba para marcharse.

Cuando abandonaba el estrado, ligeramente separada de sus colegas, se dijo que aquella noche escribiría dos cartas. Una a Joseph Morgen, confiándole la verdad acerca de su problema y dejando que él mismo decidiese si estaba dispuesto a esperar a que ella lo resolviese, en un sentido o en otro. La segunda carta sería para Maud Hayden, informándola de que Rachel DeJong arreglaría todas sus cosas y se hallaría dispuesta para acompañarla a Las Tres Sirenas en junio y julio, durante seis semanas.

Maud Hayden tomó la copia de la carta que Claire había dactilografiado y enviado al Dr. Sam Karpowicz, que vivía en Alburquerque, localidad de Nuevo México. Antes de leerla, miró a Claire y dijo:

—Confío en que esto lo deslumbrará. La verdad es que no podemos pasarnos sin Sam. No sólo es un botánico excelente, sino un fotógrafo de primera fila, uno de los pocos fotógrafos creadores que existen en el mundo. Lo único que me preocupa es que… verás, Sam es un hombre tan apegado a su familia… y yo expresamente he evitado invitar a su esposa e hija. Tal vez no serían un problema, pero me propongo reducir en lo posible el número de personas que formar n el equipo.

—¿Y si él insiste en llevarlas consigo? —preguntó Claire.

—En tal caso, no sé qué haremos. La verdad es que no lo sé. Desde luego, Sam es tan imprescindible que creo que terminaría aceptándolo bajo cualquier condición, aunque tuviese que cargar con su abuelo, su perro de lanas favorito y su invernadero… pero pensándolo bien, ya resolveremos esta dificultad, caso de que llegue a presentarse. Veamos antes qué dice Sam.

Habían dado ya las diez de la noche, cuando Sam Karpowicz cerró con llave la puerta de la cámara oscura y recorrió los pocos metros de prado sembrado de verde césped húmedo que lo separaban de la escalera de losas, cuyos peldaños ascendió cansadamente hasta llegar al reducido patio. Se detuvo ante el canapé de mimbre puesto al aire libre, aspirando el fresco y seco aire nocturno, que le despejaba la cabeza de las emanaciones que había respirado en la cámara oscura.

Aquel aire era delicioso y embriagador. Cerrando los ojos, efectuó varias aspiraciones profundas, después los abrió para gozar por un momento del espectáculo que ofrecían las hileras de faroles callejeros y las esparcidas luces de las residencias que se extendían hacia el lado de Río Grande. Las luces callejeras parecían temblar y moverse, con una amarillenta grandeza, semejantes a las antorchas de la procesión nocturna que presenció el año anterior entre Saltillo y Monterrey, cuando estuvo en México.

Permaneció inmóvil en el patio, pues no deseaba abandonar los placeres que le ofrecía aquel sitio y las escenas que desde allí se contemplaban.

El cariño que sentía por aquellos barrios de las afueras, por los polvorientos pueblos próximos de Acoma y San Felipe, los llanos terrenos de pastos y los campos de ají con sus acequias de riego y las azules montañas pobladas de abetos, era profundo e inquebrantable.

Recordó con una punzada de dolor lo que le había llevado hasta aquel lugar tan poco apropiado para un hombre que no se había movido del Bronx neoyorquino desde su primera infancia hasta la edad viril. Durante la guerra —la guerra organizada por Hitler— llegó a conocer muy bien a Ernie Pyle —(Louis L. Snyder, en su libro La Guerra 1939 ? 1945 (Ed. Grijalbo, 1964), se refiere a Ernie Pyle en términos conmovedores. Pocas semanas después de la caída de Iwo Jima, en la isla próxima de Ie Shima, el pueblo norteamericano experimentó una pérdida irreparable cuando un retraído, y diminuto corresponsal de guerra fue muerto por una bala de ametralladora japonesa A pesar de que Ernie Pyle detestaba la guerra y todo cuanto ésta representaba creía que su lugar estaba junto a los hombres que luchaban en el frente. Sus despachos abundaban en bellos detalles acerca de actos de bondad y abnegación, la soledad de los hombres dominados por el abatimiento y la melancolía en la retaguardia, el extraordinario valor desplegado por simples muchachos que en el combate se crecían hasta hacerse hombres. Hablaba de soldados cansados y mugrientos que no querían morir, de heroísmo y cobardía, de flores y tumbas… No comprendo cómo los que sobreviven a la guerra pueden volver a mostrarse crueles con nada. "Los combatientes sentían un profundo afecto por el pequeño y calvo reportero de Indiana que representaba con tanta perfección la visión que ellos tenían de la guerra desde su humilde estatura de soldados. Llenos de desconsuelo colocaron esta inscripción sobre el sencillo monumento levantado sobre el lugar donde él cayó para no levantarse más.

Sam era oficial de prensa y, fotógrafo del cuerpo de Señales, a pesar de ser licenciado en Botánica. Pyle era corresponsal de guerra. Durante los largos paseos que dieron juntos por tres islas del Pacífico, Sam discurseaba acerca de las maravillas de la flora polinesia mientras Pyle, a petición de Sam, hablaba de la pasión que sentía por la paz y el sosiego de su Nuevo México. Pocos meses después de que Pyle muriese en acción de guerra, Sam fue enviado a California para ser desmovilizado. Adquirió un coche viejo y baqueteado con el que atravesó el Sudoeste norteamericano en dirección a Nueva York, decidido a visitar aquellas regiones antes de enterrarse en la vida monótona de profesor metropolitano.

En el curso de este viaje pasó por Alburquerque y comprendió que no podía abandonar aquella ciudad sin visitar a la viuda de Ernie Pyle, la casa en que éste había vivido y los lugares que su difunto amigo había mencionado con tanto afecto. Sam tomó una habitación de cuatro dólares al día en el hotel Alvarado, próximo a la estación de Santa Fe. Después de lavarse, asearse y cenar, obedeciendo las indicaciones que le dieron en el hotel atravesó en su coche el caluroso y tranquilo barrio comercial, cruzando frente a la universidad, hasta llegar a Girard Drive. Entonces torció a la derecha por la calle adoquinada, que le resultaba tan familiar y acogedora por habérsela descrito tantas veces su amigo muerto, y siguió adelante cosa de kilómetro y medio, entre casas de adobes, típicamente españolas, hasta que cesaron los adoquines y empezó la grava. Después de recorrer varias manzanas llegó a la esquina de Girard Drive y Santa Mónica Drive. Ernie Pyle le había dicho que su casa estaba en el 700 de South Girard Drive, una casa que hacía esquina con algunos arbolillos, un patio de cemento y un perro que se llamaba Chita; una pequeña mansión blanca de techumbre verde, construida para vivir en paz.

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