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Authors: Irving Wallace

La isla de las tres sirenas (12 page)

BOOK: La isla de las tres sirenas
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Rachel escuchaba refrenando sus tumultuosos sentimientos y pensando: "¿Qué vas a saber tú, Ms. Mitchell?".

La mente de Rachel volvió vacilante al pasado y su alma gemela se reunió con el alma de Ms. Mitchell en unos días no lejanos. Cuando estudió en la facultad de Medicina, y cuando terminó la carrera, hubo varios hombres en su vida, unas veces estudiantes y otros hombres de más edad. Tuvo que escuchar bastantes declaraciones, muy hermosas y atrayentes. Será perfecto, Rachel; tú tendrás tu trabajo y yo el mío. Podemos tomar a alguien para que cuide de los niños. Compraremos dos camas y así nos harán un descuento, ja, ja. Vamos Rachel, dime que si. Recuerda lo que dicen: "La familia que trabaja junta, permanece unida". Y ella siempre había contestado con la misma frase estereotipada: Eres encantador, Al (o Billy o Dick o John), pero verás… y además de eso… y después… y lo siento mucho pero no puede ser, no, no puede ser.

Siempre había intentado con éxito reducir la pasión y el fervor a la más gris de las amistades. Solamente dos veces, en el año en que decidió especializarse y estudiar psiquiatría, permitió que una de aquellas relaciones fuera más allá de la simple amistad. El era un condiscípulo suyo, un alto y desgarbado muchacho de Minnesota. La escena se desarrolló en su modesto apartamento de soltero y el lugar fue el diván (ambos hicieron simultáneamente un chiste sobre ello). Ella acudió ya preparada y lo soportó con el mismo estoicismo que si le empastasen un diente. No dio nada y él poco más. Aquella fue la primera representación. Deseosa todavía de nuevas experiencias —¿cómo podría guiar más adelante a los demás, sin experiencias de primera mano?— flirteó con un joven y alocado profesor, esposo y padre, yéndose a pasar un fin de semana con él en un bungalow de la isla Catalina. Esto le proporcionó mayor grado de profesionalismo pero ni el menor goce. Mantuvo la intimidad, incluso en el momento de su unión más íntima. Desempeñó el papel de observador inocente, ajeno e imparcial y, por lo que a ella se refería, él podría haber estado muy bien fumando.

Aquellas relaciones terminaron tras tres representaciones más. El no llegaba a entender por qué cortó por lo sano, terminando bruscamente aquellos idílicos fines de semana. Fue la última experiencia directa de Rachel. Posteriormente, los conocimientos de Rachel procedieron de lo que aprendió en conferencias, libros y escuchando a sus propios pacientes. Estaba convencida de que su libido permanecía tranquilo y en paz, como la bella durmiente que sólo esperaba que llegase el príncipe para despertar con toda normalidad, junto con su paciente.

Catorce meses antes se presentó el hombre que esperaba. Y su alma y sus pasiones, en efecto, despertaron. Todo se produjo con la mayor precisión. El tenía entonces cuarenta años, a la sazón cuarenta y uno, y ella treinta, que ahora eran treinta y uno. El era un hombrón tierno, de mirada bovina y cariñosa, un físico vigoroso y fuerte. Era soltero y poseía una sólida cultura, muy buenos instintos, una amplia curiosidad y elevados ingresos. Se llamaba Morgen y pertenecía a la empresa de corretaje Jaggers, Ulmy Morgen. Joseph E. Morgen. De muy buena familia, además. La pasión de Rachel despertó, se sentía dichosa y él prendido en su encanto.

La cronología de los primeros diez meses, era, en forma condensada, muy sencilla. Capítulo I: Galerías de arte, museos. Capítulo II: Teatros, cines. Capítulo III: Night Clubs, bares selectos, vamos a tomar una copa. Capítulo IV: La casa de sus padres, su familia, gente encantadora. Capítulo V: Las amigas de ella, sus casas, personas maravillosas. Capítulo VI: Fiestas, muchas fiestas. Capítulo VII: Coche parado en Laguna, Newport, Malibú, Trancas, besos, muchos besos. Capítulo VIII: El apartamento de ella, caricias muchas caricias. Capítulo IX: Fin de semana en Carmel, paseo a orillas del lago por la noche…

Ms. Mitchell sollozó y Rachel no lamentó tener que dejar aquel paseo nocturno a orillas del lago. Así que Ms. Mitchell empezó a hablar de nuevo, Rachel sintió deseos de desaparecer, porque ya sabía lo que iba a venir ahora, por haberlo escuchado muchas otras veces.

Durante todo aquel día, en la Costa Azul, yo creí que obraba bien —decía Ms. Mitchell—. Salí corriendo como una colegiala asustada y él, llevado por su amor, me siguió, decidido aún a hacerme la pregunta fundamental. Pero yo ya estaba más tranquila y cuando regresamos en coche a Cannes, estaba segura de que todo estaba resuelto y le daría el sí… sí, contestaría afirmativamente y terminaría de una vez, para que todo acabase bien, como en las películas. Pero aún hacía sol y él quiso que nos pusiésemos el bañador para ir a la playa a nadar un poco y después tomar allí mismo unos cócteles. Entonces yo me cambié de ropa en la cabaña y después lo hizo él. Cuando salió creí que iba a ponerme enferma, lo digo en serio.

El muy sinvergüenza llevaba solamente pantalones de bikini. Yo nunca le había visto así… tan grosero, tan bestial… aunque él, como persona, no era diferente, seguía siendo el mismo… pero de aquella manera parecía distinto. Yo no podía ni mirarlo y entonces él se tendió a mi lado y allí mismo me lo dijo todo… se declaró… añadiendo que podíamos casarnos enseguida… y comprendí lo que quería decir… y entonces me eché a llorar y huí corriendo al hotel. Los médicos le impidieron la entrada… pero ¿qué hubiera podido decirle?… y además, mire cuál es mi estado… aquello fue la ruptura, como usted sabe muy bien… la causa de todo… sí, aquello fue el principio.

El fin había sido aquello, se dijo Rachel.

Encontraron aquella solitaria playa al norte de Carmel, pararon el coche entre los árboles y él la ayudó a descender por la empinada cuesta hasta la arena. En la playa hacía calor y el agua cabrilleaba suavemente bajo el claro de luna. Se descalzaron y pasearon por la orilla, cogidos de la mano.

Ella sabía que aquel hombrón tan sensible iba a declarársele, pues estaba muy enamorado de ella y ella de él, guardó silencio y escuchó su declaración. El la estrechó entre sus brazos mientras ella por último podía pensar y decirse que no quería saber nada fuera de aquel instante de dicha, limitándose a asentir con la cabeza mientras él susurraba palabras cariñosas en su oído.

El quiso celebrarlo metiéndose en el agua con ella. Rachel preguntó cómo sería posible, sin trajes de baño. Y él respondió riendo que no los necesitaban, ahora que eran prácticamente marido y mujer. Desconcertada ante lo que ocurría en su interior, ella asintió en silencio y se ocultó tras una roca saliente para desnudarse. Desabrochó un botón de la blusa y se quedó helada, inmóvil y temblorosa, sintiendo escalofríos y temblando durante más de quinientos segundos. Entonces oyó pronunciar su nombre y vio que él venía, salió corriendo de detrás de la roca para darle una explicación y lo encontró con el traje de Adán, desnudo como esperaba que ella estuviera también. La expresión de agudo horror que mostró su rostro, borró instantáneamente la despreocupada sonrisa del hombre. Ella contempló el pecho macizo y velludo, e involuntariamente, como en sueños, bajó la mirada… sí, Ms. Mitchell, sí… y echó a correr por la arena, cayendo y levantándose para continuar corriendo, mientras los gritos de él la perseguían.

Cuando él regresó al coche, vestido, la encontró esperándole, con los ojos secos, dueña ya de sí misma, y durante todo el camino de regreso, que le pareció larguísimo, se mostraron terriblemente razonables e intelectuales al comentar lo sucedido, con el resultado de que cuando amaneció y Los Ángeles aparecieron entre la niebla, quedó bien sentado que la culpa había sido enteramente del hombre. Hubiera debido tener más prudencia.

Las mujeres son distintas, más sensibles, más emocionales, claro. Los hombres suelen tomar por el camino de en medio, son impetuosos y descuidados. Su profesión no tenía nada que ver; ella continuaba siendo un ser frágil, como todos los de su sexo. Había accedido a casarse con él y se dejó desbordar por las emociones. Pero estaban de acuerdo. Se casarían y todo se arreglaría. El tiempo todo lo cura. "Te amo, Rachel", "Te amo, Joe". "Verás cómo todo irá bien, Rachel." "Lo sé, Joe" "Convendría que empezaras a pensar en la fecha, Rachel." "Lo haré, lo haré, Joe." "¿Te parece bien mañana por la noche, pues?" "Sí, mañana por la noche".

Entonces siguió un período de cuatro meses de "mañanas por la noche", de citas mantenidas y de otras canceladas. Joseph Morgen pedía con insistencia que Rachel fijase una fecha para la boda. Rachel apeló a todas las estratagemas conocidas en los anales de la feminidad para evitar dar una fecha. Se defendía pretextando casos urgentes, exceso de trabajo en la clínica, artículos sobre psiquiatría que tenía que escribir, congresos a los que no podía faltar, parientes que tenía que acompañar, jaquecas y enfermedades y así llegó hasta la semana anterior. Luchando sin parar. Joe dijo que se estaba burlando de él. Si no lo quería, ¿por qué no se lo decía claramente? Pero ella respondió que sí lo quería, lo quería mucho. Entonces, ¿por qué salía siempre con evasivas y pretextos, como si de veras no quisiera casarse con él? Pronto estaría todo arreglado, dijo ella, sí, muy pronto. Y entonces él dijo esto y ella replicó aquello, pero fue él quien pronunció la última palabra: ya no insistiría más, pero su ofrecimiento seguía en pie y cuando ella se considerase dispuesta, podía ir a comunicárselo.

Aquel desastroso forcejeo se había producido sólo la semana anterior.

La noche antes leyó en la sección de noticias de Hollywood que Joseph Morgen había sido visto cenando en Perino's con una actriz italiana.

Aquella noche no durmió ni tres horas.

Empezó a darse cuenta de que el tiempo pasaba. Consultó el reloj de la mesa y se agitó inquieta en la butaca.

—Bien, Ms. Mitchell, me parece que la sesión ha terminado —anunció Rachel—. Ha sido extraordinariamente útil. Aunque usted crea lo contrario, la verdad es que realiza grandes progresos.

Ms. Mitchell se incorporó, arreglándose el peinado y por último se puso en pie, con expresión más tranquila y apaciguadora.

Rachel también se levantó.

—Que pase un fin de semana agradable. Confío en verla nuevamente por aquí el lunes, a la misma hora.

—Sí —repuso Ms. Mitchell. Se dirigió a la puerta, seguida por Rachel, y de pronto volvió la cabeza con vacilación—. Yo… ojalá pudiera ser como usted, doctora DeJong. ¿Cree que podré serlo, algún día?

—No, ni lo desee. Un día, muy pronto, volverá a ser usted misma, tendrá una personalidad que apreciará en el más alto grado y con esto debe bastarle.

—Espero que sea verdad, porque usted lo dice. Adiós.

Cuando su paciente se hubo marchado, Rachel DeJong se apoyó en umbral, experimentando una extraña desorientación. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para darse cuenta de que era mediodía y que ya no tenía ningún paciente más hasta las cuatro. ¿Y por qué? De pronto lo recordó. Tenía que participar en un coloquio con el Dr. Samuelson y el Dr. Lynd, en el hemiciclo de la Escuela Superior de Beverly Hills. Se trataba de un coloquio sobre la adolescencia y el matrimonio entre los jóvenes, en el que después podían participar con sus preguntas los padres y maestros que asistieran al mismo. El coloquio había sido organizado hacía unos meses y se celebraría de una a tres aquella misma tarde. Cuando la invitaron a participar, ella aceptó complacida, pues siempre le había gustado el toma y daca, los desafíos mentales y las preguntas estimulantes que acompañaban a un coloquio. Mas a la sazón se sentía débil y cansada, desdichada por lo de Joe, disgustada consigo misma y, por si aún no fuese bastante, se despreciaba profundamente. No estaba de humor para exhibir su ingenio y conocimientos psiquiátricos. Deseaba estar sola para recuperar sus fuerzas, para reflexionar y resolver sus enigmas. Sin embargo, sabía que no podía faltar al coloquio. Nunca lo había hecho y menos podía hacerlo entonces. Era demasiado tarde para buscar a alguien que la sustituyese. Tendría que aguantarlo, tratando de hacerlo lo mejor posible.

Cuando salió del lavabo se maquilló un poco, se puso el abrigo y salió del consultorio. Al pasar por la sala de espera, vio el correo de la mañana en la mesita, al lado de la lámpara. Había media docena de cartas. Se las metió en el bolsillo, cerró con llave la puerta del consultorio y descendió en ascensor hasta el vestíbulo.

En la calle, el aire era fresco y el día tan sombrío y cargado como su corazón. Había pensado sacar su automóvil convertible para ir a Beverly Hills, tomar el aperitivo antes de almorzar tranquilamente en uno de los mejores restaurantes y regresar con el tiempo justo para llegar al coloquio antes de que éste comenzara, a la una. Pero se hallaba demasiado preocupada para tomar el aperitivo o hacer una comida completa; así es que subió por Wilshire Boulevard para ir a pie hasta el bar de la esquina.

El mostrador estaba ocupado casi totalmente, pero quedaban aún dos mesitas vacías. Se sentó en la más próxima, porque deseaba intimidad. Después de pedir una sopa de judías, un bocadillo de jamón con queso y café, se sentó, las manos cruzadas sobre la mesa, tratando de construir algo coherente con las ruinas de los últimos meses.

No podía censurar a Joe porque hubiese salido con la actriz ni porque siguiese saliendo con ella, esto era claro. El tenía que vivir su vida. Aquella cita no quería decir forzosamente que se hubiese enamorado de la actriz.

Probablemente todo se reducía a terminar acostándose con la chica. Joe insistió en que quería casarse con ella y Rachel era quien tenía que decidir.

Pues bien, ella quería casarse con Joe y así lo había decidido. Lo más juicioso sería acudir a él para exponerle su problema, desnudarse espiritualmente en su presencia y hacerle comprender hasta qué punto su inhibición la dominaba. El era un hombre que tenía una cultura psiquiátrica y la comprendería. Contando con su comprensión y apoyo, ella iría a ver a un colega e iniciaría un tratamiento. Así, al fin, podría casarse con Joe.

Como psiquiatra, esto le parecía lo más sencillo y el único procedimiento viable. Sin embargo, como mujer —escuchando la voz más profunda de su alma femenina—, no se mostraba de acuerdo. No quería revelar al hombre amado su problema fundamental. Aquello complicaba un poco las cosas, pero sólo un poco. La desposada tiene un problema; no puede quitarse el velo. Esto era una locura, la actitud propia de una persona enferma, pero así era. Volvía a sentirse comprendida, y lo que le pareció tan sencillo se convertía ahora en un problema complicadísimo.

En el bar hacía mucho calor y cuando se quitó el abrigo, notó en un bolsillo el bulto del correo de la mañana. Dobló el abrigo, lo dejó en la silla contigua y sacó del bolsillo las cartas.

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