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Authors: Irving Wallace

La isla de las tres sirenas (37 page)

BOOK: La isla de las tres sirenas
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—¿Sucederá lo mismo con nuestros propios hombres? —preguntó Lisa, siguiéndole la corriente.

Courtney se sujetó la barbilla con la mano.

—Sí —dijo—, ése será un problema. Bien, ahora voy a decirle lo que vamos a hacer, Ms. Hackfeld. Como pura muestra de deferencia por unas costumbres atrasadas, conseguiré que se haga una concesión. Antes de que termine el día de mañana, verán ustedes, detrás de las chozas que ocupan, dos flamantes cobertizos, a la puerta de una de los cuales podrán leer Caballeros y en la otra, Señoras. ¿Qué le parece?

Lisa Hackfeld lanzó un suspiro de alivio.

—Oh, gracias Mr. Courtney.

—De nada, Ms. Hackfeld. Buenas tardes y… buenas tardes, Ms. Hayden.

Las dejó para, con su andar desgarbado, adentrarse por el poblado, en dirección a la gran cabaña de Paoti, el jefe.

—Qué hombre tan raro —murmuró Lisa—. Supongo que habrá querido burlarse de mí al decir todas esas cosas, ¿no?

Claire movió afirmativamente la cabeza, despacio, sin apartar los ojos de la figura que se retiraba.

—Supongo que sí —dijo—. Aunque tratándose de él, no me atrevería a asegurarlo.

—Bien —dijo Lisa—. De todos modos, ha sido muy amable. Mañana tendremos nuestros propios servicios higiénicos… Tengo la intención de escribir diariamente a Cyrus, para llevar una especie de diario del viaje, que el capitán Rasmussen recogerá todas las semanas. Esta pequeña anécdota me dará tema para empezar.

Claire volvió de nuevo su atención a Lisa.

—Desde luego —asintió.

Lisa movió la cabeza, como si acabase de efectuar una profundísima observación.

—Sólo hay que ver su cara —dijo—. Es sorprendente, por refinados que nos creamos, pensar cuánta mojigatería tenemos aún.

—En efecto —asintió Claire.

Lisa se abanicó la cara con la mano.

—Espero que no hará siempre tanto calor. Me parece que voy a huir del sol. Hasta luego.

Claire la miró mientras regresaba a su cabaña y al pensar en lo que aún tendría que soportar sintió simpatía por ella. Después, al acordarse de lo que se proponía hacer, Claire abrió la puerta de cañas y entró en la choza para ver a su madre política.

Al abandonar la radiante claridad exterior para penetrar en aquel interior sombreado, Claire vio, una vez su vista se hubo acomodado a aquella semioscuridad, que no había nadie en la habitación delantera. Esta se parecía a la de su propia choza, con la diferencia de que era mucho mayor y ya había algunos artículos de oficina. Bajo la tapada ventana había una sencilla mesa de madera, cuya superficie era lisa y suave, pero cuyas patas de color avellano, apenas desbastadas, daban la impresión de haber sido colocadas recientemente, a toda prisa. Sobre la mesa había el magnetófono portátil, de metal plateado, y el dictáfono redondo y aplanado. Junto a estos objetos vio un calendario y una lámpara de pilas, a un extremo de la mesa, dos medias nueces de coco, una llena de lápices nuevos y sacapuntas baratos y la otra vacía, destinada sin duda a cenicero. La mesa se complementaba con una silla sin terminar, extremadamente tosca, pesada y provista de un respaldo muy elevado de madera, que sin duda había sido construida por manos inexpertas, pues sus piezas se hallaban sujetas por cuerdas y no por clavos.

A la derecha había dos largos y bajos bancos, hechos con bastos tablones que no parecían haber sido cortados con sierra.

Claire se disponía a llamar a Maud cuando ésta se materializó, risueña y animada, por el pasillo del fondo. Iba cargada de grandes cuadernos con tapas de tela.

Oh, Claire… me disponía a ir a ver qué hacías.

—Pues estaba haraganeando. Todo está por hacer… me siento culpable.

—No digas tonterías. —Tiró los cuadernos sobre la mesa—. Esto se debe a mi neurótico sentido del orden. Haces bien. Hay que tomarse las cosas con calma, al menos durante el día, en una isla tropical. Mr. Courtney me ha dicho que esto es un verdadero lujo en Las Tres Sirenas. Hace varias semanas, el jefe Paoti insistió en que, puesto que yo también soy un jefe, debían tratarme como tal.

Según Mr. Courtney, el jefe posee los únicos muebles occidentales que hay en la isla… una silla como ésta, que utiliza como trono, y una enorme mesa para los festines. Ahora yo también tengo una silla, una mesa muy práctica para despacho, gracias a Mr. Courtney, y bancos para mis súbditos. —¡Es estupendo! —exclamó.

Hizo una mueca—. Tal vez no debiera haber aceptado todo esto puede despertar celos entre otros miembros del equipo, y la tribu. Aunque debo confesarte que facilita mucho mi labor.

—He dicho a Mr. Courtney que necesitamos una mesita para tu máquina de escribir. Mañana hará que nos fabriquen una ¿Te importaría que la instalara aquí, Maud?

Yo lo preferiría. Me gustaría mantener nuestras dos habitaciones como están, completamente auténticas e indígenas. Nuestra choza me encanta y me gusta que sea así, abierta, ventilada, sin nada de mobiliario. A propósito, Maud, ya que hablamos de Mr. Courtney…

Claire no podía apartar de su mente la alta figura de Courtney. Lo mencionó con indiferencia:

—Fue Thomas Courtney quien inició esta conversación. Me sorprendió verle salir de aquí tan tarde. ¿Estuvo contigo todo ese tiempo?

—Sí, antes de que nos trajesen los muebles, estuvimos sentados en la colchonetas de pándano, hablando. Es un hombre cautivador… ha leído mucho, tiene una gran experiencia de la vida y ha prescindido de gran número de prejuicios. Me explicó, ante todo, cu les son los tabús más importantes, lo que se puede y lo que no se puede hacer, lo que se considera mana, o sea que confiere prestigio, y lo que se tiene por sagrado entre los indígenas. Me explicó, algunas de sus costumbres diarias y su modo de Entonces Claire refirió el incidente ocurrido ante su puerta entre Lisa Hackfeld y Courtney, explicándole también la digresión que hizo éste para extenderse sobre el valor de los retretes colectivos y de lo que representaría el excusado público como gran liberador de la sociedad. Maud la escuchó sonriendo.

—Pobre Ms. Hackfeld. No sólo ella, sino todos nosotros, nos llevaremos otras sorpresas mayúsculas, me parece. Sí, recuerdo que hace unos años, Adley y yo nos encontramos con el primero de estos retretes públicos en una de nuestras expediciones. Mr. Courtney tiene razón, desde luego. Habría mucho que decir en favor de esta costumbre. Su memoria histórica, en cambio, le ha fallado un poco. El episodio de la dama que se apeó del carruaje, abandonando a sus acompañantes y séquito para hacer sus necesidades junto al camino a la vista de todos, se sitúa, en realidad, en la Inglaterra del siglo XVII. Entonces esto era allí algo común y ordinario. En cambio, en la Francia del siglo XVII las damas aristocráticas se sentaban al lado de los caballeros en el retrete, para conversar amigablemente mientras hacían sus necesidades.

Estaba recordando la relajada moral que existía en la Francia y la Inglaterra civilizadas de hace más de tres siglos… y comprobando que corresponden bastante a la moralidad que impera en el seno de una tribu medio polinesia. Al menos, en lo que se refiere a excusados.

Estas cosas ocurrían en el período de la Restauración cuando Cromwell fue depuesto del poder. Era una época que se distinguía por su rebelión contra el falso pudor. Las damas llevaban unos senos artificiales de cera muy provocativos y prescindieron de los pantalones.

Nunca olvidaré la anécdota acerca de la visita que efectuó Casanova a las Madame Fel, la cantante, pues representa a la perfección la moralidad de las clases elevadas. Casanova vio que tres niños jugueteaban entre las faldas de sus rollizas manos indicó la mesa y continuó el ademán hasta abarcar toda Madame Fel y le sorprendió ver que no había parecido alguno entre ellos.

Desde luego que no lo hay —dijo Madame Fel—. El mayor es hijo del duque de Annecy, el segundo del conde de Maisonrouge." Perdón Madame supuse que eran hijos vuestros."

Madame Fel sonrió. "Pues claro que lo son", repuso. Claire no ocultó la gracia que le causaba la anécdota.

Fue una conversación muy útil. Tomaré unas notas y convocaré una reunión de todos nosotros mañana temprano. Creo que conviene que todos sepamos lo que se puede y lo que no se puede hacer y el modo de conducirse en general. Mr. Courtney me ofreció explicaciones muy claras y provechosas. Será de un valor inapreciable para nosotros mientras permanezcamos aquí.

¿Dijo algo… acerca de sí mismo?

—Ni una palabra. No reveló nada y evitó cualquier alusión personal.

—En cambio, me preguntó acerca de ti y de Marc. Tú pareces haberle causa do una impresión favorable. Instantáneamente Claire se puso sobre aviso.

—¿Te preguntó por mí y por Marc? ¿Qué preguntó?

—Cuánto tiempo lleváis de casados… si tenéis hijos… dónde y cómo vivíais… en qué se ocupa Marc… que haces tú… en fin, esa clase de preguntas.

—¿Y tú se lo dijiste?

—Lo mínimo para no pasar por descortés. Me pareció que no era yo quien debía revelar vuestras cosas.

—Gracias, Maud. Has hecho bien. Dime… ¿Hizo preguntas similares respecto a los demás?

—Sí, también preguntó algo. Quiso saber cuál era cada una de nuestras especialidades, qué deseamos estudiar, para así poder facilitarnos las cosas. Pero las únicas preguntas de tipo personal que hizo se refirieron exclusivamente a ti y a Marc.

Claire, pensativa, se mordisqueó el labio inferior.

—Qué extraordinario resulta… que este hombre se encuentre aquí… a pesar de que es… no sé un hombre tan diferente a todos bajo muchos aspectos. Me gustaría saber más cosas de su vida y su manera de ser.

Maud acercó la silla a la mesa, se sentó y empezó a arreglar sus cuadernos.

—Esta noche se te presentará ocasión para ello —dijo—. Paoti, el jefe, nos ofrece una gran fiesta de bienvenida en su casa. Se trata de una fiesta de gala, muy importante. El jefe asistirá a ella con su esposa Hutia, su hijo Moreturi, su nuera Atetou y una sobrina que ahora vive con ellos… Tehura, así es como se llama. Yo estoy invitada con mis parientes más próximos, o sea tú y Marc. Mr. Courtney actuará como… intermediario… se encargará de hacer las presentaciones.

—¿Cómo será esa fiesta? —quiso saber Claire—. ¿Qué tenemos que ponernos y qué…?

—Ponte el vestido mejor y más ligero que tengas. Piensa que allí dentro hará calor. En cuanto a la fiesta propiamente dicha, según ha indicado Mr. Courtney, creo que consistirá en un par de discursos, música y un banquete interminable, compuesto de comida y bebida indígenas, con un poco de espectáculo y un rito de amistad. Después de esto, poseeremos oficialmente mana y podremos circular con entera libertad por el poblado, siendo considerados como nuevos miembros de la tribu. La cena empezará al anochecer. Di a Marc que procure no retrasarse. Y tú lo mismo. Mr. Courtney pasará a buscarnos alrededor de las ocho. Te divertirás, Claire, y será algo totalmente nuevo para ti, te lo prometo.

En un momento indeterminado, que podía situar entre las diez y las once de la noche —en su estado presente era incapaz de distinguir la hora exacta en la diminuta esfera de su reloj de pulsera de oro—, Claire se acordó del vaticinio que había hecho Maud y reconoció para sus adentros que había acertado. Todos y cada uno de los exóticos segundos que pasó sentada a la mesa de Paoti, el jefe, resultaron divertidos e interesantes, todos y cada uno de los minutos que pasó bajo el techo de bálago de la inmensa construcción de bambúes amarillos representaron algo nuevo para ella.

Sabía que no era ella misma, es decir, que había desechado su yo anterior y que el nuevo yo que surgía, por sorprendente que resultase, no hacía más que aumentar su placer.

Tras su fallido intento por conocer la hora exacta, su cuello pareció dispararse hacia arriba —¡Ahora me extiendo como el mayor telescopio del mundo! ¿gritó Alicia en el País de las Maravillas, hacía ya mucho tiempo cuando alcanzó los tres metros de estatura? y, como la cabeza de Alicia, la de Claire casi tocó el techo, pero después quedó flotando, libre y a gran altura, en un planeta casi independiente, que mostraba señales de poseer vida humana. Desde lo alto, su alargadísima persona miró hacia abajo, para contemplar los huidizos contornos de su mundo crepuscular. Vio el pulimentado piso de piedra, el humeante horno de tierra y en el centro, entre el horno y la plataforma, el rectángulo bajo la mesa real, donde aún se amontonaban restos de lechoncillo asado, el pahua en escabeche, budines calientes de taro y crema de coco, frutos del árbol del pan cocidos, ñames y plátanos rojos.

En torno a la mesa, sentados sobre esterillas, con las piernas cruzadas (a excepción del jefe Paoti Wright, que ocupaba la cabecera de la mesa, sentado en su silla baja, cuyas patas tenían solo un palmo de altura), se hallaban los nueve expedicionarios, incluyendo aquél a cuyo cuerpo pertenecía la cabeza que en aquellos momentos se cernía sobre los presentes.

Su cabeza era el ojo que todo lo veía, pero su cuerpo era la esponja carnosa que se empapaba en aquel torrente de palabras pronunciadas en inglés y polinesio, en los cantos y las palmas de los cantantes masculinos, el ritmo erótico de las flautas y los instrumentos de percusión de bambú, cuyos sones llegaban desde la estancia vecina, la fragancia de los pétalos multicolores que flotaban en los grandes cuencos llenos de agua, el susurro causado por los pasos presurosos de las doncellas indígenas que servían la mesa, vestidas con tela de tapa, lo mismo que los comensales.

Fue la combinación de dos bebidas diferentes, se dijo Claire, lo que envió su cabeza volando por encima de la mesa. El banquete empezó con la complicada ceremonia consistente en preparar y servir la kava. La verde planta de la kava, junto con raíces de pimentero, fueron presentadas al jefe en un enorme recipiente. A una señal dada, cinco jóvenes que exhibían blancas dentaduras entraron en la estancia, se arrodillaron en torno al recipiente y, blandiendo cuchillos de hueso, pelaron con rapidez la kava y cortaron las raíces en pequeñas rebanadas. Luego, mientras sonaba la música, se metieron pedazos de kava en la boca para masticarlo a conciencia, depositando después los bolos masticados en un cuenco de arcilla. Echaron luego agua en el cuenco, uno de ellos mezcló y revolvió el brebaje y por último el verde fluido fue estrujado a través de una bolsa confeccionada con fibras de corteza de hibisco. Terminada esta operación, la lechosa kava fue ofrecida a cada uno de los invitados en una ornamental copa de coco.

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