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Authors: Irving Wallace

La isla de las tres sirenas (11 page)

BOOK: La isla de las tres sirenas
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—Supongo que no lo dirás en serio —observó Claire.

—De lo que quiero que te des cuenta, principalmente —dijo Maud— es que ese pueblo de Las Sirenas, al que consideraremos ante todo polinesio, no está formado por seres primitivos e inferiores. Tú ya sabes que el viejo K —Claire sabía que se refería a Kroeber— solía decir que las hormigas poseen una sociedad, pero no tienen una cultura… pues la cultura en este caso no significa refinamiento, sino costumbres transmitidas por tradición oral, técnicas y creencias tradicionales a las que se avienen. Pero los polinesios no son hormigas ni seres primitivos. Poseen muchas culturas, antiguas y sólidas. Cuando los profanos hablan de primitivos, suelen referirse a brutos analfabetos de mentalidad atrasadísima. Estos seres existen, desde luego, en algunas regiones de África, el Ecuador, Brasil o Australia.

Estos son los auténticos aborígenes. No esperes encontrarlos en Las Sirenas, y en especial teniendo en cuenta que se trata de polinesios cruzados con blancos. Es probable que esas gentes posean una profundidad en el tiempo tan grande como la nuestra. Tal vez no tengan una cultura material compleja, pero sí poseen una estructura social complicada. Son primitivos únicamente en el sentido técnico. Puedes tener la seguridad de que en el terreno social se hallan extraordinariamente avanzados.

Aquél era el momento oportuno para sacar el asunto a colación.

—Me cuesta imaginar que son civilizados, teniendo en cuenta que los hombres únicamente llevan unos suspensorios y las mujeres van desnudas, pues una falda de hierba de dos palmos no se puede llamar vestido.

—Estoy convencida de que éste es el atavío adecuado en aquel clima y para su concepto de la vida —dijo Maud con placidez.

—¿Y nosotros tendremos que andar de esta guisa, como los indígenas? —preguntó Claire.

La pregunta pareció sorprender a Maud.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir si… tú y yo tendremos que desnudarnos y…

—No, por Dios, Claire. Imagínate la facha que tendría yo con un faldellín de hierba. Mis fláccidas carnes y mi autoridad estarían a la merced de una simple ráfaga de viento. ¿Cómo has podido pensar tal cosa? Tú irás vestida lo mismo que aquí en California. Ropa de verano, pero algo más ligera, y mucho desodorante. Esto me hace pensar que tenemos que hacer cuanto antes algunas compras. Lo único que allí es tabú para las mujeres son los pantalones. Si los indígenas te viesen con pantalones, te tomarían por un hombre y esto los confundiría y alarmaría. Antes que ponerte pantalones, valdría más que fueses desnuda, ya que pasarías más desapercibida, puedes llevar blusas y faldas desahogadas, o vestidos estampados sin mangas. Esto resultará aceptable para ellos. Lo principal es que demuestres interés por esa gente, que noten que les tienes simpatía. Ninguno de nosotros es capaz de portarse como aquel joven y aristocrático antropólogo inglés que Robert Lowie solía citar, el tal inglés pasó una temporada entre los indígenas y a su regreso hizo el siguiente dictamen, sobrio y lacónico:

"Costumbres escasas, modales viles, moral ausente".

Claire rió y se sintió más aliviada. Al ir a buscar los cigarrillos a la mesita de café, vio que Maud tomaba un mazo de papeles del cajón de su mesa.

—¿Son éstas las copias de las cartas para las personas que invitaremos tomar parte de nuestro equipo? —preguntó Maud y volvió a su asiento.

Claire miró por encima del hombro, asintió y dijo: —He escrito a cuatro de ellas, extractando los párrafos de la carta de Easterday que tú me indicaste. Firmé por orden.

—Cuándo las enviaste?

Ayer por la tarde, a tiempo de que alcanzasen la última recogida. Las franquee todas por correo aéreo, excepto la de la Dra. Rachel DeJong, puesto que vive en Los Ángeles.

—Sí… vamos a ver… sí, ésta es la carta para ella. Prefiero echar una mirada por si he olvidado algo. En este caso, me serviría de excusa para subsanar la omisión. Confío en que ninguno de ellos se encontrará de viaje y que todos aceptarán unirse a nosotros. Hackfeld quedó muy bien impresionado por la lista. No me gustaría tener que apelar a suplentes…

—Todos recibirán la carta hoy, en distintas horas del día —dijo Claire—. Supongo que empezaremos a recibir respuestas a fines de semana.

—Hum —murmuró Maud, leyendo la primera carta—. Ojalá Rachel disponga de seis semanas libres.

—¿Es la psicoanalista? Me he estado preguntando, Maud por qué la has escogido.

—Leí un artículo de Rachel, titulado "Los efectos del noviazgo galanteo sobre el matrimonio" y lo encontré soberbio. Esto me hizo pensar que resultaría una ayuda inapreciable en Las Sirenas. Además es el tipo de persona adecuado para una expedición de este género: completamente desprovista de emoción, totalmente objetiva, sin excesivas preferencias por Freud y muy equilibrada para ser tan joven. Siento una marcada referencia por colegas que sean capaces de dominarse y de dominar las situaciones nuevas e imprevistas que puedan surgir. Rachel es una persona así. Confío en que yo también sea de su agrado.

—La conquistarás enseguida —dijo Claire con confianza.

Faltaban diecinueve minutos para las doce del mediodía. En el consultorio psiquiátrico tenuemente iluminado y que dominaba el Wilshire Boulevard de Los Ángeles, la doctora Rachel DeJong permanecía sentada junto a la paciente, dando vueltas entre sus dedos al lápiz y diciéndose que si aquello continuaba un minuto más de los nueve que faltaban para terminar la sesión empezaría a gritar sin poder contenerse por más tiempo.

La voz de la paciente se había convertido en un murmullo y Rachel experimentó un momentáneo pánico profesional. ¿Se habría dado cuenta la paciente de su hostilidad? Descruzando las piernas, Rachel se inclinó hacia el diván para observarla y entonces vio que miraba hacia lo alto, sumida en sus propios pensamientos y sin acordarse de la inquisitiva presencia de Rachel.

Al inclinarse sobre el diván, la psiquiatra se percató de otra cosa, el cuadro que ofrecían ella y su paciente, en aquellos fugaces segundos, se parecía a una anticuada pintura que vio una vez —acaso en un anuncio— y que representaba al bello Narciso inclinado sobre el agua de la fuente, hipnotizado por su propio reflejo en la líquida superficie. Aquella imagen era muy exacta: Ella, Rachel DeJong, era Narciso, el diván de cuero era la fuente y Ms. Mitchell, tendida sobre el diván, era propiamente el reflejo de sí misma. La imagen sólo era inexacta en un punto: Narciso languidecía de amor por sí mismo, mientras que Rachel se hallaba dominada por el odio que su propia imagen le inspiraba.

Examinando a Ms. Mitchell, se esforzó por analizar el torbellino de emociones que la sacudía interiormente. No odiaba a Ms. Mitchell como persona. Lo que odiaba era lo que veía de sí misma, tan irónicamente exacto, en el problema que le presentaba Ms. Mitchell. A través de su paciente, Rachel se miraba a sí misma.

En sus pocos y ajetreados años de ejercicio médico, aquello nunca le había sucedido, al menos bajo esta forma. Hasta hacía dos meses, hasta el día en que Ms. Mitchell apareció en su vida, Rachel DeJong había sido una mujer relativamente dueña de sí misma y desapasionada, equilibrada hasta los más mínimos detalles. Conocía la existencia de su problema personal, siempre presente, que había salido triunfador de su propio análisis. Sabía también que no fue Ms. Mitchell quien le creó aquel problema. Lo único que Ms. Mitchell había hecho era airearlo, exponiéndolo con visos dramáticos a la luz del día. Entonces vio Rachel que su problema era hermano gemelo del problema que agobiaba a Ms. Mitchell.

Rachel volvió a recostarse en su butaca, mientras seguía jugueteando nerviosamente con el lápiz. Sabía que debería haberse librado de su paciente después de la cuarta semana, cuando Ms. Mitchell ya se había desahogado lo suficiente para sentirse capaz de hablar sin tapujos de su problema.

"Pero en lugar de eso, Rachel soportó toda la exposición del caso y no una, sino varias veces seguidas, hasta torturarse, escuchándolo con masoquismo, para examinarlo de noche, llena de odio hacia sí misma. Hubiera debido acudir al Dr. Ernst Beham, el analista con quien colaboraba, para aliviarse desde el principio de aquel peso. Comprendía que esto hubiera sido la solución profesional y, sin embargo, no fue capaz de recurrir a ella. Era como si hubiese querido hacer durar aquella autoflagelación, como si hubiese querido resistirla en un intento por negar su propia flaqueza, para demostrar que era fuerte y lo tenía todo resuelto. Pero había algo más que le impidió visitar al psiquiatra amigo. Rachel comprendió que no hubiera permitido que continuasen sus relaciones con Ms. Mitchell. De eso estaba segura. Y Rachel, en cambio, quería que continuasen. Era como si tres veces por semana y cada vez por espacio de 50 minutos, sintonizase con un serial cuyo protagonista era ella misma y no quería perderse ni un solo episodio, pues tenía el deseo de conocer el desenlace de aquella desdichada trama.

Y aquel día era el peor. Tal vez a causa de que su propia situación, su vida privada, pasaba también por el peor momento. La sesión de aquel día era sencillamente insoportable. Miró de reojo el reloj de la mesa, faltaban aún siete minutos. Iban a ser terribles. ¿Y si abreviase?

… ¿no le parece, doctora? —preguntaba la paciente.

Rachel DeJong carraspeó, envolviéndose en un aire profesional, y cuando hubo recuperado su compostura, dijo:

—Más tarde le expondré mi opinión, Ms. Mitchell. Ahora, como le he dicho en otras ocasiones, lo más importante es airear la causa de esta perturbación, sacándola a la luz para que pueda verla claramente. Creo que pronto no necesitar mi opinión, pues adquirir su propia clarividencia interior y comprender usted misma el remedio que hay que poner a esto.

Ms. Mitchell no ocultó su disgusto y volvió la cabeza sobre la almohada para mirar al techo, de un frío color de aguamarina.

—No sé por qué sigo viniendo y pagando sus honorarios —dijo, quejosa—. Apenas me ha dado el menor consejo.

—Cuando sea necesario dárselo, se lo dar‚ —dijo Rachel, con voz tensa—. En estos momentos, lo importante es que usted me diga el mayor número de cosas posibles. Por favor, trate de continuar.

Ms. Mitchell guardó durante unos instantes un ceñudo silencio. Finalmente dijo:

—Bien, si usted insiste…

Y continuó dando rienda suelta a su asociación de ideas.

Rachel, como había hecho ya en anteriores ocasiones, se puso a examinar en secreto la persona de Ms. Mitchell. La paciente frisaba en los treinta años y era hija única de una ilustre familia de la buena sociedad, que poseía una cuantiosa fortuna. La joven recibió una esmerada educación antes y después de Radcliffe, viajó mucho y se vio asiduamente cortejada por una nube de pretendientes. Poseía un glacial atractivo, que iba desde su cabello rubio crespado, peinado impecablemente, a sus largas y oblicuas facciones, muy parecidas al antiguo busto egipcio de Nefertiti, sin olvidar su alta y derecha figura de maniquí. Los hombres la deseaban físicamente y era objeto de sus constantes atenciones; sin embargo, ella rehuyó todo compromiso formal hasta fecha muy reciente.

Rachel apartó la mirada de su paciente y fijó la vista en la alfombra, pensando en sí misma. El problema que tenía Rachel no se debía ciertamente a un sentimiento de falsa modestia. Sabía muy bien que, a su manera, ella era tan atractiva a los ojos del sexo opuesto como su paciente. Si bien no era tan alta ni esbelta ni había recibido una educación tan esmerada, podía rivalizar con su paciente en cuanto a belleza. A decir verdad, su belleza le había creado siempre dificultades en su trato con los pacientes masculinos. Estos efectuaban una entrega a menudo total, que a veces revestía formas agresivas. Se preguntó cómo la veía Ms. Mitchell como mujer, no como terapeuta. Los severos trajes sastre oscuro con blusa de cuello alto que llevaba Rachel no la despojaban totalmente de su feminidad. Llevaba también, como Ms. Mitchell, crespado su cabello castaño claro, aunque no de forma tan exagerada. Sus ojos de lince eran pequeños y vivaces, tenía la nariz clásica, pómulos altos y salientes, que daban una forma triangular a su cara, terminada en un firme mentón aguzado. La figura de Rachel era larga y huesuda, de anchos hombros, pecho amplio, pero no muy opulento, cintura de avispa y caderas de muchacho. Posiblemente tenía las pantorrillas demasiado rectas. Pero en conjunto, no era inferior físicamente a su paciente ni a la mayoría de sus amigas. Sin embargo, a los treinta y un años seguía aún soltera.

Su problema, pues, como el que agobiaba a Ms. Mitchell y que se parecía al suyo como una gota de agua a otra, no era el de falta de atractivo para el sexo opuesto. Antes bien, la enfermedad que sufrían las dos mellizas espirituales era de carácter interior, una enfermedad compuesta de temor por el sexo opuesto. En ambos casos el daño y la parálisis se produjeron en la primera infancia para ambas, la dolencia se manifestó al llegar a la edad adulta con la retirada de cualquier forma de enlace sentimental. Ambas mantenían una actitud de extremada independencia, rehuyendo cumplir sus obligaciones hacia sus semejantes.

Escuchó de nuevo la voz de la paciente, que la distrajo de sus propios pensamientos, y con sus quejas y torturas despertó en Rachel una punzada de culpabilidad. Se esforzó por dirigir su atención hacia Ms. Mitchell.

La joven estaba diciendo:

—No hago más que recordar y evocar aquellas primeras semanas después de que lo conocí. —Ms. Mitchell hizo una pausa, movió la cabeza, cerró los ojos y prosiguió: el era completamente distinto a todos los demás, o acaso no era él quien era distinto, sino yo, es decir, los sentimientos que me inspiraba como hombre. Cuando los demás trataban de flirtear o juguetear conmigo, o cuando se me declaraban, yo siempre podía pararles los pies o contestar con una negativa, sin sentirlo en lo más mínimo, porque en realidad ninguno de ellos me importaba nada. No eran más que niños, niños mimados. Pero cuando él apareció en mi vida todo cambió. Comprendí que lo quería de veras. Tenía miedo de perderlo. ¿Se imagina usted? Yo con miedo de perder a un hombre… Sus sentimientos hacia mí eran similares… ya se lo he dicho una docena de veces… pero estaba segura… aún lo estoy… de que él también me amaba. ¿Por qué hubiera querido casarse conmigo, si no me hubiese amado? Tenía casi tanto dinero como papá, de modo que no podía ser por eso. No, él me quería por esposa. Yo quería serlo. Pero aquella noche en que íbamos a salir juntos… desde muchas horas antes… yo ya sabía que se me iba a declarar, mi intuición me lo decía… y entonces me indispuse… por conveniencia, como diría usted… sí, eso… por conveniencia… Creo que tiene usted razón. Yo deseaba ser amada y lo amaba, mas por otra parte quería que nuestro ingenuo compromiso aplazado continuase indefinidamente, como un cuento de hadas, un hermoso cuento de hadas desprovisto de pasión… únicamente amor platónico… sin cuerpo ni realidad… sin responsabilidades que afrontar… sin contactos propios de adultos… sin tener que dar ni exponer, dependiendo de otro y no sólo de mí misma… Sé, doctora, que esto es lo que hice… lo he vivido y lo sé…

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